PAZ
SaMun


Si queremos asignar al concepto de p. su lugar adecuado en la teología actual, hemos de advertir ante todo, con el Vaticano u, que en nuestro tiempo el mensaje de p. del evangelio resplandece con nueva claridad, y por cierto en armonía con los mejores esfuerzos y deseos de la humanidad (Constitución pastoral Sobre la Iglesia en el mundo de hoy, n.° 77). Por eso vamos a mostrar el lugar central de la idea de p. en la Escritura (1) y en la situación actual de la humanidad (11), para construir sobre esa base una teología (sistemática y práctica) de la p. (111).

I. Escritura

En la palabra bíblica (shalóm en hebreo, eíréne en griego) que corresponde a nuestro término p., podría mostrarse toda la historia de la revelación en sus rasgos y etapas fundamentales. Un vocablo cotidiano, pero muy importante en los variados matices de su significado, es usado aquí como palabra de Dios por los portadores de dicha revelación, y a la vez es ampliado, interpretado de nuevo y a la postre transformado en su contenido. En este término Dios se expresa de tal manera que su salvadora palabra encarnada aparece como «nuestra p.» (Ef 2, 14), su proclamación se presenta como un «evangelio de la p.» (Ef 6, 15), y él mismo se manifiesta como el «Dios de la p.» (cf. luego).

1. Antiguo Testamento

Dentro del AT, en los diversos cambios de significación del concepto late la experiencia del bienestar en todos los ámbitos de las cosas y en todas las situaciones del hombre. Precisamente con relación a éste, el uso del concepto de testimonio de una determinada visión antropológica: es expresión de plenitud y de dicha en la vida humana, con una notable acentuación de lo material y de la dimensión comunitaria (pero, a este respecto, difícilmente puede probarse una actitud interna de quietud de alma). Ese bien de la p. tiene desde el principio un carácter religioso, y como tal es deseado e implorado en las fórmulas de saludo y bendición. Confirma esto la temprana expresión cultual «Yahveh es p.» (Jue 6, 24). Una creciente reflexión sobre la necesidad de salvación en el pueblo y en el individuo, hace que la p. aparezca cada vez más como merced dependiente de la voluntad salvífica de Yahveh (Sal 84 [85], 9ss). De esta manera dos corrientes de la revelación veterotestamentaria transforman la idea de p. en un concepto salvífico central. Tales corrientes son los profetas y los sabios de Israel.

A los falsos profetas, que prometen p. al pueblo y a sus reyes en el nombre del Señor, se enfrentan los profetas de Yahveh (desde Miqueas [1 Re 22, 7-28] hasta Ez 13, 10 16; el que más claramente Jeremías): «Y curan las llagas de mi pueblo, con ligereza, diciendo: P., p.; y tal p. no existe» (Jer 6, 14). Preocupados por la p. política, y con ello por una salvación producida por las propias fuerzas, desconociendo los planes salvíficos de Dios, estos conductores del pueblo tenían que fracasar. Por eso se despejó la mirada para el entrelazamiento de culpa, juicio y redención. Así el pueblo estaba preparado para, después de la derrota nacional de Israel, oír un nuevo contenido en la predicación de p. de los profetas. La salvación sólo puede venir de la disposición soberana de Dios: «Yo soy d Señor; yo hago la p. y envío los castigos» (Is 45, 7). Su voluntad salvífica queda confirmada solemnemente, pues él tiene sobre su pueblo «designios de p. y no de aflicción» ( Jer 29, 11). Esta voluntad busca una obediencia aperante: «¡Ojalá hubieras atendido a mis mandamientos! Hubiera sido tu p. como un río, y tu justicia, como los abismos del mar» (Is 48, 18). Punto cumbre de la predicción de la salvación en el profeta Ezequiel es el anuncio de una alianza eterna de p., dependiente de la relación de fidelidad mutua (34, 25-30; 37, 26ss). Este designio de Yahveh se revela como definitivo, y esta p. perfecta se descubre como contenido de la gran esperanza escatológica, en la que culmina el mensaje profético del AT como evangelio de la p. (Nah 2, 1; Is 52, 7). El estado final de seguridad y de reconciliación universal en la naturaleza, entre los pueblos, entre Israel y Yahveh (Is 11, 1-9; 32, 15-20 hasta 25; Am 9, 13ss; en el fondo se trata de un retorno al principio paradisíaco de la historia de la salvación), revela aquella «p. sin fin» que ha creado un humilde príncipe de la p. (Is 9,5ss; Zac 8, 16; 9,9ss), uno que en sí mismo es p. (salvación; Miq 5, 4). Y eso se dice en relación con su misterioso sacrificio propiciatorio, pues «sobre él pesaba el castigo, que nos dio p.» (Is 53, 3). Ahora bien, de acuerdo con el carácter de esta escatología, la p. como salvación es a la vez acción de Dios y acción del hombre, dada por aquél. Pues Yahveh pondrá su ley en el interior de los hombres y creará en ellos un corazón nuevo, donde derramará su espíritu como principio de un conocimiento creyente y de una conducta fiel (Jer 31, 31-34; Ez 36, 26ss; Jl 3, Iss).

