MARÍA, CULTO A
SaMun

1. Por su relación con Cristo, su puesto en la historia de la salvación, su redención perfecta y su calidad especifica como miembro de la Iglesia, Maria merece una especial atención por parte de la fe y de la devoción. En este punto, la fe de la Iglesia y la teología nunca deben pasar por alto o allanar la diferencia con la adoración debida exclusivamente a Dios. Maria nunca es venerada como divinidad madre, al estilo de las divinidades madres de los gentiles. Entre tales mitos y el culto mariano tampoco puede demostrarse la existencia de un nexo causal. Las analogías no son pruebas, pues tienen su razón suficiente en las formas universales de culto, nacidas de las necesidades humanas.

En la adoración el hombre reconoce a Dios como el último fundamento (no fundamentado en otro) del mundo y de su salvación, e igualmente como el fin último y absoluto. La adoración cobra forma concreta con la confianza incondicional en Dios, con la entrega sin reservas a él y con la absoluta esperanza en él. En cambio, toda criatura es respetada por la dignidad que le confiere su procedencia de Dios y su destinación a él. A los hombres que han llegado definitivamente a Dios por Cristo, aun cuando todavía no estén corporalmente glorificados (a los «santos»), 1es conviene una veneración superior (dulía) a la tributada a los demás. Esa veneración es primariamente culto a Dios mismo. En toda veneración de un hombre está en juego la adoración de Dios. Pero ésta siempre es más que el honor tributado a una criatura. En el ámbito creado, por la veneración de una persona se da una respuesta al valor inmanente de la misma. Pero este valor es a su vez efecto de la referencia a Dios de la criatura venerada. De ahí se sigue que la veneración implica dos cosas: el culto absoluto a Dios, que es la adoración, y el respeto a la criatura por razón de la dignidad que viene de Dios y es referida a él.

La veneración debida a María sobrepuja en alto grado la respuesta que corresponde al valor de los otros santos (hiperdulía). Sin embargo, el culto mariano no es algo intermedio entre adoración y devoción a los santos. No es una forma mixta. Se halla más bien en el lado de la veneración debida a la criatura y se distingue esencialmente de la adoración de Dios. Si en las formas populares se traspasan ocasionalmente los límites, ello está en oposición formal con la doctrina de la Iglesia. Con todo, tales manifestaciones de entusiasmo no son afirmaciones teológicas. Aun cuando en algunos textos oficia1es de oración se apliquen a Maria (p. ej., en la Salve Regina) títulos que en su sentido originario se predican de Cristo (vida y esperanza nuestra), sin embargo para la inteligencia de éstos deben observarse las reglas de la hermenéutica. En primer lugar, se trata en muchos casos de poesías. La forma literaria de la poesía exige un método de interpretación distinto del usado para una tesis dogmática. En segundo lugar, por la inclusión de la actividad humana en la economía de la redención, afirmaciones que originariamente y en su pleno sentido sólo convienen a Cristo, se aplican de manera derivada (analógica) también a los redimidos mismos, en cuanto la santidad de uno es eficaz para la salvación de otros. Así puede llamarse a Cristo el sacramento originario y a la Iglesia el sacramento derivado del sacramento originario (el sacramento fundamental o el sacramento originario de segundo orden). En ningún caso tiene valor absoluto e indiferenciado la norma: Lex orandi lex credendi. Más bien, corresponde a la Iglesia orante interpretar el sentido que da a sus oraciones (cf. Pío xii, encíclica Mediator Dei).

