INCREDULIDAD
SaMun

1. I. es la negativa voluntaria a la -> fe. Se presupone aquí que para el hombre capaz de una decisión la fe y la i. no son dos posibilidades entre otras, sino que cada uno es o creyente o incrédulo, sin que se dé una posibilidad de evitar esa alternativa tajante. Esbozado así el concepto, surge enseguida la cuestión de si (en el hombre llegado al uso de razón y de la libertad) no puede existir una i. que no constituya una negativa libre frente a la fe, sino que se conciba sin más como una serena actitud arreligiosa, y no precisamente antirreligiosa. No cabe ninguna duda de que la general i. de nuestros días (-> ateísmo), tanto en los países «socialistas» como en los «occidentales», intenta entenderse así como una i. neutral y arreligiosa la cual por principio se presenta también en la opinión pública de la sociedad como una conducta espontánea y normal del hombre de hoy. Se dice que «intenta», significando con ello que tal i. tanto psicológica (existencial) como socialmente cree poder eliminar la fe como su antítesis real. Con otras palabras: ya al principio se plantea la cuestión de si la i. tiene su origen último en la fe, o si es un fenómeno comprensible en sí, que sólo secundaria y negativamente viene calificado como incredulidad desde una postura de fe. Pero así precisamente aparece el problema fundamental: la fe y la incredulidad consideran su respectiva posición como general y obligatoria para todos, frente a la cual no hay ninguna otra legítima (si bien por motivos distintos: la fe, porque cree en la palabra de Dios; la i. porque cree estar ya en la meta a la que infaliblemente han de llegar todos los hombres en la evolución de la humanidad). Y ambas, dentro de sus sistemas «inconmensurables», han de solucionar el hecho de que existen creyentes e incrédulos, quienes no pueden acusarse a priori de necedad o malicia, y han de solucionar el problema de por qué a pesar del carácter «absoluto» de su posición pueden sostener entre sí un «diálogo» y mantener una coexistencia (no sólo en el plano biológico y económico).

2. A diferencia de la — herejía (cf. CIC 1325), que representa la negación de algunas verdades cristianas reveladas, aunque considerándose fundamentalmente cristiana (nomen christianum retentum), la i. es (como status) la falta habitual de fe. Esta i., como infidelidad (infidelitas), se divide en infidelidad negativa (falta no culpable de fe, cf. 1 Tim 1, 13), infidelidad privativa (falta culpable de fe, radicando la culpa en la indiferencia frente al problema religioso), e infidelidad positiva (repulsa directa, consciente y culpable a la fe). Como en el pecado, se podría distinguir entre incredulidad material y formal, según que se dé con culpa o sin culpa. Es verdad que tales distinciones presuponen un concepto de fe orientado por la objetivación conceptual y refleja del objeto de la misma. A este respecto puede darse ciertamente una incredulidad que sea total (- ateísmo) y sín embargo inculpable(cf. Vaticano u, Lumen gentium, n.0 16; Gaudium et spes, n.° 2lss). Pero si se entiende por fe la gracia y la concomitante ilustración temática, aunque no necesariamente objetivada (-> fe, -> revelación), que en virtud de la universal —> voluntad salvífica de Dios (en -> salvación) se ofrece a todo hombre, y que en los «adultos», es decir, en quienes disponen libremente de sí mismos, sólo puede darse a modo de libre aceptación o de repulsa; entonces la i. frente a esta fe sólo puede concebirse como culpable. Mas en tal caso cabe decir a la inversa que también puede poseer esta fe alguien que, «sin culpa, no ha llegado al conocimiento expreso de Dios (o sea que es incrédulo en el sentido habitual); pero que, no sin la ayuda de la gracia, procura llevar una vida justa» (Lumen gentium, n° 16). Dicho de otro modo, en la raíz más profunda de la existencia, y bajo la oferta permanente de la gracia divina, (-> existencial II), no hay i. La i. hasta el ateísmo en la dimensión de la objetivación conceptual y refleja (aun tratándose de un acto libre) no es necesariamente ni siempre manifestación de una i. (en el hondón último de la existencia) que sea la pérdida culpable de la gracia de la fe, exactamente igual que un aferrarse libremente a los principios de la fe en el terreno de los conceptos y de la confesión pública no es ningún argumento seguro en favor de la fe como decisión, movida por la gracia, de la libertad originaria hacia Dios en el centro de la existencia, sino que esta «obra» de la fe sigue siendo ambivalente.

Supuesto este concepto de fe y de i., podría distinguirse entre incredulidad existencial (siempre culpable) y teórica (culpable o inculpable). Las usuales distinciones escolásticas se referirían sobre todo a la i. teórica. Evidentemente tales distinciones no significan que nosotros podamos clasificar claramente a un hombre concreto en su relación con Dios. Por cuanto toda la gracia de la fe es gracia de Cristo y el hombre que obra en apariencia de forma meramente humana tiene una relación positiva aunque inconsciente con Cristo (cf. p. ej., Mt 25), esta relación con Cristo no significa cualquier simple objeto de fe, sino que se refiere a la dimensión encarnacionista de la fe (sin perjuicio de Heb 11, 6 y de toda la discusión teológica sobre qué «objetos de fe» son necesarios con necesidad de medio para salvarse); la fe única y la i. (otra vez con la misma diferencia de planos) pueden verse simplemente tanto en relación con Dios como con Jesucristo, cual ocurre ante todo en el lenguaje de Juan (p. ej., 11, 6).

