PERSONA
SaMun


I. Origen del término e historia del concepto

La palabra latina persona deriva, aunque no con toda certeza, de personare (resonar) o, falsamente, de per se una (así con variantes en la filosofía medieval); según la más reciente investigación procede del etrusco fersu (rótulo de una representación de dos enmascarados). Significa primeramente, como traducción del griego prósopon (cara) la máscara del actor, que señala su papel.

El concepto filosófico y teológico de p., desconocido aún al pensamiento pagano antiguo, aparece como término especial o técnico en la primitiva teología cristiana de la -> Trinidad y -> encarnación (por primera vez en TERTULIANO, Adversus Praxean 12 ó 27). Sirve, pues, aquí para asegurar conceptual y dogmáticamente la experiencia creyente de la revelación del misterio incomprensible de Dios. Según la fe cristiana, en el interior de la vida suprahistórica de Dios la única «naturaleza» infinita divina como verdaderamente idéntica se realiza en tres relaciones personales, distintas entre sí. El único -> Dios eterno existe en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En Jesús de Nazaret Dios mismo se ha hecho hombre. Toda la naturaleza infinita de Dios y toda la naturaleza histórica y finita del hombre viven sin mezcla ni separación en la unidad de una p. (unión hispostática; sobre el uso teológico del concepto, cf. -> Trinidad, -> encarnación, -> Jesucristo [C], -> Espíritu Santo, -> Dios, -> hombre).

La primera definición formal ontológica de la p. procede de Boecio (De duabus naturis, 3): persona est naturae rationalis individua substantia. En esta forma y con las precisiones de Tomás de Aquino (incommunicabilis, ST 1 q. 30 a. 4 ob. 2; subsistencia, S. c. 6 Iv 49) y particularmente de Ricardo de San Victor (intellectualis naturae incommunicabilis existentia, De Trinitate Iv, 22, 24; de modo semejante Duns Escoto, Sent. I 23, 1) goza de validez no sólo en la edad media cristiana y en su tradición teológica y filosófica, sino que sigue también determinando el pensamiento moderno, señaladamente en lo que atañe a la filosofía en general y a la filosofía social (->, sociedad). P. no significa aquí la «esencia», la «naturaleza», sino el acto siempre singular, total e indiviso, inmediato e insustituible, la realidad, la existencia de una naturaleza espiritual. Esta realidad es el hecho de poseerse a sí mismo y, por tanto, de tener en sí su propio fin, es la forma de realidad que presenta la -> libertad de un ser espiritual, en la que se funda su intangible dignidad. Es evidente que este concepto preferentemente formal de p. adquiere su contenido por la «naturaleza» del ser espiritual en cuestión, y por el grado de realidad que adquiere su libertad en lo referente a la posibilidad de tomar posesión de la propia naturaleza.

II. El origen histórico de la experiencia latente en el concepto de persona y la nueva problemática

En la antigua metafísica el hombre es el ser a la vez infinito y finito en el que el -> espíritu, lo universal y supraindividual, queda limitado y hecho particular por la materia de su cuerpo. En esa concepción el hombre es (usando una fórmula breve) individuo, ejemplar de una especie, en que, de hecho, lo universal como tal está amenazado por la caducidad; es un caso particular del que, por la muerte, el espíritu se libera de nuevo para volver a su fundamental universalidad, a su totalidad, absoluta y divinidad sin limites.

