MAGISTERIO ECLESIÁSTICO
SaMun

I. Historia de la doctrina sobre el magisterio

En concreto la historia de la doctrina sobre el m.e. es casi idéntica con la historia de la manera como la Iglesia se ha entendido a sí misma en general, pues ella se entiende necesariamente en su esencia como portadora del mensaje del evangelio. De ahí que la pregunta acerca del portador autorizado de este mensaje de la Iglesia y en la Iglesia viene a ser una cuestión sobre la esencia de aquélla, y a la inversa. Así, en lo relativo a la historia dogmática y teológica de la doctrina sobre el m.e. cabe remitir ampliamente a otros artículos (-> Iglesia, -> eclesiología, ->palabra de Dios, -> Escritura, -> tradición, -> Iglesia (potestades de la), -> sucesión apostólica, constitución de la -> Iglesia, -> jerarquía, -> papa -> episcopado). A fines de la era apostólica estaba ya claramente formado el episcopado monárquico como instancia decisiva en la Iglesia frente a una clase de profetas entusiastas (-> episcopado I, -> oficio y carisma). La potestad de enseñar reservada a estos obispos fue entendida como mandato de transmitir la doctrina de los apóstoles (-> sucesión apostólica, -> tradición). En consecuencia la tradición incluye tanto un factor material: la doctrina de los apóstoles sobre el acontecimiento de Cristo (en el sentido más amplio de la palabra), transmitida y actualizada de acuerdo con la situación del tiempo; como también un elemento formal (activo): la capacitación de los obispos para testificar autorizadamente en nombre de Cristo y bajo la asistencia de su Espíritu; es decir, la transmisión como cosa transmitida y como acto de transmitir.

En esta tradición se da una relación de condicionamiento mutuo entre distintos factores que no puede disolverse en favor de un factor único. El acontecimiento de Cristo se atestigua autorizadamente a sí mismo y de esa manera fundamenta también la «autoridad» de los testigos; pero se atestigua en boca de los testigos mismos legítimamente enviados, que con ello quedan investidos de autoridad (-> sucesión apostólica), la cual a su vez es transmitida de un testigo a otro en continuidad histórica y con carácter jurídico. Si se tiene en cuenta al mismo tiempo que la Iglesia de Cristo se entiende a sí misma como comunidad de fe en su Señor, como columna y fundamento de la verdad (1 Tim 3, 15), contra la cual no podrán las puertas del Hades (Mt 16, 18; cf. también Gál 1, 8), en ese caso hay que reconocer sin género de duda a la totalidad del episcopado una «infalible» autoridad docente, tal como lo hizo ya la antigua Iglesia; y es necesario reconocérsela en todos los casos en que la totalidad del episcopado enseña una doctrina que debe aceptarse con absoluta adhesión de fe como momento de su actual testimonio de Cristo (cf. p. ej., R 204 209ss 242 296 298; K 124ss). Así se explica igualmente el temprano empeño de Ignacio de Antioquía, Hegesipo, Ireneo, Tertuliano, etc., por mostrar el consentimiento de las antiguas Iglesias episcopales y poner en claro mediante las listas de obispos también el lado formal de la sucesión apostólica y de la autoridad de éstos. De esa manera se comprende asimismo la autoridad de los concilios universales, que para la Iglesia antigua era una cosa obvia. A pesar de la impugnación de la infalibilidad de los concilios por parte de los reformadores protestantes (junto con pocos precursores como Wiclef y Hus), dentro de la concepción católica de la Iglesia sólo puede tratarse de la cuestión relativa a la manera como haya de entenderse esta totalidad del episcopado mismo en su unidad, que efectivamente no puede ser la mera suma externa de los obispos particulares (falibles).

En este aspecto, la historia de la doctrina sobre el m.e. se identifica con la historia de la doctrina sobre el primado del papa como punto concreto de unidad y cabeza del episcopado universal (->conciliarismo, ->infalibilidad). Esta evolución de la doctrina sobre la estructura interna del único magisterio en la Iglesia, contra el -> conciliarismo, el -> episcopalismo, el -> galicanismo y el febronianismo, alcanza su punto culminante en el dogma del concilio Vaticano I sobre el primado doctrinal infalible del papa y en la doctrina del Vaticano II sobre la infalible autoridad docente del episcopado universal con el papa y bajo el papa, si bien no han encontrado todavía una solución universalmente aceptada todas las cuestiones sobre cómo se comporte más exactamente el primado del papa en su función de cabeza del episcopado universal.

