IGLESIA, POTESTADES DE LA
SaMun

Las p. de la I. son aquel poder sagrado que se deriva de Jesucristo y que la -> Iglesia debe ejercer en su nombre para realizar la misión que le ha sido encomendada.

1. Fundamentación en la naturaleza de la Iglesia

En el lenguaje del Vaticano II sacra potestas designa el poder sagrado que se deriva de Jesucristo y que debe ejercerse en su nombre para cumplir el servicio que el Señor ha encomendado a la Iglesia, de tal manera que sólo compete a personas especialmente autorizadas (ministri: Vaticano II, De Eccl. n° 18). Los servicios, de los que aquí se trata son el fundamento de la estructura jerárquica (->jerarquía) del nuevo pueblo de Dios, jerarquía, que pertenece a la esencia de la Iglesia y que tiene su puesto en la significación sacramental de la misma. En cuanto comunidad visible, fundada en Cristo y hacia Cristo, la Iglesia es el signo de salvación erigido por el Señor para todos los hombres, «es en Cristo como un sacramento, o sea, un signo e instrumento de la íntima unión con Dios, y de la unidad de toda la humanidad» (Vaticano II, De Eccl. n° 1). Por el hecho de que el aspecto divino de la Iglesia se trasluce en el elemento humano, y especialmente porque el Señor, que es la cabeza invisible de la Iglesia, está representado visiblemente en la Iglesia por hombres, ésta es signo de salvación. Y así, como enseña el concilio (Vaticano II, De Eccl. número 8), tiene una analogía muy íntima con el misterio de la encarnación del Hijo de Dios; pues «del mismo modo que la naturaleza humana asumida sirve a la Palabra divina como órgano salvífico vivo, indisolublemente unido a ella, así también la estructura social de la Iglesia sirve de manera muy semejante al Espíritu de Cristo, que la anima, para el crecimiento de su cuerpo (cf. Ef 4, 16)».

Todos los miembros del pueblo de Dios, tanto -> clero como -> laicos, poseen la misma dignidad de cristianos y participan de la tarea de la Iglesia, que abarca la tríada de magisterio, sacerdocio y ministerio pastoral. La diferencia estriba solamente en que la manera de colaborar en la Iglesia es diferente en cada caso, lo cual está fundado a su vez en el matiz diverso de cada persona en la Iglesia. Según esto, no es tarea de los sagrados pastores asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia, sino que su excelsa función es «apacentar de tal modo a los fieles y reconocer de tal modo sus servicios y carismas, que todos a su modo colaboren unánimemente a su manera en la obra común» (Vaticano ii, De Eccl. n° 30). «De este modo, según la acción propia de cada miembro, se asegura el crecimiento del cuerpo para su edificación en amor» (Ef 4, 16). La función que en todo esto corresponde a los pastores de la Iglesia es una mera función de servicio (diakonía), que está representada en la parábola del buen pastor como entrega amorosa en favor de los que le siguen (Jn 10, 1-28). No es un mandar propio de señores lo que caracteriza el poder sagrado de la Iglesia, sino un servicio que se preocupa del bien del pueblo (cf. Mt 20, 24-28).

Portador del poder sagrado no es aquel que se sabe en posesión de un don peculiar de la gracia divina, aun cuando éste sea reconocido en el pueblo de Dios, sino aquel que ha sido llamado de una manera jurídicamente perceptible. Por esta razón la estructura jerárquica no es compatible con una estructura meramente carismática. Sin embargo los -> carismas son un elemento esencial de la Iglesia. Son -> dones del Espíritu Santo, que actúa en todos los miembros del pueblo de Dios; los carismas pertenecen a la realización cotidiana de la vida de la Iglesia y son comunicados en forma de dones especiales en tiempos de necesidad para la Iglesia. El Espíritu Santo «distribuye a cada uno lo suyo como quiere» (1 Cor 12, 11). El juicio acerca de la autenticidad de los dones y sobre su uso ordenado, como dice el concilio (Vaticano n, De Eccl. n° 12), está en manos de aquellos que presiden en la Iglesia (cf. 1 Cor 14, 37s), a los cuales corresponde de manera especial la tarea de cuidar de que no se extinga el Espíritu y la de probarlo todo y conservar lo bueno (cf. 1 Tes 5, 12.19-21).

