IGLESIA Y MUNDO
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1. Planteamiento del problema

La reflexión y la doctrina de la Iglesia acerca de las relaciones mutuas entre el m. y la I. han entrado en un nuevo estadio gracias al concilio Vaticano ti. Evidentemente este tema ha sido una preocupación constante de la Iglesia. Ya la Escritura se pregunta por la importancia de la autoridad temporal, por la obligación y el límite de la obediencia de los cristianos a esa autoridad. La patrística, la edad media y la época moderna estudian en teoría y en la práctica (que con frecuencia conduce a enconadas luchas): las relaciones entre sacerdotium et imperium, entre la -> Iglesia y el Estado; la libertad de aquélla frente a éste; la relativa autonomía del Estado frente a la Iglesia; el derecho de la Iglesia a una determinada clase de influencia sobre la actuación estatal; el problema de la «separación entre la Iglesia y el Estado»; las obligaciones estatales para con la verdadera religión e Iglesia. Pero, prescindiendo de la cuestión, siempre replanteada, acerca de las relaciones entre la revelación (dogma, magisterio eclesiástico) y la ciencia profana (que también es parte esencial del «mundo»), el problema se había planteado casi exclusivamente bajo la fórmula «Iglesia y Estado» (entendido como autoridad).

Hoy en día se estudia el problema bajo el aspecto de las relaciones entre I. y m. A este respecto el mundo es considerado y experimentado como historia única y total de la humanidad; no como una dimensión que está hecha de antemano e interesa solamente en cuanto mera situación salvífica, sino como una creación que el hombre mismo planea y hace, y que como tal le interesa por sí mismo en su significación propia, empíricamente perceptible. Este nuevo planteamiento se pone de manifiesto claramente en el Vaticano ii. La Iglesia se plantea de forma consciente esta cuestión, esbozada ya en su disputa con el liberalismo del s. xix y (sobre todo en el terreno económico) con el -> marxismo, primer sistema que realmente proyectó una auténtica «teoría de la praxis» con miras a un mundo que el hombre mismo había de edificar para liberarse de su «autoalienación». El Vaticano ii asume explícitamente esta amplia temática, especialmente (pero no sólo) en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy. También en otros textos se estudian algunos aspectos de este tema total. El mundo, en el que vive la Iglesia, es el mundo de una cristiandad separada, con muchas religiones superiores no cristianas, con una «sociedad pluralista», donde la misión de la autoridad estatal es completamente distinta de la que el Estado tiene en una -> sociedad ideológicamente homogénea (o que llega a serlo tras breve tiempo de transición y de luchas). Por eso podemos incluir también la declaración del Concilio sobre el ecumenismo, las religiones no cristianas y la libertad religiosa en el tema de las relaciones entre la I. y el mundo.

II. Conceptos de «mundo» y de «Iglesia»

Para hablar más concretamente de estas relaciones hemos de ofrecer una breve exposición previa de los términos relacionados entre sí.

1. Desde el punto de vista teológico, «mundo» designa primeramente la totalidad de la -> creación como unidad (en su origen, destino y fin, en sus estructuras generales, en la interdependencia entre todas las partes). Como tal puede incluir al hombre, o designar tan sólo su «mundo circundante», como situación preestablecida por Dios de su historia salvífica. En este sentido, mundo significa lo mismo que «cielo y tierra»; es -> revelación de Dios para su gloria, algo bueno, conveniente y hermoso, el destinatario, creado con libertad y amor, de la comunicación de Dios mismo (Jn 3, 16s; Dz 428 1805). No es lo que separa de Dios, sino lo que media entre él y el hombre, como se evidencia sobre todo en la encarnación. En cuanto este mundo (sobre todo el mundo humano) se caracteriza desde el principio por la culpa en la esfera de los -a ángeles y en la del hombre (-> pecado original) y por la ulterior historia de perdición que llega a calar profundamente en la esfera material, la cual se hace así contraria a Dios y a sus propias estructuras y a sus fines últimos; «mundo» (en el lenguaje bíblico: «este» cosmos, «este» eón) significa la totalidad de «virtudes y potestades» hostiles a Dios, o sea todo lo que hay en el mundo como impulso que arrastra a nueva culpa y como encarnación palpable de esa culpa. En ese sentido el cristiano no debe ser «del mundo» (Jn 18, 36), aunque tenga que estar «en» él (Jn 17, 11). Pero en cuanto tal mundo pecador sigue siendo el mundo querido por Dios, necesitado y también capaz de redención, abrazado ya por la gracia de Dios a pesar de y en su culpa, cuya historia concluirá en el -» reino de Dios. Por ello, pese a la resistencia del mundo contra Dios, es tarea del cristiano, que en virtud de la gracia debe mantener en pie sus verdaderos órdenes, percibir sus posibilidades de evolución, distinguiendo con sentido crítico los diversos impulsos existentes en él y soportar con paciencia hasta el final el peso y las tinieblas constantes de la existencia mundana. En tal sentido este mundo tiene una historia que ha entrado en su estadio escatológico por la encarnación, cruz y resurrección de la Palabra eterna de Dios; es decir, el desenlace de esta historia como totalidad ha sido decidido ya por Cristo en el fondo de la realidad; aun cuando dicho desenlace esté todavía velado y sólo sea perceptible por la fe, sin embargo el mundo «futuro» (-> eón) está ya presente y actúa en nuestro mundo. Aquí se ve que el cristianismo conoce un -a dualismo histórico-salvífico (que está tocando a su fin), pero no un dualismo radical e insuperable entre Dios y el mundo. Un dualismo semejante no puede determinar, ni siquiera en forma velada, la práctica de los cristianos.

