HOMINIZACIÓN
SaMun

 

I. Ciencias naturales

Con la palabra h. designan los biólogos el proceso filogenético por el que el hombre surgió mediante una continua transformación de un supuesto grupo de primates en la era terciaria. Ese proceso se da por una parte en el aspecto somático: actitud erecta, extremidades anteriores libres, gran capacidad craneal, masa encefálica altamente evolucionada y reducido esqueleto facial. Por otra parte ese proceso se da también en la dimensión psíquica, es decir, en el comportamiento revelador de la impronta del espíritu: pensamiento, lenguaje, libertad para decidirse, instituciones sociales, cultura. El estudio de la h. no versa únicamente sobre la derivación del tipo morfológico humano a partir de determinados primates anteriores en el tiempo, deducida a base de la comparación entre estructuras somáticas y modos de comportamiento psíquico semejantes, sino también sobre los factores naturales que ejercieron un influjo causal. El problema de la h. surgió con toda su gravedad cuando adquirió consistencia la idea de una -> evolución de los organismos, particularmente desde Darwin. Desde entonces se ha puesto el más vivo empeño en investigar con todos los medios científicos el punto de partida y el principio histórico-biológico del hombre.

Como quiera que el hombre presenta indudablemente una estructura externa de mamífero emparentada con la de los primates superiores, y en particular con los monos antropoides, durante mucho tiempo se redujo la cuestión del origen del hombre al aspecto zoológico (morfológico-anatómico), considerándolo sencillamente como una de tantas especies zoológicas. Sin embargo, la h. no se reduce a la génesis de una especie más compleja de mamíferos. Aun después de investigar el origen de este parentesco, universalmente admitido, y de hallar ciertas formas morfológicamente intermedias de primates, atestiguadas por fósiles, especialmente de los australopitecos del temprano período glacial; subsiste todavía el problema crucial, es decir, el de la génesis de un tipo de vida completamente nuevo, con lenguaje y comportamiento espiritual, el cual, por su historicidad y por el dominio totalmente nuevo de la existencia mediante una cultura, descuella considerablemente por encima de todo lo animal. Entre tanto, incluso en la biología se ha hecho viva la conciencia de todo lo que hay de prodigioso y singular en lo humano. Se reconoció pronto la magnitud y dificultad de la misión que se plantea a una teoría causal de h., en la que se incluye actualmente la investigación científica entre el hombre y el animal, como, en general, la búsqueda y el descubrimiento de semejanzas y coincidencias en lo morfológico y sobre todo en el comportamiento, no significa todavía una biologización del tipo humano, sino un simple intento de captar un mundo de estructuras orgánicas y de modos de comportamiento común al hombre y al animal. Por ese procedimiento no sólo se pone de manifiesto qué características somáticas y psíquicas del hombre (sobre todo en las amplias bases instintivas de su vida psíquica) se pueden comparar con las del animal o incluso derivar de ellas, sino también cuáles se resisten a esa derivación. Lo espiritual del comportamiento queda, por decirlo así, limitado por la comprobación de todos los influjos provenientes de los elementos físicos y animales. De ese modo se precisa qué energía evolutiva y qué dinamismo causal poseen los organismos como causas segundas, para no hacer intervenir demasiado pronto o innecesariamente en la explicación causal a factores no naturales o incluso a la misma causa primera.

Durante decenios se ha llevado a cabo y elaborado intelectualmente con el máximo esfuerzo y perseverancia una cantidad incalculable de laboriosas investigaciones biológicas en los diferentes sectores (paleontología, paleoantropología, primatología, anatomía, morfología, fisiología, genética y estudio del comportamiento), para buscar un acceso al hecho oscuro de la h., situado a enorme distancia en el tiempo y en un crepúsculo apenas penetrable. Entre los resultados y conocimientos más importantes logrados hasta ahora se pueden resaltar los siguientes.

