MATRIMONIO
SaMun

 

I. Horizonte sociológico e histórico-religioso

1. Visto sociológicamente el m. es una comunidad sexual cuyas estructuras varían considerablemente de acuerdo con las circunstancias sociales generales. Es cierto que las teorías evolucionistas del s. xix (especialmente Morgan), según las cuales el m. se desarrolla desde formas primitivas de promiscuidad, a través de varios grados de matrimonios de grupos (unión sexual de todos los hombres con todas las mujeres de un grupo), pasando por la poligamia hasta la monogamia, han sido refutadas por los estudios modernos en el campo de la etnografía. Por otro lado, sin embargo, no se puede negar que las formas de m. que de hecho se dan son extraordinariamente múltiples, y que la definición católica de m., a saber, comunidad indisoluble de vida entre un hombre y una mujer, en su forma estricta sólo es reconocida por los católicos. El m. monógamo, pero disoluble en ciertas circunstancias, tiene no obstante la más amplia extensión y no está ligado a ninguna forma de cultura. Los m. poligínicos vienen favorecidos por unas relaciones sociológicas diferenciadas, en las que desempeñan un papel importante la gran necesidad de fuerzas laborales femeninas, los motivos de prestigio y el deseo de una descendencia numerosa. Las formas poliándricas, que son muy raras, se ven favorecidas por el derecho acentuado del primogénito, en virtud del cual a los hermanos nacidos posteriormente se les reconocen ciertos derechos matrimoniales en el m. del mayor, o por la escasez de mujeres, entre otros motivos.

Los factores que determinan las estructuras concretas del m. hay que buscarlos no sólo en el ámbito de la vida e higiene sexuales; tampoco se refieren únicamente a las relaciones entre varón y mujer, sino que están condicionados sobre todo por las necesidades de la -> familia y de la -> sociedad; o sea, por las necesidades de la -> educación, de la economía, de las posesiones, de la seguridad social, de la moralidad pública, y otras semejantes. Y eso porque las circunstancias generales de la sociedad están a su vez condicionadas decisivamente por las circunstancias del m. y de la familia. Sólo así se comprende que el m. nunca haya sido visto aisladamente como asunto exclusivo de los contrayentes. Por el contrario, siempre ha estado ordenado ética y religiosamente en el contexto supraindividual de la comunidad humana y de la familia, de modo que, en lo relativo a la ley, la moralidad y la norma ética, este aspecto ha tenido generalmente la primacía sobre las necesidades del m. en cuanto tal.

2. Desde aquí aparece claro que bajo un punto de vista histórico-religioso el m. se presenta como un orden objetivo previamente establecido que sitúa a los contrayentes en un contexto cósmico. Muchas veces es considerado como una institución del ser supremo, constituyendo como tal un estadio peculiar de la realidad, el cual sólo puede alcanzarse por una iniciación ritual. El rito matrimonial posibilita el tránsito del hombre al nuevo estado y, junto al nacimiento, a la pubertad (entrada en la vida de adultos) y a la muerte, representa uno de los acontecimientos más importantes de la vida humana y es decisiva para poder hablar de matrimonio.

Por lo común, el rito matrimonial se realiza una sola vez entre un hombre y una mujer, aunque con frecuencia de una u otra forma hayan existido relaciones sexualés en un marco más amplio. Pero es precisamente el rito matrimonial el que otorga validez al m. ante la sociedad. Junto a este m. realizado por la ceremonia esponsalicia entre un hombre y una mujer apenas si existen relaciones personales equivalentes. Cuando, p. ej., en el caso de esterilidad de la mujer, se permite la relación sexual con una esclava para dar hijos a la mujer (Gén 16, 1-6; 30, 1-13), no hay que considerar esto como un nuevo m., sino, más bien, como un suceso intramatrimonial. Eso demuestra que la idea de que Dios quiere el m. está radicada en la conciencia religiosa del hombre más profundamente de lo que a primera vista permite sospechar la variedad de relaciones sexuales permitidas en las distintas formas de cultura. Hay que tener en cuenta las muchas posibilidades de configuración del m. y, al propio tiempo, los elementos presentes en las distintas culturas para lograr una visión lo más amplia posible de la idea eclesiástica del mismo, con sus implicaciones teológicas y jurídico-naturales (-> derecho natural).

II. El matrimonio en la historia de la revelación

1. Antiguo Testamento

a) Relato de la creación. La idea eclesiástica del m. está en relación inmediata con la concepción hebrea del mismo que presenta el Antiguo Testamento, cuya ley fundamental está contenida en el relato de la creación, con sus afirmaciones sobre las relaciones entre hombre y mujer; si bien, según las palabras de Jesús que nos han sido transmitidas, en el transcurso de la historia del pueblo elegido esa ley no pudo llegar a desarrollarse totalmente por la dureza del corazón humano (Mt 19, 6). Según ese relato de la creación, la mujer ha sido creada por causa del varón; al tiempo que éste se nos presenta como necesitado de ayuda y complemento. En consecuencia la mujer es creada como una ayuda para Adán, «como un tú que está frente a él». Ella debe ser la compañera del hombre en toda su vida. Así, el hombre abandona a su padre y a su madre por causa de la mujer y se hace un solo cuerpo con ella, precisamente porque sólo en ella puede encontrar lo que es totalmente suyo, y con ella puede entrar en una unidad que en el ámbito humano no conoce ningún paralelo, ya que es incluso más íntima que la relación de procedencia frente al padre y a la madre. Al hombre, creado como varón y mujer, se le confiere la misión de la fecundidad y del dominio del mundo.

Para la comprensión veterotestamentariadel m. es fundamental además la afirmación del relato de la creación sobre una ordenación «jerárquica» de los sexos (Reidick). De acuerdo con ello, la esencia de Adán pasa a ser arquetipo de la esencia de Eva. Esta superioridad e inferioridad en virtud de la creación es el fundamento de la relación entre los sexos, en el que se basa la posibilidad de llegar a ser una sola cosa. Por consiguiente, la superioridad no tiende a que se dé la preferencia a uno de los individuos, sino que está orientada a la perfección en la unión. Con ello, la diversidad en la posición del varón y de la mujer debe valorarse desde la unidad que es finalidad y fruto de la diferenciación. Ella fundamenta la dignidad sexual y presupone a la vez una igualdad en el valor. La dignidad del varón es ser cabeza de la mujer, y la dignidad de la mujer es ser esplendor y gloria del varón. Esta superioridad e inferioridad de los sexos pertenece, pues, al orden de la creación, sin que el juicio punitivo contra la mujer (Gén 3, 16) implique, p. ej., una subordinación ético-jurídica. Más bien en ese juicio se constata simplemente un hecho; a saber, que por causa del pecado la mujer no sólo estará sujeta a las molestias de la maternidad, sino también al poder y explotación del varón. Pero con ello no se formula ninguna norma de conducta.

b) Tradición veterotestamentaria. Sobre este trasfondo el m. aparece en la tradición veterotestamentaria, como una institución que sirve a la conservación de la estirpe del varón, de manera que no se pretende fundar una nueva familia, sino continuar la ya existente. Por eso los hijos son don y bendición de Dios, en tanto que la esterilidad es un oprobio y castigo. La soltería se convierte en símbolo de la decadencia del pueblo, y se desconoce la virginidad como forma santificada de vida. Además, la ayuda y el cuidado mutuos, así como la complacencia en lo sexual se ven como sentido y finalidad del matrimonio.

El m. es una institución divina ya dada, pero no es una realidad específicamente sacra. Por ello, la estructura del m. viene totalmente determinada por las necesidades de la estirpe, a las que se subordina la relación personal. Así, en interés de la estirpe y en vistas a las circunstancias sociales y económicas se permiten algunas formas de poligamia (cf. entre otros lugares Éx 21, 7-11; Dt 21, 10-15) y de matrimonios simultáneos con esclavas; y la mujer en los pactos matrimoniales es entregada al marido como propiedad por su estirpe contra el pago de dinero o la ejecución de ciertas obras. Con todo, la mujer no se convierte en esclava del marido ni éste puede hacer con ella lo que quiera; la mujer sigue siendo una persona libre y debe ser respetada como esposa. Pero el adulterio con la mujer de otro se ve ahora como una infracción del derecho de posesión del hombre, y la prohibición de trato carnal con una virgen (cf. moral sexual, en -> sexualidad) se fundamenta en la valoración inferior de ésta. Consecuentemente, el varón en principio sólo puede cometer adulterio violando los derechos de otro marido y la mujer sólo puede cometerlo violando los derechos del propio marido. Con ello se da evidentemente una cierta libertad sexual. A causa de la extraordinaria importancia de las necesidades de la estirpe el m. es en principio disoluble, aunque sólo por parte del varón, y desde luego no sólo por causa de esterilidad, sino también por falta de atracción, incompatibilidad y adulterio. Si no puede exigirse razonablemente a la mujer la prosecución del m., ella puede pedir el repudio. Así, pues, la concepción hebrea del m. fue «naturalista»; es decir, aceptó la «naturaleza» con todas sus implicaciones como dada e impuesta por Dios, y se enfrentó afirmativamente con el m., los hijos y el coito en el marco de sus límites forzosos.

2. Nuevo Testamento

a) Los sinópticos. En el Nuevo Testamento Jesús da mayor profundidad en un doble aspecto a la concepción hebrea del m.: por un lado, lo espiritualiza y prohibe el repudio de la mujer, no sólo cuando declara que éste atenta contra la ley fundamental del m., consignada en el relato de la creación e inserta en la naturaleza del hombre, que hace del varón y de la mujer una sola carne, sino también cuando, al calificar de adulterio el m. entre separados, declara que la separación no rompe el vínculo matrimonial. Con ello explica que el sentido más profundo del m., querido por Dios, es la unidad entre varón y mujer. El Evangelio de Mateo parece interpretar prácticamente esta doctrina, sin suavizarla, cuando permite la separación por causa de adulterio, pero calificando de adulterio todo m. nuevo por la razón de que permanece el vinculo matrimonial (Mt 5, 22 ha de entenderse en este caso a partir de Mt 19, 9; y entonces el repudio, que en opinión de los judíos significa separación con derecho a nuevo m., seria interpretado por Jesús como separación de mesa y lecho [Dupont]; de todos modos se discute esta explicación).