En este polifacético concepto teológico de «mundo», cuyos aspectos aislados jamás se pueden separar adecuadamente en la práctica (ahí está la auténtica dificultad del problema en su conjunto), hay que tener en cuenta dos cosas: las tres significaciones de «mundo» (mundo creado y bueno; mundo pecador y perdido; mundo sobrenaturalmente redimido, que por la gracia está abocado a una situación salvífica) no son tres acepciones dispares de una misma palabra, sino que están ligadas entre sí por el hecho de que este mundo (como mundo del hombre) es historia, una historia que todavía está aconteciendo. Porque el mundo es historia (no un escenario estático sobre el que acontece la historia), tiene un principio, unos presupuestos y un fin hacia el que se dirige mediante la decisión libre de los hombres que actúan en él (mundo como creación y como destinatario de la comunicación sobrenatural de Dios mismo por la gracia). Porque es una historia cuyo resultado aún está oculto por hallarse todavía en estadio de realización, puede ser para nosotros la unidad y diferencia (siempre indisolubles) de la decisión personal ante Dios y de las objetivaciones intramundanas que la hacen posible y le dan plenitud de acción salvífica y de culpa. Este mundo no es sólo historia (como cambio); hoy puede planificarse, dando como resultado una historia activamente manipulada y dirigida por el hombre, la cual abarca la esfera espacio-temporal (sin reducirse a la dimensión de salvación o condenación ante Dios en el más allá), cosa que antes no se dio en una medida tan amplia.

2. Por lo que respecta al concepto «Iglesia», no hay naturalmente por qué desarrollarlo aquí in extenso (—> Iglesia, -> cristianismo). Sólo conviene destacar en el mismo algo que es de especial importancia para nuestro planteamiento. La Iglesia no se identifica con el «reino de Dios», sino que es el sacramento histórico-salvífico del mismo en la fase escatológica, inaugurada en Cristo, de la historia de la salvación y como tal hace que se realice el reino de Dios. Mientras dura la historia, la Iglesia nunca se identifica con el reino de Dios. Este reino sólo llegará definitivamente al terminar la historia, con la segunda venida de Cristo y el juicio final. Pero tampoco es simplemente lo que está pendiente, y que más tarde ocupará el lugar del mundo, de su historia y del resultado de esa historia. El reino de Dios se hace presente en la historia del mundo (¡no sólo de la Iglesia!) allí donde se realiza la obediencia a Dios en la gracia como aceptación de la comunicación de Dios mismo. Pero esto no acontece tan sólo en la Iglesia como comunidad socialmente constituida, históricamente visible, de los redimidos, ni acontece solamente en la interioridad secreta de la conciencia, en la metahistórica subjetividad religiosa, sino que se produce también en la historia concreta de la realización de un deber terreno, de un amor eficaz (también colectivo) al prójimo. Y eso a pesar de que esta historia permanece ambigua en sus objetivaciones empíricamente perceptibles, a pesar de que, aun siendo el medio en que se acepta la gracia, la oculta. La tesis del reino de Dios como «mundo» en el fondo ya está contenida en la afirmación católica de que se da -> gracia y -> justificación fuera de la sociedad visible de la Iglesia (y, por consiguiente, la historia de la Iglesia y la historia de la salvación no coinciden). Y está igualmente contenida en la doctrina sobre la inseparable unidad de la moralidad material y de la formal; esa unidad exige determinadas realizaciones materiales, intramundanas, con un sentido, y no puede reducirse a una mera actitud religiosa o formalmente «creyente». Y también está contenida en la doctrina sobre la unidad entre el amor de Dios y el amor al prójimo. Con relación a este reino de Dios en el «mundo», que sin embargo no puede identificarse sin más con una determinada objetividad mundana, la Iglesia es un fragmento (porque ella misma está en el mundo y hace historia del mundo en sus miembros [cf. Dz 1783]) y sobre todo es el sacramento fundamental particular, es decir, la manifestación históricosalvífica, escatológica y eficaz (signo) de que está llegando el reino de Dios en la unidad, acción, fraternidad, etc., del mundo; de tal manera que también aquí, como en cada uno de los sacramentos, no se pueden separar el signo y lo significado, pero tampoco pueden identificarse (cf. Vaticano Lumen gentium, n.° 9).

III. Historicidad de las relaciones entre Iglesia y mundo

Estas relaciones entre I. y m. tienen una historia. No son ni tienen por qué ser siempre las mismas. Y no sólo se modifican porque el mundo (como historia libre, individual y colectiva) y también la Iglesia (en su ministerio y sobre todo en sus miembros) con sus defectos y culpas pueden desfigurar y falsear las relaciones entre ambas entidades (por intrusiones en las competencias de la otra parte; por negligencia o interpretación deficiente del deber que incumbe a cada una de las partes respecto de la otra); sino además, con anterioridad a semejante culpa histórica, porque ambas partes son magnitudes históricas y, por tanto, mutables, de modo que pueden cambiar sus relaciones mutuas. No sólo existe una historia profana del mundo (en su conocimiento, en su cultura, en su emancipación del dominio de la naturaleza, en su carácter social, en la visión total de sí mismo, en su actitud con respecto a su pasado y a su futuro abierto). También la Iglesia, mediante un proceso histórico y bajo la dirección del Espíritu, es introducida lentamente y de manera plena en la verdad que posee siempre; y esta historia de la verdad, como criterio de la acción eclesiástica, transforma asimismo las relaciones de la I. con el m. y con todos sus campos. Por ejemplo, sólo despacio aprende la Iglesia a valorar la libertad del individuo y de los grupos humanos, la unidad y pluralidad de las muchas Iglesias (así como su substrato étnico y sus relaciones con la historia profana; véanse los decretos Orientalium Ecclesiarum y Unitatis redintegratio del Vaticano ii), cuya cúspide unitaria es ella; sólo lentamente va valorando la relativa autonomía de las ciencias profanas, la posible diversidad de la constitución social, estatal y económica de los grupos humanos (eliminando su desconfianaz frente a la democracia y a ciertas formas de mayor socialización, etcétera). Poco a poco va logrando una apreciación más serena, más amplia y personal de lo sexual en el hombre. Y a pesar de la motivación profana de este desarrollo y transformación en la teoría y en la práctica, semejante cambio de la Iglesia se encuentra en definitiva bajo el criterio de su propio espíritu y de su vieja verdad, sin que sea sólo una «acomodación» impuesta desde fuera a una situación histórica que ella no puede cambiar. En este cambio de la Iglesia y del mundo ambas esferas se influyen mutuamente. El cambio del espíritu occidental en la edad moderna (su transición de un cosmocentrismo griego a un antropocentrismo, su eliminación de todo rasgo divino del mundo para convertirlo en material de la acción humana, su racionalidad y técnica, la reflexión sobre la propia historicidad y la consecuente postura crítica frente al pasado, relativizando la tradición humana y abriendo un nuevo futuro) ha brotado en definitiva del propio espíritu del cristianismo, aunque con frecuencia (justa o culpablemente) se haya vuelto contra la Iglesia concreta, obligándola a aprender lentamente lo que de hecho supo siempre. Porque estas relaciones entre I. y m. son y tienen realmente historia, deben determinarse cada vez en forma nueva (y concreta, aunque permanezcan sus estructuras fundamentales), y conservan lo imprevisible e implanificable de la historia, sin que puedan derivarse simplemente en forma concreta y adecuada de los principios eternos, capaces de fijarlas concretamente de una vez por todas.