II. ¿Doble o triple potestad?

En la doctrina acerca de las p. de la I. el Concilio ha realizado una notable evolución. El esquema del año 1963 (22 de abril), sometido a discusión en el aula conciliar, seguía la doctrina de la triple p. de la I. (triplex sacra potestas), según la cual hay que distinguir entre la potestad docente (potestas docendi), la de orden (potestas sanctificandi) y la de jurisdicción (potestas regendi). El esquema propuesto a votación el año 1964 (3 de julio) abandonó la doctrina de la triple potestad y en los pasajes correspondientes sustituyó la palabra potestas por munus. El mismo esquema hablaba en el nº. 28 de la potestas sacra tum ordinis tum iurisdictionis, quae ex missione Christi in Episcopis residet; también se abandonó esa fórmula en la redacción final. Estas modificaciones del texto muestran las dificultades ante las que se encontró el Concilio en las cuestiones relativas a las p. de la I.

La distinción entre la potestad de orden y la de jurisdicción, que se desarrolló desde el siglo XII, degeneró en la Iglesia latina hasta llegar a una división real del único poder sagrado, con lo que se introdujo asimismo una división real de la jerarquía en dos clases, una jerarquía de orden y una jerarquía de jurisdicción. Este pensamiento separante se manifestaba palpablemente en que el obispo recibía su dignidad episcopal, no por la consagración, sino por la colación del oficio episcopal (-> episcopado iii); y así hubo no pocos «obispos» que no habían recibido todavía la ordenación de diáconos. En el CatRom (Pars ii, cap. 7 q. 6) se dice: Ordinis potestas ad verum Christi Domini Corpus in sacrosanta Eucharistia refertur. Iurisdictionis vero potestas tota in Christi corpore mystico versatur. Con esta caracterización, que trata de reducir a una breve fórmula las opiniones doctrinales de la alta escolástica, la distinción entre potestad de orden y de jurisdicción se determinó cada vez más en el sentido de que la potestad de orden sirve a la distribución de los medios de la gracia y la potestad de jurisdicción sólo tiende a la dirección externa de la Iglesia. En esta visión la potestad de orden aparece como un poder sagrado sacramental, porque está ordenado a la colación de los sacramentos, y la potestad de jurisdicción aparece como un poder jurídico, porque tiende a la dirección del pueblo de Dios con el empleo de medios jurídicos. Con esto se establece una problemática oposición entre sacramento y derecho, la cual obscurece totalmente el sentido original de la distinción, cierra el acceso a la visión de la esencia de la Iglesia y ha conducido especialmente a una distinción mantenida hasta nuestros días entre la Iglesia como comunidad de salvación y como sociedad jurídica. Ya no se concebía, mencionando un ejemplo característico, por qué es necesaria la iurisdictio in poenitentem además de la potestad de orden para la válida absolución de los pecados (CIC can. 872). En la distinción entre la potestad de orden y la de jurisdicción se sabía que la una se adquiere por la sagrada ordenación y la otra - prescindiendo de la suprema potestad del papa - por la misión canónica (can. 109); sin embargo esta diversidad no se mantenía adecuadamente, ni siquiera en el CIC (cf., p. ej., can. 145 210).

La triple división de las p. de la I. es de origen reciente. Se remonta a la doctrina de los tres oficios de Cristo y de la Iglesia (oficio docente, sacerdotal y pastoral); pero a este respecto hemos de dejar en claro que aquí no se trata de oficios o ministerios en sentido jurídico, sino de misiones o servicios. La doctrina del triplex munus no es de origen bíblico o patrístico, se remonta más bien a Martín Bucero y Juan Calvino, y hasta mediados del s. xvii no pasó a la teología luterana, que originariamente sólo había aceptado dos oficios (sacerdos-rex). La doctrina de los tres oficios es extraña a la tradición católica. Solamente para explicar el nombre xptav6s se encuentra en Eusebio, y más tarde con frecuencia (también en el Catecismo romano), la observación de que en el AT fueron ungidos los sacerdotes, los reyes y los profetas. Por vez primera la teología de la ilustración a finales del siglo XVIII y comienzos del xix tomó de la teología protestante la doctrina de los tres oficios, que en el Vaticano u se ha convertido en un principio de división usado con mucha frecuencia. La doctrina del triple oficio es perfectamente apropiada para comprender sistemáticamente la obra de Cristo y su continuación en la Iglesia; pero debe tenerse en cuenta que hay otras posibilidades de sistematización -la teología medieval estableció hasta diez oficios- y que los tres oficios no deben distinguirse entre sí con demasiado rigor, lo cual aparece claramente en los documentos del Concilio. En la teología luterana de nuestros días la doctrina de los tres oficios se considera tan sólo como una «ayuda para pensar y expresarse». Los canonistas alemanes F. Walter y G. Phillips contribuyeron en la primera mitad del siglo xix a la fusión de la doctrina de los tres oficios con la doctrina de las potestades. Ellos ordenan a cada oficio su propia potestad, de modo que las tres potestades quedan yuxtapuestas sin vinculación mutua. Esto tiene como consecuencia necesaria que el sistema de relación entre la potestad de orden y la de jurisdicción, el cual se basa en la distinción entre ordenación y misión canónica, queda totalmente destruido, y con ello también quedan destruidas las relaciones que la potestad de orden y la de jurisdicción tienen (y deben tener necesariamente, si no ha de abandonarse la unidad de la potestad eclesiástica) con los tres oficios de la Iglesia. Sin duda ahí está la razón de que el Concilio haya abandonado la triple división de las p. de la I. que se encontraba en el esquema de 1963.

