METANOIA
SaMun

 

Cuando los autores bíblicos emplean el concepto de m. (27 veces en los LXX; 55 en el NT), unen el sentido profano de cambio de opinión (en el período clásico) y dolor por un comportamiento (en los estoicos del período helenístico) con la idea de cambio de conducta y retorno a Dios, tal como se expresa en el verbo hebreo süb (1059 veces en la Biblia hebrea) y en el substantivo tesubra, usual en el judaísmo tardío.

Aunque las palabras matánoia y metanoeín aparezcan relativamente poco en los LXX, sin embargo la idea de m. es un tema fundamental de la literatura bíblica y judía. Si aquí hablamos de « -> arrepentimiento» y de « -> penitencia», hemos de dejar sentado que el mejor equivalente español de m. no es «arrepentimiento», y menos todavía «penitencia» (por el fuerte matiz ritual de este concepto), sino la palabra «conversión», que, como súb, expresa el movimiento espiritual de retorno a Dios. Diferentes perífrasis bíblicas expresan equivalentemente esta misma idea: «buscar el bien y no el mal» (Am 5, 14s; Is 1, 17); volver su corazón hacia Yahveh (Jos 24, 23); circuncidar el propio corazón (Dt 10, 16; Jer 4, 4; Rom 2, 29), etc.

1. Antiguo Testamento

Fueron sobre todo los profetas los que en el AT elaboraron la teología de la conversión, que asoma ya en la historia de Samuel (1 Sam 1, 2s) y en la de Elías (1 Re 18, 37). En el segundo libro de Samuel (cap. 11 y 12) debemos recoger el ejemplo memorable de David. La intervención del profeta Natán mueve al rey a volverse a Dios, adquiriendo conciencia de su pecado: «He pecado contra Yahveh» (2 Sam 12, 13). Inmediatamente le es otorgado el perdón divino, lo que demuestra la autenticidad de su conversión. Dios es quien ha tenido la iniciativa de ésta, pues el severo juicio proferido por Natán era en la intención divina una luz y una invitación al arrepentimiento.

Antes de la cautividad la mayor parte de los oráculos proféticos (Amós, Oseas, Isaías, Miqueas, Jeremías, Ezequiel) son patéticos llamamientos a la conversión. Una muestra notable de estos oráculos nos la ofrece Amós 4, 6-13, donde la descripción de las diversas calamidades termina cada vez con el doloroso estribillo: «Pero no os convertisteis a mí.» Estos llamamientos se inspiran en un sentimiento muy agudo de los derechos de Dios conculcados por el pecado: idolatría bajo todas sus formas, desobediencia al —> decálogo, negativa a escuchar la palabra de los profetas, que es la palabra de Yahveh. Esas faltas son violaciones de la alianza y, como ésta es comparada con frecuencia a un matrimonio entre Yahveh e Israel (sobre todo en Oseas y Jeremías), reciben con frecuencia el calificativo de adulterio o prostitución. Yahveh es, en efecto, un Dios de amor que se ha hecho esposo de su pueblo y que, en correspondencia, tiene derecho al obsequio de corazones no divididos.

Sólo un cambio radical de conducta permitirá escapar al juicio divino, no pocas veces descrito bajo la forma de una catástrofe nacional inminente: Am 3, 11-15; 5, 27; Os 5, 8-9; 7, 10-12; Is 5, 26-30; 8, 6-8; Jer 1, 13-15. Los profetas subrayan que los ritos exteriores de penitencia no son suficientes: el hombre debe primero reconocer a Dios y sus exigencias absolutas con un acto de su inteligencia, y partiendo de aquí ha de lamentar y confesar sus faltas pasadas y volver así a la obediencia perfecta a Yahveh y a la fe absoluta en él (este último punto de vista lo subraya sobre todo Isaías): Am 5, 21-25; Os 6, 1-6; Is 1, 11-20; 30, 15-18; Miq 6, 6-8; Jer 7, 3-28.

Especialmente Jeremías es el profeta de la «conversión». Implora a los hijos ingratos que vuelvan a su Padre y Señor(2, 31s; 3, 14s.22s.). Desvirtúa todas las excusas y escapatorias que ellos podrían invocar, pero al mismo tiempo anuncia las riquezas inagotables del amor divino, donde descubre un signo de inquietud interna que le permite esperar todavía una auténtica m. (2, 26ss.37; 3, 4.22-25).