El horizonte de experiencia de la teología y la -> antropología (III) cristianas es otro. La libre palabra de Dios ofreciendo y mandando, llama al hombre y a su libertad responsable a participar en su realidad viva. El Dios absoluto e infinito y el hombre finito e histórico son «socios»; este consorcio de la libertad infinita y de la finita constituye al hombre como tal y, con ello, lo constituye a la vez en la comunidad de destino con los otros. Pero la experiencia de este consorcio con el Dios infinito no suprime la propia finitud y amenaza, sino que las hace aparecer en toda su agudeza; la libertad que ineludiblemente tiene que responder decide por sí misma sobre su realidad definitiva. Y así el hombre finito, incluso como individuo, recibe significación y dignidad absoluta, hasta el punto de que, por su salvación, es decir, por la realidad de su libertad, Dios mismo se hizo hombre. Así, esta experiencia religiosa de la fe es la experiencia de una doble paradoja que rompe el antiguo horizonte intelectivo: la encarnación sin reservas de Dios (que sigue siendo Dios) y la significación absoluta e infinita del hombre individual finito (que permanece finito) en la comunión de destino de los hombres en general. Y sólo esta experiencia ofrece la base para (e impone la necesidad de) formar el concepto de p. como la realidad del ser espiritual que dispone libremente de sí mismo y tiene importancia absoluta; y en ella está también legitimada la designación de Dios como p. aunque él, del principio al fin, sea siempre el misterio incomprensible; como está legitimado igualmente el que entendamos su relación con el hombre como relación personal y su propia vida como realización de su único ser no en una, sino en varias personas.

Cuando esta experiencia de la p. — que comienza en la religión judía, se expresa inicialmente en la «metafísica del éxodo» y se consuma en la fe cristiana — trata de articularse teóricamente (cosa que por de pronto sólo puede hacer con ayuda de la terminología griega); al romperse el horizonte intelectivo griego se produce también un cambio y un esclarecimiento de los conceptos de physis, oúsía, hypóstasis, etc. (y de sus correlativos latinos: natura, substantia, etc.), de sus distinciones y relaciones. En todo caso era de esperar de antemano que, al encontrarse la metafísica judeo-cristiana del éxodo con una orientación histórica, y la metafísica griega del ente con una orientación cosmológica, el nuevo concepto de p. que entre otras cosas resultara del encuentro, no podría entenderse como un ente inmanente (aunque fuera el supremo) entre o sobre los otros entes, sino que debería entenderse por lo menos como una realidad cuyo ser, por el contrario, tiene una importancia fundamental para determinar qué y cómo son y aparecen el mundo y los entes en él contenidos.

Era de esperar, pues, que el hombre fuera entendido como una realidad que en su ser personal antecede a los entes intramundanos, o se sale del marco estructural de éstos, porque él, como p., es fuente emisora de esencia y ser, y no está determinado solamente por la esencia y el ser. De hecho esto se expresa ya en las clásicas defininiciones metafísicas de la p.: La p. es la unidad fáctica (que bajo el aspecto de la lógica formal resulta contradictoria) entre la más radical individualización (de una libertad que ella misma y nadie más debe asumir) y la más extensa universalidad (espiritualidad), entre inmanencia y trascendencia, entre «insistencia» y (usando un término moderno) «exsistencia». En su unidad, ni la universalidad del espíritu como ser y esencia se sumerge bajo la individualidad, ni ésta se pierde disolviéndose en la totalidad de un todo superior. La p. es una auténtica realización de la permanente diferencia ontológica.

Dondequiera el hombre sea entendido como esa unidad excepcional, no como mero individuo ni como mero ingrediente de una totalidad envolvente (de carácter ontológico-espiritual o colectivo-óntico), y sea experimentado como un sujeto que se halla bajo una exigencia absoluta, la cual no admite una fundamentación puramente intramundana; ese pensamiento puede considerarse como personal en la medida en que se dé cuenta de la contradicción latente en la unidad de la p., con sus exigencias, y la soporte, aunque no hable expresamente de p. y personalidad.