Con la triple división del poder referida a los tres oficios, surgió la costumbre de designar las tres potestades según sus funciones: potestas docendi, potestas sanctificandi y potestas regendi, por lo cual se iba retirando a un segundo plano, sin ser abandonada, la distinción entre potestas ordinis y potestas iurisdictionis, basada en otro motivo de división. En tanto se mantuvo la antigua distinción entre la potestad de orden y la de jurisdicción (p. pastoral) se imponía la necesidad de integrar la potestad docente en el sistema de la doble potestad; esto se llevó a cabo en cuanto la potestad docente fue considerada como una parte de la pastoral. La relación de las dos potestades con los tres oficios se determinó -sobre todo en la canonística, que en general se aferró a la distinción entre potestad de orden y de jurisdicción- de tal manera que la potestad de orden (potestas ordinis = p. sanctificandi) se puso en relación con el oficio sacerdotal, y la potestad de jurisdicción (p. iurisdictionis = p. regendi et docendi) se puso en relación con el oficio doctrinal o pastoral. Este esquema de pensamiento se refleja en muchas expresiones del Concilio, sobre todo al establecer que el orden de los obispos sucede al colegio de los apóstoles en el oficio doctrinal y pastoral (in magisterio et regimine pastoral¡. Vaticano ir, De Eccl. nº. 22; cf. también Vaticano ii, De Ep. número 3, donde todavía han quedado incluidas en la redacción final las palabras: ad magisterium et regimen pastorale quod attinet). Sin embargo apenas se puede discutir que el colegio de los obispos sucede al colegio apostólico también en el ministerio sacerdotal; me parece que esto se halla implícitamente en la declaración «de que los obispos por institución divina han sido puestos en el lugar de los apóstoles como pastores de la Iglesia» (Vaticano ir, De Eccl. n ° 20); pues los pastores Ecclesiae ejercen los tres oficios de la Iglesia. ¿Y cómo podría justificarse que al colegio de obispos se le atribuya la plenitud de la suprema potestad en la Iglesia (Vaticano ir, De Ecci. n° 22), si el oficio sacerdotal no perteneciera al ámbito de tareas del colegio episcopal? Sólo está en duda qué tareas concretas pueden ser realizadas por un colegio y qué tareas exigen el compromiso de una persona física.

III. Unidad en la duplicidad

En cuanto el Concilio habla de la sacra potestas y con ello se refiere a todo poder de los pastores de la Iglesia, enseña la unidad de las p. de la I.; y anuncia a la vez (tema que trataremos más detenidamente, cf. iv) que el poder sagrado está dispuesto en dos planos: el orden y la misión canónica. Pero el Concilio no se ha expresado definitivamente sobre la manera como está estructurada la unidad de las potestades; esto sigue siendo tarea de la investigación científica, que sólo en tiempos muy recientes ha empezado a iluminar histórica y sistemáticamente la cuestión de la doctrina canónica de las potestades.