Esas relaciones son también fruto de la decisión primigenia de los hombres que actúan históricamente en la Iglesia y en el mundo, y por esto acarrean luchas. Por lo que toca a la Iglesia, su postura frente al mundo no es sólo cuestión de instancias doctrinales, sino también de una actitud libremente adoptada por su ministerio pastoral y sus representantes carismáticos (en la cambiante unidad dialéctica de huida del mundo y aceptación del mismo, la cual no se puede fijar concretamente de una vez por todas). Justo porque esta historia es historia, sólo con dificultad y reservas puede reducirse a una fórmula. Quizá se podría decir que se trata de la historia del encuentro cada vez más claro de la Iglesia consigo misma (como realidad que «no es de este mundo» y como sacramento del futuro absoluto del mundo, que éste no establece con su propio poder, sino que lo recibe de Dios como gracia supramundana, quedando así relativizada en la teoría y en la acción toda concepción del mundo sobre sí mismo y produciéndose así la apertura de éste al futuro absoluto); con lo cual el mundo penetra cada vez más en su carácter secular gracias a la Iglesia.

IV. Interpretaciones erróneas

Cabe distinguir dos maneras fundamentalmente falsas de definir las relaciones entre I, y m. por parte de aquélla. Como el «mundo», en el amplio sentido actual que hemos indicado, no fue un tema explícito en los primeros siglos de la Iglesia, estas dos herejías fundamentales respecto a tales relaciones apenas se han constituido como herejías formadas, reflejas y explícitas. Pero, aunque en forma latente, han actuado eficazmente en la historia. Podemos llamar a la primera de estas herejías «integrismo» y a la otra (por carecer de una palabra mejor y más corriente) «esoterismo».

1. El integrismo entiende el mundo como mero material de la acción y automanifestación de la Iglesia; trata de integrar el mundo en la Iglesia. Admite «dos espadas» en el mundo, pero considera que la espada temporal ha sido entregada por la Iglesia y debe emplearse a su servido para el logro de sus fines más elevados. Asimismo puede entenderse en sentido integrista la doctrina acerca de la potestas indirecta ratione peccati sobre las realidades temporales. Basta para ello partir de la (falsa, pero confusamente difundida) concepción de que las normas morales de la conducta humana, proclamadas por la Iglesia (oficial) y aplicadas en la pastoral a la actuación concreta de los hombres, son de tal naturaleza que de ellas, al menos en principio, se puede derivar siempre un imperativo concreto para la actuación de cada momento. Por lo cual toda acción humana en la historia universal no sería otra cosa que la puesta en práctica de los principios enseñados, expuestos y aplicados por la Iglesia. La acción mundana en el Estado, la historia, la vida social no sería más que la realización de los principios de la Iglesia, la encarnación misma de la Iglesia; según esta concepción, el mundo o es un corpus christianum o no es nada. Si la Iglesia dejase de interesarse por una determinada configuración del mundo (si abandonara en manos de los «príncipes» los «negocios temporales»), ello no sería más que una consecuencia de suimposibilidad práctica de penetrar en el mundo (pero no una entrega, en principio liberadora, del mundo a su mundanidad por parte de la Iglesia); o bien se debería a que tal acción mundana carece ya de importancia salvífica, por resultar impermeable a los principios reflejos de la Iglesia, y así, como adiaphora, puede ser realizada por el hombre mismo (pero ya no con la pasión de una histórica decisión ética ante Dios). Mas tales presupuestos implícitos del integrismo son falsos; pues ni de los principios del derecho natural o del evangelio puede derivarse la acción del hombre obligatoria aquí y ahora (aun cuando ésta deba naturalmente respetarlos); ni esta acción, cuando es algo más que la mera ejecución de tales principios y de las instrucciones de la Iglesia jerárquica, deja de tener importancia moral ante Dios, de afectar a la salvación, de relacionarse con un absoluto sentido moral de responsabilidad, o incluso de ser objeto de inspiración carismática desde lo alto y un momento (intramundano) en la venida del reino de Dios. Semejante integrismo pasa por alto incluso la doctrina católica de un pluralismo intrínsecamente humano e insuperable para el hombre; éste se encuentra siempre de antemano en una multiplicidad de experiencias no reducidas a unidad (fuentes de conocimiento) y de instintos irreconciliables entre sí, en una situación «concupiscente» (que siempre tiende más allá de lo alcanzado). El intento de integración (o síntesis) de esta multiplicidad está justificado y mandado (para lograr la unidad de todo conocimiento en una visión humana y cristiana del mundo; para una actuación desde el amor de Dios; para una relación positiva entre Iglesia y Estado; para una inspiración cristiana de la cultura); pero el integrismo se equivoca al pensar que tal síntesis puede lograrse adecuadamente, que entre lo mundano y lo cristiano es posible una mediación concreta y perfecta y sobre todo que esta síntesis puede conseguirla la Iglesia oficial en cuanto Iglesia, de modo que esta síntesis adecuada no sólo sería el objetivo asintótico de la historia en el reino de Dios (más allá de la historia), sino que podría llegar a ser un acontecimiento de la historia misma. Por consiguiente, el integrismo es la falsa opinión de que todo ha de realizarse, porque todo lo importante para la salvación es también — en principio al menos — algo que pertenece a la Iglesia jerárquica, y todo lo no eclesiástico es pura mundanidad indiferente, sin importancia seria para el hombre en su totalidad, y por tanto para su salvación y para el reino de Dios. Lo falso de esta posición se pone de manifiesto sobre todo cuando el mundo pasa de una situación estática y una consideración teórica a ser un mundo manipulable y transformable por el hombre y su praxis. Pues entonces se evidencia que el futuro realizado activamente no puede ya derivarse adecuadamente de principios eternos, sino que lo realmente nuevo, como objeto de decisión, se encuentra bajo la llamada de Dios y la responsabilidad del hombre en una forma diferente de la oficialmente eclesiástica; que de este modo incluso el cristiano en cuanto tal (y sobre todo el laico en su misión temporal) es más que un receptor de órdenes de la jerarquía eclesiástica, sin que allí donde está deje de obrar como cristiano con una decisión responsable e histórica; que, por tanto, no coinciden la actuación que cae inmediatamente bajo la norma de la Iglesia y la actuación cristiana, que es auténticamente humana.