Una forma particular del culto creyente es la petición de la intercesión. Este hecho, que no es fácil de explicar, puede entenderse de la siguiente manera. La base de la invocación y de la intercesión es la unión en la solicitud amorosa de uno por la salvación del otro y la solidaridad en Cristo que en ella se pone de manifiesto. En la invocación, el orante se dirige al hombre que está unido con Dios por el amor y fraternalmente unido con él mismo, a fin de que lo reciba de manera particular en su amor. El amor del hombre glorificado es una actividad amorosa concedida por Dios. Como todo amor, esa actividad amorosa es creadora. Penetra al hermano abrazado por ella y lo abre cada vez más al amor. Finalmente, puesto que el amor de un santo está encendido por el amor de Dios y sólo puede realizarse gracias a la virtud creadora del mismo, aquél a quien ama un santo queda penetrado por la corriente del amor mismo de Dios. Es un axioma que Dios lo obra todo, aunque no lo obra todo él solo. Su amor hace que el hombre ame.

Cuando un santo es invocado, la invocación no tiene como fin mover a Dios por obra del santo, dotado de mayor fuerza creadora que el orante, a que tome un designio salvífico. Semejante imaginación pondría a Dios a disposición del hombre. Pedir que Dios nos oiga, ora se incluya, ora no se incluya la invocación de un santo, tiene por función abrirnos a Dios y sus dones, y expresar nuestra buena disposición con relación a él. Dios no fuerza a nadie. La oración de petición es un medio para que Dios pueda entregársenos sin infligirnos violencia. Puesto que se funda en la gracia, ya que nadie puede acercarse a Dios sin haber sido atraído por él (Jn 6, 54), es un medio en manos de Dios frente al hombre, y no un medio en manos del hombre frente a Dios. De ahí se sigue que quien invoca la intercesión de un santo, expresa el deseo de que él abrace con su amor a Dios también al orante, y así, por la fuerza despertadora de su amor, que se nutre con el de Dios mismo, desate la capacidad de amor del orante y prepare su corazón para que sea capaz de recibir a Dios.

El objeto de la oración es primariamente la unión con Dios y, secundariamente, todo lo que sirve para ella.

La intercesión de María tiene el mismo sentido que la de todos los santos. Pero se distingue profundamente de ésta segunda por su intensidad y universalidad. María abraza en el ardor de su solicitud amorosa a todos los hombres. Su solicitud amorosa tiene su suelo nutricio en la unión con Jesucristo, cuya obra salvadora le interesa sumamente. Éste es el sentido de la llamada «mediación de todas las gracias». Para mayor claridad hemos de añadir que sería una exageración sin fundamento teológico afirmar que la invocación de Maria sea necesaria para la salvación, de suerte que quien la omitiera no pueda salvarse.

2. La posición de María en la economía de la salvación permite comprender que ya en la era apostólica se dirigiera a ella la atención de los creyentes (Gál 4, 4; Mt 1-2; Lc 1-2; Jn 2, 1-11; 19, 25-28), y que su culto se desarrollara rápidamente, por lo general entrecruzándose de manera peculiar con la evolución en la inteligencia de Cristo. Fue inevitable que en esta evolución algunas exageraciones desfiguraran la verdadera imagen de María (p. ej., la frase retórica: Cristo juzga, María salva).

En el concilio de Trento la Iglesia redujo a la recta medida las exageraciones teológicas que surgieron en la edad media y más todavía en la edad moderna.

La primera invocación a María nos sale al paso en el siglo III o a comienzos del siglo IV. En el siglo IV aparecen también las primeras huellas de fiestas marianas, que en oriente toman forma a más tardar en el siglo v. Por el mismo tiempo comienza la consagración de iglesias a Maria, p. ej., la Iglesia de Éfeso, Maria antiqua, Maria en el Trastevere y María la Mayor en Roma. Desde Atanasio y Ambrosio, María es presentada como modelo. Lugar considerable ocupa Maria en las liturgias orientales. En ellas aparece claramente tanto la legitimidad de la devoción a María, como también el lugar que le corresponde en el conjunto. En la liturgia de Basilio se dice: «Por la intercesión y la asistencia de nuestra gloriosísima señora, madre de Dios y simpre virgen María, y de todos los santos.»