3. Por lo que acabamos de decir ya se ve que en realidad no existe todavía una teología de la i. perfectamente desarrollada. Pues los planteamientos más simples de lo que es la i. llevaron a aporías y teorías que en modo alguno han sido abordadas a fondo en la teología. La i. es vista sólo como un caso, especialmente grave, de pecado; o sea, no se ve claramente como oposición a la fe, la cual es raíz y fundamento de la adecuada relación con Dios (Dz 801). Así, la i. viene descrita de manera meramente negativa y la fe es entendida directamente en su forma de conceptos articulados, como suma de verdades de fe, las cuales, son negadas en la i. Con lo que no se llega a una afirmación clara del carácter específico de la i. existencial como decisión de toda la persona. En cuanto acto originario y existencial de libertad, con que el hombre dispone de todo su ser, la i. es necesariamente o bien el proyecto de una existencia humana que dispone de sí misma sin ninguna clase de misterios, o bien un encerramiento radical y desesperado, el cual no permite que el futuro del hombre sea, en esperanza, mayor de lo que él mismo puede crear, aun viendo lo insuficiente de la propia creación. Ambas formas de i. pueden estar ocultas y reprimidas por una sobriedad escéptica y valiente (o valiente en apariencia) que quiere solucionar silenciosamente lo incomprensible de la existencia. Pero esta postura firme ante lo cotidiano también puede ser en su ambivalencia la manifestación de la fe esperanzada. Y lo que eso es en realidad nadie puede decirlo por sí mismo con seguridad en el tribunal de la reflexión (cf. Dz 805 822ss).

Una teología de la i. debería poner en claro dónde está para el creyente el topos existencial y teórico para su inteligencia de la i., topos que no puede (como si fuera absolutamente extraño e incomprendido), afectar a la fe desde fuera, si ésta ha de ser la comprensión total de la existencia humana y del mundo, comprensión en la que todo es juzgado (1 Cor 2, 15). Una teología de la i. debería ilustrarla no sólo como un suceso de la historia privada de salvación y perdiciónde cada uno, sino también como fenómeno de la historia colectiva de salvación y del «mundo». Así como hay un «pecado del mundo» (Jn 1, 19, etc.; —>pecado original), hay también una «i. del mundo», que a su vez tiene una forma de historia, en la cual aquélla se hace cada vez más radical e intenta presentarse siempre como algo evidente e incuestionable. La i. no sólo niega ateamente a Dios, sino que quiere también configurar los horizontes mentales, de modo que ya no pueda plantearse el problema de Dios. La cuestión histórico-teológica de la i. atea, como vasto fenómeno social, debe orientarse ante todo hacia el hecho de que el ateísmo secularizante es la falsa forma de reacción ante la justificada, y en el fondo cristiana, eliminación del carácter divino del mundo, la cual pone en claro que Dios es Dios en su misterio inaccesible y no una parte del mundo.

4. La fe misma suscita la posibilidad de la i.; a su condición peregrinante pertenece esencialmente la posibilidad de que el hombre sea tentado por la i. Y eso no sólo porque la fe es esencialmente libre y gracia indisponible de Dios, y por lo mismo debe existir en el espacio de una auténtica posibilidad de su contrario, sino también porque la objetivación concreta de la fe originaria y existencial en las fórmulas creyentes, a causa de su carácter análogo, a causa de la imposibilidad de afirmar en cada formulación su referencia al misterio, de expresar en palabras esa misma referencia originaria, suscita la tentación de descargarse del peso de tales formulaciones con un escepticismo o con la huida a una énoxí intelectual. Finalmente en su —> concupiscencia, que es una situación no sólo moral sino también intelectual, interna y externa, pluralista, no integrada con sus elementos en la decisión de fe y no integrable totalmente, también el hombre creyente encuentra siempre objetivaciones que proceden de la i. y tienden a ella (cf. Dz 792) y que hacen insoluble para la existencia individual la cuestión de si es ella o son las -> «obras» de la fe la manifestación de la decisión que arranca del centro de la existencia (cf. 1 Cor 4, 4s). Si el hombre debe repetir un . y otra vez las palabras de Mc 9, 24, ahí no se trata de un caso particular de la fe que no debería darse, sino que eso es expresión de la situación normal del creyente, el cual así como puede ser simul iustus et peccator, puede ser también simul fidelis et infidelis.

5. En este período de transición desde la Iglesia del pueblo a la Iglesia de los creyentes personales, el cristiano debería ver claramente que la situación en la cual la fe podía identificarse con la opinión pública de la sociedad no es la situación auténtica de la fe; su situación es aquella en que una convención social no le quita el peso de la decisión. El predicador no se puede abandonar en su tarea a esta convención; debe saber que hoy el mensaje del Evangelio debe orientarse en una forma distinta de la de antes; es decir, desde y hacia el mundo secularizado, debe orientarse teniendo en cuenta y expresando la i. latente en los cristianos tradicionales. Quien predica cual si hablase a los i. de hoy, predica correctamente a los cristianos. Por ello debe hablarse también desde una teología que responda a la mentalidad del hombre de hoy. En esta predicación no puede pasarse por alto la distinción entre la fe originaria que late en lo profundo de la existencia y su articulación conceptual; aunque ésta última ya por el mero hecho de la historicidad de los sucesos de la salvación creídos y proclamados, tampoco puede menospreciarse. Pero la predicación y la fe articulada conceptualmente deben ser de tal manera que resulte clara su relación retrospectiva con las decisiones supremas y existenciales (sostenidas por la gracia) que de un modo o de otro se le exigen al hombre en su ineludible situación. Al faltar a menudo esta vinculación, pudo producirse la impresión de que bastaba con olvidar de un modo radical la fe explícita para escapar así incluso a la decisión entre fe e incredulidad.

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Karl Rahner