1. Historia de la distinción entre la potestad de orden y la de jurisdicción

Para comprender el propósito original de la distinción, debemos reflexionar sobre el hecho de que la potestad de orden y la de jurisdicción se basan en la misma medida en la misión del Señor. En Cristo está la plenitud de ambas potestades, pero como un único poder. El Señor transmite a los apóstoles diversos poderes, así el de anunciar la buena nueva, el de bautizar, el de celebrar la eucaristía, el de perdonar o retener los pecados, y en general el poder de atar y de desatar. Pero sería inútil buscar la posterior distinción entre la potestad de orden y la de jurisdicción en la distinción de estos poderes; en todo caso no se puede explicar lo esencial de la distinción a partir de la diversidad objetiva de los poderes. La necesidad de distinguir entre la potestad de orden y la de jurisdicción se impuso cuando pasó a los hombres la misión del Señor. El Señor dio la misión apostólica sólo mediante la palabra, sin un signo sensible; en todo caso no se nos informa acerca de una acción simbólica. Pero tan pronto como los apóstoles nombran sucesores de su misión y auxiliares de su servicio nos encontramos con el signo de la imposición de manos. Ésta es una comunicación eficaz del Espíritu de Dios, y a la vez confiere la autoridad apostólica. Con la aparición del oficio eclesiástico vinculado a un lugar se confirió la ordenación para una determinada iglesia; aquélla era a la vez consagración y colación del oficio. A este principio de la ordenación relativa se aferró fundamentalmente la tradición a lo largo de todo el primer milenio; y todavía sigue vigente en las Iglesias del oriente. Pero la fusión de consagración y ministerio forzosamente hubo de presentar un serio problema constitucional cuando en las filas de los ordenados se dieron defecciones personales. Desde el mismo principio se tenía absoluta claridad sobre el hecho de que un ordenado que había abandonado la fe o que había pecado gravemente contra el orden de la comunidad eclesiástica, ya no estaba en situación de dirigir el pueblo de Dios. Ese ordenado era destituido de su cargo. Sin embargo creaba dificultades la cuestión de si por la defección personal del portador del Espíritu se extinguía toda clase de poder recibido por la ordenación, y en especial la de si un ordenado que había sido depuesto de su oficio o estaba fuera de la Iglesia todavía tenía capacidad para conferir los sacramentos. La alta opinión que se tenía de la Iglesia hizo que en Alejandría y Cartago surgiera una corriente espiritualista que denegó al que cometía un pecado mortal toda capacidad de acción espiritual.

En el montanismo estas ideas espiritualistas llegaron a una degeneración fanática. Junto a la Iglesia episcopal, basada sobre un fundamento sacramental-jurídico y constituida jerárquicamente, Tertuliano situó una Iglesia del Espíritu, a la que consideraba la Iglesia principal y propiamente dicha. Según él la Iglesia episcopal ostenta la sucesión disciplinar de los apóstoles, pero la plenitud de la misión divina está en la Iglesia del Espíritu, congregada y dirigida inmediatamente por el Espíritu mismo de Dios. Apoyándose en las palabras del Señor: «Allí donde están reunidos dos o tres en mi nombre, yo estoy en medio de ellos» (Mt 18, 20), Tertuliano defiende que la Iglesia del Espíritu está constituida por el hecho de que tres se congregan en el Espíritu Santo. El Espíritu «reúne la Iglesia que consta de tres» (De pud. 21). «Cuando no se congrega el orden eclesiástico, tú solo sacrificas y bautizas, y tú eres sacerdote para ti solo; pues allí donde hay tres, allí está la Iglesia, aun cuando sean laicos» (De exhort. cast. 7). Con esto se niega simplemente la necesidad de la ordenación; la capacidad para la acción espiritual se basa tan sólo en la posesión del Espíritu. No es el ordenado en cuanto ordenado, sino la personalidad llena del Espíritu, que tiene que manifestarse como tal por su actitud moral personal, la que es capaz para la acción espiritual. El dualismo del concepto de Iglesia en Tertuliano se encuentra ya germinalmente en su doble bautismo, uno como sacramento de agua y otro como sacramento de fe, y se funda en último término en un dualismo cristológico. El principio fundamental que domina en Tertuliano: «sin santidad personal no hay ninguna capacidad espiritual», influyó posteriormente en Cipriano. Sin embargo, en este caso no condujo a una escisión de la Iglesia, pero si a una limitación del círculo de portadores del Espíritu. Para Cipriano la unidad de la Iglesia reside en la Iglesia episcopal fundada sobre Pedro y constituida jerárquicamente. Sólo allí donde se halla el obispo legítimo está el Espíritu, y sólo la subordinación al obispo garantiza la salvación. Por consiguiente, Cipriano funda la posesión del Espíritu en la legitimidad de la ordenación, pero a la vez hace depender la posesión del Espí. ritu de la santidad personal del ordenado. Mediante una conducta gravemente pecaminosa el ordenado pierde el Espíritu y el poder espiritual.