Es, sin embargo, problemático si las clásicas definiciones de p. se adecuan única y perfectamente a la -> experiencia religiosa que tienen por base y a su estructura (que pudiera también deducirse por reflexión natural filosófica de la experiencia de la conciencia); si en ellas, además de la subsistencia e incomunicabilidad, se expresan suficientemente los otros factores esenciales de la experiencia de la persona y libertad: el obrar actual e histórico y el consorcio entre p. y p., en los que la p. (aun la divina) como tal se abre y manifiesta primerísimamente a las otras. La distinción entre un personalismo substancial y otro actual (o existencial) apunta hacia aquella corriente de la tradición que, pasando por Agustín, Eckhart, Nicolás de Cusa, Pascal, Kierkegaard y otros, llega hasta la actualidad, y cuyo pensamiento, marcadamente personal, está menos orientado hacia las definiciones clásicas y sus conceptos (cf. la exposición y clasificación sintética de G. GLOEGE, Person, Personalismus, en EKL III, col. 128ss).

Indudablemente, la teología protestante yen tiempos recientes de la filosofía de la existencia dialogística (entre otros, F. Ebner, M. Buber), el -> existencialismo, la teología dialéctica y también la nueva reflexión en el campo católico sobre las bases bíblicas de la fe cristiana, han dado fecundos impulsos al pensamiento sobre la persona. Este pensamiento está empeñado hoy sobre todo en la repulsa y superación de la inteligencia individualista y colectivista del hombre, de la sociedad y de la historia humana, desenmascarando a los dos, al individualismo y al colectivismo, como interpretaciones unilaterales que parten de un origen experimental común.

III. Significación del concepto de persona humana

1. Persona y naturaleza

Si el hombre ha de entenderse como p., es decir, como una realización libre de su -> naturaleza, hemos de ver cómo ésta no es una naturaleza (infinita o finita) puramente espiritual y simple. El hombre, aun siendo espiritual, por su cuerpo está localizado a la vez en el tiempo y el espacio. Su naturaleza es pluridimensional y está limitada por las fronteras esenciales y efectivas de su «capacidad anímica espiritual», por la vitalidad de su organismo y la materialidad de su cuerpo. La naturaleza humana, como naturaleza compleja, es finita, y — con todas sus dimensiones y las leyes estructurales propias de éstas, insuprimibles en principio, con todas las condiciones materiales y vitales que la constituyen — es dada previamente e impuesta a la p. humana, es decir, a la libre actualización de su propia realidad. Si el hombre ha de entenderse como p., y esto quiere decir sobre todo como libre realización de su naturaleza (realización que, precisamente como forma de la libertad, no es «natural», sino histórica), ha de verse además que, en el campo de la experiencia de nosotros mismos y de los demás, dicha realización nunca alcanza el grado de una libertad perfecta, de una libre y actual disposición de sí mismo, de una integración consumada de esta naturaleza finita en la unidad del ser personal.

Está de por medio la resistencia de lo material, el fallo de las funciones vitales, el olvido y los contenidos de vivencias psíquico-espirituales que se sustraen a la conciencia.

Pero se da también contra esta resistencia y con ella la elevación de la realidad y del alcance de la libre actuación personal en los grados de la formación de la personalidad por medio del hacer u omitir, por la libre aceptación o repulsa de lo que, desde este punto de vista, «viene de fuera» y puede admitirse dentro de la interioridad de la personal experiencia del destino o ser rechazado, por decisiones que crean una realidad permanente de personalidad completa o fallida. Además, hay grados de intensidad en la realización personal: no todo proceso psíquico-corporal, no toda acción y omisión tienen la misma importancia para la realidad personal. Pero nunca realiza el hombre temporal su naturaleza en un acto único; la realiza siempre en la sucesión y el despliegue de los actos históricos a través de sus acciones y omisiones, de su hacer y sufrir. El hombre como p. no puede «alcanzarse» enteramente a sí mismo dentro de su historia, o tomar definitivamente posesión de sí mismo, ni en el conocimiento, ni en el obrar y querer. En la diferencia entre naturaleza y p., por la que él sufre y que trata de superar, y no en la finitud de su naturaleza como tal, se funda la -> historia e historicidad del hombre.

