IGLESIA, MIEMBROS DE LA
SaMun

1. La cuestión acerca de los m. de la I. o acerca de la pertenencia a la Iglesia se identifica con la pregunta relativa a su esencia o a su autorrealización. La doctrina acerca de la Iglesia como el sacramento fundamental de la salvación del mundo sirve de base a la posición dialéctica que presenta la eclesiología del Vaticano II (Lumen gentium [L.G.]), según la cual, por una parte, a) todo aquel que actúa con fidelidad a su conciencia, alcanza la salvación de Dios en Cristo, tanto si es católico como si pertenece a otra confesión cristiana, ya sea que viva en otra religión o que sin culpa por su parte no haya llegado todavía al reconocimiento expreso de Dios (L.G. n .o 16); y, por otra parte, b) la Iglesia de Cristo, que se da (subsistit) en la Iglesia católica, es necesaria para la salvación de todos los hombres, y todos los hombres están destinados a ella, de acuerdo con toda la tradición (L.G. n .o 14). La afirmación acerca de la Iglesia como sacramento fundamental de la salvación del mundo, de la Iglesia como el sacramento de la unión de la humanidad con Dios (L.G. n.a 1, 9, 48) se presenta como la posición media entre ambas afirmaciones dialécticas, y quiere decir que la Iglesia es la manifestación concreta e histórica de la salvación en la dimensión de la historia que se ha hecho escatología y de la sociedad; salvación que tiene lugar por la gracia de Dios a todo lo largo y ancho de la humanidad. La Iglesia se relaciona con la salvación del mundo al igual que la palabra sacramental se relaciona con la gracia en la historia salvífica individual. Estas dos magnitudes tienen una conexión interna en la historia individual de la salvación, pero no son idénticas. Cualquiera puede preceder a la otra en la temporalidad de la historia: puede darse la gracia donde todavía no se ha dado el sacramento; y es posible que el sacramento válido tenga que llegar a su plena realización por la gracia que él significa. De manera semejante la Iglesia es la auténtica manifestación histórica de la gracia, que se ofrece en todas partes como salvación, que desde luego quiere expresarse y testificarse palpablemente en el ámbito histórico y sacramental, y en la reflexión de la predicación explícita del evangelio; pero que no sólo se realiza allí donde se da plenamente (es decir, edesialmente) esta expresión palpable, visibilidad social y reflexión verbal, y donde, de ese modo, la gracia vuelve a producir una porción de Iglesia como dimensión histórica en que ella es perceptible. Pero justamente por ello, tal manifestación eclesial objetivadora de la gracia es también a la inversa manifestación de esta gracia y referencia a la misma, dondequiera pueda darse, es signo sacramental de la gracia ofrecida al mundo y a la historia como totalidad. No podemos entender el mundo, la humanidad y la historia humana desde el punto de vista cristiano como simples sumas de los individuos aislados que procuran su salvación y de su historia salvífica privada. De lo contrario, en lugar de la encarnación del Logos uniéndose a la humanidad debería haberse dado una promesa puramente espiritual de Dios en la profundidad de la conciencia de cada individuo, cuyo resultado sería tan sólo una historia de la salvación que habría que interpretar de una manera puramente existencial. La promesa del sacramento original de la salvación a esta unidad humana, que abarca al individuo y su historia, es Cristo o la permanencia histórica de su existencia, que es la Iglesia. Esta promesa radicalmente sacramental de la -> gracia al mundo repercute sin duda alguna en los individuos; debe incluso hacerse realidad sacramental individual en la palabra explícita y en el -> sacramento concreto, al igual que esta promesa radicalmente sacramental de la gracia al mundo está constituida por la comunión de aquellos que reciben el -> bautismo y celebran la -> eucaristía. Pero esta promesa no sólo logra su efecto cuando se concreta en la palabra explícita de la predicación y en el sacramento, que dicen relación al individuo. Siempre que acontece la gracia en el mundo fuera de una acción particular de la palabra y del sacramento, ese acontecer tiene ya en el sacramento fundamental de la Iglesia su visible manifestación histórico-salvífica.

