PALABRA, PALABRA DE DIOS
SaMun


I. En la Biblia

La primigenia experiencia humana acerca de la importancia de la palabra (p.) se muestra ya en los pueblos primitivos, en los cuales ésta posee un poder mágico y es entendida como una fuerza que coacciona a la divinidad. Pero existe también otra manera de ver, donde la p. aparece como fuerza de una divinidad, lo cual explica su introducción en las teogonías (antigua religión egipcia) y en las cosmogonías (epopeya babilonia de la creación). De todos modos, también aquí se presupone la fe en el poder mágico de la p., el cual encuentra su grado sumo en la divinidad originaria.

En el AT la significación teológica de la palabra de Dios (p. de D.) surge ya en lanarración del escrito sacerdotal sobre la creación (Gén 1, 1-2, 4b; pero no aparece aún la forma sustantiva de la p. de D.), donde el hablar divino es expresión del poder personal y de la sabiduría del creador. También aquí se abre ya la mirada a la visión salvífica de la p. de Dios. El enlace entre la inteligencia cósmico-creadora y la salvífica de la p. de D. queda roborado por el hecho de que también la conservación del mundo y la dirección histórica de Israel aparecen como acciones de Dios (cf. Sal 147, 15 18ss).

La p. de D. tiene su lugar central en la literatura profética; aquí está la raíz del desarrollo teológico de la representación «p. de Dios». Sobre el carácter de esta p. informan las historias de vocación, en las cuales siempre es decisiva la comunicación de la p. de Yahveh (cf. Jer 1, 9ss; Is 6, Iss; Ez 2, 8ss; Os 1, Iss; J1 1, 1; Jon 1, 1; Miq 1, 1). La transmisión de la p. de D. acontece en forma tal que se hace tangible el poder absoluto de la misma. Por ello en boca del profeta la p. no sólo posee una función noética e intelectual, en la cual se anuncia el futuro; sino que, más todavía, está cargada de fuerza y obra formando historia por la mediación del profeta (1 Re 17, 1). Como proclamación de la p. originaria de Yahveh, la sentencia del profeta es el medio de realización de las decisiones divinas, las cuales apuntan al juicio, pero también a una vida nueva (Ez 37, Iss) y a la nueva alianza (Jer 31, 31ss; Is 54, 10). En la obra histórica del Deuteronomio, frente a la concepción de la p. como evento, se hace visible otro momento, el cual apunta en una dirección más objetivamente. Ya en Éx todo el -a decálogo puede ser denominado como las «diez palabras del Señor» (Éx 34, 28). En el Dt se llama p. de D. tanto un mandamiento particular (Dt 15, 15) como la ley entera en cuanto resumen de la voluntad jurídica de Dios (Dt 30, 14). La p. de D. objetivada en la -> ley (1) es entendida también como creadora de salvación, como «palabra que nos ha dado la vida» (Sal 119, 50). En el judaísmo tardío está viva la convicción de que la törd es una fuente de vida que mana continuamente tanto para el pueblo como para el individuo. La p. de D., en todas sus formas, tiene un carácter de diálogo y respuesta, el cual presupone en el receptor (Dt 6, 4; Is 7, 13; Jer 22, 2) un escuchar atento, entendiéndose por tal la conversión completa a Dios.