2. Podríamos llamar esoterismo a aquella actitud falsa de la Iglesia concreta o del cristiano frente al mundo que considera lo «mundano» como indiferente para el cristianismo, para la vida de cara a la salvación y, por tanto, para el futuro absoluto de Dios; actitud en la que, por consiguiente, se considera la «huida del mundo» (no sólo en cuanto éste es pecador) como la única postura auténticamente cristiana, y se mira como fundamentalmente sospechoso para el cristiano el amor al mundo, a sus bienes, al placer, al trabajo y al éxito (siempre y cuando todo eso no esté inspirado y prescrito directa y expresamente por un objetivo «sobrenatural», «religioso»). Las fuentes y los tipos de este esoterismo son múltiples. Puede estar sostenido por un dualismo radical que identifica simplemente lo empírico del mundo con su carácter pecador, de manera que la fuga del mundo (de su cultura, de su propio desarrollo, de la sexualidad) es también un alejamiento del pecado y, sin ninguna dialéctica, constituye la mayor proximidad a Dios. Puede también creerse legitimado por la actitud neotestamentaria del sermón de la montaña, por la recomendación de la continencia sexual, por la indiferencia frente a las relaciones sociales, por la expectación de un próximo fin del mundo, etc., en el NT, y partiendo de ahí creer que toda la existencia cristiana tiene en esta actitud neotestamentaria no sólo una amonestación y un correctivo siempre necesarios, sino su expresión adecuada, que ella debe limitarse a conservar y copiar. Este esoterismo (que, entre otras manifestaciones, se prolonga en la doctrina de la Iglesia invisible de los predestinados, sólo conocidos por Dios) puede basarse en la idea de que lo válido ante Dios en el plano moral es lo simplemente metahistórico, lo que está más allá de las realizaciones concretas, materialmente mensurables, la mera intención, la interioridad (la fe, la «decisión» que se mantiene en el terreno formal); en la idea de que no hay una ética material cristiana, de que lo «mundano» es sencillamente impenetrable para una actitud cristiana, de que para ésta es indiferente o incluso pura y totalmente pecado (por igual en todas sus formas), de que se encuentra exclusivamente bajo la «ley», y no bajo el evangelio que redime y santifica al mundo mismo. Concretamente en el campo católico este esoterismo piensa, por ejemplo, que la vida de acuerdo con los consejos evangélicos en una orden religiosa es eo ipso la realización única o la más elevada del espíritu cristiano, de la que muchos quedan dispensados sólo a causa de su debilidad. El integrismo y el esoterismo pueden combinarse raras veces en la tendencia — presente, por ejemplo, en la Iglesia monacal irlandesa — de hacer del mundo un monasterio; también la idea calvinista del Estado de Dios de la comunidad cristiana con su disciplina eclesiástica contiene algo de esta combinación. Lo decisivo del esoterismo es que lo mundano queda abandonado a sí mismo, y no es considerado- como tarea positiva del cristiano en cuanto tal, sino como un «resto» indiferente o pecaminoso en un vida explícitamente religiosa, que, en cuanto es realizable, la practican del modo más exclusivo posible los pequeños círculos de los esotéricos religiosos.

V. Intento de determinar tales relaciones

Las verdaderas relaciones del cristiano y de la Iglesia con el mundo están a medio camino entre esos dos extremos. No podemos concebir esta posición intermedia como un compromiso equitativo impuesto sólo por las circunstancias, que se da únicamente porque el mundo, por desgracia, de hecho no se deja integrar plenamente en lo eclesiástico-religioso, o porque el piadoso en exclusiva no puede evitar el servir a las necesidades profanas de la vida. Se trata de un «centro» que, según veremos, está como una unidad original por encima de los extremos, que constituye por sí mismo la unidad y la diferencia de lo explícitamente cristiano y de la Iglesia, por una parte, y del mundo y la acción mundana, por otra. Las verdaderas relaciones entre la I. y el m. deben determinarse además de manera diferente cuando se trata de las relaciones de la Iglesia oficial (del magisterio y de la jerarquía, de la acción «oficial» eclesiástica que compromete a la Iglesia constituida socialmente en cuanto tal) con el mundo, y cuando se trata de las relaciones con el mundo por parte de los cristianos (de los laicos sobre todo), que en su totalidad constituyen la Iglesia. Estas relaciones de los cristianos (que constituyen la Iglesia) con el mundo no son tampoco iguales para todos, pues cada uno tiene su propia vocación y tarea en el cuerpo de Cristo, tarea que puede y debe llevar a configuraciones muy diferentes de la propia postura frente al mundo (por ejemplo, desde cierta «huida del mundo» en el monje contemplativo hasta el compromiso en apariencia totalmente prqfano del estadista afanoso de gloria y de hacer historia). Y estas circunstancias multiformes de la Iglesia (Iglesia jerárquica, Iglesia como pueblo de Dios) tienen una vez más, como ya se ha dicho, una historia cambiante, de manera que, por ejemplo, todas ellas en medio de su diversidad pueden tener un común «estilo de época» (hoy, por ejemplo, incluso el monje contemplativo tiene una conciencia más explícita que antes de su deber apostólico, y esto contribuirá a determinar asimismo su estilo de vida).

