PECADO ORIGINAL
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I. Introducción

1. La doctrina fundamental cristiana sobre el p. o. tropieza hoy día con una triple mala inteligencia. a) El p. o. es sentido como contradicción al modo que el hombre actual tiene de entenderse a sí mismo como «originariamente» bueno y sano por su esencia y naturaleza. Las actuales deficiencias individuales y sociales del hombre serían productos secundarios de la cultura y de la sociedad o «fenómenos de fricción» en la evolución humana, inevitables desde luego, pero progresivamente superables. De ahí que el hombre de nuestros días aspire a un estado de dicha y de liberación de todas estas deficiencias, estado que se considera inmanente y al alcance de las propias fuerzas. A todo esto contradeciría el p. o. como existencial permanente del hombre. b) El p. o. (por lo general, naturalmente, bajo otros conceptos: el absurdo de la existencia, etc.) es identificado simplemente con la esencia (trágica) del hombre (su finitud, etc.) y considerado como una realidad insuperable que va inherente a aquélla y, por tanto, no puede explicarse por un acontecimiento primigenio de los comienzos de la humanidad.

Significa más bien que el hombre es una «construcción fallida» e insuperable como contradicción trágica (todas las formas del existencialismo pesimista). c) Aun entre cristianos, por falsa interpretación de la doctrina de la Iglesia, el p. o. es equipara-do unívocamente con el pecado personal; ciertamente, no en cuanto a su causa, pero sí en cuanto a la esencia del pecado «habitual». La problemática que de ahí se deriva (de una «culpa colectiva» que opera desde fuera), hace luego que el p. o. se admita como «misterio» o se rechace como contradictorio en sí mismo. Otras tergiversaciones secundarias o interpretaciones unilaterales serán mencionadas posteriormente.

2. Por esa situación en que se halla la doctrina del p. o. se comprende, aunque no se justifique, que esta doctrina sólo desempeña un papel muy modesto en la actual predicación cristiana. Naturalmente, no es negada en la Iglesia (como en ciertos sectores de la teología protestante), pero queda atrofiada y reducida en gran parte a mera verdad de catecismo, que se menciona en su lugar correspondiente, pero es luego olvidada en la vida y en la predicación ordinaria. Por desgracia, apenas conserva ya hoy día fuerza real para imprimir su cuño en la interpretación de la existencia del hombre actual.

Esto procede también de que, por una parte, se sienten como cosa «natural» y, en consecuencia, evidentes de por sí la -» concupiscencia y la -> muerte, de modo que es difícil ligar a ellas la experiencia del p. o. del hombre; y, por otra, el p. o. se considera borrado de tal forma por el -> bautismo, que ya sólo resulta problema existencial respecto de los niños no bautizados (limbo). Si esta situación de la predicación ordinaria ha de verse como una problemática abreviación de la doctrina sobre el p. o., ello no quiere decir que la anterior relación existencial de la cristiandad con el p. o., la cual se extiende hasta muy entrada la época de la reforma y hasta la religiosidad de tipo jansenista, haya de ser hoy día, en todos los aspectos, norma y modelo para nosotros.

Efectivamente, a partir de Agustín, esa doctrina estuvo de hecho ligada con una tendencia pesimista (concepción trágica del hombre) y con un particularismo de la salvación, queno se identifican con el dogma mismo del p. o. Éste no designaba un factor en la interpretación de la existencia del hombre, que está envuelta siempre y de antemano por la universal voluntad salvífica de Dios (-> salvación) y la poderosa gracia de Cristo, sino la situación de todos, de la que una gracia posterior salva sólo a unos pocos. La universalidad del p. o. quedaba más clara que la de la redención, sobre todo porque no se supo transformar abiertamente la universalidad de la voluntad salvífica de Dios y de la muerte de Cristo «por todos» los hombres en un -> existencial de cada hombre, interno a él anteriormente a su -a justificación; y así se creía que la redención universal de Cristo sólo entra en acción para cada hombre cuando se realiza el proceso mismo de la justificación o se recibe el bautismo.