En el NT la representación de la p. de D. acuñada por el -> profetismo veterotestamentario conserva ante todo su significación. De acuerdo con esta concepción toda la -> revelación atestiguada en el AT puede llamarse p. de D. (Mt 1, 22; 2, 15; Mc 12, 26; Rom 15, 10). Pero la p. de D. experimenta una especificación por su enlace con la persona de Jesús y con lo acontecido en él (-> Jesucristo). En boca de Jesús la p. de D. toma el carácter de buena nueva, de salvación que se hace evento (Lc 5, 1; 8, 11 21); y por esto reviste un poder singular (Mt 7, 28ss). Las palabras de Jesús producen los acontecimientos salvíficos (cf. Lc 24, 44) y, sobre todo en los -> milagros, permiten reconocer una coincidencia de palabra y acción (cf. Mt 8, 8). Pero también se insinúa una coincidencia de palabra y persona de Cristo en los sinópticos, concretamente en la afirmación de que todo aquel que se avergüenza de las palabras de Jesús se avergüenza también del Señor (Mc 8, 38; Lc 9, 26). Esta personificación de la palabra de Cristo es proseguida por Pablo cuando llama a Jesús el «sí y amén» en el que se han cumplido todas las promesas divinas (2 Cor 1, 20). Igualmente Heb expone cómo la p. de D. se ha proclamado, como conclusión y consumación, en la persona del Hijo (Heb 1, lss). La equiparación más fuerte entre la p. de D. y la persona de Cristo se da en el Evangelio de Juan, donde Cristo es llamado p. de D., que procede de un mundo preexistente (Jn 1, lss), ha aparecido en la carne (Jn 1, 14) y constituye la fuerza definitivamente salvadora del mundo. Para la comprensión neotestamentaria de la p. es decisiva la visión de que la p. de D. encarnada en Cristo continúa en la Iglesia y está presente en ella. Así los apóstoles, llamados por Cristo a ser servidores de la p., se entienden (Lc 1, 2) no como transmisores de una doctrina, sino como heraldos de la salvación ocurrida en Cristo y del -> misterio de Dios revelado en él. Esta salvación, y con ella Cristo mismo, está presente en las palabras de los apóstoles. Por ello el logos tou Theou, o bien el logos tou Kyriou (Act 13, 46ss; 1 Cor 14, 36; Flp 1, 14; Col 3, 16), proclamado por los apóstoles para la edificación de la comunidad, no sólo designa el origen de sus palabras en el Señor, sino también la p. en la que Cristo mismo se comunica a los hombres. Por esto Pablo puede afirmar contundentemente: «Nosotros proclamamos a Cristo... como Señor» (2 Cor 4, 5). El que Cristo mismo hable en la palabra de los apóstoles es posible, según la concepción de la -»Escritura, porque el Espíritu Santo, en quien Cristo se manifiesta después de su partida (cf. 2 Cor 3, 17), capacita la p. humana para esta representación espiritual y dinámica.

Como actualización del suceso de la salvación en Cristo, la proclamación de la p. debe ser una institución divina permanente en la Iglesia. Por esto, ya durante la vida de los apóstoles hay colaboradores del evangelio, a los cuales se ha transferido el servicio de la p. de D. (Act 8, 4ss; 1 Cor 16, 10; 2 Cor 1, 19; 1 Tim 4, 12ss; 2 Tim 4, 2; Tit 2, 1). Pero este servicio no sólo se da en la proclamación oral, sino que pronto es fijado además por escrito. Es característico que los apóstoles reclaman para sus cartas la misma autoridad que para su p. oral (2 Tes 2, 2 15; 3, 14; 2 Cor 10, 1iss; 1 Tim 3, 14ss). También las epístolas valen como logos parakléseos (1Pe 5, 12; Heb 13, 22), en el cual obra la gracia de Dios. Así los -> sinópticos pueden equiparar sus escritos sobre la salvación ocurrida en Cristo con el evangelio, es decir, con la revelación divina de la salvación en Cristo (Mc 1, 1; 14, 9; Mt 24, 14; 26, 13). Por ello, en la Iglesia aparece pronto la convicción de que también la fijación en determinados escritos del testimonio apostólico acerca de Cristo es expresión del evangelio viviente de Jesús y, con ello, de la p. de D. en la palabra humana.

II. En la historia de la teología

La Iglesia antigua vio en la p. de los apóstoles fijada por escrito ante todo la p. de D. que debía conservarse sin falsificación (Ap 19, 9; 21, 5; 22, 8). En la carta de Clemente Romano a la comunidad de Corinto (hacia el 96 d.C.), tanto el AT (13, 13; 40, 1; 53, 1) como las palabras de Jesús transmitidas por escrito (13, 1; 46, 7) son denominados p. de D., que engendra la fe y edifica la comunidad (48, 5).