Por otro lado, Jesús considera claramente el m. como forma de vida de esta época del mundo, forma que pasa con él. En el cielo los hombres no se casan, y los resucitados serán como ángeles (Mc 12, 25 par). La importancia del m. ha de considerarse secundaria de cara al reino de Dios y a sus exigencias, de modo que quien recibe la revelación de los misterios del reino hace mejor permaneciendo célibe que casándose. Ante las exigencias de la parusía los intereses del m. deben quedar postergados (Lc 14, 20; cf. también Mt 24, 28s; Lc 17, 27). Ante la actitud y la expectación esencialmente escatológicas de Jesús, esta visión del m., que lo relativiza de cara al fin, estuvo seguramente en el primer plano de la conciencia de Jesús, pero no de modo que con ello se desfigurase la visión del significado propio del m. La dignidad que por designio de Dios corresponde al m. fue descubierta por Jesús bajo una luz singular, aunque mostrando al mismo tiempo la limitación de su valor de cara al reino de Dios.

b) Los escritos paulinos, que son la segunda fuente importante de afirmaciones neotestamentarias sobre el m., están determinados con mayor fuerza aún por esta visión ambivalente del mismo. De un lado se esfuerzan por descubrir a la luz de la -> antropología neotestamentaria la ley fundamental sobre la relación de los sexos contenida en el relato de la creación. Reviste importancia ante todo el hecho de que, según 1 Cor 6, 12-20, la unión sexual no es una simple función venérea más o menos periférica, sino que en ella se trata de un acto que por su misma naturaleza reclama toda la personalidad y le da expresión, constituyendo así una forma totalmente singular de manifestación y entrega de la persona. Además ahora se acentúa enérgicamente la igualdad espiritual entre varón y mujer, y se destaca que la diversidad de sexos con las consecuencias inherentes son en Cristo relativamente poco importantes. También es signicativo que en 1 Cor 11, 3-15 el problema, condicionado por el tiempo y la disciplina comunitaria, del velo de las mujeres en los actos de culto se discute sobre el trasfondo fundamentalmente teológico de la relación de los sexos.

Pero, sobre todo en Ef 5, 21-33, el m. cristiano se interpreta como una imagen del m. de Cristo con la Iglesia, el cual, a su vez, es prefigurado típicamente por las relaciones de Adán con Eva (Adán es typus Christi). Pero esto significa que varón y mujer en su m. conservan la relación de Cristo con la Iglesia, y que la representan en sus mutuas relaciones. Con ello el trato entre los esposos no sólo se compara a la relación de Cristo con la Iglesia, sino que se fundamenta en ella. Así, pues, si los maridos aman a sus esposas como a su propia carne, hacen simplemente lo que Cristo realiza con su Iglesia. Pero este gran misterio del amor de Cristo a su Iglesia es prefigurado ya misteriosamente, según Pablo, en Gén 2, 24 (sobre la subordinación de los sexos) y constituye el m. de los cristianos. Éstos deben por su parte imitarlo en sus relaciones mutuas. Con ello se distinguen teológicamente las relaciones entre los esposos de las otras relaciones humanas — p. ej., las que median entre padres e hijos —, acerca de las cuales se dice solamente que deben suceder «en el Señor». Con ello se expone un concepto de m. que hace posible y necesario considerarlo en sentido dogmático como un -> sacramento. Ahora bien, según el lugar citado, a esta relación debe corresponder la conducta, y así las mujeres han de someterse «en todo» a sus maridos. Esta sumisión se refiere ciertamente al marido, quien, como Cristo, debe ser señor para salvación de la mujer. Sólo mediante este señorío para la salvación se hace plenamente posible la obediencia. Así a la exigencia de amor a la propia mujer corresponde la exigencia de sumisión (H. SCHLIER, Der Brief an die Ephesier [D 21958] 252-280). De modo parecido se exhorta a las mujeres en Col 3, 18s a someterse a sus maridos como a Cristo, y se solicita de éstos un amor cristiano hacia sus mujeres (según 1 Pe 3, 1-7, los esposos deben ganarse mutuamente para la fe por el cumplimiento ejemplar de sus deberes de estado en el espíritu cristiano).

Prácticamente debió repercutir de modo especial en las relaciones matrimoniales el que la situación de la mujer en las Iglesias fundadas por Pablo — de acuerdo con las ideas y normas del tiempo — fuera en muchos aspectos excepcional. Su equiparación e igualdad de derechos se subrayan como jamás antes; y el m. pasa del ámbito de las cosas a la esfera de lo espiritual y personal. De ahí que en las epístolas paulinas se encuentren ya atisbos precisos de una espiritualidad matrimonial específicamente cristiana, que más tarde no merecieron ciertamente suficiente atención ni se desarrollaron en la forma debida.

Por otro lado, Pablo desea en 1 Cor 7 que los fieles, en la expectación de la venida decisiva del Señor, que el apóstol considera inminente, renuncien como él al m. en favor de la virginidad, puesto que los azares de la vida presente comportan el peligro de dejar demasiado al margen las únicas cosas necesarias. Es cierto que no todos están llamados a la virginidad y que es posible casarse sin pecar; pero el casado, que por su vínculo matrimonial se halla más ligado al mundo que el soltero, no está tan dispuesto por su régimen de vida y convivencia a la entrega indivisa a Cristo como el soltero, el cual no se deja engañar por la figura transitoria de este mundo y se dedica por entero al servicio del Señor.

Con ello no sólo se relativiza el valor del m. con vistas a la parusía, sino que también se acentúan fuertemente los peligros de la vida matrimonial. Al «no es bueno que el hombre esté solo» del relato de la creación Pablo opone: «Es bueno para el hombre no tocar mujer.» Pero en este contexto no se deja arrastrar a condenar el m., sino que con sabiduría pastoral y visión teológica destaca cómo a causa de la constitución humana el m. es necesario, y cómo para evitar peligros no se debe renunciar sin causa justificada y por largo tiempo al encuentro conyugal. Puesto que los esposos ya no se pertenecen a sí mismos, no pueden abstenerse el uno del otro sin consentimiento mutuo y, según la prescripción de Cristo, no pueden abandonarse. El vínculo matrimonial sólo se rompe con la muerte de uno de los esposos. Con ello la visión «naturalista» que los judíos tenían del m. no sólo queda espiritualizada, sino que al mismo tiempo es presentada por Pablo en toda su fragilidad.

III. Historia teológica del matrimonio

1. Patrística

Esta actitud ambivalente frente al m. se agudiza todavía más en el período postapostólico. Si el relato de la creación había visto en el m. una magnífica institución de Dios, aunque a consecuencia del pecado original hubiese caído en el ámbito de la tribulación humana; si Jesús había interpretado el m. como una indisoluble institución querida por Dios, pero al mismo tiempo como un orden de cosas que vale para este mundo y que fenece con él, debiendo subordinarse a las exigencias radicales de la parusía; si, finalmente, Pablo había echado los cimientos de una espiritualidad matrimonial específicamente cristiana, oponiéndose a la visión terrena del m.; ahora éste se va juzgando cada vez más desde el punto de vista de cómo puede justificarse el ejercicio de la sexualidad, herida por el -> pecado original. La finalidad del m., y con ello la comprensión del dogma relativo a él, viene ampliamente condicionada por la moral matrimonial, por la doctrina de la motivación subjetiva que induce al m. Esta visión alcanza un cierto punto culminante en la doctrina matrimonial de Agustín, de cuyas opiniones teológicas sólo con gran dificultad consiguieron separarse 1as generaciones posteriores.

a) Característica de Agustín es que reduce la -> sexualidad al ámbito animal, sin adscribirle ningún aspecto específicamente humano. El fin del m. es la procreación. El m. ha sido dañado en lo más profundo por el pecado original, que se manifiesta en la -> concupiscencia. Esto se prueba ante todo por la erección autónoma de los órganos sexuales, por el carácter resueltamente indomable del orgasmo y por el intenso movimiento venéreo de la emotividad, que llevan a la merma y al dominio del espíritu por la sexualidad y hacen que incluso la generación, en sí buena, no pueda producirse sin una cierta medida de «movimiento animal». Agustín fue tan lejos que equiparó en gran parte el pecado original, la concupiscencia y la emoción venérea, sacando la conclusión de que en teoría hay que calificar como buena la unión conyugal, pero hay que ver cada encuentro conyugal concreto al menos como materialmente malo; por lo que cabe decir que cada niño ha sido engendrado literalmente en el «pecado» de sus padres, puesto que la procreación sólo puede producirse mediante el estímulo seductor del placer carnal. Pero a causa de la descendencia querida por Dios se trata de una especie de pecado permitido o tolerado, de manera que para Agustín la unión conyugal dirigida subjetivamente a la procreación está moralmente justificada. Lo mismo debe decirse sobre el cumplimiento del débito conyugal, pues por el m. se ha otorgado a la otra parte el derecho sobre el propio cuerpo. Los abrazos conyugales que no se dan expresamente con una de estas dos intenciones, pero que impiden las consecuencias naturales del coito, son pecados «veniales», precisamente porque el m., entre otras cosas, tiene el fin de moderar los deseos carnales.

Con todo, el m. es un estado honroso y en cierto modo santificador; Agustín no puede ni quiere negar esto en virtud de los testimonios de la Escritura y de la tradición que se apoya en ellos. Pero a su juicio es así por los bienes que lo disculpan y ante todo por el amor espiritual de los esposos. Como bienes del sacramento señala la prole, la fidelidad y el sacramento, y los explica como sigue: «La fidelidad quiere decir que fuera del lazo matrimonial no se tenga trato con otro o con otra. La prole significa que el niño ha de ser recibido con amor cordial, cuidado con bondad cariñosa y educado en el temor de Dios. El sacramento significa, finalmente, que el m. no puede separarse... Ese ha de ser el principio del m. por medio del cual se ennoblezca la fertilidad querida por la naturaleza y al mismo tiempo se mantenga en los límites debidos el apetito desordenado» (De Genesi ad litt. ix 7, 12).

b) Este cambio en la concepción del m. se hizo posible por la influencia del dualismo helenístico sobre los padres de la Iglesia, el cual veía esencialmente la vida recta en la &-rapa Ea, en el ideal de impasibilidad y de soberanía estoicos frente a todos los afectos y, especialmente, frente a los sensibles, el más fuerte de los cuales es el placer sexual. Principalmente la modalidad encratita y la gnóstica de este -» dualismo encontraron puntos de apoyo en la concepción cristiana del m. Mientras que el encratismo, en virtud de una acentuación unilateralmente ascética del principio de la átaraxia, del dominio de sí mismo, de la continencia, tendía a una sobrevaloración perfeccionística de la virginidad y a una infravaloración del m., el -> gnosticismo, con sus premisas dualísticas de que la materia es intrínsecamente mala, dio al encratismo algo así como un fundamento dogmático. Defendía que el m. y el coito sólo sirven para encerrar más almas en la cárcel del cuerpo, y recomendaba la continencia para fracasar este propósito, por un lado, del demiurgo y para someter la carne al espíritu, por otro. El gnosticismo refrendaba con ello — de manera ciertamente herética — la concepción cristiana del riesgo de lo sexual como secuela del pecado y del carácter secundario de las exigencias del m. frente a las del reino de Dios.