En la disputa con los herejes se resaltó como doctrina apostólica que el bautismo administrado por los herejes es válido. El cisma del donatismo, que tenía como fundamento la cuestión de fe relativa a la validez de una ordenación administrada fuera de la Iglesia, no trajo una declaración dogmática definitiva. Sin embargo, con la doctrina del carácter sacramental, Agustín puso la base para ello. Mas pasó mucho tiempo, como lo muestran las reordenaciones que encontramos todavía en la edad media primitiva, hasta que la teología sacramental agustiniana logró la victoria sobre el concepto espiritualista y a la vez jurídico de la Iglesia. Una participación esencial en la aclaración del problema tuvieron las discusiones en torno a la validez de la ordenación absoluta, es decir, de una ordenación sin la simultánea destinación a una iglesia determinada. El concilio de Calcedonia (451) protegió la prohibición de la ordenación absoluta dictaminando que los sujetos de la misma reciben una imposición de manos inválida ( ákyron = vacuam, irritam) y, para escarnio del ordenador, no pueden actuar en ninguna parte (can. 6). No se hace justicia a este canon cuando, a la luz de un conocimiento adquirido posteriormente, se habla de una nulidad práctica y se explica que el concilio no puso en duda la validez de la ordenación absoluta, sino que se limitó a prohibir el ejercicio del poder recibido. Al contrario, la declaración del concilio de que una ordenación absoluta es ineficaz, constituye un signo elocuente de la falta de desarrollo del concepto de ordenación que existía en aquel tiempo. El Espíritu y el oficio estaban sumamente entrelazados a partir de los tiempos del cristianismo primitivo, y por eso no es fácil decidir si una declaración acerca de uno de los elementos de la ordenación afectaba también al otro. Precisamente en el hecho de que no se veía con claridad la fusión de Espíritu y oficio, así como la mutua distinción y coordinación de ambos, se basa la exacerbada disputa en torno a las bases de la «constitución de la -a Iglesia», la cual duró hasta entrado el siglo xii. El problema de la ordenación absoluta era en el fondo cuestión, no de especulación teológica, sino de tradición apostólica. Cuando se abrió paso el conocimiento (después de la práctica seguida en casos aislados al principio y de un modo general más tarde) de que la ordenación puede ser efectiva incluso sin una simultánea colocación de oficio, se llegó a la distinción entre la potestad de orden y la de jurisdicción. El resultado de este prolongado esfuerzo fue la convicción de que uno de estos poderes se da de manera inamisible, porque ha sido conferido mediante una ordenación sagrada, y el otro se da de manera amisible, porque se basa en la misión canónica.

2. Distinción y entrelazamiento

Con esta distinción formal de ambas potestades va unida una función característica de cada una de ellas, expuesta de manera plástica en la parábola de la vid (Jn 15, 1-11). El Señor habla aquí de dos fuerzas que actúan en la Iglesia: la vid, de la que fluye la vida hacia los sarmientos; y el viñador, que corta los sarmientos inútiles, y purifica los productivos para que den fruto más abundante. Ambas son fuerzas divinas y producen la vida de la Iglesia, pero de manera diferente, la una como fuerza productora, la otra como ordenadora. En la distinción entre la potestad de orden y la de jurisdicción se trata de la misma diversidad funcional. La potestad de orden es el principio de la vida. Se da de manera inamisible y siempre es efectiva, pero, como en manos de hombres está expuesta al abuso, necesita de la mano ordenadora que dirija rectamente su acción. La potestad de jurisdicción es el principio del orden. Su capacidad de actuar como elemento ordenador frente a la potestad de orden se funda en que es formalmente diferente de ésta, especialmente porque es separable de la persona de su portador, y así puede enfrentarse de una manera eficaz con los peligros procedentes del ámbito personal que amenazan la vida de la Iglesia. Otras características guardan relación con esto. La potestad de orden está vinculada a la persona del ordenado, de tal manera que puede ejercerse eficazmente en toda la Iglesia, por ejemplo celebrando el sacrificio de la misa; de acuerdo con su naturaleza es una potestad común en toda la Iglesia. Por el contrario, la eficacia del poder pastoral -prescindiendo del supremo poder del papa y del colegio episcopal- está delimitado territorial o personalmente, y así crea las comunidades parciales, necesarias para una dirección ordenada del pueblo de Dios. En esto participa también la potestad del orden; pues la ordenación engendra a los portadores del Espíritu, a los que corresponde dirigir el pueblo de Dios y realizar la liturgia (cf. can. 948). Pero no es la ordenación, sino solamente la transmisión de la potestad de jurisdicción la que hace surgir una relación de subordinación y autoridad, que comprende por una parte las relaciones del pastor con la grey y por otra las relaciones de los pastores entre sí, y ofrece la base para que los poderes sagrados transmitidos por la ordenación y por la misión canónica se ejerzan de manera adecuada.