II. Base fundamental de la doctrina sobre el magisterio eclesiástico

1. En una teología del m.e. no habría que tomar como único o primer punto de partida el esquema de representación de la transmisión de una autoridad formal por parte de Dios, según el cual éste investiría de dicha autoridad a un hombre que, como consecuencia de tal investidura, se dirigiría a los demás hombres desde fuera. En semejante esquema de representación, que es muy corriente en la teología fundamental, no se comprende ya, p. ej., por qué en la antigua alianza no se dio esa autoridad doctrinal que se atribuye a sí misma la Iglesia de la nueva alianza, teniendo en cuenta cómo dicha autoridad hubiera sido igualmente deseable en aquella alianza, dada la necesidad de asegurar la verdad con relación a la revelación de Dios.

Para hacer teológicamente comprensible el (infalible) m.e., hay que partir del acontecimiento del Cristo escatológicamente victorioso. Este acontecimiento tiene en sí como factor interno la palabra de su propia testificación. Ahora bien, sólo puede permanecer escatológicamente victorioso y presente en el mundo, si no perece en la palabra de su testificación propia. Esta palabra del testimonio que hace el acontecimiento de Cristo históricamente presente para todos los tiempos, tiene su sujeto primero y total en la comunidad de los creyentes en Cristo, enla Iglesia como tal y como totalidad. Por eso la acción del espíritu de Cristo se dirige en primer y último término a esta Iglesia como totalidad, a la que el Espíritu conserva en la verdad de Cristo (cf. Dz 1821 1839). Pero esta Iglesia, como conservada en la verdad de Cristo, como presencia histórica de Cristo, por la que la verdad de Dios no sólo se da en cuanto ofrecida, sino también en cuanto aceptada en el mundo por la fe y manifestada históricamente en la profesión de dicha fe, no es de antemano la mera suma de los creyentes privados, formada desde abajo por individuos, no es sólo una comunidad metahistórica, sino que es además una sociedad estructurada históricamente, con un credo verbal idéntico y una autoridad doctrinal. De donde se sigue que la peculiaridad última de esta autoridad sólo puede comprenderse partiendo de la naturaleza escatológica de la Iglesia. Cierto que los portadores del m.e. no reciben su poder o autoridad mediante un nombramiento por parte de los miembros de esta sociedad como suma de individuos, pero la autoridad e infalibilidad de la misma sólo puede pensarse dentro de dicha comunidad escatológica de fe y es un momento en la realización de aquella voluntad de Dios en Jesucristo por la que la verdad del acontecimiento de Cristo, única fuente de salvación eterna, permanece históricamente presente en el mundo.

La Iglesia no sería la comunidad escatológica de la salvación si no estuviera en posesión infalible de la verdad de Cristo. Pues la comunidad eclesiástica no sólo confiesa que Dios ofrece siempre de nuevo su gracia (consiguientemente también la gracia de la verdad y de la fe), sino también que esta gracia de la verdad permanece efectivamente victoriosa en ella, y que esa victoria se hace visible en la Iglesia históricamente perceptible y, por tanto, también en su credo.

2. Cuando hablamos del magisterio de la Iglesia, no hemos de olvidar la unidad interna de los oficios en ella. También el concilio Vaticano ii (particularmente en Lumen gentium) habla con mucha frecuencia de los tres oficios de Cristo y de jerarquía, aun cuando esta tripartición sea de fecha relativamente reciente en la historia de la teología y no sea fácil de componer con la clásica doctrina de los canonistas sobre los dos poderes en la Iglesia: potestad de orden (de santificación) y potestad de jurisdicción (de dirección o gobierno; cf. potestades de la -> Iglesia). Todos esos oficios (munera) y poderes (potestades) pueden comprenderse en el poder único de la palabra «exhibitiva» de Dios (en el sentido de que ésta no sólo notifica lo dicho, sino que confiere también la gracia, la presencia y el poder de Dios). Esa palabra se pronuncia, juzgando y santificando, dentro de la actualidad concreta del hombre y de la Iglesia, hace que esté siempre presente la unicidad del acontecimiento salvífico de Cristo (anamnesis) y anticipa en la esperanza el futuro como prometido (prognosis). Esta palabra única, de acuerdo con la naturaleza del hombre y la pluralidad de su historia, tiene necesariamente diversos grados de intensidad: se extiende desde la (aparentemente) mera doctrina de la predicación magisterial, hasta la instrucción que concreta una tarea cristiana en una situación determinada de la Iglesia y del individuo, y finalmente hasta aquella palabra que en los sacramentos, como «forma» de los mismos, hace históricamente presente la gracia de Dios y le da eficacia ex opere operato.