Se comprende así que los padres de la Iglesia, en su común posición emocional frente al m. y al coito estuvieran fuertemente influenciados por el espíritu de su tiempo, en el que se configuró la tradición cristiana, precisamente porque en su mayoría vivían en estrecho contacto con el mundo circundante. Así los límites de su tiempo fueron también los suyos. Con todo, nunca fueron tan lejos que traicionaran lo esencial de la tradición cristiana, y así a través de siglos defendieron con palabras semejantes a las de 1 Tim 4, 15 el valor fundamental y la santidad del m. A pesar de todo no se puede discutir que los padres ejercieron una influencia negativa tanto en la teología matrimonial como en la predicación del medievo.

2. Escolástica

Así no es de extrañar que muy pronto y sin grandes dificultades el m. se contara entre los siete sacramentos cuando en el siglo xii se estableció el concepto de sacramento en el sentido dogmático actual, aunque inicialmente no todos los escolásticos supieran explicarse si el sacramento del m. confiere la gracia y cómo la confiere. Así Abelardo (t 1142) dice del m., que él une con el bautismo, la confirmación, la eucaristía y la extremaución: «Entre ellos (es decir, entre estos sacramentos) hay uno que no guía hacia la salvación, pero que es sacramento de una cosa importante, a saber, el matrimonio. Tomar esposa no es ciertamente meritorio para la salvación, sino que fue permitido a causa de la incontinencia para la salvación» (Ep. theol. 28; PL 178, 1738).

Sin embargo, la sacramentalidad del m. pronto se expresa en las decisiones doctrinales eclesiásticas: en el Decretum pro Armenis (1439) del concilio de Florencia se enseña claramente que este sacramento contiene gracia y que la confiere a quien lo recibe piadosamente (Dz 695 698); y el Tridentino (Dz 971) define expresamente la sacramentalidad del m. contra los protestantes.

IV. Exposición sistemática

1. Teología dogmática

a) Por esta doctrina de la sacramentalidad se establece y garantiza que el m. es un estado legítimo e incluso santo; y así queda preservado de una profanación falsificadora. Pues dicha doctrina afirma que por el m. el hombre participa en cierta manera de la redención, ya que a través de cada sacramento alcanzamos siempre una asimilación con Cristo y su acción salvífica, asimilación que no pueden realizar por sf mismos ni el hombre ni el signo, sino, únicamente, la gracia divina comunicada por Cristo. Puesto que en adelante al m. cristiano como tal se le atribuye esta gracia, en consecuencia sólo el m. de los bautizados es considerado como -> sacramento, es decir, como signo que confiere ex opere operato la gracia específica del sacramento, con tal no se le oponga ningún óbice que anule la disposición suficiente para la actualización del mismo. Pero esto significa también que sólo este m. posee — al menos de un modo pleno — aquel carácter de signo, y por ello de testimonio, para el cual capacita la asimilación con Cristo por la gracia en el m. Sólo ese m. se encuentra por completo en situación de imitar de tal modo el vínculo de Cristo con su Iglesia, que en él opere el misterio mismo del amor encarnado de Dios.

b) Según esto el signo sacramental es el pacto matrimonial entre cristianos. Este pacto se establece por la manifestación de la voluntad de casarse (matrimonium ratum), y se realiza con la mutua entrega total (matrimonium consummatum). La manifestación de la voluntad de enlace debe darse ciertamente en la forma prescrita por el derecho sacramental, puesto que el m. como sacramento representa también un acto eclesiástico, y en consecuencia puede y debe ser ordenado por la Iglesia, de acuerdo con la misma Iglesia y con la misión que en ella corresponde al m. Esta ordenación del m. está reglamentada en el derecho canónico, el cual por su parte debe estar al servicio del cometido sacramental representativo de salvación que tiene la Iglesia.

c) Según Ef 5, 21-23, el m. es hasta cierto punto una ramificación del «gran matrimonio» de Cristo con la Iglesia. Los es-posos cristianos tienen el cometido, frente al mundo y especialmente frente a sus propios hijos, de presentar una imagen clara y visible del amor de Cristo y la Iglesia, de modo que se pueda decir: res et sacramentum del m. consisten en el vínculo visible del amor definitivo e indisoluble de los esposos hasta que la muerte rompa dicho vínculo.

La consecuencia es que del estado matrimonial cristiano se deriva el «derecho» a una ayuda constante de la gracia que haga posible el buen cumplimiento de las obligaciones de dicho estado, si es que puede llamarse derecho a la exigencia de un don inmerecido que sólo depende de la libre voluntad del donante. En este sentido el vínculo matrimonial puede compararse con el carácter sacramental de los demás sacramentos que fundamentan un estado de redención. Pero con ello también queda claro que los esposos, viviendo su m., en el que deben representar el misterio de la redención, reciben una función salvífica. De ahí también que la Iglesia tenga el derecho y el deber de influir de manera correspondiente en la forma del matrimonio.

d) La gracia producida por el sacramento (res sacramenti) consiste según esto en que, para los esposos que no se cierran en sí mismos, el misterio del amor de Dios encamado se hace tan eficaz que ellos sobrenaturalmente están unidos con Dios y entre sí en Cristo, tal como éste lo está con la Iglesia. Es verdad que ya por el -> bautismo toda la vida cristiana recibe un carácter sacramental y que por lo mismo nuestras relaciones con Dios y con los hombres quedan transformadas fundamentalmente por la gracia bautismal; pero por el m. el hombre alcanza además una incorporación nueva y más perfecta al misterio de la redención.

En cuanto el cristiano por la gracia matrimonial alcanza una semejanza con Cristo que va más allá de la dada en el bautismo, es evidente que queda vinculado de una forma nueva a su salvación y glorificación, las cuales, ciertamente, están marcadas por la cruz y la muerte como estadio de transición. También la gracia del m. es, pues, una gracia marcada por la cruz. De ahí que esa gracia y la responsabilidad consiguientes sólo con la fe puedan verse en definitiva como un don beatificante. Puesto que la -> gracia no destruye la naturaleza sino que la lleva a la perfección transformándola y elevándola esencialmente, tampoco la gracia matrimonial puede ser vista como algo que se añade al m. y que en cierto modo lo completa y perfecciona desde fuera, sino que ha de verse como un dinamismo que lo transforma y penetra desde dentro con su realidad creadora, de manera que el m. pasa a ser un estado propio no sólo de los redimidos sino también de la -> redención. La realidad creadora del m. no queda con ello suprimida o destruida, sino que es perfeccionada con la modalidad cristológica. Esto significa que el m. cristiano se rige de una forma esencialmente más intensa, nueva y singular, por el amor informado por la gracia, como es el que reina entre Cristo y la Iglesia (Volk).

e) Justamente se designa a los esposos como ministros del sacramento. Aquí, sin embargo, hay que tener en cuenta que es esencial para la realización del m. la intervención de la Iglesia en su celebración — normalmente mediante un sacerdote facultado —, aunque el modo de la participación eclesiástica puede ser más o menos explícito, y en el transcurso de la historia e incluso hoy presenta formas muy diferentes.

Ahora bien, sin duda ocurre a veces que los novios sólo quieren celebrar un m. sin pretender al propio tiempo recibir o administrar un sacramento. En consecuencia, se plantea la cuestión de si los cristianos pueden celebrar un m. sin que se realice el sacramento. En realidad esta cuestión está ligada al problema de quién es el ministro del sacramento, cosa que, especialmente después del concilio tridentino, se ha discutido largo tiempo y a veces con violencia; entretanto, en virtud de algunas declaraciones oficiales de Pío ix y de la precisión del CIC (can. 1012), la pregunta se ha resuelto de acuerdo con la antigua tradición cristiana en el sentido de que el contrato matrimonial entre cristianos ha sido elevado a la dignidad de sacramento y, en consecuencia, quien se casa recibe necesariamente el sacramento. Por tanto, según que predomine la intención de celebrar el m. o de excluir el sacramento, se realiza o no un m. sacramental. Según esto, el m. se realiza por la manifestación de la voluntad de casarse, por la cual se concluye un pacto cuyas condiciones no pueden establecer las partes, sino que resultan del sentido y finalidad del m. previamente dados.

f) Este sentido y finalidad subordina el pacto matrimonial a las normas del -> derecho natural, de la Iglesia y del Estado, de manera que un m. puede ser ilícito e incluso inválido si no cumple de manera suficiente estas exigencias. El contrato matrimonial es por ello un pacto sui generis. Lo esencial es que la prosecución del m. no depende de la persistencia de la voluntad de m., como admitía el derecho romano, sino que el m. sólo puede celebrarse con la voluntad de unirse para toda la vida y sin condiciones de futuro, porque sólo esto responde adecuadamente a la naturaleza del vínculo matrimonial.

Sobre esta base se puede decir que el sentido del m. consiste, según Gén 2, 18 y Ef 5, 21-33, en el complemento mutuo y en el mutuo perfeccionamiento de los esposos, en su unión, que alcanza su punto más alto en la elevación y perfección sacramental, y su expresión más fuerte en el encuentro sexual. Pero el sentido inmanente del m. remite, por encima de sí mismo, a su finalidad trascendental; es decir, a la fecundidad personal y física que brota de la unidad y, con ello, al servicio común del mundo y especialmente a la procreación y educación de la prole, y por tanto a la -> familia. Esta finalidad, que determina intrínsecamente el m. al tiempo que lo trasciende, se fundamenta en el modo de ordenación mutua entre hombre y mujer en el m. y deriva necesariamente de la esencia de la unión y de la -> sexualidad, con su ordenamiento a la fecundidad. Pues por la mutua ordenación matrimonial entre varón y mujer los esposos no se perfeccionan sólo en sus características sexuales sino sobre todo en la unidad específica del m. Ahora bien, puesto que toda perfección personal abre más hacia Dios y hacia el prójimo, el m. en su unión personal debe también ordenar más fuertemente hacia Dios y el prójimo. Mas esta unión que abarca la persona entera con todas sus dimensiones incluye también la finalidad sexual de la fecundidad. Puesto que el m. está intrínsecamente orientado hacia la paternidad y la maternidad, el amor sexual toma ya desde el principio — como lo demuestra la conducta sexual — rasgos paternales y maternales. Así la perfección de la unión, por cuanto hace participar de manera humana en la fuerza creadora de Dios, se ordena a los hombres que produce.