1. Comienzan a esfumarse las líneas morfológicas divisorias entre el hombre y ciertos primates atestiguados por los fósiles conocidos. Desde el descubrimiento de los australopitécidos de África meridional y oriental (Australopithecus, Paranthropus, Zinjanthropus), seres de actitud erecta, con extremidades anteriores libres, con dentadura homínida, pero con pequeño cerebro y prominente esqueleto facial, y una vez descubierto el Homo habilis de la sima de Oldovay, se va perdiendo la esperanza de hallar en la esfera de lo puramente morfológico un criterio decisivo para la distinción entre animal y hombre. La multiplicación de hallazgos fósiles hace también improbable que la capacidad craneal o el volumen encefálico permitan trazar un amplio Rubicon cérébrale. El cerebro del Homo erectus de Java mide 775-815 cm3; el del Homo habilis 680-700 cm3 y el de los Australopitécidos: 480-530 cm3. Según parece, lo espiritual no se traduce en la morfológico de tal modo que en cada caso las ciencias naturales puedan demostrar empíricamente que una determinada estructura es humana.

2. En los modos de comportamiento de los animales, en particular de los primates, se descubren muchos rasgos que se hallan también en el hombre y dependen de la constitución general de los mamíferos, con determinadas posibilidades psíquicas. Así p. ej., se puede establecer un tipo común de forma de vida, por razón de su común estructura neurofisiológica, aunque en las diversas clases de vertebrados se ha modificado adoptando modalidades diferentes. Estas «viejas propiedades y actividades históricas» son numerosas y variadas: la «inteligencia práctica» de los animales, es decir, la percepción de relaciones en el plano sensitivo; la percepción de la forma (Gestalt) con «abstracción sensorial» o preconceptual; la «comunicación inarticulada de experiencias»; la «representación central del espacio» acompañada de actividad gráfica en el «ámbito de las representaciones», que no es efecto de la simple motoricidad; análisis objetivante del medio ambiente; capacidad de aprender, de formación y utilización de experiencias; diferencias sociales fundadas en el sexo; comportamiento propio de los que viven en un mismo distrito; vida en familia; sentido del ritmo; facultad de componer y transponer; comunicación mediante símbolos cuantitativos, etc. Estas y otras disposiciones psíquicas fundamentales, presupuestos de un comportamiento espiritual, junto con la debilitación de las líneas morfológicas divisorias entre hombre y animal, refuerzan la idea de una procedencia evolutiva del cuerpo humano a partir de un grupo de primates anteriores en el tiempo. Con esta inserción del hombre mismo en la naturaleza orgánica y en la historia de los organismos se hace más comprensible, no sólo lo que hay de común entre el animal y el hombre, sino también la aparición del hombre en un determinado período geológico (período glacial o pleistoceno), y con la corporeidad concreta de mamífero. Los primates superiores del tiempo anterior aparecen además, en la forma y en el comportamiento, como «grados preparatorios orientados hacia la h.» (Kälin), o como «seres que corporal y psíquicamente esbozan o imitaban de antemano al hombre» (Conrad Martius). Así el mundo de los vivientes se concibe como una unidad envolvente en la que dominan los mismos principios fundamentales.

3. Discontinuidad cualitativa. En el variado campo del comportamiento han fracasado todas las tentativas de derivar por evolución continua de la inteligencia animal, o de la acción del animal guiada por cierto conocimiento, el pensar abstracto y conceptual, y la comprensión y el juicio reflejos, tal como los practica el hombre. Tampoco se ha logrado derivar la acción de un auténtico contar conceptual a partir de un contar sin palabras. Ni se prueba el paso de la capacidad animal de aprender al aprender consciente y a la reproducción intencionada de lo aprendido. Siempre se ha tropezado con una discontinuidad cualitativa, incluso en la tentativa de reconstruir la transición de un ser sin cultura al hombre con cultura y con orden social. Ninguno de los modos de comportamiento cultural del hombre se da con su complejidad total en la naturaleza, ni en su estructura puede derivarse totalmente de la esfera social del animal.

En los diversos grados sucesivos desde la exteriorización animal de sonidos hasta el lenguaje humano, se descubre siempre la discontinuidad existente entre la comunicación inconsciente, y espontánea y la comunicación consciente y refleja, o entre estímulos sensibles y complejos sonoros fijados hereditariamente y la consciente finalidad de darse a entender, con creación de palabras y libre uso de las mismas. En este punto se da, usando la fórmula de algunos científicos, un «salto tremendo» o un «enorme paso en la evolución». Aquí introduce Pavlov su segundo «sistema de señales», el de las «señales de las señales», o sea, un «nuevo elemento» que constituye «un nuevo principio en la actividad de los grandes hemisferios cerebrales». Con relación al origen del comportamiento espiritual algunos biólogos hablan de un «momento de cambio repentino» con la subsiguiente «consolidación de la vida psíquica», de un «cambio de estado», es decir, de la aparición de «propiedades completamente nuevas durante la evolución de la vida» o de un «punto crítico en la evolución orgánica». Estas formulaciones ponen claramente de relieve la discontinuidad entre el comportamiento animal y el humano; parece que el segundo tiene que derivar del primero y, sin embargo, no puede derivarse totalmente de él.