II. Historia del dogma del pecado original

La doctrina sobre el p. o., que sólo muy breve y aisladamente aparece en la Escritura (cf. luego), no adquiere un desenvolvimiento efectivo hasta Agustín (aquí hallamos el concepto de peccatum originale). La patrística griega, con su teoría de la -> redención por la encarnación y absorta en la lucha contra el pesimismo y determinismo gnóstico y maniqueo, no mostró mucho interés por la doctrina sobre el p. o. (aunque no la silenció de lleno). En su lucha contra la negación pelagiana del p. o., Agustín apela a la Escritura y a la práctica del bautismo de niños. Acentúa la obligación de creer en el dogma del p. o. y la universalidad del mismo; ve su esencia en la concupiscencia, que aparta de Dios mientras no se borre por el bautismo el reato de culpa inherente a ella. El p. o. se transmite, según él, por la libido, o sea, por el placer de los padres en el acto de la generación. Esta doctrina va unida con la afirmación de un particularismo de la salvación eterna: Por justo juicio de Dios, la mayoría de los hombre son dejados en la massa damnata constituida por el p. o. En cuanto la concupiscencia inficiona todos los actos del pecador, todos esos actos son «pecado» (lo que no significa necesariamente que sean nuevos pecados). La distinción interna entre p. o. y pecado personal no está aún elaborada en Agustín (las consecuencias ultraterrenas de ambos son las mismas).

Al esclarecerse el concepto de gracia sobrenatural y habitual como gratia beatificans y elaborarse con mayor precisión la doctrina sobre la iustitia originalis (como fundada esencialmente en la gracia santificante), durante la edad media (desde Anselmo de Canterbury) la esencia del p. o. se cifró más y más en la carencia de la gracia santificante por culpa del pecado de Adán, de suerte que en adelante la concupiscencia ya sólo aparece como consecuencia o como elemento material del p. o. (Tomás de Aquino); y así se comprende fácilmente por qué éste se borra realmente en el bautismo aunque permanezca aquélla. El concilio de Trento define (con los reformadores) un p. o. interno y real en todos (excepto -> María), que ha sido causado por el pecado personal de Adán, se borra verdaderamente por la justificación y (contra los reformadores) no consiste en la concupiscencia, ya que ésta persiste en los justificados, sino en la carencia de la -> justicia y -> santidad originales, que según el concilio se confieren como una realidad interna y habitual por la gracia de la justificación. La teología postridentina elabora diversas teorías para explicar por qué la ausencia efectiva de esta gracia en nosotros, en cuanto descendemos de Adán, no sólo es secuela del pecado, ni sólo es una caída negativa, sino también algo que no debe existir en nosotros, es decir, cómo y por qué se nos imputa el pecado de Adán. En la teología se enseña y recalca de muy atrás la mera coincidencia analógica del p. o. con el pecado personal, pero en la teología sistemática no siempre se mantiene suficientemente esta idea.

III. Teología sistemática

1. Reflexiones previas

a) El p. o. es ciertamente un -> misterio que no puede analizarse de manera racionalista; pero sí que puede preguntarse cuál es objetiva y teóricamente la verdadera razón de este misterio. Su esencia no tiene por qué consistir en una incomprensible imputación del pecado personal del primer hombre, o en una culpa colectiva, pues ambas cosas llevan a la contradicción y no son requeridas por el dogma. La verdadera razón de dicho misterio radica en el carácter misterioso de la -> gracia santificante como comunicación del Dios esencialmente santo. En cuanto esta comunicación del Dios santo, el único que lo es esencial u ontológicamente, antecede como gracia a la libre decisión de la criatura ambivalente (y en consecuencia no santa por esencia), se da ya con ella una santidad del hombre, que precede a la bondad moral («santidad») de la decisión de la -> libertad y (donde es aceptada libremente) concede a ésta y al estado que de ella se sigue una cualidad santa que no tiene por sí misma.

