RELIGIÓN,
TEOLOGÍA DE LA
SaMun


I. Determinación del tema.

Aquí no se trata de las cuestiones que el estudio comparado de las religiones plantea sobre las formas de aparición, la historia, la esencia, y la dependencia mutua de las religiones particulares en toda la anchura y longitud de la historia de la humanidad (sobre estas cuestiones y sobre la pregunta teorético-científica de la esencia, los límites y los métodos del estudio comparado de las -> religiones y de la historia de las -> religiones han de consultarse los artículos así titulados); sino que se trata de una concepción teológica de las religiones, es decir, de la cuestión de cómo el - cristianismo mismo juzga las religiones extracristianas (y su propia prehistoria en el -> Antiguo Testamento) a partir de su punto de partida en -> Jesucristo.

Desde este punto de partida y desde esta norma se comprende que la respuesta aquí buscada sólo puede ser general y formal, o sea, que las diferencias esenciales entre las diversas religiones y sus formas concretas no pueden destacarse aquí y, en realidad, tampoco son propiamente decisivas en nuestro planteamiento del problema. Intentamos exponer ordenadamente los puntos principales de las afirmaciones dogmáticas cristianas sobre las religiones no cristianas. La importancia de esta cuestión es evidente. Su solución determina ampliamente la manera concreta del comportamiento misionero del cristianismo frente a las otras religiones (cf. -> misión iii). Debe decirse también que esta doctrina cristiana (como todas las demás) tiene su historia, larga y cambiante. Y por primera vez ahora, cuando se produce una universal solidaridad humana, cuando, en el camino de la recientemente surgida unidad de la -» historia universal, la historia de todos los pueblos se ha convertido también en la situación del cristianismo actual, cuando en verdad se ha llegado a la -> Iglesia universal, aunque la comunidad cristiana viva en situación de diáspora en medio de una sociedad pluralista; por primera vez ahora, repetimos, pregunta y respuesta pueden plantearse adecuadamente, es decir, los datos, actitudes y valoraciones dados en la tradición, en parte muy discrepantes, se pueden aplicar con objetividad a la solución de la cuestión. La historia de esta doctrina misma no será expuesta aquí.

II. La superación en Jesucristo de las demás religiones

La relación del cristianismo con las demás religiones está ligada fundamentalmente a la concepción que éste tiene de sí mismo. Puesto que el cristianismo proclama de palabra y Abra la escatológica y universal promesa y acción salvífica de Jesús, y así se entiende fundamentalmente como la actualización en el Pneuma de tal promesa y acción salvífica para todos los hombres, y en este sentido comunica el mensaje y la acción de Jesús a todos los «pueblos»; consecuentemente, por lo menos donde y cuando el misterio de Dios en Cristo se anuncia históricamente de palabra y obra, el mensaje cristiano es la proclamación de la superación de todas las religiones. La superación ha de entenderse aquí no sólo como juicio, sino también como respuesta a sus preguntas. En este sentido el cristianismo se denomina legítimamente a sí mismo como -> religión y no sólo como -> fe en correspondencia dialéctica con ella. En la historicidad social las religiones están desde ese momento bajo la exigencia de la salvación y del juicio de Jesús, y ya no son «religión legítima».

La teología dogmática acostumbra a identificar este punto temporal para todos los hombres con la venida del Pneuma, que constituye la comunidad (pentecostés); en tal momento temporal se da para todos la promulgatio legis, aunque la divulgatio legis requiere todavía una difusión a través del mundo y de la historia universal. Sin perjuicio de la diferencia a la que estos términos tradicionales remiten (la diferencia entre «principio» y «divulgación del principio»), tal promulgatio legis puede entenderse con pleno sentido como un proceso histórico duradero, el cual entra en la dimensión de la historia pública de -> salvación por primera vez allí donde y cuando el cristianismo tiene en la historia pública del pueblo correspondiente y de la época correspondiente una presencia y corporeidad suficientes, de manera que en rasgos generales se presente eficazmente como nueva situación salvífica. El cristianismo, con su mensaje de Jesús y sobre Jesús, también en el acto de urgir su validez tiene una historia, como la tiene también el acto por el que una religión resulta ilegítima. Sin duda actualmente este proceso no está aún concluido, bien que no podemos decir bajo qué presupuestos se da una presencia histórica suficiente del cristianismo en un lugar determinado del espacio y del tiempo.

III. El cristianismo implícito de todas las religiones

Se da una voluntad salvífica universal de Dios (-> salvación), la cual es sobrenatural y tiene a Jesucristo como mediador. Esa voluntad salvífica, que también persiste en el concreto orden histórico infralapsario, en principio incluye para cada hombre la posibilidad de salvación sobrenatural (cf. 1 Tim 2, 4ss: «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Porque Dios es único, y único también el mediador entre Dios y los hombres: Cristo Jesús hombre, que se entregó a sí mismo como rescate por todos»; cf. también Vaticano it, Lumen gentium, n.° 16). En consecuencia es seguro que la gracia justificante en cuanto posibilidad de acción salvífica se da y actúa permanentemente como ofrecida, prescindiendo de si el hombre la acepta (y así queda justificado personalmente) o la rechaza (y así es un pecador personal), de si se da junto con su aparición histórica eficaz (-> bautismo) o si busca todavía dicha aparición por su propia dinámica.