Pero Jeremías va conociendo cada vez mejor cuán imposible es para el pecador el convertirse por sí mismo. Por esto anuncia una intervención divina que dará a los corazones un nuevo conocimiento de Yahveh: «Yo les daré un corazón para que conozcan que yo soy Yahveh» (24, 7; cf. 31, 31-34; 32-3939). Ya Elías (1 Re 18, 37) y, sobre todo, Oseas y Sofonías (3, llss) prepararon el pensamiento de Jeremías sobre el hecho de que es Yahveh el que produce la conversión.

Jeremías y Ezequiel coinciden en subrayar el aspecto personal de la conversión. Sin perder de vista al pueblo entero, Jeremías pide a cada uno que «abandone su mal camino» (18, 11; 25, 5; 26, 3; 35, 15; 36, 3...). Ezequiel hace otro tanto (cf. cap. 18; 33, 10-20). Pero en él la conversión, sin dejar de ser interior, reviste varias veces un aspecto legalista, puesto que implica la observancia íntegra de las prescripciones divinas, comprendidas las prescripciones rituales (cf., p. ej., 18, 5.9; 20, lls; 22, 8.26...). Además, si antes de la catástrofe del 587 entiende la m. como un acto voluntario, pidiendo al hombre que él mismo «se haga un corazón nuevo y un espíritu nuevo» (18, 31), en la segunda parte de su ministerio considera la transformación de los corazones como una creación divina, y el arrepentimiento como una consecuencia del don divino (36, 25-28).

Aunque el tema de la conversión no falta totalmente en el Déutero-Isaías (cf. 44, 21-22; 55, 6-7), sin embargo no ocupa el primer plano de su predicación, que es ante todo un mensaje de consolación y un anuncio de salvación. En los profetas posteriores a la cautividad (Zacarías, Trito-Isaías, Joel, Malaquías, Daniel) y en la apocalíptica se mezclan las perspectivas legalista y ritualista, presentes ya en Ezequiel, con las concepciones antiguas de la conversión: Zac 8, 4-6.14-19; 12, 10-13, 1; Is 58, 3-7.13; J1 2, 12-17; Mal 3, 2-3.23-24; Dan 9, 4-19.

El libro de Jonás merece una mención especial por cuanto en él aparece la misma perspectiva universalista de la salvación que en el oráculo de Is 19, 22s, fragmento probablemente contemporáneo de Jonás, que anuncia la conversión y la reconciliación de Egipto y de Asiria, tipos de las naciones paganas hostiles entre sí.

La invitación a la conversión, que caracteriza la predicación profética, no se halla sino raras veces en la literatura sapiencial; cf. sin embargo Prov 1, 20-33; Job 22, 21-25; Edo 4, 26; Bar 3, 14; 4, 2, etc. El libro de Job termina con un acto de arrepentimiento (42, 6): el héroe se da cuenta de que su piedad no le autoriza a pedir orgullosamente cuentas a Dios. Y el libro de la Sabiduría (11, 23; 12, 10.19) expresa el pensamiento de que Dios, para dar a los hombres tiempo de arrepentirse, se muestra paciente e indulgente en el castigo de las faltas.

Incluso en los -> Salmos son raros los llamamientos a la conversión: 81, 9s; 95, 8s. En cambio, numerosos Salmos describen los actos y los sentimientos del pecador resuelto a cambiar de conducta: la confesión de los pecados (32, 5; 51, 6; 69, 6; 90, 8; 143, 2); la tristeza y el pesar («el espíritu quebrantado», «el corazón quebrantado y triturado») provocados por el recuerdo de las faltas (34, 19; 51, 19; cf. Is 57, 15; 61, 1); la súplica del perdón e incluso, como en Jeremias y Ezequiel, de la renovación interior (6, 2-3; 38, 2-3; 51, 3-4; 12, 14; 130, 2-4; 143, 2...); la voluntad de cambiar de conducta (34, 15; 37, 27; 51). El Miserere es sin duda el testimonio más conmovedor de todos estos sentimientos: es el Salmo de la conversión por antonomasia.