4. Ignoramos plenamente cual fue la forma que sirvió de punto de partida y el momento temporal (en el territorio) de su aparición. A esto se añade la extraordinaria penuria de material fósil sobre los primates del terciario. Por eso no se puede establecer una segura serie filogenética de formas fósiles sucesivas, que remontándose a través del terciario hasta el hombre del período glacial, descubriera el camino seguido por la h., su dirección y ritmo evolutivo, y las etapas morfológicas recorridas. Cierto que se va corroborando la idea de una filogénesis humana, autónoma y especial, frente a la de los monos antropoides. Pero de todo el terciario sólo se conoce un único primate, el Oreopithecus (paso del mioceno al plioceno), con ciertos caracteres típicamente homínidos, aunque no se puede insertar directamente en la línea genética que conduce hasta el hombre. Todas las demás formas son de tipo póngido (antropoides simios), frecuentemente con algunos caracteres primitivos (protocatarrinos). Por eso la investigación no va más allá de los homínidos y de los australopitecos del período glacial. Pero estos últimos, debido a su tardía aparición y a ciertas particularidades morfológicas, no pueden ser antepasados directos del hombre, sino que a lo sumo pueden considerarse como modelos cercanos a tales antepasados. Más indicado para conocer esa evolución parece el Homo habilis (capacidad craneal: 680-700 cms3), que vivió en la época de los australopitecos, en el temprano período glacial. De él se han hallado desde 1963 abundantes restos fósiles en la sima de Oldovay (África oriental). Este antropoide, que construía instrumentos con cantos rodados, nos lleva al parecer hasta las inmediaciones de la fase decisiva de la h. o incluso nos introduce en ella. Todavía no se han podido analizar con seguridad los factores causales que dieron lugar a la transformación de un cuerpo de primate en la forma homínida. Y la razón está en que todavía no es segura la extendida «teoría genética de la populación», sobre todo en su aplicación (extrapolación) a las grandes mutaciones filogenéticas en el transcurso de la historia de los organismos (-> evolución). Hay una multitud de hipótesis, algunas contradictorias, sobre las etapas y el proceso de la posición erecta, de la plena formación del cráneo y de la ampliación del encéfalo, y sobre las causas de estas transformaciones. Lo cual es una prueba de que el proceso evolutivo, con sus fenómenos principales de la transformación radical y de la integración armónica, todavía no ha sido analizado con cierta aproximación ni siquiera en campos limitados o en ciertos complejos de características. Lo mismo puede decirse y en mayor grado de la «filogénesis psíquica», ya que los modos de comportamiento no dejan huellas en los fósiles y sólo pueden estudiarse en organismos que viven actualmente. Aquí se abre por tanto un vasto campo a la especulación sobre el origen del comportamiento, sus variaciones y sus causas. Esa especulación, por cierto, se ha utilizado abundantemente, como lo demuestran las numerosas hipótesis sobre el origen del lenguaje, de los conceptos, del pensar abstracto, de la sociabilidad humana, de la fabricación de instrumentos y de la cultura. Pero todas esas hipótesis son incapaces de superar en forma convincente y satisfactoria la discontinuidad en el comportamiento a la que antes hemos aludido.

La evolución de los organismos hasta la forma somática del hombre y, consiguientemente, un enracinement corporel de l'Homme dans la nature (D'Armagnac), es sin duda alguna una idea grandiosa y digna del Dios creador. Su realización, o el hecho de la h., que la biología defiende como una conclusión segura en virtud de numerosos indicios, en sí es independiente de que la investigación de las ciencias naturales, a pesar de los nuevos, importantes y orientadores hallazgos y conocimientos, todavía no puedan dar una explicación causal válida y segura, ni una idea clara del proceso de este fenómeno evolutivo. Esta meta perseguida con todos los medios de la investigación nunca podrá alcanzarla plenamente la biología. Y esto es así porque, desde el punto de vista filosófico y teológico, no parece posible llegar a una explicación exhaustiva de la h. (y, por consiguiente, del origen de un ser específicamente nuevo incluso en sentido metafísico, como lo es el hombre) solamente con los métodos científicos empleados por la biología.