En Ignacio de Antioquía se encuentra la analogía, posteriormente usada una y otra vez, de los escritos sagrados como carne y sangre del Logos encarnado. La llamada 2 Clem (la más antigua predicación cristiana) insinúa el pensamiento de que también la predicación eclesiástica está llena de salvación; así, cuando la llama «fuerza salvadora» (15, 1) y dice que Dios obra en ella «gozo» para los obedientes y «condenación» para los desobedientes (15, 5). También la Didakhe habla de que el Señor está presente allí donde se proclama su gloria (4, 1). En Orígenes no sólo la sagrada Escritura es entendida, en una concepción encarnatoria (en relación con la -> inspiración), como «el único cuerpo completo del Logos» (Jer. hom. Fragm. II), sino también la proclamación cristiana es considerada como p. de D. (De principiis III 1, 1). En la lectura de la Escritura, en la oración y en la predicación se parte «el maná de la p. divina» (Ex. hom. xi 3). Tales concepciones prosiguen en la teología griega, p. ej., cuando Basilio el Grande designa la predicación como «el desayuno y la cena» de los fieles (In Hexaemeron hom. viii 8), y cuando Crisóstomo habla de la Biblia como medicina para el alma (homilía In Lazarum 3, 1) y de la predicación como «sacrificio de la palabra» (sermón Cum presbyter 1). Junto a esta concepción salvífica de la proclamación hay una teología sacramental del culto, sin que sea perceptible un enlace entre ambas.

En la teología occidental Agustín es el punto de convergencia de los pensamientos sobre la p. de D. Ciertamente, a veces se hace sentir la influencia neoplatónica en una concepción marcadamente trascendente de la p. de D. (cf. Enarr. in Ps. 44, 5); pero, gracias a la concepción realista de la encarnación, ésta es concebida por Agustín como «enverbación», y la p. de D. es reconocida como permanente fuerza salvífica. Así la sagrada Escritura es el chirographum de Dios que nos ha sido entregado, en el cual vive la p. de D. Procedente de los apóstoles, la proclamación de la p. va unida a la Iglesia. En ella prosigue el acontecer de la p., la cual es considerada como agente de salvación, según se ve en las expresiones «comida salvífica» (Tract. VII in Jo., n° 24), «banquete de Dios (ibid., n° 2), «pan de los ángeles» (ibid. xiii, n.° 4) y «voz del Espíritu» (ibid. xu, n.o 5). Por ello también es explicable que en Agustín se llegue a una equiparación de palabra y –> sacramento, como lo muestra la afirmación de que «nosotros somos engendrados en el Espíritu por la p. y el sacramento» (ibid. xii, n° 5). Con la dialéctica del foris-intra Agustín abre nuevas profundidades a la teología de la p., como aparece sobre todo en su concepción de Cristo como maestro interior, el cual obra decisivamente también en la proclamación. Algunas consideraciones filosófico-lingüísticas y teorético-cognoscitivas de Agustín (ante todo sobre la «palabra interior») hacen, ciertamente, que retroceda la importancia de la p. hablada. Pero, no obstante, él conserva el momento encarnatorio, según el cual la palabra exterior de la predicación es necesaria para el hombre caído como auxilio que le proporciona la salvación.

