OBRAS MERITORIAS
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1. Esta expresión, como concepto teológicamente importante, procede de la teología de -> Pablo, que polemiza contra la justificación por el cumplimiento de la «ley» mediante las «obras» y enseña una –> justificación del hombre por el perdón de la gracia libre de Dios, la cual es aprehendida en la fe. Las obras (de la ley) y la gracia quedan así contrapuestas (Rom 3, 20.27s; 4, 2.6; 9, 12.32; 11, 6; Gál 2, 16; 3, 2.10; Ef 2, 9; 2 Tim 1, 9; Tit 3, 5) como dos magnitudes que se excluyen mutuamente de un modo absoluto.

Naturalmente, ya el NT muestra que la «obra» (érgon) como cumplimiento obediente de la ley divina no tiene necesariamente el sentido que Pablo da a esta palabra: hay obras que merecen la vida eterna (Act 9, 36; Rom 2, 6ss; 13, 3; 1 Cor 12, 13; 2 Cor 9, 8; Gál 3, 28; Ef 2, 10; Flp 1, 6; Col 1, 10; Sant 1, 25; 1 Pe 1, 17; 2, 12; 2 Pe 1, 10, etc.). Ante este hecho no podemos conformarnos con decir que en el NT hallamos dos usos distintos de la palabra érgon, los cuales son simplemente opuestos (obra autónoma, hecha por las propias fuerzas, que permite al hombre justificarse así mismo ante Dios, sin que deba ser justificado por Dios mismo con su libre gracia; obra realizada con la gracia de Dios, otorgada por Dios mismo, etcétera).

Más bien se debe ver primero cómo la realidad designada con el término «obra» es en sí misma ambivalente y cómo de ahí procede el doble significado de la palabra. Ese doble uso del término ha proseguido: en la teología protestante las «obras» han seguido entendiéndose en oposición a la -> fe que justifica por sí sola («justificación por las obras»); en la teología católica las o.m. tienen un valor salvífico positivo (Dz 809s 842). Nuestro cometido no es desarrollar directamente la teología paulina de la justificación por la -> fe solamente, sin obras, sino que hemos de elaborar un concepto teológico de éstas en el que el sentido, el derecho y el límite de ese fragmento doctrinal de Pablo queden objetivamente integrados en una teología de las o.m., la cual conceda también su lugar a una «justicia de las obras» entendida positivamente. Esto último es hoy día una tarea urgente, pues, desde el actual horizonte experimental e intelectual, se siente una desconfianza justificada frente a la mera ética de sentimiento o actitud interna (bajo la cual se substure también la «fe») y frente a una «interioridad» privada; el valor salvífico se atribuye, más bien, a la acción concreta y eficaz (con trascendencia social).

2. Ante todo deberíamos ver cómo la oposición entre obras y sentimiento o actitud interna es muy inexacta, problemática y confusa para una antropología metafísica. Pues lo que habitualmente se llama actitud interna, lo mismo que lo llamado acción y obra, es un acto en el ámbito psico-físico del hombre que está fundamentalmente condicionadoy puede manipularse (en el aspecto genético, farmacológico, psicológico y social) igual que los «actos externos» del hombre (los actos externi de la teología moral). Por eso no constituye ningún criterio seguro, adecuadamente reflejo, para la relación del hombre con Dios (de otro modo el hombre podría por lo menos «juzgarse» a sí mismo, es decir, poseer una certeza refleja sobre su relación con Dios; cosa que en principio no puede alcanzar: Dz 802 822ss).

La distinción fundamental se da, por consiguiente, no entre obra y actitud interna en el sentido superficial de estas palabras, sino entre la realización originaria de la -> libertad y su encarnación en la «obra», por la cual el sujeto libre se manifiesta objetivándose para sí mismo, y así establece una mediación necesaria consigo mismo. Si esta obra es «interior» o «exterior», (según la usual distinción de la teología moral) constituye una cuestión secundaria, aunque tenga su importancia en el aspecto politicosocial. Por tanto, todo «acto» lleva en sí la dualidad de presencia originaria del sujeto en sí mismo y decisión originaria de la libertad, por un lado, y objeto sabido (intencional, temático) y objetivación («obra») de la libertad, a la cual pertenece también lo «interno» (motivación psicofísica, refleja y temática, etc.), por otro lado.

Ambos momentos de esta dualidad se condicionan mutuamente, pero no son idénticos. El primer momento es el «trascendental», el segundo el «categorial». El primero no puede someterse a una reflexión adecuada, no puede reproducirse y «objetivarse» por completo mediante una reflexión accesoria. Su aparición primaria, pero no plenamente adecuada, es la «obra», en la que se realiza la libertad originaria, que así establece una mediación consigo misma y a la vez se oculta. La «obra» (la objetivación categorial, anímico-corporal, o «externa») es ambivalente, ambigua, por el hecho mismo de que cuanto está objetivado en ella también es posible sin haber brotado de la decisión originaria de la libertad; puede haber surgido apoyándose y extendiéndose en un medio que es fruto igualmente de la libertad ajena y que está condicionado necesariamente por las estructuras acuñadas en él por esa libertad ajena, también pecadora (-> pecado original, -> concupiscencia). En la «obra» siempre está simultáneamente lo propio y lo ajeno, sin posibilidad de una delimitación exacta; aquélla jamás es la aparición pura y clara de la libertad originaria. Ésta nunca puede existir sin la obra, pero tampoco puede descubrirse adecuadamente en ella (-> acto moral).