De este modo, pues, la Iglesia aparece como la dimensión perceptible de lo que vincula ya internamente, como la estructura histórica de lo universal y (aun debiéndose a la libre disposición de Dios, pero justamente de Dios y no de un ente particular finito) de lo que es propiamente evidente, como la pura representación del ser del hombre planeado por Dios en su constitución individual y social (del ser «histórico» del hombre al que pertenece la vocación sobrenatural); en una palabra, como el sacramento fundamental de una gracia que, precisamente porque se ofrece a todos, impulsa hacia su historicidad sacramental incluso cuando no se ha dado todavía el sacramento particular (del bautismo). Pero así precisamente la gracia nunca se identifica sin más con el signo eficaz de la misma, sino que mediante el signo particular, que ella hace presente y por el cual se hace presente (hay que decir ambas cosas), promete su eficacia en todas partes, incluso allí donde ese signo sacramental particular en cuanto tal todavía no alcanza concretamente a los hombres, en los cuales esperamos que la gracia de Dios sea eficaz. Pues estos signos aislados constituyen en conjunto (sumados a otros elementos constitutivos) la Iglesia, porque ésta es la comunión de los bautizados y de los que celebran la eucaristía. Pero en cuanto sacramentum de la salvación del mundo es la promesa de su gracia.

2. De acuerdo con esta distinción (en medio de la unidad) entre sacramento y gracia sacramental, entre la palabra externa del kerygma y la gracia (o la luz) de la fe, la Iglesia es una realidad pluridimensional a pesar de su unidad y en medio de ella. Aunque las realidades mencionadas, que constituyen la Iglesia, son diferentes entre sí, sin embargo, por esencia están referidas las unas a las otras y se pertenecen mutuamente. En consecuencia, una relación afirmativa o negativa (culpable o inculpable) del hombre con una de estas dimensiones no implica necesariamente la misma relación con otra de tales dimensiones; pero, en virtud de la conexión interna de las mismas, ninguna de ellas es simplemente indiferente para las otras. De aquí deriva la posibilidad de una serie de relaciones graduales (positivas o negativas) con la Iglesia: a) una relación positiva de cara a todas sus dimensiones; b) la falta de una o más relaciones positivas con la Iglesia; c) una relación (personal) meramente negativa con todas las dimensiones eclesiásticas.

 

Como el lenguaje teológico tradicional no diferencia explícitamente estas posiciones diversas, sino que habla sólo de los m. de la I. (o de la pertenencia a la Iglesia) y de los que no son miembros (o de la no pertenencia a la misma), también hay un problema terminológico (que ha de resolver la Iglesia) al decidir sobre dónde ha de ponerse la línea divisoria entre la pertenencia y la no pertenencia a la Iglesia dentro de esta serie tan variada de relaciones con la misma. Los conceptos que señalan únicamente la alternativa no excluyen sin embargo la pluralidad de grados, antes esbozada, de relaciones con la Iglesia, sino que la implican: «De diversa manera pertenecen o están ordenados a ella los creyentes católicos, los demás creyentes en Cristo y finalmente todos los hombres en general, que por la gracia de Dios están llamados a la salvación» (L.G. nº. 13).

3. a) La Iglesia - en contra de los donatistas, de Wiclef, del -> husismo y (con ciertas restricciones) del -> calvinismo y del -> jansenismo - en las declaraciones oficiales de su magisterio (Dz 627ss 631s 647 838 1422 1428 1515; DS 3803) siempre ha considerado a los pecadores y a los «predestinados» como pertenecientes a ella. Lo cual no quiere decir naturalmente que la Iglesia califique la pérdida de la gracia de la justificación como algo que le es indiferente (respecto de las consecuencias eclesiológicas de esta pérdida: -> Eucaristía, sacramento de la ->penitencia, ->pecado y culpa [cf. L.G. n° 11: reconciliantur cum Ecclesia]), pues la Iglesia no puede ser considerada como una organización religiosa puramente externa a base de un sociologismo eclesiológico.