Para la primitiva edad media la Escritura y la predicación, la cual se realizaba ante todo como interpretación de la Escritura, continuaban siendo medios salvíficos eficaces, de manera que Alcuino (t 804) puede decir del predicador que por su palabra, así como también por la administración de los sacramentos, engendra nuevos hijos para el rey del cielo (In Cant., c. 6). Sin embargo, en la espiritualidad interiorizada del monacato el proceso de salvación fue entendido preferentemente como un acontecer espiritual e interior, lo cual condujo a un desplazamiento del acento desde la palabra exterior y su proclamador a la acción mística e interior de Dios y de su gracia. En correspondencia con ello se llega a una concepción de la sagrada Escritura que se aparta de la palabra exterior y prefiere la interpretación mística y espiritual. Así quedó sin responder ante todo la pregunta de la manera en que la proclamación en sentido bíblico puede entenderse como medio eficaz de salvación.

Tomás de Aquino responde a esta cuestión mediante la comparación entre la generación corporal y la predicación, en la que, por la comunicación de la p. divina, se transmite la vida de la gracia (Expos. in Epist. ad Titum). Aquí la proclamación de la p. de D. asume un rasgo doctrinal. También el interés más fuerte por el sacramento y la idea de su eficacia objetiva hicieron que retrocediera la significación salvífica de la predicación, y limitaron el acontecer de la p. en la Iglesia a una función preferentemente dispositiva. Sin embargo, esto no condujo en modo alguno a la desvirtuación de la Escritura como p. divina y de la predicación que la interpreta. Según Buenaventura, la p. de la sagrada Escritura es una simiente divina que produce un nuevo nacimiento en el hombre (Comm. Luc., c. 8, n.° 17). También el predicador pronuncia «la p. preciosa, pura y melodiosa de Dios» (Prothema primum), convirtiéndose así en «boca de Dios» (Comm. Luc., c. 10). Al lado de esta concepción realista de la acción de Dios en la p., hubo en la edad media corrientes espiritualistas que lo cifraron todo en la iluminación interior y descuidaron la p. de la Escritura (beguinas), aunque no lograron suprimir la significación encarnativa y kerygmática de la palabra. En Tomás de Kempis se llega a una relación estrecha entre p. y sacramento (eucarístico); p. ej., cuando él habla de la mesa del altar sagrado y de la mesa de la ley divina, la cual contiene la doctrina santa e instruye en la fe verdadera (Imitación de Cristo, iv, 11). La unidad que aquí se insinúa entre el doble elemento de p. y sacramento fue disuelta por Wiclef, en quien aparece ya el principio de sola Scriptura. El concilio de Trento da también a la tradición el carácter normativo de p. de D., así cuando cita el concilio Nicenoconstantinopolitano y habla de él como «espada espiritual de la p. de D.» (ses. nt). La reforma protestante condujo a una nueva evolución en la concepción de la palabra (cf. iv).

III. Visión sistemática

La penetración teológica de la realidad de la p. de D. depende de un anterior esclarecimiento filosófico, puesto que la p. de D. se proclama siempre en la p. humana, y con ello la p. natural del hombre es el medio de la p. de D. En este esclarecimiento puede mostrarse cómo el -> lenguaje humano, por su función lógica, estética y energética, ofrece los presupuestos para la proclamación de la p. de D. como verdad divina, acción divina y entrega de Dios mismo. Además, aquí se puede demostrar que el hombre como oyente puede recibir la p. trascendente y sobrenatural de Dios. El fundamento de esa posibilidad estriba en la capacidad de respuesta a Dios que va inherente a la personalidad humana.

Mas para llegar a una verdadera audición de la p. sobrenatural se requieren en el receptor la -> fe y la –> gracia como disposición trascendental para la apropiación de la p. de D. Con ello la p. externa de Dios, proclamadora categorial e históricamente, no queda disminuida en su importancia, pues la subjetividad apriorístico del poder oír sólo se actualiza por la experiencia del acontecer categorial e histórico de la palabra. Este acontecer tiene una historia, la cual ha alcanzado su punto culminante en –> Jesucristo, la «p. encarnada», y conduce a distintas configuraciones de la p. en la Iglesia. El destacar las distintas formas de la p. de D. es un cometido especial de la teología sistemática. El desarrollo de esa tarea empieza con la exposición del carácter de p. de D. que tiene la Escritura, la cual, según la concepción católica, no sólo contiene la p. de D., sino que es ella misma p. divina. A este respecto ha de pensarse, sin embargo, que la consignación en el documento bíblico es sólo un momento de transición en el camino hacia una nueva vivificación de la p. en la predicación, donde renace la vitalidad originaria de la p. de D. pronunciada por los apóstoles.