II. Judaísmo extrabíblico

En la abundante literatura del judaísmo palestinense sería fácil hallar indicaciones sobre la m. (cf., p. ej., Hen 52, 2-4; TestJud 19, 2, etc.). Pero nos detendremos únicamente en los escritos que aportan puntos de vista originales.

En la comunidad de Qumrán tenía gran importancia la doctrina de la conversión, que se halla expuesta sobre todo en el Documento de Damasco, en la Regla de la comunidad (1 QS) y en los himnos de acción de gracias, hódajót (1 QH). Esta doctrina contiene numerosos elementos venidos del AT, pues se subraya fuertemente el aspecto interior y hasta personal de la conversión. Mas por otraparte la misma doctrina reviste un carácter un tanto sectario y jurídico, puesto que convertirse es ante todo separarse del conjunto del pueblo «traidor» y «rebelde» y abandonar así «el camino de la perdición»; en segundo lugar, es entrar en la comunidad y conformarse con las prescripciones de la ley, tal como la entienden e interpretan los maestros de la secta. Los Evangelios, que con demasiada facilidad se ponen en relación con las ideas de los esenios, precisamente en este punto se distinguen esencialmente de la secta de Qumrán.

Si Flavio Josefo, que habla con bastante frecuencia de la conversión, no ofrece en este particular nada original, no se puede decir lo mismo de Filón, que se interesa grandemente por la m. Él compuso un pequeño tratado sobre ese tema, insertándolo en el De Virtutibus (175-186). Filón cree que el hombre puede cambiar de vida. En este autor desempeñan papel importante el arrepentimiento y la idea de que el sabio mismo debe convertirse y mejorarse constantemente, pues sólo Dios está sin pecado. Aquí hallamos un punto que ha de influir en la concepción cristiana.

El judaísmo rabínico, conforme a su tendencia general a la abstracción, prefiere el empleo del verbo súb al del sustantivo tesubah; de ahí la fórmula «hacer penitencia», empleado sólo raras veces en el AT y nunca en este sentido. Los rabinos gustan de subrayar el papel considerable que en la historia bíblica desempeña la penitencia, ignorada en cambio por las naciones. Llegan a decir que ésta fue producida por Dios antes de la creación del mundo. La penitencia, sin dejar de ser interior, es puesta en relación con ciertos ritos, particularmente con las confesiones de los pecados, tan características del día de la reconciliación.

III. Nuevo Testamento.

En el Nuevo Testamento la m. sólo tiene un papel importante en los Evangelios sinópticos y en los Hechos. En los demás escritos neotestamentarios esta temática retrocede, o bien aparece bajo otros conceptos.

1. Los Evangelios sinópticos

Los tres sinópticos están de acuerdo en atribuir a Juan Bautista un llamamiento a la m. y un rito especial que simbolizaba este llamamiento a la confesión de los pecados, a saber, el bautismo en las aguas del Jordán: Mc 1, 15; Mt 3, 1-5; Lc 3, 2-6. Aquí, como en los profetas del AT (Juan Bautista es un profeta), la m. es más que el simple arrepentimiento de las faltas pasadas; es un cambio radical de conducta. Además, como sucede siempre en los profetas, es entendida en forma puramente moral y se exige a todos. Aquí se da una doble diferencia respecto de -> Qumrán, donde la conversión en parte tiene un sentido ritualista y además es entendida solamente como medio de adherirse a la secta. Lo que confiere un acento enteramente nuevo a la predicación de la m. por parte de Juan es que éste le da un carácter netamente escatológico, pues la asocia a la inminente venida del -> reino de Dios y del Mesías que ha de instaurarlo.

En los sinópticos son relativamente poco numerosas las palabras de Cristo sobre la m. Pero cada una de ellas está llena de sentido. En un logion que se refiere al comienzo mismo de la predicación en Galilea, Mateo (4, 17) y Marcos (1, 15) ponen la m. («arrepentíos») en relación con la venida del tiempo de la salvación (Marcos: «se ha cumplido el kairos») y con la presencia actual del reino de Dios. En efecto, si se tiene en cuenta el contexto, la fórmula «el reino de Dios está cerca» no significa únicamente que el reinado divino es inminente, sino que ha llegado ya. Aquí hay una diferencia capital respecto de la concepción del Bautista, que es resaltada por Marcos con las palabras «creed en el evangelio» (1, 15b), las cuales indican que el cambio radical de la m. está desde ahora condicionado por la fe en el evangelio, es decir, en Jesús. Este elemento nuevo queda muy realzado en diferentes pasajes relativos a los recalcitrantes que no han querido hacer penitencia al oír la predicación de Jesús y ver sus milagros: los reproches a las ciudades del lago (Mt 11, 20-23; Lc 10, 13-15), el logion sobre Jonás y las gentes de Nínive (Mt 12, 41; Lc 11, 32), el final de la parábola lucana sobre Lázaro y el rico avariento (Lc 16, 30-31).

