RELIQUIAS
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1. El acceso al fenómeno discutido de la veneración de las r. debe enfocarse absolutamente desde el punto de vista de la estructura corpórea de la libertad y de su ejercicio. La tensión implicada en esta estructura incluye por un lado el peligro innegable de fetichismo mágico, como también el de una exigencia de «sentimientos puros», hostil al cuerpo, a la palabra y a la forma, pero reclama por otra parte como su forma plena la unidad de acto corporeizado o de signo animado (-» símbolo). Sólo como caso especial de esta modalidad de libertad interpersonal en general, que halla ineludiblemente su realidad en el «otro» — a saber, en lo objetivo y «cosificado» —, se han de fijar el derecho y los límites de la veneración de las r., en lo cual hay que tener todavía presente (precisamente por el hecho de tratarse de asuntos de libertad) que su forma concreta, es decir, la modalidad concreta del derecho y de los límites, del uso y del abuso, no se puede determinar ahistóricamente, de una vez para siempre, sino atendiendo en cada caso a la época, dentro del marco de la respectiva concepción de la libertad.

2. Reliquias en sentido estricto son los restos de los cuerpos de santos y beatos; en sentido lato e impropio son objetos que fueron utilizados por ellos durante su vida (p. ej., vestidos), o cosas que han tocado sus cuerpos después de su muerte (can. 1281 S 2).

3. Sobre la historia de la veneración de las r. La veneración de las r. y el puesto que ésta ocupa en la liturgia y en la devoción privada están estrechamente relacionados con el culto a los -> santos, con su origen y su transformación en la historia de la devoción cristiana. La «nube de testigos» (Heb 12, 1) de la acción salvífica de Cristo se materializa dentro del cristianismo primitivo en la figura del mártir, cuya muerte violenta da remate a este testimonio, y que por su parte invita a la comunidad a venerarlo, a imitarlo y a recurrir a su intercesión. Este culto primigenio a los santos se reviste de la modalidad del respectivo medio ambiente: la tradición judía y el sentir de la antigüedad proponen el sepulcro del mártir como lugar para la veneración cultual y la invocación de su intercesión. Así se unen el sepulcro del mártir y el lugar de la celebración eucarística. Mientras que en los primeros siglos se acudía al sepulcro para celebrar la eucaristía el día del aniversario, ya a comienzos del s. vi se trasladaban los restos del mártir al altar de la iglesia de la comunidad cristiana. El altar era sepulcro del mártir y — al ampliarse el círculo de los testigos con los «confesores» — pasó a ser sepulcro de santos en general (cf. la designación del altar, vigente todavía, como sepulcrum continens reliquias sanctorum: CIC can. 1198 S 4).

La unión entre la celebración del culto de la comunidad y la veneración de los santos motivó que, comunidades cristianas cuya historia no registraba ningún mártir, rogaran que les fueran cedidos cuerpos de santos, lo cual dio origen a su traslación (y división) y a que así surgieran las r. La primera traslación de un cuerpo de mártir está atestiguada en Antioquía el año 354. La invasión de los bárbaros y la misión entre los germanos impulsaron esta evolución: los pueblos convertidos deseaban la comunión y unión con la Iglesia primitiva.

Al mismo tiempo la veneración de las r. pasó del ámbito del culto público al de la devoción privada. Para asegurarse de la intercesión y protección de los santos se buscaba su proximidad: se llevaban r. a casa o con uno mismo, e incluso se deseaba llevarlas a la tumba como prenda de la propia resurrección. Esto dio lugar por una parte a la división de las r. hasta en los más menudos fragmentos, y por otra a la veneración de objetos con que habían estado en relación los santos, e incluso a tocar los cuerpos de los santos con cualesquiera objetos (p. ej., en las peregrinaciones), que luego se consideraban como r. lo cual dio pie a una multiplicación sin límites. Desapareció la distinción entre r. y «recuerdo», lo que posteriormente originó una «inflación» de r. Los primeros testimonios de posesión privada de un cuerpo de mártir datan del s. iv; por el mismo tiempo hablan los teólogos de una «virtud» inmanente a las reliquias.