Si el magisterio ha de entenderse rectamente en la Iglesia, debe pensarse la unidad de los oficios y los poderes en aquélla, unidad que se hace comprensible a partir de lo dicho. Desde este punto de vista, el m.e. no es propiamente la potestad de adoctrinar acerca de verdades abstractas por razón de sí mismas, sino la garantía de que la palabra salvífica de Cristo está dirigida a la situación concreta de un tiempo (historia de los dogmas, que no es sólo historia de la teología) y va realmente dirigida a la vida cristiana. El m.e. así concebido no substituye la acción del Espíritu, sino que vive siempre de él y permanece sometido a él y a su dirección; pero es la manera concreta como esta acción del Espíritu, en cuanto Espíritu de Cristo que conserva históricamente presente lo acontecido en él, mantiene la continuidad histórica con Jesucristo.

3. A pesar de todo el individualismo tardío, que en gran parte todavía hoy marca el tono en occidente, tomando como base la constitución histórica del hombre de hoy y de mañana debería hacerse posible poco a poco un nuevo modo de entender el magisterio en la Iglesia. Si el hombre no puede tener su verdad como individuo aislado, puesto que no es tal; si, por tanto, la verdad sólo se da a los individuos en intercomunicación con los otros hombres, sobre todo cuando esta verdad ha de ser la verdad de la existencia una y total del hombre y cuando tal comunidad sólo puede realizarse auténticamente en una concreta sociedad institucionalizada; en consecuencia no es posible que la verdad humana quede abandonada al capricho de una opinión privada. Pues, si eso sucediera, el hombre de hoy, marcadamente escéptico, no podría tomarla muy en serio, ya que entonces, al guiarse por un criterio subjetivo, no querría dejarse corregir por aquella verdad que de antemano no es simplemente la suya, sino que le llega como la verdad de una comunidad socialmente institucionalizada. La verdad tiene de antemano algo que ver con comunidad, sociedad e institución, aun cuando la relación más precisa del individuo y de su verdad con la verdad de una comunidad y sociedad es esencialmente distinta según la sociedad de que se trate. Pero en una época postindividualista podrían abrirse nuevos presupuestos intelectuales, también para entender el magisterio en la Iglesia.

III. Doctrina del magisterio sobre sí mismo

1. La más amplia exposición oficial de esta doctrina se halla en el capitulo tercero de la constitución dogmática sobre la Iglesia (Lumen gentium) del Vaticano II (particularmente, n.° 24s). Aquí hemos de remitirnos a este capitulo en su conjunto, aun cuando en los puntos doctrinales particulares que siguen no sea menester citarla una y otra vez. Por eso en lo que sigue sólo mencionaremos las anteriores declaraciones doctrinales de la Iglesia sobre su magisterio.

2. Sin entrar aquí más exactamente en la manera como la -> Iglesia procede del Jesús histórico y resucitado, y remitiéndonos a la fundamentación bíblica del m.e. aducida por el Vaticano n (la cual, evidentemente, requeriría una matización critica e histórica, pues se trata de la relación de la Iglesia con el Jesús prepascual); en resumen puede decirse lo siguiente: En el colegio apostólico (Dz 1787 1793 1798 1828 1836 2204) Jesucristo dio a la Iglesia fundada por él un magisterio permanente (Dz 1821 1837 1957), auténtico (es decir, que pide asentimiento por razón de su autoridad formal legítimamente comunicada, y no meramente por razón del contenido del mensaje) y en principio infalible (Dz 1800 1839; —> infalibilidad). Este magisterio se contrapone con autoridad a los creyentes considerados individualmente en virtud de la constitución de la Iglesia y sin perjuicio de la infalibilidad de ésta como un todo conjunto (cf. p. ej., Mansi 51, 542 552 1214; Lumen gentium, n.° 25: Charisma infallibilitatis ipsius Ecclesiae). Implícitamente, esto ya está dicho también en la doctrina eclesiástica sobre la tradición, la sucesión apostólica y el dogma. Esa doctrina eclesiástica sobre la tradición, la sucesión apostólica y el dogma. Esa doctrina quedó expuesta igualmente contra los reformadores protestantes (Dz 765ss 769s 783 786 1788), y equivalentemente fue definida por el Vaticano i (cf. también Dz 1954s), definición que ha repetido el Vaticano ir.