1. Para la Iglesia oficial, en sus relaciones con el mundo, actualmente será decisivo por una parte que ella renuncie a todo integrismo, incluso al de tipo meramente práctico. Como sociedad concreta, jurídicamente constituida, no podrá ni deberá tampoco renunciar (en medio de una auténtica libertad en una sociedad pluralista) a tener relaciones institucionalizadas con el mundo, sus grupos (Estados, otras Iglesias, etc.) y sus instituciones. Cuando es en verdad posible y útil, se puedenfirmar, por ejemplo, concordatos (aunque quizá se acerca a su fin el tiempo de esta regulación de relaciones entre I. y m.). La Iglesia puede tener representaciones diplomáticas, puede trabajar por el reconocimiento civil jurídico de un sistema escolar propio y mantenerlo por sí misma (siempre que sea posible un sistema realmente bueno). De este modo tiene inevitablemente y con toda razón cierto poder social, aun cuando dado el creciente estado de diáspora de la Iglesia en todo el mundo, que la convierte incluso en las hasta ahora «naciones cristianas» de una Iglesia nacional en la Iglesia de quienes profesan la fe, tal poder lejos de aumentar se reduce. Pero la Iglesia jerárquica debe guardarse de utilizar esos contactos institucionales con el mundo y su poder social de manera arbitraria como «medios de presión» para alcanzar sus legítimos objetivos (la predicación eficaz del evangelio y la cristianización del mayor número posible de hombres); es decir, ha de evitar el dirigirlos hacia algo que no sea la obediencia a la fe libre, espontánea y siempre renovada de los hombres. (Aquí ya no tiene importancia, al menos prácticamente y por lo que respecta a la vida pública, la diferencia antes tan acentuada entre bautizados y no bautizados. Incluso allí donde aún le sea posible, la Iglesia no debe emplear medios profanos de coacción, por ejemplo, perjuicios económicos contra miembros bautizados que actúan como no cristianos.) En toda su conducta la Iglesia debe hacer que aparezca bien claro que no es ni quiere ser otra cosa que la comunión socialmente constituida de los que creen libremente en Cristo y en su amor están unidos con él y entre sí; no la institución religiosa de un Estado o de una sociedad profana en cuanto tal. Por su propia naturaleza debe respetar radicalmente la libertad de conciencia y de religión en los individuos y grupos (no sólo donde no puede hacer otra cosa). Precisamente como tal comunidad libre de los que creen personalmente dejará de producir la impresión de que es la institución tradicional, casi folklórica, que pone un ornato religioso en la vida de quienes siendo niños fueron bautizados por padres católicos y sólo por ello han de prolongar esta costumbre religiosa.

Por otra parte, la Iglesia puede ser más bien una Iglesia misionera, que se dirige a todos, que trata seriamente de ganar para el bautismo a los adultos incluso en los «países cristianos», que ofrecen campo al sentimiento vital de estos hombres «modernos» (que traen consigo una personalidad ya forjada).

La Iglesia jerárquica tendrá además que ver con claridad cómo hoy, en un mundo dinámico, sumamente complejo y repleto hasta límites increíbles de bienes, planes y posibilidades inmensas creadas por el hombre ya no le es posible promulgar imperativos inmediatos y concretos — aunque en principio pudiera hacerlo — para regular la configuración concreta de la economía, el control directo de la formación, la distribución de los impuestos destinados a la ayuda económica de los pueblos subdesarrollados, la planificación del aumento demográfico, el rearme o el desarme, etc. La Iglesia deberá anunciar los principios generales de la dignidad del hombre, la libertad, la justicia, el amor, etc., sin pensar en modo alguno que una predicación semejante es inútil o irrelevante, ni que es sólo el ornamento ideológico de una vida brutal que se desarrolla de acuerdo con unas leyes muy diferentes. Puede (como en el caso de Juan xxiii o de Pablo vi ante las Naciones Unidas) en determinadas circunstancias tener incluso el valor de presentarse como representante y portavoz de un instinto histórico cristiano o de una decisión cristiana, cuando esto es más una llamada «carismática» que una mera deducción a partir de ciertos principios cristianos (suponiendo que tal distinción resulte clara en este caso). Pero debe establecer asimismo una distinción real entre los principios cristianos y la decisión concreta, la cual no puede derivarse solamente de ellos, de manera que los límites y posibilidades de la Iglesia jerárquica (sin pretensiones integristas) resulten claros. Esto importa sobre todo cuando un estadista, que es cristiano, debe tomar decisiones para la sociedad pluralista como tal que él representa. Bien marcada esa diferencia, se puede también combatir realmente la confusión todavía existente en aquella mentalidad cristiana según la cual el creyente está seguro de la moralidad de su actuación, de la conformidad de sus decisiones con la voluntad divina cuando éstas no van claramente en contra de las normas materiales de la Iglesia. Sólo entonces resulta perfectamente claro que la conducta cristiana en cuanto tal es posible y obligatoria incluso en el terreno de lotemporal, incluso allí donde no es «eclesiástica»; que la actuación profana del cristiano (que como tal tiene obligaciones con el mundo), conforme a la realidad, la historia y la situación, y derivada de una suprema actitud cristiana, reviste un significado salvífico, pese a su permanente carácter profano. Esta liberadora «modestia» de la Iglesia oficial, que suscita lo auténticamente cristiano (fuera de lo eclesiástico), no es una limitación de su poder impuesta desde fuera, sino resultado de la misma visión cristiana del mundo, como pronto vamos a demostrar.