En la medida en que se resaltó en el culto a los santos su importancia como abogados o protectores en múltiples necesidades y tribulaciones de la vida cotidiana, en relación con su testimonio y su función de modelos, también la veneración de las r. subrayó esta virtud inmanente e hizo que en ella pasase a segundo término el recuerdo de la communio sanctorum. Este cambio de significado es característico de la piedad medieval. Se intensificó la tendencia al culto privado; la repartición y acumulación de r. (p. ej., las grandes colecciones de r. en los lugares de peregrinación) debían asegurar la protección del mayor número posible de santos, que estaban especializados en todos los casos posibles de necesidad; las cruzadas hicieron accesibles las r. del oriente cristiano; se mezclaban las auténticas y las falsas; se llegó al hurto y al tráfico de r.; hasta se hicieron guerras para la obtención de r.; no siempre aparecía claro el límite, frente a la interpretación y al uso mágicos de las reliquias.

4. La reflexión católica se enfrentó con este problema. En la distinción conceptual entre veneración (dulía), que corresponde a los santos, y adoración (latría), que es exclusiva de Dios y de Cristo (concilio ii de Nicea: Dz 302), se insertó la distinción entre cultus absolutus y cultus relativus. El culto absoluto se refiere a las personas por razón de sus cualidades; en sentido propio sólo a Dios, en sentido analógico también a ángeles y hombres (por razón de su santidad, la cual, sin embargo, remite en último término a Dios, como a su origen). El culto relativo se refiere a cosas, por cuanto éstas se hallan en alguna relación con las personas veneradas. Por más que la teología destacara cómo las r. están referidas a algo diferente y son tan sólo ocasión, estímulo y ayuda psicológica para la piedad, no pudieron, sin embargo, impedirse los abusos y excesos del culto medieval a las r. Éstos consistieron en atribuir autonomía a las r., haciéndolas aparecer con frecuencia como dotadas de eficacia autógena y situándolas en cuanto a su significación auxiliadora al lado de la mediación salvífica de Cristo. Los excesos de la veneración de las r. en la devoción popular se basaban también en la experiencia de hallarse el hombre entregado a una naturaleza y a una historia semejante poderosas, así como en concepciones platonizantes, por las que la relación de los cuerpos de los santos con el cuerpo glorioso de Cristo resucitado se interpretaba como una especie de presencia real de la virtud divina.

5. Así, pues, la protesta de los reformadores surge sobre el trasfondo de una doctrina recta, la cual, sin embargo, no pudo imponerse suficientemente en la práctica de la piedad. Lutero y Zuinglio, apoyándose en la prohibición de las imágenes por el AT, y Calvino, con una lógica extrema, suprimieron las imágenes de las iglesias, temiendo que su veneración apartara del centro de la fe.

6. El magisterio eclesiástico confirma en Trento la práctica de la veneración de las r. Sin embargo, al mismo tiempo exhorta a los obispos a dar la debida orientación a esta veneración, tanto en la polémica con los reformadores como en lo referente a los excesos de la devoción popular (cf. también Dz 302ss 342 440 679). El texto (Dz 985) restringe la declaración del concilio a «los sagrados cuerpos de los santos y mártires y de los otros que han vivido con Cristo». La justificación de su veneración la cifra el Tridentino en la circunstancia de que éstos han sido «miembros vivos de Cristo y templos del Espíritu Santo, que por él han de ser resucitados y glorificados para la vida eterna».

La falsa interpretación mágica y la tendencia a convertir las r. en objeto autónomo de culto, que distraiga del centro mismo de la fe, se descartan con la siguiente declaración relativa a las imágenes, que con pleno sentido puede aplicarse también a las r.: «Se les ha de tributar el debido honor y veneración, no porque se crea que hay en ellas algo divino o una virtud por la que deba dárseles culto, o porque haya de pedírseles algo a ellas, o porque tenga que ponerse la confianza en las imágenes, como antiguamente hacían los gentiles, que colocaban su esperanza en los ídolos; sino porque el honor que se les tributa se refiere a los prototipos que ellas representan» (Dz 986). Las declaraciones disciplinarias del Tridentino forman la base de las disposiciones actualmente vigentes (CIC can. 1276-1289), en las que se determina sobre todo el deber de vigilancia de los ordinarios locales, y se dan criterios para el establecimiento de la autenticidad de las r. y normas para su conservación, traslación etc.

7. La solicitud por la debida referencia de la veneración de las r. al «único mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, Dios y hombre» (1 Tim 2, 5), se deja sentir también en las siguientes palabras de la Constitución sobre la sagrada liturgia del Vaticano II: «De acuerdo con la tradición, la Iglesia rinde culto a los santos y venera sus imágenes y sus r. auténticas. Las fiestas de los santos proclaman las maravillas de Cristo en sus servidores y proponen ejemplos a la imitación de los fieles... Las fiestas de los santos no prevalezcan sobre los misterios de la salvación» (n.° 111).

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Ernst Niermann