En la diferencia funcional se manifiesta a la vez una profunda interdependencia de ambas potestades, de manera que se puede hablar de una unidad en la duplicidad. Esto se ve primeramente en que los grados de la jerarquía de orden tienen una fundamental correspondencia en los grados de la jerarquía ministerial. En el sistema de la ordenación relativa se conserva plenamente esta unidad, porque la ordenación y la transmisión del oficio se realizan en un solo acto. En el sistema de la ordenación absoluta la unidad de ambas potestades queda asegurada por el hecho de que la transmisión de un oficio determinado presupone la posesión de un determinado grado de orden. Por ejemplo, sólo un sacerdote puede ser nombrado párroco. En la institución de un obispo el orden y la transmisión del oficio actualmente están separados todavía en la Iglesia latina, pero el obispo nombrado sólo llega a ser obispo verdadero por la recepción de la consagración episcopal, la cual, como en el sistema de la ordenación relativa, se confiere siempre en orden a una determinada sede episcopaL En el ejercicio de ambas potestades aparece igualmente su interdependencia interna, la cual va tan lejos en diversas acciones sagradas, que se puede hablar de una unidad operativa. Tenemos un testimonio seguro a este respecto en el sacramento de la - penitencia. De tal manera cooperan aquí ambas potestades, que la potestad sacerdotal de orden y la potestad de jurisdicción causan conjuntamente la absolución sacramental (can. 872).

La relación polar que guardan entre sí la potestad de orden y la de jurisdicción pueden compararse con los focos de una elipse, concebidos como puntos móviles. Ambas potestades son diferentes por la forma de transmisión y por la función que les es propia; pero se aproximan entre sí más o menos, y en diferentes acciones sagradas coinciden como una unidad operativa, hasta tal punto que por así decir constituyen el centro de un círculo. Aquí cada una de las potestades tiene sus propias relaciones con los tres ministerios, porque tanto los poderes transmitidos por el orden sagrado como los comunicados por la misión canónica participan cada uno a su manera del círculo operativo de la Iglesia, constituido por la tríada de sacerdocio, magisterio y ministerio pastoral. La potestad de orden y la de jurisdicción constituyen por tanto dos elementos complementarios de un solo poder sagrado, que Jesucristo confió a su Iglesia.

IV. Potestad episcopal

La compenetración entre la potestad de orden y la de jurisdicción alcanza su máxima densidad en el obispo, que participa de ambas potestades. En la jerarquía del orden el episcopado constituye la cumbre, y en la jerarquía de jurisdicción se encuentra en un grado ministerial que se extiende desde el supremo ministerio pastoral del -> papa, hasta los ministerios supraepiscopales, hasta el ministerio del obispo diocesano. La consagración episcopal - a través de estas gradaciones jerárquicas - es la base óntica del oficio y de la potestad episcopales, y por cierto de tal manera que se debe aceptar un núcleo interno esencial que no puede diluirse en la distinción entre potestad de orden y potestad de jurisdicción. Veo este núcleo esencial en la acuñación personal como obispo y especialmente en el inamisible y siempre eficaz (aun cuando no siempre lícito) poder del obispo de administrar las sagradas órdenes, con lo que se da la garantía de que la potestad sagrada permanece inquebrantable en la Iglesia a pesar de la debilidad humana. En virtud de la tradición eclesiástica la imagen del obispo está determinada por la ordenación a una grey. Por esto la consagración episcopal se confiere siempre en orden a una determinada sede episcopal, por lo cual, de acuerdo con una antigua idea, que se mantuvo en las Iglesias orientales (DPIO can. 396 S 2, nº. l), la sede y el oficio episcopal se confieren simultáneamente. La Iglesia latina se atiene al menos litúrgicamente a esta práctica. Pero la consagración y la colación del oficio, bien se den separadamente o bien en un mismo acto, según su naturaleza son actos diferentes y no permutables. Especialmente hay que mantenerse firmes en que la misión canónica, distinta de la consagración, como se dice en el Vaticano ii (De Eccl. n° 24), no puede realizarse «por costumbres legítimas no revocadas por la potestad suprema y universal de la Iglesia» o «por leyes permitidas o reconocidas por la misma autoridad», sino que en virtud de su naturaleza, ha de ser otorgada por la autoridad competente en cada caso de acuerdo con la ley o la costumbre, ya sea mediante nombramiento o confirmación de la elección, o una forma semejante.