Cierto que tal ordenación del m. al hijo no puede tergiversarse como si el m. sin esta dinámica careciera de sentido y ni siquiera pudiese establecerse. En tal caso serian inválidos todos los matrimonios en los que se supiera de antemano, o se comprobase posteriormente, que no pueden engendar hijos. Lo cual evidentemente no es exacto. Por otro lado, es tan esencial al m. la orientación no sólo al encuentro sexual sino también a la procreación, que en todo caso — como es bien notorio — nadie que excluya por principio estas dos posibilidades puede contraer un m. válido. Incluso en el llamado «matrimonio josefino» se reconoce el derecho al encuentro sexual, y la exclusión radical de los hijos hace inválido el matrimonio.

Esta exposición del sentido y finalidad del m. querría evitar las tendencias tan extendidas del «jerarquismo» y del «dualismo» en la teoría de los fines matrimoniales, la cual es importante de cara a la interpretación de los problemas morales y teológicos de la doctrina matrimonial. Mientras que la tendencia «jerárquica» se inclina a ver el m. como instituido primariamente para la procreación y sólo secundaria y dependientemente por causa de los esposos, la tendencia «dualista» corre siempre el peligro de ver demasiado al niño como una finalidad meramente externa al m. Pero en realidad la procreación y la perfección de los esposos no son tanto «fines» subordinados o distintos, cuanto principios estructurales (lógicamente coordinados entre sí) del m., que debe entenderse primordialmente como una realidad global.

Esta interpretación del sentido y finalidad del m. se hace posible y natural con las declaraciones del concilio Vaticano ir (constitución pastoral La Iglesia en el mundo de hoy, n.° 47-52), que ven el amor mutuo como elemento por el que el m. recibe su norma y sentido, acentuando al mismo tiempo la ordenación congénita del m. a los hijos. Tal interpretación tampoco contradice la doctrina tradicional, expresada en el CIC (can. 1013) y en otros documentos eclesiásticos oficiales, puesto que en ellos la ordenación puramente biológica de la sexualidad a la procreación jamás se separa del encuentro personal y total de los sexos, ni éste se subordina a aquélla. Incluso se puede decir que tal interpretación moral del fin biológico de la sexualidad falsificaría los «valores de la personalidad» como medios subordinados a los valores biológicos. Precisamente para impedir semejante interpretación Pío xii prohibió la fecundación artificial (AAS 41 [1949] 557-561, 47 [1956] 467-474).

g) Del sentido y finalidad del sacramento — principalmente en su constitución sacramental — derivan como notas necesarias y esenciales la unidad y la indisolubilidad. Por unidad hay que entender aquí la mutua ordenación exclusiva y total entre un hombre y una mujer. Indisolubilidad significa que tal ordenación es para toda la vida. Estas notas resultan ya de la ordenación de los contrayentes por la misma creación y no del carácter sacramental del in., que por su naturaleza es una entrega total de la persona completa al otro y para toda la vida. Es comprensible una entrega condicionada por ciertos límites, dado el carácter contingente, frágil e histórico de nuestra naturaleza, ya que en decisiones morales cualificadas podemos disponer sujetivamente de nosotros mismos, pero no podemos hacerlo objetivamente y de modo definitivo. Pues, efectivamente, es posible para el hombre retractarse de sus decisiones, ya que él no puede ponderar con seguridad sus implicaciones en el futuro ni mantener plenamente los presupuestos subjetivos que desde el pasado desembocan en la situación actual. Sin embargo, sólo una entrega incondicional responde por completo a la dignidad de la persona humana, porque sólo en ella el contrayente es afirmado y aceptado tan plenamente como conviene a la unión total, corporal y espiritual, y a la complementación en el matrimonio. Por eso mismo la bigamia y la poligamia deforman la comunidad de vida y la entrega sexual de una manera actualista y periférica. Estas perjudican por lo común más a la mujer, que con su comportamiento más fuertemente unitario y con su mayor vinculación a la familía, derivada de su función de madre y de su papel social, sólo con gran dificultad puede romper con el estado social ya abrazado y encontrar otro nuevo.

La unidad e indisolubilidad del m. quedan todavía más resaltadas por la constitución sacramental del m., puesto que éste no sólo representa plenamente la unidad entre Cristo y la Iglesia, sino que en virtud del sacramento produce además un lazo sobrenatural tan íntimo que por él los esposos son introducidos de manera singular y específica en el misterio de la redención. Al consumarse este m. sacramental, el vínculo matrimonial se refuerza de manera nueva y más perfecta. En realidad la importancia de la consumación del m., a pesar de las largas discusiones medievales, no ha logrado una perfecta elaboración teológica ni siquiera en nuestros días.

Por estos motivos la Iglesia enseña también sin limitación la indisolubilidad interna del m.; es decir, enseña que los casados, sean o no cristianos, no pueden disolver su m. y contraer legítimamente nuevas nupcias. Sin embargo, por motivos graves y justificados se puede suprimir la convivencia matrimonial (separatio tori, mensae et habitationis: CIC, can. 1128-1132) para impedir mayores males; es decir, cuando el mantenimiento de la convivencia, que de suyo responde al sentido y finalidad del m., produce el efecto contrario en una situación concreta y va por consiguiente contra la dignidad de uno de los esposos o de los dos, contra el bien de la familia, o contra ambas cosas. El derecho de la parte inocente a la separación encuentra, pues, sus limites en los deberes del amor, precisamente porque el m. es entrega total, lo cual naturalmente no incluye sino que excluye la autodestrucción.

Además, según la afirmación de la Iglesia, el m. sacramental consumado es indisoluble también exteriormente; es decir, no puede ser disuelto por ningún poder humano y sólo termina con la muerte de uno de los esposos (CIC, can. 1118; cf. DS 1805 1807). El fundamento para ello habría seguramente que buscarlo en el hecho de que este m. imita sacramentalmente y sin limitaciones el vínculo real de Cristo con su Iglesia; además de que el hacerse los contrayentes una sola carne consuma por la gracia divina una unión con Dios y de los esposos entre sí que escapa a cualquier intervención humana. Todos los demás matrimonios pueden disolverse en ciertas circunstancias externamente, es decir, por autoridades humanas. Así el m. no consumado de un bautizado puede ser disuelto por la emisión de votos solemnes en una orden religiosa. En virtud del privilegio paulino puede disolverse incluso un m. natural consumado, cuando uno de los esposos se convierte a la fe y el otro no quiere convivir con el convertido en el espíritu de la ley moral natural (sine contemptu Creatoris). En virtud del privilegio petrino, por motivos graves el papa dispensa además bajo ciertas circunstancias en un m. puramente natural y en el m. entre un contrayente bautizado y otro no bautizado en favor de la fe.

El problema de la disolubilidad externa del m. no se lo ha planteado la Iglesia siempre de la misma forma y hasta ahora no se ha discutido todavía en todos sus detalles. Hay que decir incluso que este problema apenas si tuvo importancia para la Iglesia en el primer milenio. Porque no hay duda de que originariamente se tuvo una idea más estricta de la indisolubilidad del m., de manera que el repudio permitido según Mt 5, 32 y 19, 9 en caso de deshonestidad se aplicó al principio únicamente al caso de adulterio y sólo poco a poco a otras conductas antimatrimoniales. Incluso el privilegio paulino no se aplicó en un principio a la disolubilidad externa del m., sino a la separación de mesa y lecho, y sólo como consecuencia del movimiento de reforma inspirado por Gregorio vii y de la reestructuración del derecho canónico se impuso en general la concepción del privilegio paulino que tenemos hoy. Las inseguridades parciales que antes surgieron — especialmente en la Iglesia oriental y más tarde en el ámbito anglosajón, franco y germánico — acerca de cómo se debla tratar a quienes después de la separación por distintos motivos querían contraer una nueva unión, se debieron a razones más pastorales que dogmáticas, puesto que el nuevo casamiento era considerado ciertamente , como contrario a la ley divina, pero en ciertos casos como un mal menor. Así desde principios del siglo iv hubo ciertas diferencias entre la Iglesia oriental y la occidental en el tratamiento disciplinar de la separación y de las segundas nupcias.

El motivo de que el problema de la disolubilidad externa del m. no se tratase antes tan a fondo hay que buscarlo seguramente sobre todo en el hecho de que por primera vez en el siglo II la Iglesia tuvo conciencia mucho más clara de su potestad jurisdiccional y de sus deberes frente al m., y en consecuencia empezó a preocuparse en mayor medida del derecho matrimonial. A ello se vio empujada en general por el pensamiento legalista, tan característico del espíritu de la edad media, y por su afán de ordenación social y concretamente por el hecho de que la Iglesia se hizo cargo de toda la jurisdicción matrimonial. Porque si anteriormente se había visto en el m. ante todo un asunto de los contrayentes, en el que están sujetos a la ley divina, entonces se empezó a reflexionar con mayor detenimiento acerca de los derechos y obligaciones de la Iglesia en la ordenación institucional del matrimonio. También ayudó esencialmente a ello la formación de nuestro actual concepto dogmático de sacramento. Ocurrió así que, tras un largo proceso ideológico en el que de momento chocaron fuertemente las opiniones de teólogos y canonistas, se vio claro por primera vez que el sacramento se realiza por la declaración de la voluntad de los contrayentes cristianos, manifestada jurídicamente; pero que la indisolubilidad externa sólo llega con la consumación del matrimonio. Al mismo tiempo no sólo se impuso el consentimiento sobre el hecho de que otros m. pueden ser disueltos a favor de la fe (in favorem fidei), sino que además la validez del contrato matrimonial se limitó considerablemente por la legislación y la ampliación de los impedimentos matrimoniales.

La discusión teológica sobre el poder de la Iglesia en orden a la realización del m. y a su disolubilidad externa no ha cesado desde entonces. Está claro con todo que la intervención de la Iglesia para la realización y la perduración del m. es esencial en una forma que se debe precisar más. Está claro asimismo que la Iglesia en los m. no sacramentales sólo ejerce jurisdicción con vistas a la fe. Pero no se ha aclarado definitivamente el alcance jurisdiccional de las comunidades religiosas no cristianas y de la sociedad civil en los m. no sacramentales, ni la interpretación más detallada de la jurisdicción eclesiástica sobre los m. que son sacramento. La cuestión de hasta dónde se debe interpretar el principio in favorem fidei habrá que continuar en estudio, habida cuenta del ordenamiento, proclamado por el Vaticano II, de los acatólicos a la salvación.