2. Los cristianos, y también la Iglesia como «pueblo de Dios», tienen unas relaciones con el mundo parcialmente distintas de las de la Iglesia jerárquica en cuanto tal. Estas relaciones se basan en definitiva, como lo evidencia de modo claro y soberano la encarnación del Logos divino, en que la aceptación del mundo por Dios (por tanto la gracia, lo auténticamente «cristiano») no significa la absorción en Dios disolvente y aniquiladora del mundo como destinatario de la comunicación divina, no equivale a la desaparición del mundo, sino que es la liberación del mismo para una autonomía, una importancia y un poder propios; proximidad a Dios y la realidad propia del mundo crecen en proporción directa y no inversa. Sobre este punto hay que tener en cuenta dos cosas (a las que ya nos hemos referido brevemente). Dicha aceptación del mundo tiene su historia (de la salvación). Por ello esta liberación del mundo en su carácter secular a través de su aceptación por parte de Dios puede crecer y clarificarse; y eso es lo que ha sucedido en el curso de la historia cristiana. Tal crecimiento de la mundanidad del mundo sigue siendo un fenómeno cristiano incluso allí donde, visto superficialmente, acontece con medios puramente profanos (progreso de la ciencia racional, de la técnica, de los grados superiores de socialización del hombre), y a menudo se ha dado con protestas por parte de los cristianos. Esta liberación del mundo en su (creciente) ser propio por la aceptación divina de hecho es a la vez la inserción del mismo en una estructura «concupiscente», sin que este aspecto de la mundanidad del mundo haya de concebirse como necesario (en definitiva, es la libre disposición del amor divino, que quiso vencer en el fracaso y en la muerte). Esto quiere decir que el hecho liberador de que el mundo sea aceptado en su mundanidad no resulta evidente sin más; tal mundanidad oculta simultáneamente esta aceptación, accesible sólo a la fe y a la esperanza. La pluralidad del mundo no ha sido integrada de manera empíricamente perceptible ya para nosotros en el movimiento que la voluntad divina, creadora y misericordiosa, imprime a toda la realidad hacia Dios. El hombre se encuentra siempre expuesto a la pluralidad de momentos de su vida, que él no puede integrar adecuadamente partiendo del punto supremo (el amor de Dios); a una pluralidad de experiencias no sintetizadas, de impulsos contradictorios, en una palabra, expuesto al mundo mundano. Y este mundo tampoco penetra con su desarrollo puramente «evolutivo» en el amor de Dios, en su epifanía terrestre, en el reino de Dios. Camina hacia esta meta a través de caídas y corrupción, a través del punto cero de la muerte. Esta situación «concupiscente» del mundo, que determina en parte su mundanidad, es a la vez, de acuerdo con la concepción cristiana (y, desde luego, de una manera nunca perfectamente soluble por el hombre dentro de su historia), manifestación del «pecado del mundo» y comunicación y manifestación de la participación redentora en el destino de Cristo para salvar al mundo y lograr su futuro absoluto, que es Dios mismo. El mundo, por tanto, no es para el cristiano lo esotérico e indiferente, lo que está fuera de su «vocación celestial». Pues en su permanente y creciente mundanidad se realiza lo cristiano (aun cuando esto en cuanto tal deba tener una manifestación peculiar de tipo histórico y social, con un alcance limitado y delimitado, en el conjunto del mundo, a saber, lo que se da en la faz eclesiástica). Mas no por ello la mundanidad del mundo en su empirismo inmediato y profano se identifica sin más (con anterioridad a la fe y a la esperanza) con lo cristiano propiamente dicho, de tal modo que ya no deba darse más que una apertura serena e históricamente responsable a este mundo experimentado solamente así. Más bien hay que percibir y aceptar su propia dimensión profunda y dinámica última que ha impreso en él la gracia divina; en ese dinamismo el mundo está abierto a la inmediatez de Dios.