El Concilio no ha expuesto en conjunto la problemática de la consagración episcopal y de la misión canónica. Por esta razón surgieron como resultado dificultades en la interpretación, que en lo esencial se eliminaron gracias a la Nota explicativa praevia. El Concilio enseña que por la consagración episcopal se transmite la plenitud del sacramento del orden (Vaticano ir, De Eccl. número 21). Acerca de los efectos de la consagración episcopal se dice más concretamente: «La consagración episcopal, juntamente con el oficio de santificar (munus sanctificandi), transmite también el oficio de enseñar y dirigir (munera docendi et regendi), los cuales, sin embargo, de acuerdo con su naturaleza, sólo pueden ejercerse en comunión jerárquica con la cabeza y los miembros del colegio episcopal.» El Concilio sigue aquí el esquema esbozado anteriormente (ii), según el cual la potestad de orden está ordenada al oficio sacerdotal, y la potestad de jurisdicción lo está al oficio doctrinal y al pastoral. Mas no se puede concluir de aquí que la potestad sagrada, cuya unidad enseña el concilio, no esté referida en su totalidad a los tres oficios. Pero debemos preguntarnos qué significa la transmisión sacramental de los oficios, que de acuerdo con su naturaleza no pueden ser ejercidos sino se añade otro elemento, a saber, la comunión jerárquica con la cabeza y los miembros del colegio. A este respecto dice la nota praevia (nº. 2): «Por la consagración se da una participación ontológica en los ministerios sagrados, como consta sin duda alguna por la tradición, incluso por la tradición litúrgica. Intencionadamente se emplea la palabra oficios (munera) y no el término potestades (potestades), porque este último vocablo podría entenderse de la potestad dispuesta para su ejercicio (de potestate ad actum expedita). A fin de que se tenga tal potestad dispuesta para la acción debe añadirse la determinación jurídica o canónica por parte de la autoridad jerárquica. Esta determinación de la potestad puede consistir en la concesión de un oficio particular o en la asignación de súbditos, y se confiere de acuerdo con las normas aprobadas por la suprema autoridad. Esta norma ulterior es requerida por la naturaleza misma de la cosa, ya que se trata de ministerios que deben ejercerse por muchos sujetos, que cooperan jerárquicamente por voluntad de Cristo.» Con esto, la nota praevia no afirma nada nuevo, y puede remitir acertadamente a lo que la Constitución dice acerca de la misión canónica en la exposición del ministerio episcopal. Unifica las afirmaciones, que en la Constitución están separadas, acerca de la consagración y del oficio, y así aclara el sentido de los enunciados sobre los efectos de la consagración episcopal. La interdependencia entre consagración episcopal y oficio episcopal se determina en el sentido de que las potestades que brotan de la consagración y del oficio se complementan mutuamente, como elementos que estando juntos constituyen el fundamento de la potestad episcopal dispuesta para su ejercicio. Con esto la nota praevia da a entender que todavía no están explicadas todas las cuestiones sobre la relación entre oficio y consagración, y encomienda expresamente a la investigación teológica que ilumine las cuestiones del ejercicio lícito y válido de la potestad.