Pero la mayor novedad del mensaje evangélico está en la persona misma de Jesús y en la conciencia que él tiene de ser el Hijo único de Dios. Sólo partiendo de aquí cobran su verdadero sentido las palabras y los gestos de Jesús. Cuando Jesús declara que noha venido para los sanos, sino para los enfermos, y cuando le vemos acoger y tratar amigablemente a los publicanos y a los pecadores hasta el punto de comer con ellos, con gran escándalo de los escribas y los fariseos (Mc 2, 13-17; Mt 9, 9-13; Lc 5, 27-32), quiere esto decir que Dios mismo está pronto a perdonar a los más grandes pecadores; es más, que en la persona de Jesús mismo está tomando personalmente la iniciativa de la reconciliación y ofreciendo el perdón a todos. Mas para que logre su efecto esta iniciativa divina es preciso que el hombre por su parte abandone el orgullo y consienta en volverse a Jesús. El logion sobre los niños pequeños (Mt 18, 3) asocia esta m. al reconocimiento que el hombre hace de su debilidad y de su pobreza. Tal es ya el sentido profundo de la primera de las bienaventuranzas, por lo menos en la redacción de Mateo (5, 3). En otros lugares Jesús pone el perdón divino en dependencia de la fe absoluta en su persona, o sea, en definitiva, de la fe en que por él Dios interviene absolutamente en la historia religiosa de la humanidad: «Jesús, viendo su fe, dijo al paralítico: Confía, hijo, tus pecados te son perdonados» (Mt 9, 2; Mc 2, 5; Lc 5, 20). En los Evangelios el sentido de la m. es que los hombres se hagan discípulos de Jesús.

En particular Lucas ofrece algunos datos del mayor interés. El arrepentimiento de la pecadora (7, 36-50) es el tipo mismo de la m. evangélica, pues aquél es manifiestamente el fruto de una fe incondicional en Jesús («tu fe te ha salvado», v. 50) y de un amor generoso («porque ha amado mucho», v. 47). Lo mismo hay que decir del arrepentimiento del buen ladrón (23, 40-42). La parábola del hijo pródigo (15, 11-32) describe las etapas del pecado y de la conversión, al mismo tiempo que la presurosa acogida del Padre celestial, representado en la tierra por Jesús. La parábola de la oveja perdida (15, 1-7), la de la dracma perdida (15, 8-11) y la del hijo pródigo subrayan la importancia que Dios concede a la conversión de una sola alma, y la inaudita largueza de la misericordia divina, de la cual se escandalizan los fariseos por no haber adquirido conciencia de su propio pecado. Y así «los justos que no tienen necesidad de penitencia» (Lc 15, 7) son falsos justos, fariseos, puesto que en la perspectiva evangélica no hay quien no tenga necesidad de convertirse. Es también característico del Evangelio de Lucas el que termine pidiendo una predicación universal de «la m. para la remisión de los pecados» (24, 47).