A pesar de esta diferencia, la naturaleza humana no debe pensarse primero como una individualidad intramundana, y sólo accesoria y posiblemente como realidad que ha de asumir una p. Pues, a pesar de la ley propia de la naturaleza humana en sus distintas dimensiones y capacidades, cuya separación y objetivación metódica e hipotética en las ciencias antropológicas — necesariamente distintas y múltiples — están en principio de todo punto legitimadas, la naturaleza humana se halla de antemano dentro de la exigencia personal, que la envuelve y la constituye originariamente como tal naturaleza humana. Dentro de la división metódica en «órdenes» o campos particulares de las ciencias, y dentro también de la más detallada comprensión de las disposiciones particulares, capacidades y «deficiencias» de un individuo determinado en la práctica de la educación, formación y prestación de trabajo, etc., no debe perderse de vista la conjunción natural indisoluble de los distintos órdenes especiales, ni sobre todo la calificación personal de la naturaleza humana y sus «disposiciones», etc., en su conjunto; calificación que se funda ea que la naturaleza humana, siempre que se da, existe ya en la esencial y efectiva unidad de la persona.

Por esta razón, tampoco se llega al -> derecho natural partiendo de una naturaleza del hombre considerada en abstracto; más bien, aquel, como derecho fundamental, sólo puede deducirse de que la naturaleza humana como tal está ya dentro de su exigencia personal, tiene como tarea su propia realización, independientemente de la medida en que se halle a la altura de su inalienable tarea. De esta exigencia absoluta brota por lo menos el derecho a la existencia, a un verdadero poder existir (aun respecto de enfermos mentales o viejos incapaces de trabajar). Por la misma razón, los demás derechos fundamentales e incluso el derecho positivo no deben basarse en la naturaleza abstracta del hombre, pues en tal plano éste aparece como individuo aislado en lucha con otros o como mero número de una vida colectiva, como animal sociale, que, desde ese punto de vista, no se distingue en principio de los miembros de una colonia de termes. Los restantes derechos fundamentales y el derecho positivo, cuando es -> derecho, se fundan más bien en la realización personal, en la realidad óntica, nunca igualmente cumplida, sino siempre graduada, de las p. y de los grupos de personas en la -> sociedad humana. De ahí también la relación del hombre con los demás, con la -> comunidad, ha de entenderse partiendo de su personalidad.

2. Persona y mundo

Así como los «órdenes» de la vida corporal, psíquica y espiritual son dimensiones de la única naturaleza humana que se compenetran mutuamente, de igual manera esa naturaleza humana está en relación con la «naturaleza» en sentido lato, que envuelve a aquélla con el ente en su totalidad. Esa relación tiene una triple dimensión o conexión material-causal: la vinculación con cada otro individuo; la correlación vital con el propio «mundo circundante»; la comunicación espiritual con el «-> mundo uno», que trasciende e implica todo lo individual y el propio entorno. Sin embargo, como ser corpóreo, localizado en determinado punto de la historia y del cosmos, por la -> trascendencia del espíritu (que supera todo pasado, la lejanía cósmica y el futuro) el hombre es llevado a la presencia histórica del mundo uno, que es también el propio lugar del hombre. Y del mismo modo que la naturaleza humana es, desde luego, dada e impuesta previamente a su propia realización personal, libre y finita, pero como humana sólo se da dentro de esta realización de sí misma, as( también y en conexión inseparable con ello, el mundo de la p. se da previamente y se impone como el medio de toda su existencia personal, el cual no ha de construirse posteriormente, sino que pertenece a priori y constitutivamente a la esencia (espiritual y corpórea) del hombre.

Por eso, la realización histórica del ser humano se lleva a cabo tanto por el desarrollo de sus «disposiciones naturales», como simultáneamente por la configuración del mundo. Siempre que la configuración del mundo es vista en su unidad esencial con la realización de la humanidad, tiene como base una relación del hombre con el mundo, que, como relación humana, reconoce precisamente las leyes y la significación objetivas y propias en cada caso de las dimensiones del ente en general: con la conciencia de que el ente objetivo no se limita a ser mero medio para el fin de conservar la vida del hombre, sino que posee su propia posición y significación esencial en el todo y para el todo, por ineludible que sea el uso y consumo de las cosas para la conservación de la vida humana.