3. Como ya queda notado, no hay todavía hoy en la teología católica una doctrina absolutamente unánime sobre la naturaleza definitiva del representante de la auténtica e infalible autoridad docente en la Iglesia, es decir, sobre la manera como haya de entenderse la relación entre el episcopado universal con el papa y bajo el papa (sin el cual no hay tal colegio), por un lado, y el papa como representante de la misma autoridad suprema de enseñar que es propia del episcopado universal, por otro; pues no son concebibles en una misma sociedad dos representantes de la suprema autoridad docente. Y la explicación corriente que da la teología escolástica, diciendo que en nuestro caso se trata únicamente de una inidentidad parcial, es desde luego recta, pero no resuelve propiamente el problema. La cuestión en definitiva también ha quedado abierta en el Vaticano II.

Sin embargo, con la reserva expuesta cabe decir que el representante de la suprema autoridad docente en la Iglesia es el colegio de los obispos (en cuanto legítimos sucesores del colegio de los apóstoles) con el papa y bajo el papa como su cabeza. Este colegio puede obrar por la predicación ordinaria, concebible de todo punto como acto colegial, aun cuando no sea un nuevo acto colegial y, en circunstancias, esté referido a un acto explícitamente colegial del episcopado universal o a un acto del papa como cabeza de ese mismo episcopado. Este colegio episcopal puede también obrar como autoridad docente, cuando se congrega localmente en un concilio o cuando está representado por el papa, que obra también como cabeza del episcopado universal en el ejercicio de su autoridad docente primacial, sin depender por eso para la validez jurídica de su acto de un asentimiento previo de los restantes miembros del colegio episcopal, lo que a su vez no excluye a la inversa que para hallar la verdad y para justificar moralmente su acto esté remitido a dicho colegio. Sobre el magisterio ordinario, cf. Dz 1683 1792; CIC can. 1323; Lumen gentium, n.° 25. Sobre la autoridad del -> concilio, cf. Dz 54 212 349 691 792a 810 873a 882 910 929a 1000 1781 1821; Lumen gentium, n° 25. Sobre la autoridad doctrinal del papa, cf. -> papa, -> infalibilidad; Dz 1839; Lumen gentium, n.° 25.

4. El objeto del m.e. es el contenido de la revelación cristiana, y todo aquello que es necesario o útil para la predicación y defensa de la misma revelación. Para la afirmación de este contenido y para su deslinde respecto de declaraciones en que el magisterio no es competente, éste posee la «competencia de la competencia». El hecho de que el m.e., al exigir un asentimiento absoluto de fe (entonces y sólo entonces), no va más allá de esta competencia, a la postre sólo está garantizado (pero está suficientemente garantizado, según la inteligencia católica de la fe) por la asistencia del Espíritu a la Iglesia.

a) El objeto primario y directo del m.e. son por tanto las verdades de la revelación cristiana que Dios ha manifestado por razón de ellas mismas (es decir, no sólo para poder revelar otras cosas), el depositum fidei, la doctrina de fide vel moribus (Dz 1792 1800 1836 1839; Lumen gentium, n° 25). Esta proposición no prejuzga nada sobre la manera como haya de pensarse más exactamente la revelación divina en su origen, en su unidad y en su naturaleza. De donde se sigue que nuestra afirmación no debe entenderse en el sentido de que en el depositum fidei se dé una determinada suma, en cierto modo ilimitada, de proposiciones particulares que, como magnitudes puramente doctrinales, son enseñadas autoritativamente por el m. eclesiástico.

b) El objeto secundario o indirecto del m.e. son otras verdades que, aun cuando no estén reveladas por razón de sí mismas o explícitamente, sin embargo, por su conexión lógica se relacionan directa o indirectamente con verdades reveladas, con las res fidei et morum (como presupuesto o consecuencia necesaria de las mismas: verdad virtualmente revelada), o bien aquellas que como «hechos dogmáticos» (p. ej., la obligatoriedad jurídica de un concilio determinado) o como proposiciones de mera «fe eclesiástica» (que la Iglesia enseña con absoluta obligatoriedad, sin pretensión de que Dios las haya revelado explícita o implícitamente en sí mismas) — a diferencia de las proposiciones de fe divina, reveladas en sí mismas — son necesarias para la protección y para la predicación eficaz y oportuna de la fe propiamente dicha (Dz 783 1098s 1350 1674ss 1710ss 1798 1817 1930a 2005 2024 2311s). Esta afirmación de un objeto secundario o indirecto del m.e. tiene más bien un carácter teórico. Si de hecho se dan y en qué medida se dan declaraciones del m.e. sobre tales objetos, y si estas declaraciones participan del m.e. y de la cualidad de auténticas proposiciones de fe, es una cuestión que queda en gran parte abierta.