Esta afirmación establece el mismo contenido positivo que la fórmula relativa al sacramento infructuoso, meramente válido: el ofrecimiento históricamente perceptible de la salvación divina sigue vigente en el estado de peregrinos incluso en el caso en que el hombre se cierra al mismo; el tiempo de la gracia lo determina Dios, no los hombres.

b) Por el ->bautismo válido el hombre se hace «persona» en la Iglesia (CIC can. 87; cf. Dz 324, 570a 696 857 863s 870 895 2286; L.G. n° 11). Debe, pues, mantenerse como verdad de fe que en todo caso por el bautismo se establece una relación precisa, positiva, indeleble de ordenación y subordinación fundamental (Dz 864 895) a la Iglesia.

c) Para una pertenencia plena y activa a la Iglesia se requieren: el bautismo (vinculum liturgicum), la confesión de fe (vinculum symbolicum), la unión con la Iglesia y su dirección (vinculum hierarchicum; excluyendo por consiguiente la ->herejía y el ->cisma: Dz 367 714 1641 2286; DS 3803). Las dos últimas condiciones se refieren tan sólo al ámbito jurídico externo, no a la intención puramente interna (la mera incredulidad interna no eliminaría por tanto la pertenencia a la Iglesia). Por ello estas condiciones son también válidas en el caso del cisma inculpable o de la herejía inculpable de un adulto, aunque no tienen las mismas consecuencias que cuando media culpa personal. Ambas cosas resultan del hecho de que se trata de una pertenencia a la Iglesia como organización jurídica visible, y por tanto está en juego el fuero externo.

4. Al igual que hay sacramento inválido, meramente válido y fructuoso, así como pueden variar las relaciones temporales entre la posesión de la gracia y el signo sacramental de la gracia (signo sin gracia, pero que puede «revivir» con ésta; gracia que todavía debe encarnarse [creciendo] en el sacramento; gracia y signo que acontecen juntos), al igual que estas distinciones pueden tener lugar con o sin culpa; así también en las relaciones del hombre con la Iglesia, el «sacramento original», se impone una diferencia análoga (tanto más por el hecho de que en las relaciones del hombre con la verdad y la caridad divinas en la Iglesia cabe esbozar una gradación parecida a la que se da en las relaciones con la gracia divina). De acuerdo con esto hay que decir: a) La plena pertenencia a la Iglesia, de tal manera que aquélla produzca de hecho lo que significa, es la pertenencia a la misma del hombre que vive, cree y obedece en el estado de gracia justificante, conforme a los criterios antes expuestos. Aquí es donde la gracia tiene su encarnación histórica en el mayor grado posible, y la pertenencia a la Iglesia va ligada a lo que quiere significar: la --> fe y la -> gracia (cf. L.G. n° 14: plene). b) Cuando alguien sin bautismo es justificado en la fe y la caridad y mediante el voto implícito de la Iglesia (->bautismo de deseo; cf. DS 3870), no se da (todavía) una pertenencia propiamente dicha a la Iglesia, pero sí un estado que, con una tendencia objetiva y existencial, busca su cristalización históricosocial en la pertenencia a la Iglesia y «ordena» ya al hombre hacia la misma, de tal manera que también en este caso queda a salvo la importancia salvifica de la Iglesia (extra ecclesiam nulla salus). Cuando el bautismo y la fe no se dan por culpa del interesado, tal ordenación subsiste objetivamente como redención objetiva, como -> existencial sobrenatural y obligación (L.G. número 13). c) Entre ambos extremos se pueden ordenar fácilmente las diferentes posibilidades concebibles de una relación objetiva o (y) subjetivamente deficiente del hombre con la Iglesia. Estas posibilidades se deben a que tanto la justificación como la manifestación histórico-social de la salvación son magnitudes históricas y no idénticas entre sí, de manera que pueden darse desplazamientos en las fases, sin que los momentos de la gracia dejen de constituir una unidad.

5. La Lumen gentium (n .o 14) distingue con una frase de Agustín entre una pertenencia corde (en el corazón) a la Iglesia y una pertenencia corpore (externa). El católico sabe que pertenece a la Iglesia corpore; pero que vive en ella también corde gracias a la caridad creyente, esto no lo sabe reflejamente con seguridad, sólo puede - y debe- esperarlo. Pero como el cristiano espera también la salvación de los demás, y puede esperarla porque hoy sabe teológicamente que es posible ser «cristiano» (lo que aquí quiere decir: un hombre que vive en la gracia de Dios y de su Ungido) aun desconociendo el nombre de Cristo o creyendo que se le debe rechazar; en consecuencia sólo puede considerarse a sí mismo y a la Iglesia como la vanguardia de quienes salen al encuentro de la salvación de Dios y de su eternidad por las sendas de la historia.

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Karl Rahner