2. Teología moral

a) Doctrina sobre el fin del matrimonio y moral matrimonial. La moral matrimonial debe desarrollarse a partir del sentido y fin del m. y de los elementos estructurales esenciales que de ahí se derivan. Esto debe acentuarse muy especialmente porque — como ya hemos visto — los padres, y especialmente Agustín, partiendo a la inversa de una determinada visión negativa de la ética sexual, concibieron los bona excusantia, los bienes del m. que lo hacen honorable. En Tomás de Aquino ciertamente que estos bona excusantia se convierten ya en principios estructurales que determinan internamente el m.; pero, por otro lado, él está todavfa tan influenciado por la ética matrimonial de Agustín, rigurosamente pesimista y de exclusiva orientación sexual, que en la moral matrimonial del Aquinate ocupa también el primer plano el problema de la licitud de la consumación del matrimonio. Lo fundamental del m. es también para él engendrar hijos. Cierto que este aspecto fundamental y más profundo se introduce siempre en el orden superior de la sociedad matrimonial y del sacramento, y adquiere en ellos una forma de realidad siempre más significativa y rica. Pero estas dimensiones frente a lo más originario y «más natural», se presentan siempre como una circumstantia, como un superaddictum. Sólo así se puede entender que en la moral matrimonial a partir de los siglos xvi y xvzi la doctrina de los bienes del m. en el fondo fuera un enjuiciamiento ético de la consumación del m., de modo que el criterio decisivo pasó a ser la copula per se apta ad generationem. Con esta acentuación unilateral del aspecto sexual se redujo en una medida muy considerable el ángulo visual de la moral matrimonial, e incluso en el enjuiciamiento del acto conyugal se cargó el acento de forma muy unilateral en la estructura formal de la consumación fisiológica del m., pasando por completo a segundo plano una actitud matrimonial que abarcase mejor todo el m. y apuntase a la intención íntima. En consecuencia la moral matrimonial de la neoescolástica, especialmente por la introducción del concepto de los actus perfecti et imperfecti, recibe un matiz casuístico y analítico, y establece una norma prevalentemente negativa: nada puede hacerse contra la consumación«natural» del matrimonio. Hay que mantener, por el contrario, que la moral matrimonial no puede reducirse a la -> moral sexual (en -> sexualidad), aunque ésta, naturalmente, es esencial y, a su vez, no constituye tan sólo una parte de la moral matrimonial. Si no se quiere reducir de forma inadecuada la moral matrimonial, ésta debe orientarse por el dogma del m. con todas sus implicaciones antropológicas. Únicamente así es posible una ética adecuada a la dignidad del sacramento y estado del m., puesto que las múltiples y polifacéticas dimensiones del mismo sólo pueden llegar a una armonía equilibrada con la ordenación consciente a su sentido y finalidad.

b) Estado matrimonial e ideal de perf ección. Hay que partir del hecho de que el m. es un estado de salvación, por el cual los llamados a él deben llegar a la perfección cristiana que les corresponde. Esto significa que las posibilidades y tareas abiertas por el m., y sólo por el m., deben verlas los esposos como parte constitutiva y esencial de sus afanes de perfección, de manera que para ellos únicamente haya perfección en el m. y no al margen del mismo. Así todas las decisiones salvíficas de los cónyuges deben ser tomadas con vistas también a su m., de modo que a través de él entran en un campo de relaciones totalmente nuevo de cara a su plena salvación individual, y en todas sus decisiones deben asimismo tener siempre en cuenta la salvación de su cónyuge. Por ello se puede decir con razón que para los esposos el m. se convierte en el estado decisivo de salvación.

Ahora bien, el m. da la perfección, pero no la perfección suma, a quien vive según su sentido y finalidad. Aun estando presente la gracia debe decirse que el m. sacramental sólo asemeja a Cristo bajo una determinada relación personal. O sea, lo dicho anteriormente no puede entenderse como si el m. fuera el camino único o el más sublime para la perfección humana. Porque ésta abarca todas las dimensiones del hombre; por ello es inagotable y nosotros sólo podemos alcanzarla de una forma limitada; justo porque en razón de nuestra contingencia, individualidad y situación concreta no todas nuestras posibilidades se desarrollan por igual y de forma armónica. Así el m. perfecciona ciertamente el ser humano, pero desde la forma especifica de aquél, y no desde cualquier punto de vista. Por esto no hay que ver el m. como estado salvífico para la perfección religiosa y moral en oposición a la –> virginidad. Ambas cosas perfeccionan al hombre a su manera, y la virginidad, en el caso concreto en que se dan todos los requisitos para ella, es más adecuada para acercarnos a la perfección por antonomasia, a la unión total con Dios. Mas no por ello es el camino mejor para que todos alcancen la perfección que les está asignada; es el camino mejor sólo para los llamados a ella. Debe ser para el m. un signo alentador de amor abnegado, así como el m., por su parte, debe ser un signo privilegiado del amor que se entrega. Por consiguiente, m. y virginidad desde este punto de vista no están en oposición, sino en una mutua relación de tensión fecunda.

La conciencia del m. como estado positivo de salvación, por el cual los llamados a él alcanzan la perfección cristiana que les corresponde, se ha impuesto por primera vez en la teología de nuestros días, partiendo de los principios presentes en la sagrada Escritura; pero se ha impuesto con tal fuerza que ahora se desarrolla una espiritualidad matrimonial positiva y autónoma, desplazando la concepción de que el m. es algo que debe tolerarse a causa de la contingencia y fragilidad de nuestra naturaleza y que, propiamente, no acerca a la perfección moral religiosa, sino que aparta más bien de ella.

c) Función de mutuo complemento. Considerando al m. como estado de salvación para la perfección religiosa y moral, se impone como su ley ética fundamental el que los esposos se esfuercen por promover todo aquello que desarrolle el amor completivo y unificante y por superar cuanto lo paralice o destruya, disponiéndose en común a aquel fin del m. hecho posible por esa unidad completiva, pero a la vez superior a ella, a saber: la fecundidad no sólo en un sentido biológico, sino, en virtud de la nueva situación salvífica, también en el ámbito religioso y moral.

El criterio decisivo para saber qué acción concreta promueve u obstaculiza el m. debe ser en último término el de si esa acción corresponde o contradice a las personas implicadas. Es verdad que la posibilidad específica de complemento y unión en el m. está condicionada sexualmente; pero nuestra -> sexualidad determina de manera diferenciada todo nuestro ser humano, ya que sólo podemos realizarlo en una determinación sexual, a pesar de que por otro lado es nuestro ser humano el que primeramente posibilita nuestra sexualidad.

En particular el complemento mutuo exige la promoción de los cónyuges en su condición de hombre o de mujer. Por tanto, los contrayentes deben afirmarse mutuamente en su diversidad y así ayudarse recíprocamente a encontrar lo que les es propio. La posibilidad específica de complementarse en el m. está condicionada sexualmente, y por ello hay que buscarla también en el ámbito sexual. Hay que pensar, sin embargo, que lo sexual nos determina de una manera directa en el ámbito biológico, pero de una forma indirecta nos determina asimismo en lo socio-económico, lo psíquico y, por ende, también en lo moral y religioso. Por consiguiente el complemento debe buscarse de una manera adecuadamente diferenciada en todos estos ámbitos, fomentando a la vez lo peculiar. O sea que el m., aun siendo una unión, no ha de conducir a una igualación, sino que debe ayudar incluso con mayor vigor a la auténtica virilidad y feminidad, intrínsecamente ordenadas a la condición de padre y de madre. Uno de los mayores problemas de nuestra actual espiritualidad matrimonial consiste sin duda alguna en que, a causa del desarrollo cultural, se dificulta el acceso al papel específico de marido y de mujer, especialmente de mujer. Numerosas crisis matrimoniales tienen su origen en la nivelación o en la interpretación inadecuada a los tiempos de la diferencia de sexos, y en consecuencia uno de los cometidos capitales de la moral matrimonial es encontrar aquello que en cada época responda al complemento de los sexos, para que los esposos puedan realizarlo en su m. de un modo personal.

Por otro lado, el complemento presupone comunidad y armonía, empezando por el ámbito específicamente humano, y ante todo por el religioso-moral, pasando después al psíquico, al socioeconómico y, finalmente, al biológico. De ahí la responsabilidad en la elección del cónyuge, la cual debe satisfacer desde los intereses religiosos hasta los eugenésicos. La atención a los factores eugenésicos resulta tanto más importante hoy día, habida cuenta de los progresos de la medicina y del aumento de medios de mutación, cuanto que la situación de equilibrio entre mutación y eliminación en el hombre actualmente no está desde luego demasiado lejos de la frontera en que la agravación de la tara hereditaria podría poner en peligro la subsistencia de la humanidad.

d) Matrimonios mixtos. Ofrecen un problema especial los matrimonios religiosamente mixtos. Sin duda que en virtud del desarrollo religioso y social éstos no pueden ser impedidos en su número cada vez mayor; pero constituyen siempre una seria dificultad para la comunidad necesaria a los cónyuges en general, y más todavía cuando los cónyuges están fuertemente arraigados en lo religioso y la dimensión religiosa del m. ha penetrado en la conciencia de ambos. El m. no sólo está determinado religiosamente por su constitución sacramental, sino que ésta da expresión plena a su orientación intrínsecamente religiosa. El carácter religioso late ya fundamentalmente en el hecho de que el m. abarca al hombre total, y por lo mismo en la dimensión ética y religiosa. Como exigencia total y comunidad que afecta a lo más íntimo, el m. a su vez está expuesto muy particularmente al pecado y a sus secuelas. Por ello el postergar o reprimir los elementos religiosos repercute siempre en desventaja para todo el matrimonio. Por lo común apenas se podrá decir que la diversidad religiosa no sea necesariamente perjudicial a la unidad de los esposos cuando éstos se comportan con verdadera tolerancia, porque la tolerancia sólo posibilita la coexistencia, pero no la unidad.

Naturalmente las desventajas de los m. religiosos mixtos serán todavía más difíciles de superar si el m. recibe la bendición de algún hijo, puesto que el hijo no sólo es fruto de la unidad física de los padres, sino que en su desarrollo personal lleva la marca decisiva de la unidad total del m. de los padres. De ahí que resulte capcioso ver en los m. religiosos mixtos un campo misional privilegiado, pues la promoción de los esposos en su propia manera de ser presupone en alto grado una comunidad de pensamientos y sentimientos, y dicha promoción resulta tanto más efectiva cuanto más fuerte sea la comunidad humana. Por lo cual, igualdad de pensamiento y de acción es más un requisito que no un fruto del m. En este sentido 1 Cor 7, 16 previene contra una falsa seguridad sobre la posible conversión de cónyuges infieles. Por otro lado, Pablo acentúa en el mismo contexto la santificación del cónyuge infiel por el cónyuge fiel cuando aquél quiere convivir con éste (cf. también 1 Pe 3, 1: las esposas deben intentar ganar a sus maridos para la fe no con palabras sino con el buen ejemplo de su vida).