La enérgica reacción contra el nestorianismo muestra hasta qué punto estaba arraigada en la vida del pueblo fiel la devoción a María. A la inversa, el esclarecimiento dogmático (concilio de Éfeso del año 431) vivificó a su vez e intensificó la devoción a María. Desde Severiano de Gábala (+ después del 408), la alabanza a María pertenecía a las costumbres «diarias». Según Sozómenos (siglo v), en una Iglesia de Constantinopla un «poder divino» repartió gracias a enfermos y necesitados. El historiador añade que, según la persuasión general, «el poder divino» había sido la madre de Dios. Incluso apariciones de María no fueron cosa extraña en el siglo iv, a juzgar por un discurso de Gregorio de Nisa. El primer saludo poético se lo dirige a Maria Efrén el sirio (a mediados del siglo IV), quien, evidentemente, está lejos de la teología critica. Sedulio y Enodio de Pavía consagran cánticos a Maria en el siglo v. En occidente la primera invocación de María se encuentra en Agustín. En el siglo vi aparece el nombre de María en el communicantes de la misa romana. El hecho tiene particular importancia porque ahí se pone de manifiesto el puesto de María en la vida de la Iglesia y, por tanto, la norma de toda devoción mariana. Ese puesto es la celebración memorial de la muerte y resurrección de Jesús. En esta conmemoración se nombran también otros santos, los apóstoles y los primeros papas. María pertenece al número de los que se ponen especialmente de relieve cuando se celebra a Cristo. Pero ella se antepone a todos los otros y es alabada con tono particular. A partir del siglo vii se multiplican en la Iglesia occidental las fiestas de Maria.

En la baja edad media y en el tiempo posterior a la reforma protestante la devoción a María cobró un auge extraordinario, tanto en lo relativo a la frecuencia y variedad de formas de devoción, como en lo referente a las verdades marianas celebradas: ave maría, rosario, escapulario, toque del ángelus, consagración al corazón de María, consagración de ciudades, países y comunidades a Maria, María reina del rosario, fiesta de la realeza de María, congregaciones marianas, movimientos marianos (como la Legio Mariae), congresos marianos y mariológicos a nivel nacional e internacional, asociaciones mariológicas de trabajo, fundación de la Pontificia academia mariana internationalis, devociones a María en mayo y octubre, santuarios marianos, altares de María en la mayor parte de las Iglesias, apariciones de Maria, señaladamente las de La Salette, Lourdes y Fátima. La confianza en la «omnipotencia suplicante», en el «refugio de pecadores», en la «consoladora de los afligidos», en la «reina del cielo», que librará a quienes la invocan de «toda tribulación, angustia y necesidad», se expresa en las oraciones Memorare, Sub tuum praesidium, Salve Regina.

En relación con el concilio Vaticano II, señaladamente por razón de la Constitución sobre la sagrada liturgia, así como por efecto de la teología cristocéntrica y del movimiento bíblico, la devoción a María se ordena en la actualidad cada vez más claramente en el conjunto de la espiritualidad de la Iglesia. Así desaparece el rezo del rosario durante la misa en el mes de octubre, rezo que fue corriente desde León XIII. En el Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros, el concilio Vaticano ii no mencionó, contra el deseo de algunos padres conciliares, el rezo del rosario entre las ayudas para la vida sacerdotal, por la razón de que ese rezo no es una práctica de toda la Iglesia. Mas, por otra parte, el concilio dirige a los presbíteros una exhortación que tiene importancia para todos los cristianos: «De esa docilidad (a la acción de Espíritu Santo) hallarán siempre un maravilloso ejemplo en la bienaventurada virgen María, que, guiada por el Espíritu Santo, se consagró toda al ministerio de la redención de los hombres; los presbíteros reverenciarán y amarán, con filial devoción y culto, a esta madre del sumo y eterno sacerdote, reina de los apóstoles y auxilio de su ministerio.»