5. Fuente y última norma objetiva del m.e. es la revelación divina en Jesucristo, que por su cumplimiento escatológico quedó cerrada con los –› apóstoles (Dz 2001) y no aumenta por el m.e., el cual se limita a transmitirla y actualizarla en cada momento, desarrollándola de esa manera (historia de los - dogmas; Dz 783 1800 1836 2020s 2145 2312; Vaticano II: Constitución dogmática Dei Verbum sobre la revelación divina, n.° 1-10). La revelación está dada en la –> tradición apostólica, que a su vez se concreta en la Escritura y en la «tradición oral» (Dz 783 1787 1792 2313s; Dei Verbum, 7-10; -> Escritura y tradición). El contenido de esa revelación divina, tal como es afirmado por el magisterio de la Iglesia y por la fe de ésta, puede determinarse (primariamente por parte del magisterio mismo, secundariamente por parte del creyente y del teólogo particular) mediante el estudio dela exposición de dicho contenido en un momento cualquiera de la Iglesia y, por tanto, también mediante el estudio del consentimiento de los padres de la Iglesia y de los teólogos (- lugares teológicos). A decir verdad, en este estudio debe atenderse exactamente a la obligatoriedad con que padres de la Iglesia y teólogos defienden lo que exponen como testificación efectiva de la revelación divina en Jesucristo (-> calificaciones teológicas, epistemología y metodología teológicas [en –> teología], –> teologúmeno).

6. El m.e. puede proponer su doctrina con distintos grados de obligatoriedad. Aun en el caso de que no exija el asentimiento absoluto y simplemente irrevocable de la fe divina (o de una fe meramente «eclesiástica», si es que tal fe se da), de suyo y normalmente puede exigir un asentimiento interior (Dz 1350 1683s 1698 1722 1820 2007s 2113 2313; Lumen gentium, nº. 25). El grado de obligatoriedad de la doctrina del m.e. se expresa en las calificaciones teológicas. Cf. más ampliamente en v.

IV. Doctrina de la Escritura sobre el magisterio

Remitiéndonos a la doctrina bíblica sobre el m.e. que ha expuesto el Vaticano ir en Lumen gentium y Dei Verbum, aquí sólo podemos hacer algunas indicaciones sumarias, las cuales objetivamente — si bien con frecuencia de una manera bastante implícita — expresan lo mismo que el m.e. afirma sobre su propia naturaleza. La Iglesia, como la comunidad necesaria de la salvación, tiene conciencia de ser comunidad de una sola fe (Ef 4, 5) y de un mismo credo, y por tanto se sabe referida a la realidad salvífica de Cristo. Según hemos dicho antes en I, del acontecimiento de Cristo como escatológicamente victorioso y como siempre presente en la Iglesia y en su credo se deriva la verdadera naturaleza del m.e. Si la Iglesia es columna y fundamento de la verdad (1 Tim 3, 15) y si tiene una constitución social y, por ende, un oficio sagrado al que debe pertenecer fundamentalmente y en primera línea el poder de predicar autorizadamente la salvación eterna en Cristo, síguese que tal oficio ha de entenderse partiendo de esta naturaleza de la Iglesia.