Con este desarrollo de la idea de la p. en Israel está estrechamente unida la teología sapiencial del AT. La pregunta del destino humano fue siempre un tema central de esta literatura; pero el pensamiento bíblico de que el justo alcanzará su parte en la p., mientras que el impío no obtendrá p. (Sal 118[119], 165; Is 48, 22), cae en la situación sin salida que se describe con la máxima agudeza en Job y en el Eclesiastés (cf. también Sal 72 [73]). Al final de la larga reflexión del AT, el libro de la Sabiduría (3, Iss; que se halla muy cerca de Dan 12, 2ss; 2 Mac, 7) expresa la persuasión de que, después de las tribulaciones de esta vida, las almas de los justos viven en p. Esa idea, por encima de la influencia griega, significa la salvación eterna para el individuo en el sentido de la concepción israelítica de la paz.

2. Nuevo Testamento

En el NT se cumple la esperanza escatológica de p. del AT. Si la p. fue entendida siempre como el buen estado de todas las cosas querido por Dios, ahora se manifiesta en qué consiste propiamente. En Lucas ocupa un puesto importante el anuncio de la salvación llegada como paz. La misión de Juan, el precursor, es enderezar los pasos por la senda de la p. (1, 79). El mensaje del nacimiento del Mesías suena: «En la tierra p. entre los hombres» (2, 14). La p. preparada en el cielo y presente en la persona de Jesús ciertamente es saludada por el pueblo (19, 38), pero permanece oculta ante los ojos de Jerusalén (19, 42). Es una p. que supera todas las representaciones terrestres de quietud y bienestar (12, 51), cosa que resalta también la tradición de Juan sobre el testamento de p. hecho por Jesús (Jn 14, 27; 16, 33). La da la palabra de Jesús (7, 50; 8, 48; 24, 36), que sana y perdona; y en virtud de su palabra los discípulos la transmiten eficazmente (10, 5ss). Ellos cumplen este encargo relativo a todo el mundo con el mensaje: «Tal es el mensaje que (Dios) ha enviado a los hijos de Israel anunciando el evangelio de p. por medio de Jesucristo, que es Señor de todos» (Act 10, 36; cf. 7, 26; 9, 31; 15, 23). Se llega a una profundización del contenido de este mensaje de p. en las cartas del NT, sobre todo en Pablo, que asume la concepción profética de la p. y la articula teológicamente como la autorrevelación del Dios trino en la obra de mediación de la salvación:

a) Por Cristo. Para Pablo la salvación sólo es posible como reconciliación. Por la cruz, Cristo ha matado en su carne la enemistad (entre Dios y el hombre y, con ello, también entre los hombres). Jesús ha instaurado la p. y es él mismo nuestra p., pues ha unido en un nuevo hombre, en un único cuerpo a los que estaban cerca (el pueblo escogido) y a los que estaban lejos (los paganos; cf. Ef 2, 14-17; Col 1, 20; cf. Is 57, 19).

b) En el Espíritu Santo. La p. es en los cristianos un fruto del Espíritu Santo (Gál 5, 22; cf. Jn 20, 19-23), el donador de vida (Rom 8, 6), es un vínculo que debe conservar la unidad de este Espíritu (Ef 4, 3); y como «p. en el Espíritu Santo» pertenece a la plenitud del reino de Dios (Rom 14, 17).