3. Por lo que se refiere a las apariciones de Maria, el problema fundamental es la cuestión de su autenticidad. Frente al enorme y terrible poder de lo inconsciente y de la sugestión de masas, no es fácil distinguir entre una ilusión y una posible aparición de María. Puesto que la revelación divina destinada a todos los hombres acabó con la era apostólica, una eventual aparición de María no puede aportar una revelación universalmente obligatoria que vaya más allá de la revelación dada por Cristo. Si lo pretendiera, eso sería signo de su falta de autenticidad. Si quiere tener categoría más allá del orden puramente privado, no puede hacer otra cosa que llamar a la fe en Cristo y a la propia conversión.

Aunque cada cual es libre para interpretar un fenómeno como aparición de Maria, sin embargo, entra en juego la Iglesia y a ella compete el esclarecimiento del hecho cuando éste afecta a la comunidad misma de fe, p. ej., cuando surgen centros de peregrinación o nuevas formas de piedad dentro de la comunidad eclesial. La intensidad de la experiencia personal no es por sí sola un criterio completamente seguro de autenticidad. Tal criterio sólo se daría a la postre en un -> milagro que acreditara la aparición. Pero ante los actuales conocimientos científicos en psicología, antropología y sociología, semejante criterio exigiría máxima circunspección, fundada en la fe y en conocimiento objetivos. No obstante, tampoco es lícito rechazar la posibilidad de una intervención divina en virtud de una opinión preconcebida. El reconocimiento por parte de la Iglesia no entraña una obligación de fe; confirma simplemente que no constituye ninguna superstición el que un hecho sea interpretado como aparición de la Virgen. Cuando la Iglesia acepta en su oración comunitaria una aparición, significaría falta de espíritu eclesiástico el excluirse a sí mismo por petulancia, aun cuando deba recalcarse de todos modos que la conciencia de cada uno es la última instancia subjetiva. Por otra parte, sería una perversión del orden que alguien contrapusiera al magisterio de la Iglesia lo que él tiene por aparición de la madre de Dios.

Aun cuando se trate realmente de una manifestación de María, ésta sólo puede darse de acuerdo con el designio salvador y eterno de Dios. Siempre es Dios el primer actor. Aun en las apariciones de Maria es Dios el que actúa por Cristo en el Espíritu Santo de acuerdo con la estructura general de su acción salvadora. En las llamadas apariciones, María es incluida en esta acción divina conforme al principio de que Dios lo hace todo, pero no todo él solo, sino por medio de la actividad de la criatura. El sujeto de tal acción divina nota y experimenta el carácter mariano de la misma. Y el que recibe esa aparición por su parte ha de comportarse activamente, pues tiene que entender e interpretar la acción de Dios. Cabe preguntar hasta qué punto entra ahí en juego la actividad humana. ¿Produce Dios inmediatamente en el sujeto la figura percibida? ¿O es ésta resultado del hombre que interpreta la actividad de Dios, en cuanto traduce su experiencia divina a determinadas palabras e imágenes? Por razón de las leyes universalmente válidas del conocimiento humano, esta explicación merece la preferencia. Lo cual tiene como consecuencia que las representaciones condicionadas por el tiempo y por la cultura del sujeto se convierten en elementos de la aparición. Aquí queda desde luego sin responder la cuestión de cómo el intérprete pueda conocer que se trata precisamente de la aparición de María, puesto que su forma glorificada es un misterio profundo e impenetrable.

Acerca de las frecuentes apariciones de Maria en nuestro tiempo, las cuales generalmente no están confirmadas por el reconocimiento de la Iglesia, hemos de decir que precisamente su frecuencia despierta más bien reparos que confianza, pues difícilmente pueden armonizarse con la transcendencia y el carácter oculto de Dios que la Escritura, la tradición eclesiástica y la teología enseñan. Prescindiendo de cómo haya de explicarse teológicamente la ontología de estos fenómenos, es indudable que ellos cumplen una función importante en cuanto y en la medida que predican penitencia, para lo cual se requiere que ni partidarios ni adversarios se dejen arrastrar a un fanatismo contrario a la fe.

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Michael Schmaus