La relación entre consagración y ministerio se entiende frecuentemente en el sentido de que la consagración episcopal confiere toda la potestad, pero ésta se halla atada y por consiguiente no puede ejercerse mientras no quede desatada por la colación de un oficio. Según esta opinión al oficio episcopal le correspondería solamente la tarea de abrir el cerrojo y la de cerrarlo en caso de una defección; el oficio tendría una función meramente formal, pero no un contenido real. La nota praevia explica la necesidad de complementación de la potestad comunicada por la consagración resaltando cómo los oficios episcopales son ejercidos por muchos sujetos y, por ello, es necesaria una determinación jurídica más concreta, con lo que se piensa sobre todo en la colación del oficio episcopal, por la que al obispo se le confía una parte de la grey. Con esto se reconoce ya cómo el oficio tiene una función que va más allá de un mero abrir el cerrojo. Pero se deberá hacer referencia - y esto me parece decisivo - al hecho de que la consagración episcopal ha de tener siempre los mismos efectos y, por tanto, las múltiples modalidades en el oficio episcopal no pueden fundarse en la consagración, sino que han de fundarse en el oficio. El papa, el patriarca, el metropolita y el obispo local tienen la misma consagración episcopal, pero en el ámbito del oficio se encuentran dentro de una gradación jerárquica, cuyo objeto es dirigir de manera ordenada el pueblo de Dios y mantener su unidad. A este respecto la constitución de la Iglesia está estructurada de tal manera que el supremo ministerio pastoral del papa y todo ministerio supraepiscopal - como el de los patriarcas o el de los metropolitas - se hallan vinculados a una determinada sede episcopal, es decir, el papa, el patriarca y el metropolita son a la vez - como cualquier otro obispo local - presidentes de un determinado obispado. Esta peculiaridad de la constitución de la Iglesia, que no tiene paralelismo alguno en el ámbito profano, se basa en que la Iglesia parcial no es sólo parte de un todo, sino que en su esfera representa a la Iglesia total. Hace visible la estructura colegial de la constitución de la Iglesia y muestra la vinculación interna entre la consagración episcopal y el oficio episcopal.

Con la distinción entre estructura interna y externa, W. Bertrams ha emprendido un notable intento de interpretar la constitución de la potestad sagrada. Según él por la consagración sacramental se transmite en su totalidad la potestad episcopal o, más exactamente, se pone el fundamento substancial (ontológico) de ésta. Bertrams sigue la distinción de este único poder episcopal en potestad de orden y potestad de jurisdicción, y las coordina de acuerdo con el conocido esquema de los tres «oficios», de manera que la potestad de orden sólo tiene que ver con el oficio de santificar, y la potestad de jurisdicción únicamente se relaciona con el oficio de enseñar y con el de regir. La fundamentación ontológica no se basta a sí misma; va implícita en ella la intencionalidad hacia su configuración externa. Con esto se logra un primer grado de estructura externa. Y de hecho toda la potestad de orden puede configurarse así. Pero, según Bertrams, en sí misma ella no tiene efectos directos en la Iglesia como unidad externa. En cambio, la potestad de jurisdicción tiene efectos inmediatos en la Iglesia como comunidad jurídica y externa. Por esta razón se debe añadir aquí como otro elemento esencial un nuevo grado de la estructura externa: la recognitio, incorporatio o communio, que se imparte gracias a la missio canonica. Ésta consiste en la delimitación de un servicio concreto o de una tarea concreta, o en la ordenación a una grey determinada. La misión canónica es como un abrir el cerrojo, y así libera la totalidad del poder episcopal, que ya se había transmitido sacramentalmente y estaba substancialmente fundamento. Pero no es algo accidental en relación con la potestad de jurisdicción. Puesto que la estructura externa -la corporalidad- es un elemento esencial de la comunidad humana y, por tanto, también de la Iglesia; en consecuencia la potestad de jurisdicción no puede considerarse como totalmente constituida mientras no se haya añadido la misión canónica.

No puede satisfacerse la estricta ordenación de la potestad de orden al munus sanctificandi y de la potestad de jurisdicción a los munera docendi et regendi. Pues el enseñar y el dirigir en la Iglesia tienen que ver también con la potestad de orden, y, por otra parte, el santificar también dice relación a la potestad de jurisdicción. Si se sigue la interpretación de Bertrams, la distinción de ambos poderes amenaza todavía con convertirse en una separación, lo cual en todo caso guarda relación con la estricta distinción entre orden sacramental y orden jurídico-social. La afirmación de que la potestad de jurisdicción se transmite substancialmente en la consagración, pero exige todavía un elemento esencial que viene de fuera, lo único que hace es desplazar a otro estadio el problema de la interdependencia entre consagración y oficio. En el fondo eso significa que la consagración implica una intencionalidad hacia su vinculación con un ministerio concreto por medio de la misión canónica.

Cf. también -> jurisdicción, -> órdenes sagradas.

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Klaus Mörsdorf