JUAN, CARTAS DE
SaMun

Mientras las cartas segunda y tercera son verdaderas cartas, la primera ha de considerarse más bien como un «manifiesto», como «un tratado destinado a toda la cristiandad, como una encíclica dirigida a todos los creyentes» (W.G. Kümmel). Sin embargo, las cartas primera y segunda se relacionan entre sí temáticamente, mientras que la tercera trata de un agudo problema particular. Pero la doctrina de las tres cartas de Juan es de permanente validez e importancia para la teología y la Iglesia.

1. Aunque en las cartas primera y segunda falten datos concretos, por ejemplo, respecto al remitente y al destinatario, se pueden conocer claramente los propósitos que han movido al autor, el cual muy probablemente se identifica con el autor del Evangelio de Juan. Él actúa resueltamente contra determinadas opiniones heréticas sobre cristología y ética, que se pueden compendiar así: separan lo que está esencialmente unido, a saber, la unidad de Jesús de Nazaret con el redentor celestial y la unidad entre conocimiento (fe) y amor.

a) «¿Quién es el mentiroso, sino aquél que niega que Jesús es el Cristo?» (1 Jn 2, 22); «y todo espíritu que disuelve a Jesús, no es de Dios» (4, 3a). Esta negación y disolución la practica el hereje, el cual, por eso, según 4, 3b posee el espíritu del ->anticristo. A juzgar por 2 Jn 7 el hereje pertenece a los «muchos seductores que han aparecido (ya) en el mundo», los cuales «no confiesan que Jesús es Cristo venido en carne». Por el contrario la ortodoxia «confiesa a Jesucristo venido en carne» (1 Jn 4, 2b), «cree que Jesús es el Hijo de Dios» y que Jesucristo «ha venido por el agua y la sangre» (4, 15; 5, 5s). Por tanto, mientras la ortodoxia mantiene la realidad de la -> encarnación de la eterna «Palabra de la vida» (1, 1) en Jesús de Nazaret, mantiene la dura realidad de su cruenta muerte de cruz y su «manifestación» a Israel en el bautismo del Jordán (cf. Jn 1, 31), el hereje niega eso, deshaciendo así la unidad de Jesús con Cristo y el Hijo de Dios enseñada en la Iglesia «desde el principio»; el hereje «no permanece en la doctrina (tradicional) acerca de Cristo» (2 Jn 9). Por esta razón se dice a la comunidad: «Si alguien viene a vosotros y no trae esa doctrina, no le recibáis en casa ni lo saludéis. Pues el que lo saluda, comunica en sus malas obras» (2 Jn 10s).

b) El hereje como un pneumático libre invoca su gnosis privada («Yo le he conocido» [a Cristo], 1 Jn 2, 4a); pero no guarda sus mandamientos, y por eso es un mentiroso y la verdad no está en él (2, 4b). El hereje, orgulloso de su «conocimiento», no se siente, pues, ligado a los mandamientos del Señor, enseñados y transmitidos en la Iglesia. Afirma ciertamente que «está en la luz», pero en realidad está «en las tinieblas», porque no ama a sus hermanos (cf. 2, 9.11). La comunidad se sabe pecadora, y es exhortada a no pecar más; pero si ha pecado, también sabe que se le perdonan los pecados «a causa de su nombre» (1, 9; 2, 1s.12). El hereje, por el contrario, cree en su arrogancia haber dejado tras sí el pecado, siendo así víctima de un gran engaño; por eso «laverdad no está en él» (1, 8) y hace a Dios mentiroso (1, 10). También la comunidad puede alegar el hecho de que ha «conocido» a Dios y a su Hijo (2, 3.13s); pero posee el criterio para el verdadero conocimiento en la conciencia de su condición pecadora ante Dios y de su sujeción a los mandamientos del Hijo, especialmente, al precepto del amor fraterno. Tal es el mensaje que ella ha oído desde el principio (3, 11; 2 Jn 5), y sabe que en el cumplimiento de ese mensaje ha pasado de la muerte a la vida (3, 14). Sólo el que ama a su hermano «ha nacido de Dios y le conoce», pues «Dios es amor» (4, 7s). También la unidad indisoluble entre amor y conocimiento pertenece a la doctrina tradicional.