Esta experiencia y aceptación salvíficas, allí donde inculpablemente no se dan con una objetivación categorial y social, es decir, en la «eclesialidad», pueden realizarse desde luego en una actuación y existencia responsables, en la aceptación confiada y obediente de este mundo condenado a muerte, de acuerdo con el dictamen de la buena conciencia; por consiguiente, en la pura mundanidad eventualmente inculpable (y esto incluso por uno que es ateo en la dimensión de la reflexión conceptual). Además hay que aceptar este mundo (contra todo integrismo) precisamente en su mundanidad concupiscente, y por lo mismo permanente y creciente, como aceptado por Dios en Cristo. Desde el sentido salvador de la cruz el cristiano entiende esta mundanidad concupiscente. Por tanto, no piensa en modo alguno que el mundo sea cristiano (y solamente cristiano) una vez que lo ha dominado en una lograda interpretación e integración religiosa (y eclesiástica). Por consiguiente puede ser tranquilamente «mundano» (a pesar de su sereno esfuerzo por una integración de la vida mediante una motivación explícitamente religiosa), tener deseos y objetivos terrenos, y gozar del mundo empírico sin mediación religiosa. Puede entender todo esto (aunque no sea de un modo explícito) como una forma de entrega obediente a la libre disposición de Dios, especialmente si está pronto a aceptar el fracaso del mundo y la muerte con obediencia y esperando contra toda esperanza. El quehacer terreno y la vocación «celestial» se distinguen de tal manera que no queda eliminada su estrecha unión (contra el esoterismo), y constituyen una unidad sin que por ello sean una misma cosa (contra el integrismo). La consecuencia es que estas relaciones en el terreno concreto no pueden fijarse claramente. Y en la Iglesia, que, como pueblo de Dios, por una parte, y como sacramento de la salvación del mundo, por otra, sólo en cuanto Iglesia total puede y debe exteriorizar tales relaciones, los individuos tienen una vocación y un deber diferentes en cada caso también a este respecto. Por eso se da en la Iglesia como una exigencia legítima la «ascética», la «huida del mundo», la vida según los consejos evangélicos como seguimiento del Crucificado, y una aceptación espontánea de la negación del mundo que a todos se exige en la muerte; por eso existe la «vida religiosa». En toda esta «huida del mundo» no sólo se da un método sacado de la experiencia de la vida para combatir directamente al pecado con su amenaza y al mundo, sino que dicha «huida» es el signo en la Iglesia, para la Iglesia y el mundo, de que éste es el mundo de Dios, de la gracia, de la esperanza en el futuro absoluto, que Dios mismo concede y que no se identifica simplemente con el desarrollo autónomo de la realidad mundana. Huida legítima del mundo es ejercitación de la fe y esperanza en la consumación del mundo, que es don divino, y de este modo es también signo de aquella valentía de la fe por la que ésta deja al mundo ser mundo, por la que, consiguientemente, puede dejarle ser finito, sin necesidad de divinizarlo, ni de apurar sus fuerzas. Mas esta huida del mundo no sería cristiana, si se impusiera de forma absoluta, si pasara por alto su función de signo al servicio de la Iglesia, si se entendiera como lo único verdadero y «radicalmente» cristiano, pensando que por sí misma equivale a la llegada de la gracia, la cual en definitiva otorga al mundo en crecimiento (aunque tiene que pasar por la muerte) como gracia del Resucitado. De ahí que la huida cristiana del mundo no pueda, en principio (y no sólo en la práctica), proponerse ser «completa»; siempre es un factor (aunque acentuado) en una vida cristiana, en una vida cristiana que con acción de gracias toma en serio al mundo y goza de él en reconocimiento de que Dios se lo ha entregado para constituir su propio ser liberado y como supremo contenido de su propia significación. Partiendo de aquí, y no como concesión a la debilidad humana, es razonable que en la Iglesia haya órdenes religiosas más o menos «rígidas». Y por la misma razón última existen en esta Iglesia ministerios mundanos, responsabilidades mundanas, auténticos compromisos (¡cristianos!) con la mundanidad del mundo, y un afán de desarrollarlo bajo todas las dimensiones que existen en él gracias al hombre. Estos ministerios mundanos no empiezan únicamente cuando se asume alguna tarea mundana por una motivación explícitamente cristiana o cuando lo «profano» se transforma en «teología» cristiana. Laten ya en la misma realidad mundana en cuanto que por la gracia divina está abierta a Dios. Mas esto no sólo debe enseñarse teóricamente en la vida mundana del cristiano, sino que debe vivirse también prácticamente (lo que en determinadas circunstancias puede acontecer desde luego en unavida cristiana «anónima»). Y por eso pertenecen también a la vida mundana del cristiano el goce del mundo, así como su acción en éste ha de incluir: el estar dispuesto a la muerte (con Cristo); el espíritu del sermón de la montaña; los consejos evangélicos; una ejercitación para la pronta renuncia, para el escepticismo frente a una absorción en el mundo, la cual acabaría por dar a éste una posición absoluta, por divinizarlo y, en último término, por identificarlo con Dios.

El hallazgo de la unidad individual entre huida del mundo y acción en el mundo, es cosa del individuo, de su «vocación», de su experiencia espiritual. Sólo cuando la Iglesia, en la diversidad y mutuo servicio de las vocaciones, practica la huida del mundo (con actitud crítica) y a la vez se adhiere a él, es el sacramento de la salvación del mundo, que debe ser él mismo y cada vez en mayor medida. Si sigue vivo en la Iglesia (incluso en una medida «heroica» en ciertos individuos) el espíritu de distancia y de crítica frente al mundo, de penitencia, contemplación y renuncia, no tiene por qué suscitar desconfianza alguna el actual «curso» de la Iglesia cuando hoy busca el diálogo con el mundo, cuando predica la unidad del amor de Dios y del prójimo, cuando se compromete en favor del desarrollo social, de la libertad, de la igualdad racial, de la fraternidad, etc. En un mundo que ha dejado de ser estático para convertirse en eI mundo que el hombre debe crear, a los cristianos y a la Iglesia les corresponden deberes y formas de existencia cristiana que antes no existieron, pero que ahora la Iglesia debe aceptar e informar con un nuevo espíritu frente al mundo. Por tanto, no todo lo que se da hoy en la Iglesia a diferencia de tiempos pasados, debe ser objeto de sospecha cual si se tratase de una concesión al espíritu del mundo maligno, como si fuera una mundanización en sentido peyorativo.

VI. Algunos problemas y máximas acerca de las relaciones entre la Iglesia y el mundo

1. El mundo de hoy se ha hecho unitario, y lo será todavía más. Esto significa con relación a la Iglesia que actualmente ella no sólo es (como siempre) una «sociedad perfecta» desde el punto de vista jurídico, con la consiguiente necesidad de actuar como una comunión de fe en la doctrina, liturgia y constitución; no sólo significa que la «misión universal» de la Iglesia en esta situación de interdependencia total de los hombres adquiere una nueva urgencia por encima de los grupos locales (naciones, Estados), por cuanto ahora el destino del cristianismo de un país «cristiano» empieza a depender del destino del cristianismo en todo el mundo y, por tanto, también en los «países no cristianos». La nueva situación significa asimismo que la Iglesia universal en cuanto tal tiene para con este mundo unido como tal unos deberes que miran a su configuración y ulterior desarrollo. En este sentido el discurso de Pablo vi ante las Naciones Unidas es un símbolo, y la constitución pastoral del Vaticano ir es una especie de programa fundamental. A pesar de subrayarse con razón la peculiaridad y autonomía de las «Iglesias particulares» en el Vaticano u (Decreto sobre las Iglesias orientales; conferencias episcopales con una mayor competencia; liturgias nacionales, etc.), la Iglesia debe poder actuar como conjunto frente al mundo unido y necesita de nuevos órganos y de instituciones adecuadas (una Caritas para la Iglesia universal, diversos «secretariados» nuevos, ayuda para el desarrollo por parte de la Iglesia universal, contactos con las Naciones Unidas, con la UNESCO, etc.).