2. Los Hechos de los apóstoles

Después de los sinópticos, los Hechos son el escrito más rico del NT por lo que concierne a la m. El kerygma apostólico, tal como lo describen los primeros capítulos de los Hechos, comprendía tres elementos: testimonio sobre Jesús, ilustración de este testimonio por medio de las Escrituras, exhortación a la conversión. Ésta viene expresada por dos verbos, cuyo sentido normal conserva Lucas, que conocía bien el griego: épistréfein, que expresa propiamente el retorno a Dios, y µetanoien, que expresa el arrepentimiento inherente a ese cambio de conducta. Los dos verbos están unidos en 3, 19; 26, 20. Se dice preferentemente «convertirse a Dios» cuando se trata de los paganos: 14, 15; 15, 19; 26, 18-20, y «convertirse al Señor (Jesús)» cuando se trata de los judíos que conocen ya al verdadero Dios: 9, 35; 11, 21. En general, los dicursos misioneros tienen un contenido diferente según que se dirijan a los judíos o a los paganos. Los sermones de Pedro ante los judíos en Jerusalén (2, 14-36; 3, 12-26) y el discurso de Pablo ante los judíos en Antioquía (13, 16-41) en cuanto al contenido coinciden esencialmente. Resaltan la responsabilidad de los judíos por la muerte de Jesús, al que Dios había acreditado con signos y prodigios (2, 22), demostrando cómo su causa era justa por el hecho de resucitarlo. El discurso de Pablo en Atenas (17, 22-31) nos ofrece una muestra preciosa de un llamamiento a la m. dirigido a los gentiles. Los paganos no conocen a Dios (v. 23), puesto que adoran a los ídolos (v. 29); pero esta ignorancia es culpable, pues Dios creó el universo y lo gobierna de tal forma que los hombres pueden hallarle (v. 24-28). Sin embargo, Dios no quiere tomar en cuenta este pecado, y así ahora llama a todos los hombres al arrepentimiento, pues él juzgará al mundo con justicia a través de Jesús, cuya resurrección lo ha constituido en salvador y juez del mundo (v. 30-31).

En todos estos pasajes la invitación a la m. está ligada a la -> resurrección de Jesús. No sólo porque comprobando su realidad los hombres reconocen la verdad de la predicación apostólica, sino también porque, lo mismo que en Jeremias y Ezequiel, el arrepentimiento y la conversión son considerados como dones de Dios (cf. 11, 18: «también a los paganos ha dado Dios el arrepentimiento que conduce a la vida»), los cuales brotan del misterio pascual y se relacionan con la acción salvífica ejercida por Cristo resucitado. Pedro declara que Dios exaltó a Jesús «a fin de otorgar por él a Israel el arrepentimiento y el perdón de los pecados» (5, 31).

3. Los demás escritos del Nuevo Testamento

En el resto del NT la m. ocupa relativamente poco lugar, por lo menos en apariencia. En los dos grandes teólogos del NT, Pablo y Juan, parece haber sido suplantada por la -> fe, que expresa juntamente la adhesión intelectual a la nueva economía y la entrega total a Cristo implicada en la m. evangélica. Por tanto, en el tema de la m. no podemos decir todo lo que en Pablo y Juan hallaríamos fácilmente acerca de esta cuestión.

Pablo, el convertido por excelencia, entendió el acontecimiento de Damasco más como un llamamiento al apostolado que como una conversión. En cambio, habla de «conversión» (épistréfein) cuando, dirigiéndose a cristianos de la gentilidad, les recuerda el tiempo de su adhesión al cristianismo (1 Tes 1, 9: «Cómo os convertisteis de los ídolos al Dios vivo y verdadero para servirle»; Gál 4, 9: «Ahora que habéis conocido a Dios o, más bien, habéis sido conocidos por él, ¿cómo de nuevo os volvéis a los débiles y pobres elementos?»). En este último texto está bien marcada la iniciativa divina: el hombre no podría conocer al verdadero Dios si no hubiera sido de antemano conocido por él. Como el libro de la Sabiduría (cf. antes), Pablo explica la paciencia de Dios y su bondad para con los pecadores por su deseo de incitar a los hombres a la m. (Rom 2, 4). Hasta los cristianos pueden tener necesidad de convertirse (2 Cor 6, 19; 12, 21), y el Apóstol se regocija de haber producido en el alma de los corintios «una tristeza según Dios» que «provoca un arrepentimiento saludable» (2 Cor 7, 10). En el fondo, bajo la perspectiva paulina el tema de la conversión está incluido en el del bautismo.

Este es inseparable de la fe en Cristo y opera, lo mismo que la m., una ruptura con el pasado, un cambio radical de la vida, pues introduce al bautizado en la vida misma de Cristo resucitado (Rom 6, 3s; Gil 3, 27s; Col 2, 12s; cf. -> Pablo, teología de).