La doctrina del m.e. no es algo que él o la comunidad deba hallar de nuevo, sino que es lo recibido y transmitido, la tradición determinada por la referencia necesaria al acontecimiento único y singular de la salvación (1 Cor11,223; 15, 3; 2 Pe 2, 21), la cual es transmitida a todos los pueblos (1 Tim 6, 20; 2 Tim 1, 14) por los mensajeros que Cristo ha enviado como testigos dotados de autoridad y poder (Mc 16, 20; Lc 24, 28; 2 Tim 1, 13; 2, 2 15; -> apóstol). Puesto que esta Iglesia tiene en Pedro y en el colegio apostólico y (por permanecer hasta el fin) en el primado del papa y en el colegio episcopal (-> episcopado) su gobierno y autoridad por mandato y misión de arriba (Lc 10, 16; Jn 20, 21; Rom 10, 15), mandato que se transmite en la -> sucesión apostólica, y puesto que la Iglesia realiza su esencia precisamente en la doctrina de los apóstoles (Act 2, 24; 2 Jn 1, 9); síguese que al colegio episcopal con el papa como su cabeza le conviene el poder misional para trasmitir autorizadamente la doctrina de los apóstoles. Y ese poder, de acuerdo con la naturaleza escatológica de la Iglesia, no puede ser vencido por las puertas del Hades (Mc 16, 18), y es ejercido con conciencia de una legitimidad absoluta (Mt 16, 16; Mc 10, 14ss; 16, 19; 18, 18; Gál 1, 18), pues la comunidad eclesiástica se sabe sostenida por la asistencia permanente de Cristo (Mt 28, 20; Lc 24, 47ss; Act 1, 8; Jn 14, 16) y del Espíritu (Jn 14, 16 26; 15, 26; 16, 13). Pero esa conciencia carecería de sentido y sería inmoral, si la Iglesia pudiera apartarse de la verdad de Cristo y destruir así su propio ser como comunidad que confiesa de forma históricamente palpable a Cristo, y si eso pudiera suceder incluso cuando se compromete definitivamente en su doctrina y exige un asentimiento absoluto de fe.

V. Cuestiones particulares

1. Por lo que se refiere a las decisiones definitivas del m.e. (dogma), es evidente que éstas, de un lado, son «irreformables» y, de otro lado, están sometidas a la contingencia de los enunciados humanos sobre Dios y a la historicidad del conocimiento humano de la verdad, enunciados en los que se ha encarnado también la palabra de Dios, sin dejar por eso de ser la palabra de Dios mismo. La imposibilidad de reformar un dogma propiamente dicho significa que éste nunca puede ser rechazado como error en su sentido y contenido propios; por lo tanto, que es irreformable «hacia atrás». La contingencia e historicidad del dogma significa que éste puede y debe ser examinado de nuevo en cada tiempo, confrontándolo con los horizontes mentales y los conocimientos de cada época particular, que las proposiciones dogmáticas particulares deben ponerse constantemente en relación mutua, y que así la inteligencia de las mismas ha de lograrse de nuevo una y otra vez (cf. Dz 1796; historia de los -> dogmas, epistemología y metodología teológicas, [en -> teología], historia de la -> teología). En este sentido un dogma es siempre «reformable hacia adelante» (eso sí, eodem sensu eademque sententia: Dz 1800); e incluso puede ser un verdadero deber de la Iglesia el no contentarse con repetir su viejo dogma, sino enunciarlo de nuevo de tal manera que se excluyan tergiversaciones que quizá se han dado anteriormente y modelos de representación ya superados, y de tal forma que no se ofrezcan a la inteligencia de la fe en un tiempo más dificultades que las necesariamente inherentes al carácter misterioso de la revelación. La identidad permanente en los enunciados cambiantes de la historia de los dogmas puede y debe ser objeto de comprobación histórica; pero la existencia de esta identidad es a la postre un momento de la fe de la Iglesia en su propia identidad (que no puede someterse a una reflexión adecuada) a lo largo de la historia.

Cuando se trata de la proclamación de un dogma por el magisterio ordinario del episcopado universal sin definición conciliar o papal, lo que es de todo punto posible, no basta que el episcopado universal proponga una doctrina con unanimidad moral; se requiere además que esta doctrina se proponga explicitamente tamquam definitive tenenda (Lumen gentium, n.0 25). No basta, pues, una universalidad meramente fáctica de la doctrina eclesiástica en materias de fe. En el pasado se ha pensado y obrado no pocas veces como si una doctrina fuera ya irreformable en la Iglesia porque durante largo tiempo ha sido enseñada de manera universal sin contradicción claramente perceptible. Esta concepción no sólo contradice a los hechos, puesto que muchas doctrinas difundidas un día de manera general han resultado problemáticas o erróneas, sino que es falsa en principio. De ahí se sigue que, sin rechazar el concepto de una doctrina auténtica, aunque no definida, y sin quitarle importancia, se puede y debe contar con una posibilidad de reformar las doctrinas eclesiásticas más amplia de lo que se ha creído antes del concilio Vaticano ii.