De ahí que la ausencia indebida de esta «santidad» precedente a la decisión moral (el no estar dotado del Pneuma santo de Dios) funde un estado o situación de no-santidad, que antecede a la -> decisión moral del individuo. Pero aquí tiene que hacerse inteligible cómo puede pensarse este «deber ser» de la santidad de Dios en el hombre individual sin transformarse en una exigencia moral inmediata, la cual no tendría sentido respecto de un hombre que sin culpa propia es incapaz de cumplirla. Por estar así fundado el misterio del p. o. en el misterio de la gracia santificante, se comprende también por qué razón la doctrina propiamente dicha sobre el p. o. sólo aparece en la Escritura (en la historia de la -> revelación) cuando se trata explícitamente de la divinización del hombre por el Pneuma de Dios.

b) La mera analogía que media entre el concepto de p. o. y el de pecado personal (grave) hoy día no es impugnada seriamente por ningún teólogo y no está excluida por la doctrina de la Iglesia. Pero debe también mantenerse resuelta y claramente, como veremos aún en lo que sigue. Dicha analogía se refiere de antemano a todos los elementos que constituyen la esencia del pecado habitual: su causa (decisión extraña y propia); su esencia interna (hecho previo como situación de la libertad y permanencia de la decisión de la libertad); sus consecuencias (pena del pecado sólo en sentido análogo como fenómeno de carencia y pena del pecado como reacción contra la decisión personal definitiva); su relación con la voluntad de Dios (voluntad del creador y voluntad del legislador que obliga personalmente); su relación con la situación salvífica (relación dialéctica de dos existenciales y relación adialéctica de la decisión de la libertad).

c) El p. o. no puede ni debe entenderse como más universal y eficaz que la redención por Cristo (cf. Rom 5, 15ss). A la postre no es temporalmente anterior a la redención; pues, si bien el pecado personal de Adán fue temporalmente anterior a la acción redentora de Cristo, sin embargo el p. o. y el estado de redimido se comportan como dos existenciales de la situación salvífica del hombre, los cuales determinan siempre la existencia humana, sobre todo si se puede admitir que el pecado sólo fue permitido por Dios dentro del ámbito de su absoluta y más fuerte voluntad salvífica, que desde el primer momento iba orientada hacia la comunicación de sí mismo en Cristo.

2. El testimonio de la Escritura

Aun cuando, según el relato etiológico del Antiguo Testamento (Gén 2, 8-3, 24), la pérdida del trato familiar de los primeros padres con Dios, lo mismo que el trabajo, el dolor y la muerte se fundan en el pecado original de aquéllos (pecado de origen), sin embargo el AT no conoce aún un p. o. en sentido estricto como consecuencia del pecado de origen. En los Evangelios tampoco hallamos más que alusiones a la caída; un estado originado por la caída de los primeros padres que pase a todos los hombres no aparece por ninguna parte. La afirmación bíblica decisiva se halla en Pablo: 1 Cor 15, 21ss y sobre todo Rom 5, 12-21. En este último pasaje el apóstol habla del p. o. (cf. el decreto del concilio de Trento [Dz 787-792]), en cuanto establece ante todo el paralelismo entre Adán y Cristo (o entre la acción de Adán y la de Cristo sobre todos los hombres [v. 18]) y de ambos deduce una situación de perdición y de salvación respectivamente, que es desde luego ratificada por cada uno, pero que antecede a esta toma de posición y determina realmente al hombre, haciéndolo, por Adán, pecador ajeno al Pneuma (v. 19) y, por Cristo, objeto de la efectiva voluntad salvífica de Dios (objetivamente redimido).

Sería necesario que la teología católica, siguiendo el ejemplo de Pablo, entendiera más acentuadamente la redención objetiva como algo que precede a la fe y a los sacramentos, como un -> existencial que determina interiormente al hombre; pues sólo así se esclarece el paralelismo exacto entre la situación de perdición que viene de Adán y la situación salvífica que procede de Cristo, como se esclarecen igualmente la existencia de tal situación en ambos casos previamente a la decisión individual y la ratificación de una u otra situación por el pecado personal (que Pablo ve juntamente en el v. 12) o por la fe.

3. Doctrina de la Iglesia

El p. o. (enseñado ya por el concilio de Cartago del año 418: Dz 101ss; cf. también 174ss) fue tratado a fondo y en sentido dogmático por el concilio de Trento (Dz 787-792) que afirma la existencia de un pecado personal del primer hombre, en virtud del cual éste perdió la santidad y justicia originarias y cayó bajo el dominio del demonio y de la muerte y en un estado, en lo corporal y en lo espiritual, peor del que tenía antes. Esa misma santidad y justicia la perdió también para nosotros, de suerte que pasó a todos los hombres no sólo la muerte, sino también el pecado (como habitual). Este pecado heredado (que se transmite por propagación y no por imitación) es en su origen uno solo, pero también es realmente propio de cada uno y sólo se quita por la –> redención de Cristo, de suerte que, por esa razón, el bautismo de los niños tiene importancia salvífica. El reato de culpa del p. o. no se identifica con la concupiscencia, en tanto ésta permanece en el justificado. Pío xir acentúa la importancia del — monogenismo para la doctrina sobre el pecado original (Dz 2328).