Si hay una auténtica carencia de prejuicios religiosos, que es distinta de la tolerancia, se justificará mejor un m. mixto, especialmente si esta carencia de prejuicios va unida con una apertura religiosa. Por esto no hay que generalizar ni acentuar de una manera precipitada las dificultades de los m. mixtos; y eso no sólo porque con ello tales m. quedarían gravados de una manera que pastoralmente no se puede justificar, aumentando así el peligro de la exclusión de lo religioso, sino, sobre todo, porque con la correspondiente apertura también los m. mixtos pueden contribuir a la santificación religiosa.

e) La unión de los esposos exige una sociedad íntima, que ésta no es ni posible ni deseable fuera del m. Debe acreditarse con una estricta solidaridad, una fidelidad absoluta y la compenetración más íntima hasta en lo corporal. Desde aquí cobran toda su importancia el adulterio en sus diversas gradaciones y los distintos grados del «débito» en la entrega conyugal. Habitación, mesa y lecho comunes son en general tan exigibles por causa de la unidad como lo son la planificación, la actuación y la administración en común. En el marco de esta sociedad, hegemonía y subordinación sólo tienen sentido cuando contribuyen a fortalecer la unidad. Por lo mismo, el pudor conyugal tiene la función de proteger esta unidad íntima contra malentendidos de fuera y la de no ponerla en peligro ad infra con exigencias excesivas. Igualmente en el encuentro conyugal la sexualidad debe ejercerse en la medida en que promueva esta unidad, y debe sublimarse en el mismo grado en que impida tal unidad. Esa es la ley de la castidad matrimonial. Aquí hay que pensar, naturalmente, que la relación sexual sólo es posible y deseable en la medida en que se promueve la dignidad y peculiariedad de los esposos, o al menos en la medida en que no se obstaculiza.

Comunidad e independencia en el m. no son factores opuestos, sino que se promueven y condicionan mutuamente, porque el amor habla al otro en su libertad, intentando convencer sin obligar allí donde se imponen las renuncias a causa de la comunidad. De donde resulta que la comunidad tiene sus limites allí donde uno de los cónyuges intenta abusar egoístamente del otro. Tanto este intento como la disposición a dejarse manipular obedientemente por el otro son pecaminosos, y desde luego con una gravedad tanto mayor cuanto con ello más se lesionen la visión, la libertad y la responsabilidad personales. El cometido de los esposos de integrar de la manera más personal posible estas múltiples dimensiones del m. choca a menudo con graves dificultades precisamente en el ámbito sexual, puesto que el dominio de esta fuerza originaria y emocional que conmueve hasta lo más profundo presupone una gran madurez personal, y a menudo se ve adicionalmente dificultado por las circunstancias de nuestra civilización concreta.

En este ámbito, sin embargo, debemos precavernos de querer determinar con excesivo detalle de una manera objetiva y general qué pertenece y qué no pertenece a la dignidad de la persona, puesto que esto depende en gran parte de factores individuales; y se debe ser todavía más cuidadoso al determinar aquello que en la situación concreta cae en el ámbito de la responsabilidad subjetiva y lo que transcurre en ámbitos prepersonales. De modo parecido, en las dificultades de adaptación en otros ámbitos del m. se ha de pensar que éstas pueden estar condicionadas por el origen y la educación distintos, por costumbres muy arraigadas, por condiciones de vivienda reducidas, por el deficiente conocimiento mutuo, etc., y que sólo son superables con amor y con una visión que madure lentamente, la cual paso a paso integra cada vez aspectos más amplios de la moral matrimonial en la esfera personal. Una moral matrimonial no orientada unilateralmente desde el punto de vista ético-sexual ha de dirigir la conciencia con mayor decisión a la importancia moral de todas estas dimensiones del m., puesto que con frecuencia el éxito de un m. depende decisivamente de ello.

f) La orientación del m. más allá de sí mismo exige primordialmente que los esposos no entiendan su vinculo exclusivo y para toda la vida como una unión que les separa de Dios y de los demás hombres. En consecuencia el m. no puede vivirse como la soledad de dos, puesto que la unión y el complemento en el m. posibilitan precisamente una más perfecta apertura hacia Dios y hacia el prójimo.

Dado que el m. de suyo también perfecciona en una forma específica la naturaleza del hombre y, en virtud del sacramento, introduce más profundamente en el misterio de Cristo y de Dios; consecuentemente incluye por su propia indole la exigencia de una, relación personal con Dios y con los hombres y la de una afirmación personal de los mismos. Pero el sentido de este amor mayor que objetivamente se ha hecho posible, y de la mayor disposición y capacidad subjetiva para amar que de ahí debe brotar, no puede ser la total entrega corporal a cualquiera. Pues, debido a nuestra corporeidad y a que estamos ligados al tiempo, únicamente una vez podemos entregarnos total y definitivamente, ya que, en oposición a los bienes espirituales, los bienes sujetos al espacio y al tiempo sólo están a disposición de una persona excluyendo a los demás. Se puede conceder una participación en los bienes espirituales sin que esa participación los fragmente o disminuya; incluso se debe decir que con tal participación logran mejor su pleno objetivo. Pero un objeto espacial sólo puede ser poseído por una persona en un momento determinado, de manera que nadie podrá disponer de él mientras ella lo retenga.

En el m. el hombre se da total y definitivamente, incluida su corporeidad, de forma que si estuviera también a disposición de un tercero retiraría el don al cónyuge. A ello se añade que jamás podemos realizar definitivamente nuestra existencia en un momento, sino en instantes sucesivos; y, en consecuencia, la donación definitiva sólo puede realizarse con una entrega de por vida. Por consiguiente, el sentido de esta mayor apertura más bien debe ser que el hombre, en virtud del encuentro nuevo y profundo de sí mismo que realiza en el m., y que es resultado de la unión entre varón y mujer, está también en mejor disposición de afirmar con voluntad más decidida a todos los demás en su diversidad, amándolos así y aceptándolos de forma más explícita en su limitación, incluso en la limitación de su capacidad amorosa.

La fecundidad moral y religiosa, si se dan las condiciones necesarias, debe además concretarse en la fecundidad física, ampliando el m. a –> familia. La finalidad no puede ser aquí el llamar a la vida la mayor cantidad posible de hijos, sino que el propósito debe ser la fundación de una familia que cualitativamente sea lo mejor posible. Pues la acción específicamente humana, y en consecuencia la acción moral, debe tener siempre como norma directa aquello de lo que personalmente nos podemos responsabilizar. De cara al m. esto significa que el número de hijos deseable es el que posibilita el desarrollo personal óptimo de todos los miembros de la familia y satisface además las necesidades cada vez mayores de la sociedad.

Por ello será necesaria en general una regulación de nacimientos. Pero, de acuerdo con el fin de la fecundidad matrimonial, la regulación deberá estar siempre inspirada por la actitud de un amor que se da y comunica generosamente. Si el m. deja de alcanzar su fin, que no se agota ciertamente en la fecundidad física, aunque la abarca en el marco de lo físicamente posible y moralmente responsable, se falsea también su sentido, desligándolo de su finalidad en una manera «dualista» y convirtiéndolo en un egoísmo de grupo hostil a la vida. Si el fin del m. se tergiversa en sentido «jerárquico», viendo como su ideal auténtico el mayor número posible de hijos, en el encuentro sexual un cónyuge puede no «pensar» en el otro personalmente, por sí mismo, sino «usarlo» para una finalidad meramente natural. Además, en este caso los derechos a la vida y al desarrollo de los hijos que eventualmente haya ya en la familia, y quizás también en la sociedad, pueden ser violados de manera irresponsable; el m. degeneraría en una mera institución para criar niños (cf. -> natalidad, control de la).

3. Derecho canónico

El derecho canónico matrimonial tiene el cometido de ordenar los fieles a la salvación que han de lograr a través del m., de modo que con ayuda del oficio pastoral sean preservados del desconocimiento o abuso del m., al tiempo que se vean alentados a la realización del estado matrimonial. A este fin el derecho canónico debe ordenar el m. en sus dimensiones sociales referidas a la salvación, haciéndolo de modo tal que corresponda al bien común religioso y moral del pueblo de Dios y promueva el desarrollo religioso y moral de cada fiel. A la sociedad civil incumbe la ordenación de los intereses del m. que atañen al bien común profano.

a) La concepción del CIC. El derecho matrimonial vigente en la actualidad se halla formulado esencialmente en los cánones 1012-1143 del CIC, donde están codificados de manera jurídicamente obligatoria la naturaleza y los efectos del m., las presecripciones sobre la voluntad de contraerlo, los impedimentos matrimoniales, la forma de celebración y las leyes sobre la separación de los esposos. Así dichos cánones dan criterios fijos sobre la ordenación del m. sacramental.

Especialmente por motivos pastorales sería deseable una división más clara y rigurosa. En las determinaciones del CIC se trata directamente de enunciados no dogmáticos, sino pastorales. Tales enunciados están concebidos sobre un trasfondo teológico en parte superado (tanto en lo referente a la concepción del m., como en lo que se refiere a la edesiología) por los resultados de la teología actual y por las declaraciones del concilio Vaticano ii. Hay que reprochar a esta mentalidad: que no se encuentra a la altura de Ios tiempos; y que las fórmulas jurídicas frecuentemente están en tensión con las exigencias pastorales. Ahora bien, esas fórmulas no son necesarias ni por la naturaleza del asunto ni por motivos de claridad, y resultan psicológica y objetivamente repulsivas.