2. No cabe duda de que, por la experiencia del último siglo, la relación de los católicos aun fuera de la teología propiamente dicha con las declaraciones doctrinales no definidas — pero auténticas en sí mismas — del m.e. se ha hecho más critica. Tampoco puede negarse que, en la práctica de la predicación eclesiástica, se ha borrado a menudo indebidamente la diferencia que en principio existe y está reconocida entre las diversas declaraciones doctrinales particulares por lo que se refiere a su grado de obligatoriedad. Hoy día, en la predicación de la Iglesia es necesario presentar claramente al creyente esta diferencia. El deber, en sí real, de una adhesión interna a las afirmaciones doctrinales no definidas del m.e. (Lumen gentium, n.° 25), no debe presentarse como si prácticamente se exigiera un asentimiento absoluto de fe, o como si en ningún caso le fuera posible al creyente dejar de prestar este asentimiento. A propósito de esta cuestión remitimos a la instrucción de los obispos alemanes, del 22-9-1967, en la cual ese problema es tratado sincera y objetivamente.

Allí se dice: «En este punto hay que estudiar serenamente un problema difícil, que hoy, más que antes, en muchos católicos constituye una amenaza para su fe o a su relación sencilla y confiada con la autoridad docente de la Iglesia. Nos referimos al hecho de que en la autoridad docente de la Iglesia, en el ejercicio de su ministerio, pueden infiltrarse y de hecho se han infiltrado errores. Que algo así sea posible, lo ha sabido siempre la Iglesia, que lo ha dicho también en su teología y ha trazado reglas de conducta para esa situación. Esta posibilidad de error no se refiere a proposiciones doctrinales proclamadas por una definición solemne del papa o del concilio universal, o por el magisterio ordinario, como verdades que deben aceptarse con absoluto asentimiento de fe. Es asimismo históricamente falso afirmar que en esos dogmas se haya descubierto posteriormente un error de la Iglesia. Con ello no se excluye naturalmente que también en un dogma, aun manteniéndose su sentido originario, no sea siempre posible y necesario un crecimiento de su inteligencia, deslindándolo frente a tergiversaciones que quizá antes iban inherentes a él. Tampoco debe confundirse con la cuestión planteada el hecho evidente de que, además del derecho divino inmutable, hay también en la Iglesia un derecho humano variable. Semejante variación no tiene de antemano nada que ver con el error, sino que plantea a lo sumo la cuestión sobre la oportunidad de la anterior o posterior disposición jurídica. Por lo que atañe a un error y a una posibilidad de error en declaraciones no definidas de la Iglesia, las cuales a su vez pueden ser de muy diverso grado de obligatoriedad, es menester por de pronto considerar serena y decididamente cómo ya la misma vida humana en general tiene que vivir siempre a ciencia y conciencia de conocimientos que, por una parte, no están reconocidos como absolutamente ciertos y, por otra, hic et nunc deben respetarse como normas válidas del pensar y del obrar, puesto que de momento no están superados. Eso lo sabe cualquiera por su propia vida concreta; todo método en su diagnóstico, todo político en su enjuiciamiento de la situación política y en la decisión que de ahí se deriva conoce perfectamente este hecho.

»Tampoco la Iglesia en su doctrina y en su praxis puede dejarse poner siempre y en todo caso ante este dilema: o bien dar una definitiva decisión doctrinal, o bien callar simplemente y encomendarlo todo al talante de la opinión del individuo. Para custodiar la auténtica y última substancia de la fe, aun corriendo el riesgo de errar en algún punto particular, la Iglesia debe dar instrucciones doctrinales que tienen cierto grado de obligatoriedad y, sin embargo, por no ser definiciones de fe, llevan consigo cierto carácter provisional, que puede llegar hasta la posibilidad de un error. Si no fuera así, la Iglesia no podría siquiera predicar su fe como realidad determinante de la vida, exponerla y aplicarla a cada nueva situación del hombre. En tal caso, el cristiano particular está por de pronto ante la Iglesia en situación análoga a la del hombre que se siente obligado a aceptar la decisión de un especialista, aun cuando sabe que esa decisión no es infalible.