4. Síntesis de la doctrina

a) La creencia fundamental del cristianismo sobre la redención y la gracia es que a todos se da la gracia divinizante, la cual perdona los pecados, pero de forma que: 1º, se les da por razón de Cristo, y no simplemente porque son hombres o miembros de la humanidad (pensada sin Cristo); 2°, y se les da también como gracia que perdona los pecados. Eso va implicado ya en la interpretación misma que Jesús hace de su muerte expiatoria «por todos», pensamiento que, propiamente, en el Nuevo Testamento es desarrollado, pero no ampliado substancialmente.

b) Lo dicho incluye que el hombre no posee el Pneuma santificante de Dios (como ofrecido y aceptado) en cuanto es hombre y miembro de la humanidad. Pero subsiste respecto del hombre (como factor de la voluntad de Dios de divinizar la creación por la comunicación de sí mismo) la voluntad divina de que él posea el Espíritu divinizante. Y esa voluntad (como concreta voluntad creadora) antecede a la exigencia moral que Dios plantea a la libertad del individuo.

En este sentido, la ausencia del Espíritu divinizante, de una parte, sólo se concibe por culpa libre (pues en otro caso no podría entenderse tal ausencia, supuesta la mencionada voluntad santificadora de Dios); y, de otra parte, es contraria a dicha voluntad divina, aun en el caso en que ésta no pueda dirigirse a la responsabilidad del individuo libre como tal, porque en su libertad personal no es culpable de la privación del Pneuma. Por ello, la ausencia (indebida en este sentido) previamente a la decisión personal de una gracia santificante de Dios tiene el carácter de pecado bajo una acepción analógica: es un estado que no debiera ser (lo cual, como oposición a la voluntad creadora, podría referirse también a una mera consecuencia de la culpa), y un estado de falta de santidad ontológica con anterioridad a la decisión personal, el cual, a diferencia de las otras consecuencias del pecado que no privan de la santidad a su sujeto, debe ser caracterizado como pecado. Esta falta también en los descendientes del primer hombre, como estado que no debiera darse, naturalmente presupone que ha sido causada por una culpa; pues sólo así puede existir como consecuencia del pecado contra la voluntad creadora de Dios. Ese presupuesto supone a la vez como su propia condición que Dios estaba dispuesto a dar a los hombres la gracia (en subordinación y dependencia de Cristo) en la unidad del género humano y de su primigenia «-> alianza» con aquél; y estaba dispuesto a dársela en cuanto descendientes del primer hombre en gracia. Pero como Dios a nadie debe la gracia, puede ligar este segundo presupuesto a cualquier condición razonable y, consiguientemente, también a la fidelidad del primer hombre. Si la prueba falla, los hombres reciben la oferta del Espíritu divino no como «hijos de Adán», sino solamente por causa de Cristo, para el que, como cabeza de la humanidad, permanece firme la voluntad de Dios a pesar del pecado. El Pneuma divino no llega a los hombres como hijos de Adán, que están en una conexión corporal e histórica con el comienzo de la humanidad. Los descendientes del primerhombre reciben generatione el pecado hereditario, sin que la manera de esta conexión (generación normal, libidinosa; fecundación artificial) desempeñe papel alguno.

c) En tanto esta falta del Pneuma, que no debiera darse, es un estado interno propio de cada hombre — por cuanto todos pertenecen al mismo linaje humano —, se habla con razón de un p. o. interior, propio de cada uno.

d) En cuanto el Espíritu como salvación del hombre entero tiene una dinámica capaz de superar la muerte por la transfiguración del cuerpo (Rom 8, 11; 1 Cor 15, 45), y de superar la muerte en sentido universal («la segunda muerte»), con inclusión de la la manera concreta de acabar la vida humana; la falta del Pneuma significa la ausencia de una dinámica superadora de la muerte, lo cual repercute también en la forma concreta de la misma. Ahora bien, no por eso podemos decir con exactitud qué es, en lo experimentado por nosotros como muerte (la cual, evidentemente, por la esencia del hombre como corporeidad biológica y naturaleza libre es con necesidad terminación de esta vida), aquella forma concreta de la muerte no se habría dado si la vitalidad pneumática se hubiera desarrollado desde el principio sin el impedimiento de la culpa (la de Adán y la nuestra).