Puede parecer paradójico hablar de m. a propósito del cuarto Evangelio y de las epístolas de Juan, en primer lugar porque este concepto no se halla en tales escritos, y luego porque el dualismo joánico, que divide a la humanidad en dos grupos antitéticos, el mundo de la luz y el de las tinieblas, aparentemente no deja lugar a esta concepción. Pero el dualismo de Juan no tiene un carácter absoluto, y así entre los dos mundos opuestos se produce constantemente el paso del uno al otro. Pese a ciertas fórmulas predestinacionistas, queda plenamente a salvo la libertad de la voluntad en su decisión. Es más, el tema de la opción por o contra Jesús va de un extremo al otro del cuarto Evangelio, que está penetrado de un patético llamamiento a «venir a» Jesús, Hijo de Dios encarnado, para hallar la luz y la vida. Pero ante ese llamamiento permanecen sordos la mayor parte de los hombres, de donde proviene el tono trágico de este Evangelio, Evangelio del. amor ultrajado y de la conversión denegada. Por lo demás, no se trata únicamente de un drama del pasado: el autor, por el contrario, tiene conciencia de que nos afecta a todos y de que los contemporáneos de Jesús representan a los hombres de todos los tiempos, en cuyos corazones sigue produciéndose la trama y el desenlace de dicho drama. Al lado de los hombres que no creen hay otros que creen. En éstos piensa Juan cuando al final del relato de la pasión cita un oráculo de conversión de Zacarías: «Mirarán al que atravesaron» (20, 27; cf. Zac 12, 10) llenos de arrepentimiento y amor, pues para esta m. se ha abierto en el costado de Jesús una fuente que mana constantemente «para lavar el pecado y la mancha» (Zac 13, 1; cf. Jn 19, 34; cf. -> Juan, teología de).

Las cartas del comienzo del Apocalipsis (cap. 2 y 3) van dirigidas a Iglesias que han incurrido en faltas de diferentes clases: desviaciones doctrinales, idolatría ligada seguramente a desórdenes sexuales, o también sencillamente falta de caridad, tibieza. Aquí la m. es exigida con el acento de los antiguos profetas, corregido por el espíritu del evangelio. Para convertirse los cristianos deber volver a su amor primero y a sus obras pri meras (2, 4-5), han de acordarse de la ma nera como en un principio «acogieron y escucharon» la palabra de Dios (3, 3), tienes que acreditarse como oro probado por e fuego (cf. 1 Pe 1, 7), y deben proveerse de vestiduras blancas, es decir, de las virtudes cristianas (3, 18), y han de oír a Cristo, que como amigo está a la puerta y llama (3, 20) Se pide en particular valor, fidelidad y vigilancia (2, 20; 3, 2-3). La vida cristiana e: un combate perpetuo que tiene lugar bajo la mirada escrutadora de Cristo. Pero Cristo, que da el tiempo requerido para convertirse y castiga para enmendar (2, 21; 3, 19), recompensa divinamente a los vencedores. Con 2, 21 habrá que relacionar a 2 Pe 3, 9: Dio: quiere dar a los hombres el tiempo necesario para hacer penitencia.

Esta enseñanza del Apocalipsis, que nc permite la menor duda sobre la posibilidad y la eficacia de una segunda conversión, parece estar en contradicción con la de la epístola a los Hebreos, que declara formalmente: «Porque quienes una vez iluminados gustaron el don celestial y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, gustaron de la dulzura de la palabra de Dios y los prodigios del siglo venidero, pero vinieron después a extraviarse, es imposible renovarlos otra vez llevándolos al arrepentimiento, ya que conscientemente están crucificando al Hijo de Dios y haciéndole objeto de pública burla» (6, 4-6). Estas palabras, invocadas sin razón por los montanistas y los novacianos para justificar su rigor con relación a ciertas categorías de pecadores, han de entenderse como una imposibilidad no metafísica, sino psicológica, que se refiere al caso exactamente descrito de la apostasía, sobre cuyos peligros se insiste también en 10, 26-31 y 12, 16s.

IV. Orientación sistemática

Los problemas relacionados con el concepto de m., entendido como la exigencia fundamental del mensaje cristiano, en la teología actual son tratados mayormente bajo otros temas, p. ej.: -> penitencia, ->fe, -> gracia, -> gracia y libertad, -> redención, -> conversión, -> arrepentimiento, -> pecado y culpa.

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André Feuillet