3. Dado el ser corpóreo, dialogístico y mundano del hombre, éste debe realizar mediante «objetivaciones» la acción libre de su obra, en la que dispone de sí mismo. Sólo en tales «objetivaciones» puede realizarse verdaderamente la actitud interna (o, más exactamente, la acción originaria de la libertad), la cual, naturalmente, es lo que en último término importa. Bajo el aspecto de la ontología existencial y de la ética podemos decir: La actitud interna sólo se hace (y es) auténtica en cuanto se realiza «en el otro» de la obra como su símbolo real y su aparición.

Por lo tanto, la auténtica realización y el verdadero cuidado de la actitud interna sólo pueden darse mediante el cultivo de la tarea, de la «obra». Y eso es así particularmente porque todo -> amor a Dios y al prójimo, que es el compendio de lo moral, sólo se da en una entrega real a Dios mismo y al prójimo, en la que la actitud interna no puede buscarse a sí misma. En esa entrega el prójimo y (dada la unidad entre amor a Dios y amor al prójimo) Dios, a través del prójimo, sólo se alcanzan en la acción corpórea.

Pero la «obra» externa (objetiva, que puede controlarse y someterse a la reflexión) no es la acción propiamente exigida por Dios (que mira al corazón). La obra que Dios exige es la acción de la libertad (que nunca es objeto de reflexión adecuada), en la cual el hombre no hace esta obra o la otra, sino que hace donación de sí mismo a Dios por el hecho de aceptar (en la gracia) su propia comunicación, que confiere el acto de aceptarla y la capacidad subjetiva para ello. A causa de esta diferencia entre la acción originaria (trascendental) de la libertad y la obra (categorial), el hombre no puede juzgarse a sí mismo (en un enunciado reflejo y objetivamente: cf. Dz 802 805 823); la obra en sí permanece ambivalente. En cuanto ésta aparece en la dimensión de la objetividad (de tipo interno o externo) y aquí es susceptible de someterse a reflexión, constituye una realidad que también puede darse y ser así sin la interna acción originaria de la libertad, y que en principio puede siempre invertir su función pasando a expresar la actitud de otro o convirtiéndose en un factor de otra obra (mala).

4. En el orden fáctico de la salvación por la gracia divinizante de la comunicación de Dios mismo, una obra (buena) como positivamente salvífica sólo puede darse si (según lo dicho sobre la diferencia entre la acción originaria de la libertad y la obra que la objetiva) se produce como aceptación de la indulgente y divinizante comunicación de Dios mismo, es decir, como fe que se hace operante en el amor a Dios y a los hombres (con los grados existenciales que esta aceptación puede tener (fides informis, fides caritate formata]: Dz 808 811ss 817 819 etc.). Pero así la obra como tal es cumplimiento de los mandamientos de Dios y de Cristo (Jn 14, 15.21), una manifestación necesaria de la fe (Sant 2, 14-16), un acto «meritorio» (-> mérito), pues es una auténtica realización de la vida sustentada por Dios, la cual tiene una orientación dinámica hacia la vida eterna como su consumación (Mt 5, 16; Rom 2, 6s; 2 Cor 9, 8; Col 1, 10, etc.; Dz 804 809s 828ss 835 836 842).

Pero precisamente esa «obra» (a causa de la diferencia permanente entre originaria acción agraciada de la libertad [= fe] y «obra») puede hacerse también sin fe, puede ser la manera de la autodefensa y autojustificación del hombre ante Dios, la acción propia que, realizada con las fuerzas humanas, debe dispensar al hombre de aceptar la salvación de Dios como su gracia libre y darle el derecho a una bienaventuranza exigible ante Dios. Y así la «obra no es el acto por cuya mediación es aceptada la propia acción (en su esencia y existencia) como don de Dios (por su gracia elevante y operante), tal como podría y debería ser, sino lo propio puesto como lo meramente propio. Y ese es el «obrar» que Pablo ve en oposición impía a la fe que recibe la salvación.

A este respecto hay que tener en cuenta la situación en la que Pablo ha de predicar el mensaje de que el hombre por Cristo como único mediador recibe de Dios la salvación, que es Dios mismo. Ha de predicárselo polémicamente a hombres que en la -> alianza del AT se sabían en una relación positiva con Dios por el cumplimiento de su -> ley. A estos hombres Pablo puede decirles ante todo, y les dice, que de hecho ellos no cumplen la ley y que, por tanto, tienen necesidad de la gracia de Dios que perdona la culpa (Rom 2-3). Pero, frente a la objeción obvia de que también entre judíos (y paganos) hay obras que agradan a Dios (como Pablo mismo enseña en otros lugares), el apóstol se ve obligado a decir que tales obras de la ley, no hechas explícitamente en Cristo y en la fe por su Pneuma, son impotentes de cara a la salvación. Y es que Pablo todavía no está en condiciones de ver (aunque en él mismo aparezcan ciertos puntos de apoyo) cómo puede haber o.m., hechas en la fe y en el Espíritu, incluso allí donde no están referidas explícitamente a Cristo.

Ahora la situación espiritual es distinta. Hoy día es necesario predicar y alabar la acción buena y desinteresada (ante el hombre privado y ante la sociedad); y, basándose en su realización (Jn 7, 17), hay que introducir al hombre en la profundidad de su acción propia (dada por Dios), que es fe y amor en esperanza, y que produce el Espíritu de Dios en Cristo como obra suya. Habrá de mostrarse cómo y por qué, quien hace o.m. de misericordia, se las hace al Hijo del hombre (Mt 25), lo sepa o no lo sepa. Ahora bien, es necesario descubrir también la dicha que supone saber esto explícitamente.

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Karl Rahner