A partir de ahí hay que entender la afirmación de que la muerte es consecuencia (y manifestación) del p. o. Con ello no se niega que la muerte sea también «sueldo» de nuestro propio pecado, ni se dice que, sin el pecado, el hombre no hubiera conocido término de su vida biológica (cf. 1 Cor 15, 50-53); como tampoco se niega que, medida en nuestra propia -> naturaleza, la muerte (aun en su forma concreta) sea «natural» (Dz 1024 1026 1055), o que la muerte en su forma concreta se transforme, por la gracia dada al justo, de manifestación del pecado en un padecer con Cristo para superar el pecado y sus consecuencias.

e) Lo que acabamos de decir sobre la relación entre el p. o. y la muerte, puede afirmarse también de la relación entre el p. o. y la concupiscencia. En ambos casos hemos de considerar que, medidas en la «naturaleza» del hombre, muerte y concupiscencia son desde luego naturales; pero ello no excluye que una y otra sean una contradicción a la esencia concreta del hombre y signos de que no se ha consumado la victoria de la gracia, en cuanto que las dos se hallan en oposición al existencial sobrenatural de la gracia (ofrecida), que debiera estar presente. Ésta tiende a la superación de la concupiscencia y de la muerte y, dentro del orden infralapsario, en el proceso histórico de su evolución y de la integración del ser humano, comienza en un punto en que muerte y concupiscencia no están aún superadas. Así, pues, aunque es cierto que, incluso bajo el p. o., el hombre permanece lo que es por «naturaleza» (Dz 1055), sin embargo, él puede sentirse «herido» y «disminuido» en sus facultades naturales (Dz 788), si se experimenta y mide por las exigencias que le confiere el existencial sobrenatural de su ordenación a la vida dei Dios mismo por la gracia y la experiencia (no refleja) de ésta.

f) Como quiera que la posesión de la gracia en esta vida constituye una condición de la salvación definitiva, se requiere que sea borrado el p. o. para alcanzar la salvación eterna (Dz 791). No vamos a investigar aquí por qué clase de medios puede conseguirse esto: -> bautismo sacramental y de deseo, -> limbo.

g) A pesar de su carácter de verdadero pecado interno (aunque en un sentido analógico), el p. o. (con la concupiscencia y la muerte) puede entenderse como «situación» del hombre, si queremos caracterizarlos breve e inteligiblemente en su diferencia respecto del pecado personal. Una situación existencial no significa necesariamente algo externo al hombre, sino que abarca todo lo que, como condición y material, antecede a la decisión de la libertad. Ahora bien, esa situación en que se encuentra la decisión de la libertad por la perdición o la salvación incluye que, a partir de Adán, no se le ofrezca al hombre la gracia como contenido y medio de la decisión salvífica exigida de él (la esencia del p. o.), y que esta decisión, posible para el hombre caído en virtud de la gracia procedente de Cristo, haya de realizarse bajo la concupiscencia (por causa de la cual la «-> ley» no puede ser desde dentro pura expresión del querer pneumático, y asíes experimentada como «deber» de esclavo) y con mira a la muerte concreta.