c) Desde el Padre. Así se ha revelado el origen de toda la historia de la salvación, como «el Dios de la p.»; a él se atribuye frecuentemente en la conclusión de las cartas el todo de la acción salvífica: resurrección y alianza eterna en la sangre de Cristo (Heb 13, 20); victoria sobre Satán (Rom 16, 20); santificación y conservación para el retorno del Señor (1 Tes 5, 23). Como manifestación salvadora del Dios trino, el don de la p. es meta de la vocación y a la vez, ya ahora, un poder sobrecogedor en el corazón de los cristianos (F1p 4, 7; Col 3, 15; cf. 1 Cor 7, 15), y así ese vocablo puede ponerse junto a los términos fundamentales del NT: justicia (Rom 14, 17; Sant 3, 18; cf. Heb 12, 11), fe (Rom 15, 13; 2 Tim 2, 22), vida (Rom 8, 6), amor (2 Cor 3, 11; Ef 6, 23), gracia (introducción de las cartas, etc.). Como reconciliación con Dios desde Dios (Ef 2, 14-17; Rom 5, 1), la p. inunda con alegría a los creyentes (Rom 15, 13) y se traduce en las relaciones entre los hombres como esfuerzo positivo por la concordia (Rom 14, 19; 1 Cor 14, 33; 2 Tim 2, 22; Sant 3, 18; 1 Pe 3, 11), de modo que en las bienaventuranzas del Señor se convierte en un componente esencial del amor al prójimo (Mt 5, 9).

En este punto se abre la visión de la historia universal que se nos ofrece en el Ap y que sólo puede entenderse sobre el trasfondo entero del concepto bíblico de p., sobre todo del que aparece en la escatología de los profetas y en el mensaje salvífico de Jesucristo: A los poderes de perdición les es concedido «quitar la p. de la tierra» (6, 4). Aquí el pecado del hombre y el juicio de Dios son vistos en una unidad. La historia transcurre entre la creciente amenaza por parte de esos poderes y la salvación misericordiosa de aquel «resto» fiel para el que siempre es válida la promesa de la p., hasta la aparición definitiva de la misma (la beata pacis visio de la liturgia) bajo los rasgos clásicos del final de los tiempos: la congregación de Israel y de todos los pueblos en la ciudad eterna, donde la presencia de Dios y del cordero constituyen la salvación consumada.

II. En la situación presente de la humanidad

La p. (entendida bíblicamente) fue siempre, aunque en forma más o menos explícita, un interés fundamental de la humanidad, el cual apunta hacia la cuestión del sentido último de la existencia humana. Pero este dinamismo fundamental de la humanidad hacia la p. tiene hoy su meta específica en una inteligencia «secularizada», «poscristiana», de dicho concepto sobre la base de la versión ética de la p. y de la aspiración a ella que se ha realizado desde la épocamoderna (desde el humanismo, a través de la ilustración, hasta los movimientos de p. en los siglos xix y xx).

Ahora bien, ese concepto autónomo de p. comparte la situación pluralista de nuestro tiempo: recibe matices diferentes al encarnarse en las filosofías e ideologías, en los humanismos, en las visiones del mundo, en las concepciones políticas y en los demás factores culturales y sociales. Entre estas tendencias los representantes de las diversas Iglesias aparecen simplemente como otras tantas opiniones, que actualizan en la mentalidad pública el mensaje público de la p. y a la vez lo reducen necesariamente o le dan un carácter unilateral y lo desfiguran. Pero como este mensaje de p. (y en general la realización de la p. por parte de la Iglesia) ha de corresponder en cada caso a las nuevas exigencias de la historia, la Iglesia en la inteligencia de sí misma debe tener en cuenta los momentos característicos de la respectiva situación (así Agustín en su tiempo con vistas a la antigua idea del orden, y Tomás de cara a la concepción jerárquica de la edad media).

Hoy parecen característicos los siguientes momentos: ante la conciencia de una amenaza existencial del hombre, conciencia que se agudiza por la permanente experiencia de guerras y por la posibilidad concreta de una autodestrucción de la humanidad, hay un anhelo radical de p. (ya sea por desesperación o sentido realista, ya por un optimismo que «por primera vez no es utópico»); pero eso bajo la simultánea repulsa de una idea de p. meramente interna o meramente trascendente. Si ahora la p. es concebida en gran parte sobre la base de un orden que mantiene unidas todas las cosas (así contra la antigua concepción de la p. social como estadio intermedio en la lucha), este orden ya no es el estado previamente dado de las cosas, como pensaban los medievales, sino una ordenación que debe crearse en cada caso. Y la consolidación de la p. que esto lleva inherente no es concebida ya como tarea de sujetos privilegiados (autoridades eclesiásticas y civiles, carismáticos, entusiastas, etc.), sino como empresa común para la que se requiere la unión de todas las fuerzas que pueden prestar una aportación.