2. En 2 Jn 9 el hereje, que no permanece en la doctrina de Cristo y sobre Cristo, es calificado de proágom progresista»). El calificativo sin duda alude a su «libertad» frente a la tradición apostólica que pervive «desde el principio» en la comunidad de la Iglesia, ya sea en cuestiones de cristología, ya sea en cuestiones de ética. La ortodoxia, que vive en «comunión» (koinonía) con los testigos apostólicos que vieron y oyeron a Jesús (cf. 1 Jn 1, lss), se caracteriza según 1 y 2 Jn por el hecho de que ella «permanece» en lo que ha sido enseñado «desde el principio» y lo conserva (cf. 1 Jn 2, 7. 24; 3 11; 2 Jn 5s). Por consiguiente, frente a las opiniones y doctrinas del «progresismo» herético, la comunidad es orientada inequívocamente hacia la tradición, que se remonta al principio de la Iglesia y tiene su origen último en la Palabra encarnada de la vida (1 Jn 1, is). Dicho de otro modo, en la primera y segunda carta de Juan se erige ya de manera consciente el principio de tradición contra la herejía. Y esa es una nota típica del incipiente catolicismo primitivo, que presta atención al hecho de «mantener» incólume en la Iglesia la tradición apostólica. Pero la tradición — especialmente importante desde el punto de vista teológico — no se contrapone al «Espíritu», pues la verdadera posesión del Espíritu se manifiesta precisamente en la adhesión fiel de la comunidad a la doctrina tradicional (cf. 1 Jn 4, 1. 6; 3, 24; 5, 6c. 10).

3. La doctrina válida «desde el principio» no es la de un individuo, sino la de una comunidad. La primera carta de Juan lo subraya lingüísticamente no sólo con el concepto de koinonía, sino también, y todavía más, con la frecuente fórmula «nosotros», por la que el autor se solidariza con los testigos apostólicos que vieron y oyeron (cf. 1, 3: «os anunciamos lo que hemos visto y oído»; 1, 5; 4, 14: «y nosotros hemos visto y testificamos»; 4, 16: «y nosotros hemos conocido y creído»). Lo que ha sido atestiguado por los testigos que lo vieron y oyeron es la doctrina normativa, válida «desde el principio», que es necesario «conservar». La comunidad eclesiástica, que se sabe vinculada a la tradición apostólica, es así el círculo ampliado del «nosotros»; quien se sitúa en él por la fe, afirma la tradición doctrinal de la Iglesia. El hereje, por el contrario, que no permanece en la «doctrina sobre Cristo» transmitida por el «nosotros» del circulo apostólico, resalta lingüísticamente su «independiente» gnosis privada mediante la formulación en singular: «Yo lo he conocido» (1 Jn 2, 4). Y con esto se sitúa conscientemente fuera del círculo comunitario del «nosotros». Por consiguiente, su doctrina no tiene ningún carácter normativo.

4. En la tercera carta de Juan también se trata del problema de la comunidad eclesial, pero en otro aspecto. El «anciano» alaba en primer lugar a un cierto Gayo por la hospitalidad que ha practicado con los «hermanos» ambulantes (misioneros y predicadores); y le exhorta a que siga haciéndolo (1-8).

Por otra parte, el autor tiene que presentar una queja contra Diotrefes, director de una comunidad que no reconoce la autoridad del «anciano» y «no recibe a los hermanos; y a los que lo intentan, se lo prohibe y los arroja de la Iglesia» (9s). Aun cuando no es posible conocer exactamente la situación histórica del autor, que se esconde tras las insinuaciones de la carta, ésta enseña con toda claridad que en la comunión eclesial ninguna comunidad puede cerrarse frente a las otras; y que, por el contrario, una comunidad debe asistir a la otra con su buena disposición fraterna y su hospitalidad. Así es como el testimonio de la Iglesia en favor de la verdad merece el asentimiento del mundo. ¡Ninguna comunidad existe sólo para sí! Gayo lo ha comprendido, pero Diotrefes no.

BIBLIOGRAFÍA: R. Schnackenburg, Die Johannesbriefe (Fr 31965) (amplia bibliogr.); W. Thasing, Las tres cartas del apóstol Juan (Herder Ba 1973).

Franz Mufiner