De ahí que el hombre (aun como justificado) esté en constante tentación, por obra de estas dos «virtudes y potestades», de ratificar por culpa personal su carencia adamítica de la gracia y hacer de esa carencia el verdadero sentido de su existencia. Por el hecho de que también el justificado todavía permanece de por vida en la situación de la muerte y la concupiscencia — aunque por la gracia y su aceptación no tenga ya el p. o. como estado de culpa — existencialmente él tiene que «habérselas» siempre con el pecado original.

h) Cuando se habla del p. o. hay que pensar siempre que la situación de perdición inherente al mismo, gracias a la universal e intralapsaria voluntad salvífica de Dios, en todo momento y lugar es distinta (no sólo por el bautismo) de lo que sería si el hombre no fuera más que descendiente del Adán pecador. El ofrecimiento de la comunicación de Dios mismo al hombre subsiste desde Cristo y hacia Cristo a pesar de nuestra descendencia adamítica. Esta voluntad salvadora no sólo persiste para todos los hombres en los designios de Dios, sino que significa («terminativamente») un existencial permanente, un factor en la situación salvífica de cada hombre, y se manifiesta en que, en una situación de decisión moral, a cada hombre le es dada la posibilidad de un acto saludable por esa gracia ofrecida.

Así, pues, con anterioridad a la decisión (por la fe y el amor, o por la culpa personal), la situación salvífica del hombre está determinada dialécticamente: él es un pecador originario desde Adán y un redimido de cara a Cristo. Por la libre decisión personal se supera en una u otra dirección la situación dialéctica de la libertad: el hombre se ratifica libremente, o como pecador originario por la culpa personal, o como redimido por la -> fe y el -> amor. Ninguna de las dos decisiones suprime simple y absolutamente el existencial contra el que uno se ha decidido (el hombre permanece siempre en la situación de la concupiscencia y de la muerte y en la situación de redención); pero según la decisión, al aceptar una u otra realidad situacional previamente dada, el hombre se hace en verdad (adialécticamente) bueno o malo ante Dios, y esta realidad previamente dada queda así determinada ella misma por la libertad.

i) El p. o. no es simplemente, ni siquiera para el bautizado, asunto de mero pasado, superado por el -> bautismo y la -> justificación. El p. o. significa permanentemente que la salvación eterna y la gracia, no sólo por su origen «trascendente» en Dios, sino también por su condicionamiento categorial e histórico a partir de Cristo, son favor indebido que acontece históricamente (historia de la -> salvación) y no un existencial absolutamente necesario del hombre; significa que esta gracia de Cristo como fin de la historia, no existe desde el comienzo de la misma, desde Adán, y así el término de la historia supera realmente su comienzo. El p. o. es también la fórmula cristiana abreviada para la visión fundamental que la teología de la historia tiene de cómo no es posible suprimir la situación (determinada juntamente por la culpa) de la muerte, de la concupiscencia, de la ley, de la inutilidad, de una imposibilidad empírica (que acarrea para nosotros la concupiscencia) de separar el bien y el mal en la historia, imposibilidad que no cabe eliminar; pues, por pertenecer al principio, también pertenece permanentemente a la constitución de toda historia, incluso de la venidera. El «paraíso» no es ya un fin asequible en este mundo; la utopía de producirlo, como hybris culpable en sí misma, llevaría a lo contrario de lo pretendido.

Mas con ello no se condena al cristiano a una resignación pasiva (ni individual ni colectivamente). Porque, de una parte, la fuerza de la gracia, que escatológicamente supera también el dolor y la muerte, está operando ya dondequiera; y, de otra parte, por su activa planificación y configuración del futuro en la justicia y el amor, el cristiano debe producir en la historia una manifestación concreta que dé testimonio de esta presencia de la gracia. La doctrina sobre el p. o. es una exhortación a cumplir este deber y a la vez una advertencia de que esa tarea no puede consumarse dentro del mundo.

j) Ulteriores preguntas relacionadas con el p. o. son tratadas en otros lugares: -> monogenismo, estados del -> hombre, -> concupiscencia. Además, si se piensa claramente la interdependencia ya aquí insinuada entre p. o. y pecado personal, si por tanto se entiende que el p. o. tiene su propia historia en la historia del «pecado del mundo» (sin que por ello el p. o. se convierta simplemente en la suma de los pecados de todos); entonces nada se opone a que este «pecado del mundo» — el cual de manera inmediata quizá hoy día puede experimentarse existencialmente como el p. o. en cuanto tal — pase a ser el punto de partida para la doctrina de la condición pecadora del hombre, abordando desde ahí la cuestión del p. o., que es el «principio» en un sentido muy singular (es decir, no sólo como primer momento temporal: -> principio y fin) de dicho «pecado del mundo».

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Karl Rahner