Por eso la gracia dada previamente (indebida como -> existencial sobrenatural, pero otorgada a todo hombre a causa de la universal voluntad salvífica de Dios, tanto si se acepta como si se rechaza, es activa en todo hombre y busca por sí misma sus propias objetivaciones históricas, puesto que toda ineludible toma de posición frente a ella (aceptándola o rechazándola) ha de tener necesariamente en el hombre una mediación histórica, ha de encarnarse y objetivarse en la historia individual y en la social. En cuanto esa gracia es gracia de Cristo, todo hombre es un «cristiano oculto» (así, p. ej., Ph.K. Marheineke en sus Theologische Vorlesungen; K. Rahner habla de un «cristianismo anónimo»). Por tanto, en toda religión deben darse tales objetivaciones de la gracia, de su aceptación y de la repulsa a ella (en el cual la gracia sigue anunciando su presencia). Pues si el carácter social pertenece necesariamente a la esencia de la religión, si el hombre realiza su religión necesariamente como ser social (cf. Vaticano ii, Dignitatis humanae, nº. 3), si él no puede realizar su originaria existencia personal en una mera interioridad privada; en consecuencia el existencial sobrenatural y su aceptación o la repulsa a él deben objetivarse en la religión constituida socialmente (lo cual no significa que estas objetivaciones hayan de presentarse como datos explícitamente reflejos, o en una mera oposición y separación entre aceptación y repulsa).

Por ello las religiones fácticas no pueden, en modo alguno, ser solamente la suma de una religión natural (que brote de un conocimiento natural de Dios), y la depravación del hombre. En ellas, como en sus objetivaciones, se da, aunque a menudo en un plano de incognoscibilidad, un factor sobrenatural.

IV. Legitimidad de las religiones precristianas

Las religiones precristianas pueden considerarse fundamentalmente como religiones legitimas de la humanidad precristiana. Por religión «legitima» se entiende aquí una religión constituida socialmente, la cual debe ser calificada, para un tiempo determinado y para unos hombres determinados, como cauce positivo de salvación. Por lo cual esos hombres, a falta de un mejor medio global de salvación, pudieron considerar hic et nunc tal religión como querida por Dios para ellos.

Esas religiones tuvieron que darse necesariamente. Pues: a) el hombre puede y debe obrar su salvación en todos los períodos de la historia y, en principio, no puede hacerlo (puesto que es un ser social) sino en una forma social de religión. b) La religión veterotestamentaria de hecho no pudo alcanzar a todos los hombres y, en principio, no estaba destinada a todos ellos. Las religiones que se han dado pueden, al menos fundamentalmente, ejercer estas funciones. Pues: a) no pertenece necesariamente a la esencia de una religión «legitima» el que ella, en su forma concreta, contenga sólo elementos positivamente queridos por Dios e introducidos por una providencia salvífica, y el que en ella se dé como expresamente reconocido un permanente elemento institucional de distinción entre los aspectos de dicha religión queridos por Dios y las depravaciones humanas. Tal elemento constitucional no existió ni siquiera en la religión del Antiguo Testamento, puesto que la función crítica de los profetas sólo se dio intermitentemente y, además, sólo puede distinguirse con seguridad como simplemente válida a partir de Cristo. b) Una religión legítima tampoco exige que deba ser aceptada plenamente y en todo en el mismo grado por todos los hombres a que afecta. En cuanto a cada hombre le es prácticamente posible una crítica a la religión concreta, crítica que le viene sugerida por sus propias experiencias, por movimientos religiosos de renovación, etc.; todo hombre, a través de la decisión por lo relativamente mejor en el circulo de su religión, tiene la posibilidad de optar existencialmente en dirección a la religión perfecta.

V. Caracterización teológica de las religiones no cristianas

Las religiones no cristianas de hecho son una mezcla de los efectos del llamado conocimiento natural de Dios, de la -> gracia activa en todas partes y de la culpa — que históricamente se objetiva e institucionaliza — de los hombres particulares e, indirectamente, de los factores sociales. Esta mezcla, naturalmente, es muy distinta en cada religión bajo los más diversos puntos de vista. Pero todas las religiones son también (y no exclusivamente) objetivaciones de la culpa de los hombres y, en concreto, precisamente en sus formas religiosas en cuanto tales (absolutización de determinados poderes de la existencia, voluntad de autorredención, etc.). Y este momento no se da en ellas solamente en contra de la concreta «esencia» fáctica de la religión, como depravación del cuadro histórico y social de aparición de la religión respectiva (cosa que se da también en la Ecclesia semper reformanda: -> Iglesia), sino que pertenece esencialmente a esta religión misma, por lo menos porque ella, en su constitución social, no conoce ninguna instancia que (en forma clara y autoritativa para la época) pudiera delimitar la religión respectiva frente a tal depravación. Por consiguiente, tales religiones también en esto se distinguen esencialmente del cristianismo, en el cual el único principio escatológicamente definitivo y supremo de la positiva significación salvífica que tiene la religión, a saber, Jesucristo, se ha convertido en principio escatológico e histórico de la Iglesia también en su dimensión histórica y social.