Para ver la diferencia que media entre el punto de vista del CIC y el concilio Vaticano ir compárense, p. ej., Ios cánones 1013 y 1081 con las explicaciones sobre el m. en la constitución pastoral La Iglesia en el mundo de hoy, n.° 48; o bien las disposiciones sobre el m. mixto con el espíritu ecuménico de nuestros días. De cara a la nueva concepción de la Iglesia y a las necesidades de hoy también resulta problemática la tendendencia a regular de un modo tan centralista las cuestiones de derecho matrimonial. Un cierto desplazamiento de acento desde el legalismo a la posibilidad de juicio propio respondería mejor a la comprensión actual del alcance de la propia responsabilidad y posibilitaría soluciones justas para casos no previstos o imprevisibles, sin que la legislación hubiera de modificarse tan frecuentemente. Además distintas prescripciones arrancan de presupuestos sociológicos y pastorales ya superados por la evolución. Desde este punto de vista sería deseable, p. ej., una reflexión imparcial sobre la función de las reglamentaciones estatales del m., que antes no era posible a causa de algunas resistencias (cf. can. 1016). Por ello es extraordinariamente importante una más profunda comprensión del cometido del derecho matrimonial para medir correctamente su importancia en orden a la solución de problemas pastorales y al mismo tiempo para poder juzgar mejor sobre los límites reales del derecho matrimonial vigente. Esto último es deseable precisamente con vistas a la reforma del derecho canónico iniciada por la Santa Sede.

b) Los cánones sobre la esencia y los efectos del m. ponen de relieve las diferencias entre m. sacramentales y no sacramentales, ratos y consumados, válidos e inválidos; cuentan asimismo los bienes matrimoniales y los efectos de cara a la unidad e indisolubilidad, así como los deberes y los derechos de los cónyuges. A este respecto según el canon 1111 existe para la mujer en el ámbito de la comunidad de cuerpos estricta igualdad de derechos; mientras que en el ámbito de la comunidad de vida, según el canon 1112, en lo relativo a los efectos canónicos ella participa del estado del marido, siempre que un derecho especial no prevea otra cosa. Con ello se adjudica al marido el derecho de dirigir la familia. Sería deseable una formulación expresa del derecho de la mujer, debiendo excluir las tendencias a un derecho unilateral del varón.

c) Los cánones 1081-1093 tratan de la voluntad matrimonial que constituye el m., con vistas a sus implicaciones jurídicas. Parten del hecho de que para la celebración válida del m. esta voluntad matrimonial: 1.0, debe existir realmente por ambas partes; 2°, ha de haber capacidad para el m. por ambas partes; 30, la voluntad tiene que manifestarse en forma jurídicamente vinculante. La voluntad misma de contraer m. debe referirse: 1º, a la esencia del m. 2°, a una persona determinada; 3°, ser libre. El derecho matrimonial determina luego bajo qué condiciones pueden presumirse jurídicamente estas cualidades de la voluntad matrimonial, y describe por ello qué conocimiento y afirmación mínimos de la esencia del m. se presuponen; introduce el concepto de error sobre la persona y de error simple, y determina bajo qué supuestos se considera jurídicamente inválida la voluntad de m. por ilegítima violencia externa y por temor grave.

La aplicación de estos cánones al campo judicial en muchos casos se muestra difícil, porque tales criterios sólo en parte son apropiados para determinar que realmente existe la voluntad matrimonial; y la mera presunción jurídica de esa voluntad, cuando realmente no existe, resulta problemática bajo muchos aspectos de cara a la importancia salvífica que tiene el matrimonio. La dificultad principal está quizás en el hecho de que hoy la mayoría de edad para el m. no se puede presuponer tan fácil y generalmente como lo hace el CIC, puesto que, por una parte, la comprensión personal de la indisolubilidad del m. viene dificultada extraordinariamente por errores muy extendidos acerca de sus notas esenciales y por desórdenes fácticos en su realización; y, por otro lado, la madurez moral personal que el vínculo total del m. presupone está más retardada de lo que hasta ahora se tendía a creer, como lo comprueban los resultados actuales de la psicología y de las ciencias sociales. A ello se añade que la distinción conceptual entre error sobre la persona y error sobre las 'características de una persona es quizás demasiado formal y no siempre muy convincente. Vicios graves u otras circunstancias totalmente fingidas por parte de un cónyuge, que de ser conocidas habrían excluido la celebración del m., no encuentran aquí una atención adecuada.

d) Las prescripciones sobre los impedimentos matrimoniales enumeran, por un lado, los factores que en virtud del derecho natural o por mandato divino excluyen la capacidad para el m. (la excluyen por derecho divino: el vínculo conyugal, la impotencia, el parentesco de consanguinidad en línea recta y también en primer grado colateral) o limitan la licitud del mismo; y, por otro lado, aquellos factores que en virtud del derecho canónico limitan la capacidad para el m. Aquí se trata de las prohibiciones de contraer m. que más o menos derivan de la naturaleza del asunto. Sólo por motivos graves pueden estos impedimentos matrimoniales jurídico-eclesiásticos limitar el derecho natural al m., que pertenece a los derechos fundamentales del -> hombre; por otro lado, el pastor de almas tiene también el deber de exponer tales impedimentos matrimoniales en cuanto convenga al interés del bien común del pueblo de Dios y de los fieles en particular.

La legislación actualmente vigente sobre los impedimentos matrimoniales exige sin duda desde este punto de vista una mejor adecuación a las necesidades pastorales de nuestro tiempo, de forma que el derecho natural al m. se reduzca tan poco como sea posible, y tanto como sea necesario. Al respecto se han hecho ya tímidos planteamientos en la Instrucción de la Congregación para la doctrina de la fe sobre el m. mixto (19-3-1966; cf.. Bibl. 1). Por lo demás, hay que preguntarse si precisamente con la legislación de los impedimentos matrimoniales se acredita el principio de la regulación lo más unitaria posible para toda la Iglesia (cf. can. 1038-1041), y podemos esperar que se alcance una mayor precisión y claridad en los motivos que excluyen el m. Así, p. ej., no está muy claro por qué el impedimento matrimonial dirimente del rapto (can. 1074), es aducido de nuevo en un contexto totalmente diverso con motivo del canon 1087, en el que la Iglesia declara nula la voluntad matrimonial por coacción externa y temor grave. Igualmente parece innecesario un impedimento de impotencia (can. 1068), porque según el can. 1081 S 2 en tal caso no puede haber ningún consentimiento matrimonial. Más bien se podría esperar un verdadero impedimento matrimonial para casos de homosexualidad, en que existe de hecho una potencia física, pero ya no es posible la correspondiente ordenación personal a la mujer en lo sexual. En determinadas circunstancias también las exigencias eugenésicas podrían hacer necesarias ciertas limitaciones del derecho al m. Por lo menos en nuestras regiones se debería tender a la enseñanza adecuada de los antecedentes y secuelas hereditarias.

No se puede dispensar de la ley moral natural ni del precepto divino, mas no cualquier infracción de los mismos invalida el matrimonio. Así un m. de religión mixta contraído con mala conciencia está moralmente prohibido aun cuando la Iglesia dispense del impedimento matrimonial canónico, pero no es inválido. Esto no significa, naturalmente, que esté moralmente prohibido todo m. de confesión diversa. En los impedimentos matrimoniales de derecho eclesiástico en principio siempre puede haber dispensa; pero del impedimento matrimonial de la consagración episcopal no se dispensa nunca, y sólo muy difícilmente se dispensa del impedimento de asesinato del cónyuge, del de afinidad de primer grado en la línea recta después de consumado el m. y del de la ordenación sacerdotal. La práctica de la dispensa para la convalidación de m. nulos (ad convalidandum matrimonium) se puede demostrar ya en el siglo vi; pero la práctica de la dispensa para contraer m. (pro matrimonio contrahendo) no aparece antes de los siglos xi-xii. En el derecho matrimonial de la Iglesia ortodoxa griega no es todavía habitual la dispensa de impedimentos matrimoniales.

Las dispensas son dadas, según se trate de impedimentos matrimoniales públicos o secretos, en el fuero interno o en el externo, y son otorgadas de acuerdo con ello por distintos órganos de la administración eclesiástica. En detalle la forma de la dispensa es muy complicada. Si en un m. nulo desaparece el impedimento dirimente, tal m. puede sanarse por la renovación de la voluntad matrimonial (can. 1133-1137) o, en el caso de sanatio in radice (can. 1138-1141), perdurando el consentimiento matrimonial también sin renovación expresa de la voluntad de matrimonio.

La distinción entre impedimentos canónicos impedientes y dirimentes no se refiere directamente a la posibilidad de dispensa, sino a la validez o invalidez canónica del m. Por ello se explica que a los impedimentos matrimoniales pueda corresponderles indirectamente la función de dirimir desde fuera matrimonios intentados, pero indeseables por cualquier motivo. Con este fin precisamente se multiplicaron notablemente los impedimentos matrimoniales en la vasta reordenación y ampliación del derecho matrimonial que tuvo lugar en la edad media. De ello se encuentran rastros todavía hoy en el derecho matrimonial vigente; tal ocurre con el impedimento matrimonial de afinidad (can. 1077) y de parentesco espiritual (can. 1079), que antiguamente se entendieron mucho más ampliamente que hoy. Esto fue a su vez - al menos en parte — consecuencia de una posición errónea frente a la sexualidad, en virtud de la cual se supuso que con el hacerse «una sola carne» surgía un lazo metafísico de tipo familiar, y que por la relación de padrinazgo en el bautismo (nuevo nacimiento) se realizaba igualmente un vínculo cuasipaternal que fundamentaba todas las posibles relaciones de parentesco de tipo «metafísico» que excluyen el m. Por esto debemos preguntarnos hasta qué punto son todavía hoy adecuados a nuestro tiempo unos impedimentos matrimoniales recibidos de antaño, surgidos de unas condiciones sociales y espirituales distintas, fuera de las cuales no tienen sentido. Así, p. ej., también el impedimento matrimonial de diferencia de confesión (can. 1060-1064) se debe entender en parte desde el trasfondo sociológico de regiones estructuradas confesionalmente de una forma unitaria (cuius regio, eius religio) y de unas circunstancias sociales más cerradas, que hoy por la movilidad de la población y por el pluralismo sociológico han cambiado fundamentalmente.

Los impedimentos dirimentes equivalen en sus efectos a la prohibición de m.; los más importantes se refieren a los m. con católicos apóstatas o pertenecientes a sectas prohibidas (can. 1065) o a la celebración del m. con un pecador público o un excomulgado notorio (can. 1066). Además en un caso particular, supliendo un impedimento matrimonial no existente, puede dictarse una prohibición de matrimonio (cf. can. 1039).

e) El derecho de la Iglesia a determinar la forma de contraer m. deriva de su deber de ordenar la unión matrimonial también desde un punto de vista social; y por cierto de tal manera que se impidan en el marco de lo necesario y deseable los m. dobles, las disoluciones arbitrarias del m., etc., con medidas que correspondan a la esencia de la Iglesia; y deriva asimismo del cometido de hacer valer de forma adecuada el carácter sacramental del m. y la vinculación de los esposos ante Dios. Por un lado, la Iglesia debe guardarse aquí de favorecer por falta de iniciativa inconvenientes morales en la convivencia de los sexos, inconvenientes que en parte predominaron durante la edad media; y, por otro lado, ha de cuidarse de no impedir por un perfeccionismo indebido la libertad de contraer m., y de no obscurecer el papel de la decisión de los novios mismos para la realización del mismo. Desde este punto de vista, p. ej., los críticos ponen en litigio la sabiduría de las determinaciones hoy vigentes sobre los m. de cónyuges de confesión distinta.