Pero la conservación y la elevación de la vida no se identifican simplemente con la realización del ser humano, como tampoco la configuración del mundo se agota con la producción de los medios de uso y consumo. La configuración del mundo culmina más bien en que el hombre, siguiendo la trascendencia del espíritu, huyendo de sí mismo y entrando en el gran todo, haga una representación inteligible, intuitiva y simbólica del mundo en un solo ente particular: en las grandes obras de lo perceptible y comunicable (-> lenguaje), de la -> verdad (-> ciencia), de la belleza (-> arte), de la celebración, reverencia y adoración (-> culto), de dominio sobre la naturaleza (-> técnica), de dominio sobre los hombres para la realización común de un sentido (-> Estado), sólo por el «servicio» funcional a las obras (-> cultura en sentido objetivo) se realiza y atestigua el ser humano.

Pero las obras, abandonadas a sí mismas en su exterioridad y aisladas de su origen vivo, se hunden en la nada e insignificancia. Sólo son reales y permanentes por el constante retorno a la interioridad del hombre. Así como el desarrollo de la naturaleza humana sólo es y permanece real por la integración del propio ser personal; de igual manera la forma del mundo en las obras que lo representan sólo se hace y permanece real por el retorno constante de estas obras y del todo que ellas representan a su origen personal. Ese retorno y asimilación del todo configurado es lo que llamamos -> formación (cultura en el sentido objetivo). La trascendencia del espíritu a lo universal y común del mundo uno exige el retorno a la inmanencia de la libertad singular e insustituible que se forma, y a la inversa. Configuración del mundo y realización propia son aspectos (salida y retorno: función e integración) o factores temporalmente desarrollados de un solo y mismo acontecer: la realización efectiva de la p. humana en la historia.

Y a su vez cabe decir que, así como la p. humana nunca puede «alcanzar» adecuadamente y sin reservas la propia naturaleza, que le es dada e impuesta previamente (aunque ésta esté siempre superada por aquélla); así tampoco hay p. humana en la historia que pueda «alcanzar» el mundo adecuadamente y sin reservas, de una vez para siempre y, por ende, en forma definitiva: configurarlo en la historia y asimilárselo definitivamente y hacerlo obligatorio para todos los tiempos. En esta diferencia permanente en la historia entre p. y mundo radica la historicidad de la inteligencia y asimilación del mundo por parte del hombre: el hecho de la -> tradición inagotable, del presente que se esfuma, del futuro que de ningún modo puede anticiparse, del proceso inacabable de la formación.

3. Persona y comunidad

Así como ningún individuo, solo y de por sí, puede llevar a cabo las obras (el mundo y, por ende, la forma de realizar su libertad), sino sólo dentro y con ayuda de la -> sociedad; así también la formación, por mucho que a la postre signifique la liberación que ha de realizar por sí y para sí cada p. particular, tiene que ser a la vez posibilitada y sostenida por la tradición histórica y social y por la constitución actual, como, a la inversa, esta realización personal y singular de la libertad que se forma es un factor interno y permanente que determina la forma actual y futura de la sociedad.

Pues la realidad de la vida social humana no es ni la suma o el producto mecánico de «individuos naturales», ni un organismo independiente que se ramifica en los individuos. La realidad de la vida social común, de una vida humana y digna del hombre, sólo se logra y conserva por el logro y conservación de la vida espiritual personal del individuo. Puesto que la vida social es la realidad común espiritual de la p. particular, síguese que cuanto haga u omita el individuo, aun en su esfera más privada, será también en medida menor o mayor de importancia real para la sociedad; y a la inversa: todo obrar social «oficial» tiene también en grados y niveles diversos importancia real para el comportamiento privado.