De todos modos, por necesidad interna es universal la amplitud del horizonte de la p. en el campo de la humanidad entera. Pero se muestra dispar y oscilante la reflexión relativa a la fundamentación última de este pensamiento de la p.; por esto la ética de la p. sufre detrimento y se halla expuesta a la influencia masiva de la sociedad actual. Y precisamente ahí se muestra una apertura para la necesidad de salvación.

III. Teología de la paz

1. Teología especulativa

En una teología que quiera tener en cuenta las exigencias de la revelación en el respectivo momento presente, el concepto de p. ha de articularse como autocomunicación del Dios trino al hombre para salvarlo en todas las dimensiones de su existencia. Partiendo de la indigencia y del anhelo de p. en el hombre, puede mostrarse cómo éste en principio está abierto y orientado a una manifestación en acciones y palabras de aquel misterio divino que lo soporta. Esa manifestación de Dios se presenta como una alianza gratuita de p., fundada en la sangre de su Hijo, el mediador, y sellada en la fuerza soberana de su Espíritu. Tal alianza ha producido su propio presupuesto en la creación de un mundo de cara al hombre y al Logos encarnado de Dios. Esto implica que el hombre como destinatario de la automanifestación divina es persona libre, que en la respuesta de la obediencia de fe debe recibir su p. como don y como tarea; con lo cual se plantea el problema de la relación de esa libertad con la acción libre del Dios que ofrece la p. El hecho de que la voluntad humana de p. muestra una lesión originaria y se presenta como un abismo impenetrable, hace comprensible la relación entre pecado, p. como redención y «pasión» como obra de la paz.

En definitiva, el camino de una humanidad que entiende su ideal de p. y aspira a ella históricamente en medio del tiempo y de la comunidad, está en correspondencia con un designio escatológico de Dios, que se ha revelado y realizado definitivamente en Jesucristo y, sin embargo, todavía espera bajo la ley de la cruz su última manifestación y consumación. Así la pregunta teológica de la p. desemboca en la exigencia de que los hombres se entreguen amorosamente a la acción pacificadora de Dios con miras a la configuración de la historia del mundo, cuyo destino en un futuro absoluto de p. para él está ya firme y, aunque no puede anticiparse, puede sin embargo ser una pauta orientadora de la acción humana. El lugar del encuentro de p. con Dios en Cristo como centro de irradiación hacia el mundo es para los cristianos la Iglesia de los llamados a la filiación divina, entre los cuales se encuentran también todos los promotores de la p. en el sentido del evangelio, si bien con diversas modalidades de pertenencia a dicha Iglesia.

2. Teología práctica

En la actual realización de la Iglesia corresponde un puesto especial a la proclamación del mensaje de p. Esto se pone ya de manifiesto por las llamadas a la p. desde León xiii hasta nuestro tiempo, entre las cuales merecen mención especial la encíclica Pacem in terris de Juan XXIII y una parte importante de la Constitución pastoral Gaudium et spes del Vaticano ii. También la celebración del misterio de la Iglesia en la liturgia y toda la práctica sacramental pueden resaltarse hoy en su forma acuñada por el pensamiento de la p., para hacer presente la p. de Cristo en la eficacia de su representación (así el bautismo y la penitencia como instauración de la p. y reconciliación; y el matrimonio y el orden como alianza de p., etc.). En la disciplina eclesiástica, la antigua tradición de disposiciones jurídicas para asegurar la p. ha de acomodarse a las actuales estructuras sociales. Sobre todo la vida concreta de los cristianos ha de estar determinada por la llamada a la paz.

La Iglesia en su totalidad se ha comprometido en dos direcciones:

a) El encuentro con otros cristianos y con los no cristianos en el terreno de las comunidades eclesiales y de las organizaciones públicas como obra de la p. (cf. Vaticano ii, en sus decretos Sobre el ecumenismo y Sobre la actividad misionera de la Iglesia). Pero ahí no sólo se eliminan los impedimentos religiosos y confesionales de la p. (cf. la declaración Sobre la libertad religiosa), sino que se aspira también a crear las condiciones para una colaboración en favor de la p. en la humanidad entera.