A pesar del carácter de p. de D. que tiene la Escritura, el cual se debe esencialmente a la inspiración, la Escritura no es simplemente idéntica con la p. de Dios. Aquélla permanece siempre, aun siendo p. de D., un testimonio humano de los apóstoles y de la Iglesia primitiva acerca de la revelación que aconteció una sola vez. La Escritura es p. de D. en forma de respuesta humana de fe a esa palabra. Pero esta respuesta no consiste en un enunciado del hombre sobre sí mismo. Más bien el creyente toma la p. procedente de Dios y da testimonio de ella, confiriéndole forma de expresión. Entendida como testimonio de la p. de D., la Escritura tampoco se identifica con la revelación. Más bien señala hacia la revelación, pero no a la manera de un signo vacío, sino en forma cuasisacramental, haciendo presente y actualizando el objeto del que da testimonio.

Así entendida, la p. de D. jamás es un contenido que esté a disposición de la p. humana. Por eso también la Iglesia, en su uso e interpretación de la Escritura, queda confrontada con la p. de D. como realidad superior y está sometida a ella. La Escritura puede concebirse como una prolongación de la p. de la revelación proclamada en Cristo, y con ello como p. de D. en sentido encarnatorio; sin embargo, lo «divino» que hay en ella no ha de entenderse estáticamente a manera de una «cosa».

La p. de D. sólo alcanza plena actualización en la proclamación de la Iglesia. Esto queda confirmado por el hecho experimental de que en la Iglesia no es la p. de la Escritura en cuanto tal lo que constituye la esencia de la predicación, sino la p. proclamada en la Biblia. En este sentido también tiene validez en la concepción católica de la predicación el principio que antes defendían preferentemente las Iglesias reformadas: Praedicatio verbi divini est verbum divinum. Aquí el pensamiento teológico debe esforzarse particularmente por demostrar cómo la p. de D. todavía hoy puede transmitirse llena de realidad a través de un predicador humano. Para ello se requieren ante todo la vocación y la misión del predicador por Cristo, o por la Iglesia que prosigue su obra, pues «¿cómo podrán proclamar, sin haber sido enviados?» (Rom 10, 15). En virtud de esa misión el querer y el obrar humanos están tan estrechamente unidos a Dios, que la predicación es esencialmente un servicio mandado y posibilitado por él. Pero esta unión no da todavía ninguna explicación sobre el hecho de que la palabra humana del predicador expresa realmente la p. de D. también en su contenido.

Esto sólo queda garantizado si la predicación arranca de las revelaciones y de su testimonio normativo en la sagrada Escritura. En consecuencia, la adecuación de la predicación a la Escritura es el criterio decisivo, por lo que se refiere al contenido, de que en la palabra humana del predicador se halla y hace evento la p. divina. Eso no implica una repetición biblicista de la p. de la Escritura; se trata más bien de un testimonio lleno del Espíritu acerca de esta p., testimonio que puede ir dirigido a la situación especial del oyente precisamente cuando el predicador parte del texto fijado y lo actualiza en una nueva palabra. Entendida como acontecer salvífico, la proclamación de la p. de D. se aproxima ala realidad sacramental. La determinación de ambas realidades debe hacerse de modo tal que no resulte ninguna duplicación superflua de los actos salvíficos, ni quede tampoco mutilada una dimensión frente a la otra.