»De todos modos, una opinión opuesta a la doctrina provisional de la Iglesia no pertenece a la predicación ni a la catequesis, aun cuando, en ciertas circunstancias, los fieles hayan de ser instruidos acerca de la naturaleza y del alcance limitado de una provisional decisión doctrinal... El que quiera permitirse la opinión privada de poseer ya la mejor inteligencia futura de la Iglesia, debe preguntarse delante de Dios y de su conciencia con serena estimación autocrítica si posee la necesaria amplitud y profundidad de conocimientos teológicos especiales para poderse apartar en su teoría y práctica privada de la doctrina enseñada de momento por el m.e. Tal caso es posible en principio. Pero la petulancia subjetiva y la precipitada omnisciencia tendrán que responder de sí ante el tribunal de Dios.»

VI. Problemas actuales

La evolución de la teología occidental en torno al m.e. ha conducido, bajo el influjo del pensamiento jurídico formal de los latinos, a una respuesta lo más exacta posible, jurídicamente formulada, a la cuestión: ¿Quiénes son los sujetos y cuáles son las notas de una decisión doctrinal de la Iglesia en la que no pueda dudarse de su validez jurídica ni, consiguientemente, de su obligatoriedad? En parangón con esta cuestión sobre las estructuras jurídicas formales de una decisión doctrinal, pasaron muy a segundo término las cuestiones sobre su naturaleza y su concreta peculiaridad histórica y social (eclesiológica). Tampoco en el concilio Vaticano ii se ha dedicado mucha atención a estas cuestiones más allá del aspecto jurídico. Cierto que, p. ej., el concilio dice brevemente que el papa y el colegio episcopal deberían emplear todos los medios necesarios para comprobar la manera como su doctrina está contenida en la revelación y tradición. Pero la cuestión más concreta de cómo eso haya de hacerse en general y particularmente en la actual situación espiritual y social, es punto sobre el que ha pensado poco la teología; y a este respecto el Vaticano II no ha ido más allá de lo que el obispo Gasser dijo ya en el Vaticano i.

Pero en estas sencillas cuestiones están contenidos muchísimos problemas, tanto más por el hecho de que cabe de todo punto pensar que el cumplimiento por parte del m.e. del deber de información anterior a las decisiones doctrinales ahora no puede hacerse adecuadamente en la misma forma que antes. Y esto por la simple razón de que el m.e. no debe esforzarse sólo por la rectitud objetiva, sino también por la mayor eficiencia posible de sus decisiones en la «Iglesia oyente»; y en este sentido no tiene el derecho de imponer puramente su autoridad formal. Es menester que pueda también mostrarse concretamente a los creyentes en el procedimiento concreto del m.e. que éste se siente como órgano y función de la Iglesia en su totalidad, y que no sólo quiere ofrecer al hombre una doctrina en sí misma verdadera, sino también ponerlo en relación con la realidad misma de la salvación y con su fuerza salvífica. Como quiera que el m.e. no propone en sus decisiones doctrinales una nueva revelación, debe también esforzarse en la medida de lo posible por descubrir al creyente culto cómo ha sacado su decisión de la totalidad de la revelación de Dios creída de forma viva en la Iglesia. La cuestión relativa a la «oportunidad» de una decisión doctrinal (sobre todo cuando es una definición) no puede menospreciarse remitiendo simplemente a que esta cuestión está ya resuelta si la decisión de que se trata es en sí verdadera. También una proposición verdadera (en su sentido último y rectamente interpretada) puede pronunciarse prematuramente y sin amor, o ser poco útil para la auténtica vida cristiana de los hombres; puede estar formulada en un horizonte mental que dificulte injustificadamente la obediencia creyente.

Tampoco en la Iglesia es lícito recurrir en exceso a la autoridad formal. Las decisiones doctrinales con cierta importancia para la Iglesia, incluidas las definiciones, que también podrán darse nuevamente en la Iglesia del futuro, en un tiempo de ateísmo y de amenaza radical a la fe no habrán de dirigirse tanto a una ulterior explicación material de la revelación, cuanto a la protección y la predicación viva de la sustancia del cristianismo.

Finalmente, debería pensarse también en la teología del m.e. que éste, aparte de proponer la verdad revelada (siempre válida) del evangelio, en ciertos casos también tiene la misión profética de instruir a la Iglesia en su vida interior y en su tarea mundana con relación a la sociedad profana. Esa tarea actualmente debería ser objeto de reflexión en mayor medida, si bien sólo con dificultad puede incluirse en la tarea del m.e., tal como éste acostumbra a concebirse, o del oficio pastoral, tal como éste se entiende generalmente.

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Karl Rahner