Históricamente las prescripciones sobre la forma de celebrar el m. se han desarrollado a partir del rito litúrgico de la boda. Sus elementos fundamentales son la vinculación libre de los contrayentes y la vinculación simultánea por parte de Dios que se expresa por la asistencia de la Iglesia. En la Iglesia latina a veces se acentuó tanto esa vinculación de los contrayentes, que no se resaltó suficientemente la importancia que tiene la forma de contraer m., y así se multiplicaron enormemente los m. clandestinos. Como la asistencia activa y no meramente pasiva del sacerdote representante de la autoridad eclesiástica normalmente es necesaria, no se resaltó en forma oficial hasta el decreto Ne temere del 2-8-1907. Desde entonces la teología sobre la participación esencial de la Iglesia en la celebración del m. se ha profundizado considerablemente. En la Iglesia oriental, por el contrario, la importancia de la bendición nupcial se acentuó tan fuertemente que en parte se descuidó la exploración sobre la voluntad de m., y no siempre se impidió una cierta alienación clerical del sacramento del m. Según el derecho matrimonial vigente, la Iglesia prescribe (can. 1099, MP de Pío xii del 1-8-48) a todos los bautizados católicamente y a los convertidos al catolicismo que contraigan su m. en la forma ordinaria (can 1094) o en la extraordinaria (can. 1098). Fuera de un caso de necesidad, la celebración del m. debe hacerse según el rito nupcial (can. 1100). No están obligados a la forma los acatólicos bautizados o no bautizados que jamás han pertenecido a la Iglesia católica cuando se casan entre sí. Según la forma ordinaria de contraer m. la boda debe celebrarse, observando las normas de los cánones 1095-1099, ante un sacerdote facultado y dos testigos. Según el derecho de la Iglesia oriental, para la validez — fuera del caso de necesidad — se requiere además la bendición nupcial. Para la forma extraordinaria de celebración del m. no es precisa la asistencia de un sacerdote facultado; aquí la asistencia de la Iglesia se da solamente mediante sus prescripciones jurídicas. Esta forma extraordinaria de celebrar el m. sólo es lícita cuando no puede asistir un sacerdote facultado por imposibilidad física o por un peligro que amenace gravemente a los fieles, y puede usarse en caso de peligro de muerte o cuando se prevé razonablemente que tal situación durará por lo menos cuatro semanas.

f) Las prescripciones sobre la separación del m. consideran primordialmente las condiciones en que el vínculo conyugal puede deshacerse externamente — aquí es central el concepto in favorem fidei —; y luego aquellas que deben observarse en el caso de separación de lecho y mesa. Lo decisivo aquí es que se trate de un motivo de tanto peso que haga desaconsejable la convivencia y que, en la medida de lo posible, se atienda a los hijos. El canon 1132 subraya especialmente que, en cualquier circunstancia, debe garantizarse la educación católica de los hijos.

g) Los cánones 1960-1992 tratan después del proceso matrimonial canónico. Éste, en sus detalles, y no sólo en algunos aspectos, necesita reforma, especialmente en el sentido de que se hagan valer más los derechos del procesado; y ante todo deberían responsabilizarse más quienes participan en el proceso. El derecho matrimonial de la Iglesia oriental coincide aquí en lo esencial con el latino (DMIO can. 1-131; DPrIO can 468-500).

4. Teología pastoral

Desde el punto de vista de la teología pastoral el aspecto más urgente es fortalecer la conciencia de que el m. constituye un estado positivo de salvación para adquirir la perfección propia de los llamados a él. Las tendencias ya existentes a una auténtica espiritualidad matrimonial deben seguir desarrollándose. Aquí ha de atenderse sobre todo a que el campo de tensión entre el carácter «profano» y el sacral del m. no quede reducido; hay que comprender el alcance de esa polaridad, que siempre incluye la relación mutua de ambos polos. A este respecto desempeña papel importante la superación de prejuicios hostiles a la sexualidad, todavía muy extendidos. La profundización, adecuada a los tiempos, de los conocimientos sexuales y de la -> pedagogía sexual (en -> sexualidad) es muy saludable en este contexto. Seria lamentable que ciertas concomitancias menos bellas dentro del trabajo de esclarecimiento, ya muy intenso, indujeran a reprimir algunos intentos positivos de superar el falso tabú de lo sexual; tanto más por el hecho de que con ello se promueve sin querer la irrupción en forma insana e indómita de la sexualidad reprimida. El arte de hablar y de comunicarse mutuamente de una manera adecuada a la dignidad y a la realidad de lo sexual a menudo no lo poseen ni los esposos mismos, con lo que frecuentemente se derivan inconvenientes graves para el matrimonio.

Pero es sobre todo el papel de la mujer en el m. y en la familia el que necesita de una revisión a fondo. Además la alienación religiosa de amplios círculos matrimoniales sólo se podrá impedir cuando, por un lado, se reformen durezas y falsas cautelas innecesarias en el derecho matrimonial; y, por otro, se desarrollen nuevos métodos adecuados de pastoral para m. mixtos o religiosamente indiferentes. Puntos de partida para esto podrían ofrecerlos la erección por especialistas calificados de asesorías y ayudas eclesiásticas para matrimonios y la organización de cursos para novios. La idea de que el polifacético desarrollo social introduce el m. y la familia de una manera más fuerte en las complejas relaciones sociales, debería ayudar a reconocer que hoy, en comparación con los tiempos anteriores, a menudo es mucho más indicado recurrir a las ayudas sociales para resolver los problemas del m. También la Iglesia debería prestar mayor atención a los problemas de elección de cónyuge y de los m. prematuros, así como a los de la salud y la normalidad físicas y espirituales, que son necesarias para el m.; concretamente rechazando en ciertas circunstancias formas de pensamiento que se han puesto de moda pero que la realidad no respalda. La formación de la conciencia y la práctica de la confesión, que son los métodos del diálogo pastoral, deberán orientarse por las ideas profundas de nuestro tiempo sobre el m. sacramental, que marca y exige al hombre en su totalidad.

1. DOCUMENTOS: León XIII, «Arcanum divinas» del 10 -2 -1880: ASS 12 (1879-80) 388 ss; Pío XI, «Casti connubii» del 31-12-1930: AAS 22 (1930) 539-592; Pio XII, Discorsi a gli sposi (La Civiltíl Cattolica R 1939-1951) 5 vols.; Vaticano 71, De ecclesia in mundo huius temporis, del 7-12-1965 (diversas ediciones); S. Congregatio pro doctrina fidel: Instructio de matrimoniis mixtis «Matrimonü Sacramentum»: AAS 58 (1966) 235-239.

2. BIBLIOGRAFÍA: R. Guardini, Ehe und Jungfräulichkeit (Mz 1926); D. v. Hildebrand, Die Ehe (Mn 1929); G. H. Joyce, Die christliche Ehe (L 1934); J.-M. Perrin, Perfection chrétienne et vie conjugale (P 1946); J. Fuchs, Die Sexualethik des hl. Thomas von Aquin (Kö 1949); D. v. Hildebrand, Reinheit und Jungfräulichkeit (Ei 1950), tr. cast.: Pureza y virginidad, 4.$ ed. (Desclée Bil); H. Muckermann, Der Sinn der Ehe (Fr 31952); G. Reidick, Die hierarchische Struktur der Ehe (Mn 1953); M. Müller, Die Lehre des hl. Augustinus von der Paradiesesehe und ihre Auswirkung in der Sexualethik des 12. und 13. Jh. bis Thomas von Aquin (Rb 1954); P.-M. Abe-114n, El fin y la significación sacramental del matrimonio desde San Anselmo hasta Guillermo de Auxerre (Granada 1939); L. de Echevarrta, El matrimonio en el derecho canónico particular posterior al Código (Vitoria 1955); E. Lalagyna, Estudios de derecho matrimonial (Ma 1962); G. Garcia, La in-disolubilidad del matrimonio rato y consumado entre dos partes bautizadas, en RE de DCan 20 (1965) 481-523; F. Pagés, Espiritualidad matrimonial (Bilbao 1965); A. Bermúdez Cantón, Curso de derecho matrimonial canónico (Ma 1965); J. P. Jossua y otros, La indisolubilidad del matrimonio (Herder Ba 1973); A. Müller, Die beiden Wege. Ehe und Jungfräulichkeit (Bo 1955); L. Brandl, Die Sexualethik des hl. Albertus Magnus (Rb 1955); J. G. Ziegler, Die Ehelehre der Pönitentialsummen von 1200-1350 (Rb 1956); J. Eger, Der Christ in Ehe und Familie. Hinweise auf empfehlenswerte Bücher und Schriften über Ehe und Familie (Au 1956); H. Flauen, Irrtum und Täuschung bei der Eheschließung nach kanonischem Recht (Pa 1957); J. Pfab, Aufhebung der ehelichen Lebensgemeinschaft nach göttlichem, kirchlichem und bürgerliehem Recht (Sa 1957); J. Leclercq, La familia (Her-der Ba 51967); J. Dupont, Mariage et divorce dans 1'évangile (Bru 1959); B. Häring, El matrimonio en nuestro tiempo (Herder Ba 31968); H. Armbruster, Der Ehewille evangelischer Christen im Lichte des kanonischen Prinzips der Unauflöslichkeit der Ehe (Mn 1960); B. Häring, La Ley de Cristo III (Herder Ba 61970); A. Heigl-Evers, Geben und Nehmen in der Ehe (Gü 1961); H. Volk, Das Sakrament der Ehe (Mr 1962); P. Grelot, Le couple humain dans 1'Écriture (P 1962), tr. cast.: La pareja humana en la escritura (Ed Catól Ma); D. S. Bailey, Mann und Frau im christlichen Denken (St 1963); F. Heigl, Gelten und Geltenlassen in der Ehe (Gö 1963); 1. Lepp, Psychoanalyse der Liebe (Wü 1963), tr. cast.: Psicoanálisis del amor (C Lohló B Aires); G. Teichtweter, Eheliches Leben heute (Passau 1963); N. Ruf, Furcht und Zwang im kanonischen Eheprozeß (Fr 1963); G. May, Die kanonische Formpflicht beim Abschluß von Mischehen (Pa 1963); H. Klomps, Ehemoral und Jansenismus (Kö 1964); J. Hóffner, Ehe und Familie. Wesen und Wandel in der industriellen Gesellschaft (Mr 21965), tr. cast.: Matrimonio y familia (Rialp Ma); G. Scherer, Ehe im Horizont des Seins (Essen 1965); H. Doms, Gatteneinheit und Nachkommenschaft (Mz 1965); W. Heinen, Werden und Reifen des Menschen in Ehe und Familie (Mr 1965); R. Egenter - P. Matussek, Ideologie, Glaube und Gewissen (Mn 1965); L. Weber, Ehe-not, Ehegnade (Fr 1965).

3. REVISTA con publicaciones sobre el tema matrimonio. Zentralblatt für Ehe-und Familienforschung (Berna - T 1960 ss).

Waldemar Molinski