VI. Legítimas religiones precristianas y AT

El principio de la alianza entre Dios y el hombre es extendido mediante la interpretación de la historia del AT mismo a todos los hombres y a todos los pueblos. El AT, como dimensión institucional, pudo decidirse definitivamente contra Dios, aunque era religión legítima. Pero, como dimensión histórico-social, no pudo delimitarse con claridad frente a fenómenos de depravación (p. ej., el fariseísmo) o a tendencias reformadoras. La formación del canon no se concluyó, en correspondencia con ello, hasta el NT. El AT no se alzó con la pretensión de ser simplemente religión universal; quiso ser ante todo la religión que Dios en su providencia salvífica había pensado precisamente para este pueblo, por más que al adelantar en su propio esclarecimiento se hiciera consciente la universal significación — a manera de «-> representación» — de la promesa veterotestamentaria de Dios, así como la aceptación — por lo menos escatológica — de la misma por parte de los pueblos. El AT fue así el suceso de la inmediata prehistoria profana y religiosa del acontecimiento de Jesucristo, a partir del cual tenemos nosotros ahora una posibilidad diacrítica frente al AT. De aquí resultan los dos aspectos siguientes:

1. Considerado tan sólo en sí mismo, el AT podría ser concebido formalmente como una entre muchas religiones, pues en él, como en todas las religiones, se conjugan la providencia divina y la deficiencia humana. A la vez tiene una primacía que, aun no siendo total (p. ej., es nacionalmente limitado), se extiende a muchos aspectos: -> monoteísmo, idea de la -> alianza, conformación teocrática de toda la vida, etc., y, sobre todo, única historia de salvación. Por todo ello el AT es pedagogo de Cristo mucho más que las otras religiones legítimas, aunque también éstas conduzcan hacia Cristo (en formas y grados diversos) y se disuelvan en el cristianismo (recibiendo y dando), y así sean también prehistoria del cristianismo universal.

2. Por cuanto el AT se nos ha dado como prehistoria inmediata de Cristo, frente a él tenemos la posibilidad de distinguir — en un enjuiciamiento discriminativo de su historia (desde la alianza pactada por Moisés) — la línea positiva de salvación y aquella otra que aparece en esta historia contra la positiva providencia salvífica de Dios. Y así a partir de Cristo (principalmente por la fijación del canon veterotestamentario y la hermenéutica cristocéntrica del AT como -> Escritura), podemos conocer una religión veterotestamentaria como plenamente «legítima» en cuanto historia de salvación y de revelación. También esa religión ha de ser superada, pero en forma distinta de la de otras religiones, a saber, como prehistoria que alcanza su consumación en sentido estricto.

VII. Religiones no cristianas posteriores al cristianismo

En la configuración de sus doctrinas y de su vida religiosa, las religiones posteriores a Cristo están influidas cristianamente en medida cada vez más fuerte (e incluso a veces, p. ej., en el -> islam en parte tienen su origen histórico en el cristianismo. Respecto del -> judaísmo, que es un caso especial, véase el artículo así titulado). Por consiguiente, en ellas, incluso cuando se niegan a su propia «superación» dentro del mensaje y acción salvíficos de Cristo, crece el cristianismo oculto, y concretamente también en la dimensión de lo social y de lo institucional, así como, a la inversa, el cristianismo constituido eclesiásticamente recibe de estas religiones y de sus presupuestos culturales impulsos para su ulterior desarrollo propio y para hallarse a sí mismo. A esto se añade que la civilización actual, con su concepción técnica del mundo y su unidad de la historia universal, así como el proceso de -> secularización, seguramente provocarán la desaparición de las religiones naturales locales. Y probablemente surgirá a la vez una amplia convergencia, aunque manteniéndose la separación, entre las grandes religiones mundiales. Pues, en efecto el cristianismo, según su concepción de sí mismo desde sus principios, no espera ningún fin intramundano de su situación agonal, la cual seguramente implica también la impugnación por las otras religiones y no sólo por el ateísmo. Ambas cosas, convergencia y separación, coexistirán con un ateísmo mundialmente extendido.

Por consiguiente, el cristianismo, desde un punto de vista misional, no debe limitarse a la conversión de hombres particulares de estas religiones poscristianas, sino que ha de esforzarse por promover la convergencia (a partir de ambos lados), porque sólo así puede salir al encuentro de la contrarreligión del futuro, el -> ateísmo, que sólo se ha hecho posible por el cristianismo y no ha surgido sin su culpa. Y hemos de notar que lo dicho sobre la permanencia de las religiones, ha de decirse también en forma variada de esta «contrarreligión» misma.

En cuanto a la posición del concilio Vaticano II, cf. -> religiones no cristianas. Sin embargo, las afirmaciones de este concilio representan solamente un determinado estadio de un proceso teológico de reflexión que está todavía en sus comienzos.

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Adolf Darlap