En la teología católica de nuestros días la determinación de la relación entre ambas magnitudes se hace de diversas maneras. Así la proclamación es considerada a veces como «prólogo» a la palabra «más condensada» del sacramento (H. Schlier). Pero la ordenación mutua puede describirse también como unidad de p. y acción (G. Söhngen) o como relación de oferta y operación salvífica (V. Warnach); otros autores entienden el sacramento como la unión más estrecha con Cristo (M. Schmaus), o bien como la «suprema realización esencial de la p. eficaz... con una intervención decisiva de la Iglesia» (K. Rahner). Finalmente, la relación es interpretada también como el doble movimiento: de Dios al hombre (p.) y del hombre a Dios (sacramento [O. Semmelroth]). En todo caso se mantiene firmemente que p. y sacramento no son magnitudes dispares sino fases unidas y referidas mutuamente del único proceso de la salvación.

IV. Teología protestante

Para las Iglesias reformadas la p. de D. fue siempre un concepto central de la fe y de la teología, aunque la interpretación del mismo ha estado sometido a fuerte variación hasta nuestros días. Según la fundamentación cristológica que Lutero hace del carácter de p. de D. que tienen el evangelio y la predicación, en la p. se hace presente el acontecer salvífico en forma de una acción actual, pero sólo para aquellos que poseen el Espíritu de Dios. Frente a la acentuación que aquí encontramos del extra nos y de la estructura encarnatoria de la p. de D., en Zuinglio y Calvino aparece una cierta espiritualización de la p., pues ellos insisten en la acción interna de Dios sin el medio de la palabra. Con la acentuación extrema del principio de la Escritura y de la inspiración verbal la antigua ortodoxia protestante llegó a la equiparación de la p. de D. con la Escritura y a la idea de la efficacia verbi divini etiam ante y extra usura, cosa que tuvo como concomitancia una visión doctrinal de la p. de D. Contra el concepto supranaturalista de p., propio del antiguo protestantismo, tomaron posición los teólogos de la ilustración, y también Schleiermacher con su subjetivismo religioso. La pérdida así iniciada de la idea de p. se muestra a finales de siglo con especial claridad en W. Herrmann, que reduce la revelación propiamente dicha a la experiencia de la vida interna de Jesús. Sólo la teología -> dialéctica logró dar nueva vida a la concepción teológica de la palabra.

Para K. Barth la palabra de Dios se presenta bajo tres formas (revelación, Biblia y predicación); pero a la vez él insiste en la diferencia entre p. de D. y Escritura. La Escritura y la predicación se hacen p. de D. siempre de nuevo, a manera de evento actual. Este actualismo se agudiza todavía en R. Bultmann, pues él entiende la p. de D. como una llamada existencial y escatológica, la cual no tiene ningún contenido propiamente dicho, limitándose a despertar en el hombre una nueva inteligencia de sí mismo. Esta concepción formal de la p. de D. es corregida por E. Brunner, que ve en la p. divina la apertura de Dios mismo a los hombres, en la cual él comunica también la verdad acerca de sí mismo. De manera semejante G. Ebeling entiende el hecho de la p. como una autodonación de Dios, la cual ilumina el lugar de la existencia humana y abre al hombre el «futuro» (la salvación). La alta calificación teológica y antropológica que aquí se hace visible, queda disminuida en P. Tillich, que concibe la p. de D. como símbolo del misterio abisal de Dios, el cual tiene carácter de logos. W. Pannenberg quiere decididamente alejarse de la teología de la p.; él busca la revelación más allá de la p., y así concibe la historia universal como una revelación.

Allí donde en la teología protestante se reflexiona sobre la relación entre p. y sacramento, con frecuencia se llega a una desvirtuación de este último. Esto sucede bajo diversos matices: por concebir que el sacramento se limita a esclarecer el carácter actual de la p. (P. Althaus); porque a los sacramentos se les atribuye simplemente una mayor fuerza cognoscitiva (K. Barth); o bien porque insistiendo en el aspecto psicológico, el mundo sacramental es concebido como una manifestación visible del misterio de la presencia divina (H. Stephan).

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Leo Schejjczyk