2. Si hoy, por una parte, la Iglesia debe estar y está necesariamente en todas partes dentro de un mundo unificado (aunque con muy diversa intensidad), si por otra parte la Iglesia es siempre «el signo de contradicción», consecuentemente (prescindiendo de todas las demás razones) no le cabe otra «posibilidad» que la de ser y seguir siendo en todas partes la Iglesia de la diáspora en un mundo pluralista (a pesar de su destinación en principio a todos los hombres, destinación a la que ella debe corresponder con una misión activa y hasta ofensiva hacia dentro y hacia fuera). Esto significa a su vez que la Iglesia ha de tener ánimo para pasar de su situación como Iglesia nacional a ser una Iglesia-comunidad de los que creen personalmente por propia iniciativa; es decir, debe valorar más el tener comunidades (aunque sean numéricamente reducidas en relación con la correspondiente población total) de hombres que creen y viven cristianamente con seriedad personal, que el alcanzar yconservar a «todos» en una eclesialidad tradicional; y por tanto ha de crear una estrategia y una táctica pastorales en consonancia con ello. Así será precisamente como la Iglesia se convertirá por sí misma en una Iglesia de diálogo abierto con el mundo hacia fuera y hacia dentro. Diálogo hacia dentro: semejante Iglesia-comunidad (sin perjuicio de su permanente constitución jerárquica) será una Iglesia cuya existencia esté sostenida por los laicos en cuanto creyentes personales (y no tanto por lo institucional de la Iglesia y su poder en la sociedad, concretamente por el clero como tradicional soporte y beneficiario de este prestigio social). Por ello este laicado es también el (legítimo) mundo de la Iglesia; su formación, su mentalidad, sus esfuerzos, etc. (incluso en cuanto repercuten en la Iglesia), no son creados (como antes ocurría normalmente) tan sólo por la Iglesia como institución, sino que, en cuanto mundo previamente dado, son integrados en la Iglesia por los laicos (juntamente con los clérigos como hombres de nuestro tiempo). Y en este sentido se da y debe darse un diálogo intraeclesial de la Iglesia con el mundo. Diálogo hacia fuera: una Iglesia-comunidad en la diáspora, que además ha de ser misionera, no debe ni puede encerrarse en sí misma de forma sectaria. Ha de mantenerse en abierto diálogo con el mundo, con su cultura, con sus tendencias, con sus creaciones; pues no puede ni debe en absoluto querer vivir exclusivamente de lo que ella misma produce como cultura en su propio centro («literatura cristiana», «arte cristiano»). No debe tener mentalidad de ghetto, creyendo que puede ser autárquica en lo social y cultural. Debe querer recibir para estar en condiciones de dar.

3. Las fuerzas de este momento presente (y también del futuro) son aquellas sin las que no cabe pensar concretamente la actualización esencial de la Iglesia en el mundo. Justo por eso — prescindiendo de razones más profundas — y con toda su crítica radical a la civilización del mundo en puntos concretos, la Iglesia tiene la obligación de afrontar esta época tal como es con ánimo abierto y confiado. Precisamente la Iglesia no puede sucumbir ni a una resistencia reaccionaria contra el futuro que se inicia ni a un escatologismo, que en lugar de una sobria expectación del Señor sería una huida hacia adelante, impulsada por una ideología en el fondo intramundana. Justamente debería ver la cruz, que promete la venida de Cristo, en el hecho de que hemos de soportar la dureza prosaica de un mundo nada romántico, planificado y técnico, con todas las agravantes que una situación semejante trae consigo hasta para el propio cristianismo. Así como el cristianismo allí donde encuentra un espíritu y un corazón voluntariosos transforma también la situación y no sólo las intenciones, del mismo modo la Iglesia no debe pensar en modo alguno que sólo podría existir en la forma ahora requerida si cambiaran también aquellas circunstancias cuya desaparición no puede esperarse seriamente: la sociedad organizada a manera de masas, la «cultura» profana, el carácter poco explícito del cristianismo de este tiempo, la situación de diáspora, etc. Por eso la más pequeña victoria en esta situación y contra ella es más importante que cuanto se consigue en una situación diferente «todavía» dada (pero de hecho en decadencia) o en los contramovimientos transitorios de restauración contra el rumbo fundamental y decisivo de la historia. Cuantas veces se consiga una victoria en la nueva situación unitaria de la historia universal profana, se trata de una victoria para todo el mundo y, por tanto, también para las naciones no europeas y no cristianas, que cada vez en mayor medida entran en esta misma situación. Por consiguiente la Iglesia debe renunciar, con un sentimiento vital concreto y no sólo en una teoría abstracta, al ideal medieval de una configuración directa y universal de todas las realidades humanas.

Quien sea y quiera ser cristiano, hará sin duda todas estas cosas diversamente de los no cristianos (o de la mayoría de los no cristianos). Pero esa actuación diferente aparecerá al no cristiano tolerante como una posibilidad más junto a otras en la visión y realización de la existencia humana. Y el propio cristiano nunca podrá decir con absoluta seguridad que su configuración de la realidad intramundana, a la que precisamente se sabe obligado siempre en su conciencia concreta de cristiano, sea la cristiana por antonomasia. Tampoco sabrá si por parte de los no cristianos que hay a su alrededor ha sido experimentada ya una posibilidad que posteriormente él conocerá como posible para él en cuanto cristiano.

4. Si, a pesar de su constante misión mundana y de su ministerio docente y pastoral, la Iglesia conoce que en cada uno de sus miembros está comprometida menos directamente que antes de cara a la configuración concreta de toda la realidad social, ello no equivale a una huida hacia lo utópico cómodo, hacia un terreno sin riesgos, hacia la sacristía, sino que ha de entenderse como una reflexión y concentración más intensa sobre su ser más íntimo. Ella no es ciertamente la «organización universal» (el «rearme moral») para un «mundo mejor aquí abajo», sino la comunión de los creyentes en la vida eterna de Dios, en la que desemboca la historia. Sólo en la medida en que la Iglesia no es ni quiere ser «el reino de este mundo», tiene a la larga la promesa de que ella es la bendición de la eternidad para el tiempo.

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Karl Rahner