Por la misma razón, hay ciertamente distinción real entre el -> bien común y el bien particular (distinción que aparece clara en el diverso fin inmediato del obrar); pero, en principio, no puede haber oposición entre ambos, como si, en ciertos casos, sólo se pudiera realizar el bien común «a costa» del bien particular, o a la inversa. Rechazando la estrechez utilitarista de los conceptos de bien común y de bien particular, y viendo a la vez el fundamento personal de ambos, hemos de decir más bien que la renuncia y el sacrificio (p. ej., en la limitación del espacio de -> poder y libertad) no sólo son medios externos (molestos) para conseguir el mayor provecho posible, sino también factores internos e integrantes de la realización personal del bien del individuo y de la sociedad, y que sólo siendo así (es decir, cuando cabe realizarlos internamente y no sólo por medidas exteriores de coacción) pueden pedirse realmente y, por ende, son «justos» de verdad. Sin embargo, siempre es dificil, ya que la cuestión no puede decidirse a priori y teóricamente, determinar exactamente en la situación histórica concreta el contenido del bien común y el del bien particular para obtener así el criterio con que legitimar las medidas y acciones.

Que el hombre sea un ser social, el cual sólo puede vivir como individuo en una realidad común, tiene su fundamento no en la conexión material-causal, ni en la necesidad biológica y en la referencia mutua, sino en su espiritualidad, en su apertura histórica al pasado, presente y futuro del mundo. Al ser incorporado por la división del trabajo a la producción social de la obra común, el individuo se halla necesariamente dentro de una función que lo reclama: como servidor de la obra, como funcionario en la sociedad. Pero es igualmente necesario que, en el proceso de formación de la p., el individuo incorpore lo universal y total, abierto y realizado ya, a la libertad independiente y, a la vez, distanciada siempre frente a la realidad social común.

La sociedad totalitaria, al acentuar y fomentar la formación completa, fuerza a la incorporación sin reservas y funcional al proceso de la realización social, que luego, indudablemente, es capaz de producir las obras espirituales más imponentes. Pero la sociedad totalitaria trata también de impedir la formación individual, el retorno del individuo a sí mismo, lo cual establece una distancia y lleva consigo la posibilidad de una crítica; limita la libertad personal y procura aniquilarla.

Para la reflexión y decisión responsable respecto de nuestro futuro es importante ver que la «amenaza a la p.» en nuestro presente inmediato, en la totalidad de la vida social que se dilata, no viene de la poca espiritualidad o antiespiritualidad, sino que son el espíritu mismo y su universalidad los que amenazan a la p. y su libertad particular; pues hoy se actualizan posibilidades supremas y remotísimas del espíritu, y por ello nunca ha sido tan grande como en nuestra actualidad el peligro (obstáculo) para el retorno a la libertad personal. Por posibilidades supremas del espíritu entendemos, brevemente, la reducción de todo lo inexplicable a causas explicables; la organización de toda variedad dentro de la unidad — sola espiritualmente comprensible — del orden universal en la historia y en la naturaleza, el cual, como comprensible, ahora se hace también dominable.

Pero este -> orden se hace dominable precisamente en cuanto, incorporándonos a él, le servimos sin reservas. Todas las tareas parciales han venido a ser tarea única. Toda posibilidad de organización está en conexión con lo organizado en el mundo uno. Parece que tendemos a que no haya más «islas», ni en el sentido cualitativo ni el cuantitativo, a que todo sea uno. Se confunden las fronteras en los ámbitos del pensamiento y de la vida, lo mismo que las de la intimidad, familiaridad y publicidad. Desaparece la posibilidad de obrar por sí solo en un recinto relativamente estrecho. El teamwork (trabajo en equipo) universal ha comenzado ya. Con este teamwork universal parece haber llegado el fin de la personalidad (en el sentido de la época de Goethe y Humboldt). Lo que queda es la tarea de mantener la p., que sin duda en el futuro ha de adquirir otra forma nueva de realidad, cuyos contornos apenas comienzan a dibujarse en nuestro tiempo.

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Max Müller – Alois Halder