b) La participación en los esfuerzos de una política mundial de p., que la autoridad eclesiástica pone en obra cada vez más decididamente en su magisterio y en las relaciones internacionales, si bien con éxito dispar, y que es continuada por movimientos nacionales e internacionales (1911: Ligue Internationale des Sociétés Catholiques pour la paix: 1945: fundación del movimiento Pax Christi, etc.). Sobre la base de esta colaboración, la Iglesia llega a una mayor coincidencia con otras opiniones cristianas y no cristianas en el enjuiciamiento de la -> guerra y de las exigencias de una p. mundial, p. ej., en lo relativo a la repulsa de una guerra global y a la posibilidad de evitarla, a la necesidad del desarme general y de una futura eliminación de toda guerra bajo la responsabilidad de una autoridad mundial, a la formación de una opinión pública de p., a la posibilidad de objetores de conciencia frente al servicio militar; pero también en lo relativo al derecho de defensa de los pueblos cuando fracasan todos los medios pacíficos (cf. Vaticano II).

Ahora bien, la realización de esta acción de la Iglesia en favor de la libertad depende de la responsabilidad de los cristianos como individuos y como comunidad. En el fondo tenemos aquí una forma concreta del mandato principal en la ley de Cristo, el del amor al prójimo, que extiende sus exigencias hasta el perdón incondicional y hasta el amor a los enemigos, pero que en la edificación del reino divino de p. se halla ei la tensión fundamental de la existencia cristiana entre este siglo y el futuro.

BIBLIOGRAFÍA:

— AL I.: W. Foerster - G. v. Rad, eíréne y simil. ThW 11 398-418; A. Bea, L'idea della pace nel Vecchio Testamento: Congreso Eucarlstico Internacional (Ba 1952); F. Sauer, Die Friedens botschaft der Bibel (Graz 1954); H. Gross, Die Idee des ewigen und allgemeinen Friedens im Alten Orient und im Alten Testament (Trier 1956); idem: BThWB 1 385-390; J. J. Stamm - H. Bietenhard, Der Welt-Friede im Lichte der Bibel (Z 1959); WBB 192-196.

— AL II.: J. Somerville, The Philosophy of Peace (Gear 1949); J. J. Bruera, Filosofía de la Paz (B Aires 1953); K. v. Raumer, Ewiger Friede. Friedensrufe und Friedensplane seit der Renaissance (Fr - Mn 1953); H. J. Schlochauer, Die Idee des ewigen Friedens. Ein Überblick über die Entwicklung und Gestaltung des Friedenssicherungsgedankens auf der Grundlage einer Quellenauswahl (Bo 1953); R. Schneider, Der Friede der Welt (W 1956); K. Mayr, Der andere Weg. Dokumente und Materialien zur europäisch-christlichen Friedenspolitik (Ne 1957); ¡dem, Friedensbewegung: LThK2 IV 369 ss; K. Jaspers, Die Atombombe und die Zukunft des Menschen. Politisches Bewußtsein in unserer Zeit (Mn 1958); O. Kühler - H. Conrad - H.-G. Zmarzlik -F. A. v. der Heydte: StL6 III 593-605; G. Klaus - H. Buhr (dir.), Philosophisches Wörterbuch (L 1964) 201-205 (marxistaleninista); G. Marcel, Der Philosoph und der Friede (F 1964).

— AL III,: O. Dibelius, Friede auf Erden? Frage, Erwägungen, Antwort (B 1930); Plo XII, Europa und der Friede. Vier Botschaften Papst Pius' XII. zu Problemen unserer Zeit (Au - Kö 1954); J. Comblin, Théologie de la paix (P 1960); E. Biser, Vorbesinnung auf eine Theologie des Friedens (Mn 1960); idem, Friede II: LThK2 IV 367 ss; ídem: HThG 1 419-424; J. Hünermann, Kommentar zur Friedensenzyklika Pacem in terris (Essen 1963); H. Schre:, Friede und Krieg: ESL4 422-434; Rahner VIII 689-707: La paz de Dios y la paz del mundo; M. H. Cornejo, La gravitación de la paz (Mejía Baca Lima 1967); R. V. Allen, ¿Paz o coexistencia pacifica? (Nacional Ma 1968); A. Einstein, Escritos sobre la paz (Península Ba 1967); M. Bianchi, La paz y los derechos humanos (A Bello S de Chile 1969); L. de Voogd, La organización mundial y la paz (Omega B Aires 1970); NU, Documentos para la paz (ONU); D. Pire, Construir la paz (Fontan Ba 1969); M. Seara Vázquez, La paz precaria (UNAM Móx 1970); J. F. Ortega, La paz y la guerra en el pensamiento agustiniano, en REDCan 1965, 5-35.

Julio Terán-Dutari