BIBLIOGRAFÍA: A. Portmann, Biologie und Geist (Z 1956); J. Piveteau, Primates, Paléontologie humaine (Traité de Paléontologie VII) (P 1957); F. J. J. Buytendijk, Mensch und Tier (H 1958); G. Siegmund, Tier und Mensch (F 1958); A. Haas (dir.), Das stammesgeschichtliche Werden der Organismen und des Menschen (Fr 1959); G. Heberer (dir.), Die Evolution der Organismen (St 21959); P. Overhage, Um das Erscheinungsbild der ersten Menschen (Fr 1959); P. Overhage-K. Rahner, Das Problem der H. (Fr 21963) (bibl.); P. Overhage, «Zinjanthropus» und «Homo habilis», Tiere oder Menschen?: StdZ 174 (1964) 273-285; idem, «Homo habilis»: ThPh 41 (1966) 321-353; idem, Experiment Menschheit (F 1967).

Paul Overhage

II. Aspecto teológico

1. Observaciones previas

a) La filosofía, en cuanto reflexión transcendental sobre la esencia del hombre (-> antropología), por una parte nunca podrá hacer ninguna afirmación sobre la manera exacta como tuvo origen el primer hombre. Y eso porque no tiene nada que objetar contra la posibilidad de una conexión causal intramundana entre dos entes que, debido a un «salto cualitativo», difieren entre sí esencialmente. El concepto de una autotranscendencia bajo la dinámica de la conservación y la cooperación divinas, que sostienen desde dentro el devenir activo de la criatura, parece difícil, pero no contradictorio, y aparentemente está exigido por los hechos. Por otra parte, la antropología metafísica establece con seguridad una radical diferencia de naturaleza entre el hombre y el animal. Por eso, aunque el hombre proceda de su mundo circundante y esta procedencia deba concebirse como un acto de autosuperación activa, sin embargo, la dinámica de la «cooperación» divina requerida para ello tiene absolutamente el carácter de una nueva creación inmediata por parte de Dios (-> evolución).

b) En teología se suele distinguir entre -> «alma» espiritual y -> «cuerpo», explicando el origen de aquélla por -> «creación» y el de éste por evolución. Pero en este punto no hay que olvidar cómo por alma y materia sólo pueden entenderse dos principios substanciales de un ente único, y no dos entes completos que vengan a juntarse posteriormente, sin olvidar tampoco que el alma y la materia forman una estricta unidad substancial. Si se tiene esto presente, entonces la «creación del alma» sólo puede significar que el hombre entero en tanto es creado por Dios inmediatamente, en cuanto él como persona espiritual dotada de cuerpo se distingue esencialmente del animal y por tanto, no es sencillamente producto de la mera «biosfera» a un simple nivel biológico. Entonces la evolución del cuerpo sólo puede significar que el hombre entero de algún modo procede de su mundo circundante. Hablando de un hombre son concebibles ambas cosas a la vez, porque el concepto de génesis y de procedencia no excluye un «salto cualitativo», sino que (las más de las veces) lo incluye. Este salto es posible por hallarse la criatura situada dentro de la dinámica divina, que sostiene desde dentro su ser en medio de su propio devenir activo.

2. Doctrina de la Iglesia

a) Por lo que se refiere al hombre en cuanto espíritu personal, sería herético según la doctrina de la Iglesia explicarlo como producto resultante de la realidad infrahumana en virtud de las propias leyes naturales de ésta. En efecto, según la definición del Vaticano i (Dz 1802) hay una diferencia esencial entre materia y espíritu, y el hombre, por lo menos «en cuanto al alma», es creado directa e inmediatamente por Dios (Dz 170 533 738 1185 1910 2327). Según Pío XII, la fe nos manda creer que las almas son creadas por Dios inmediatamente.

b) Sin embargo, el magisterio eclesiástico no reprueba (al menos por el momento) la tesis sostenida por las ciencias naturales, según la cual el hombre se halla, en cuanto al cuerpo, en conexión histórica con el reino animal. Es más, el magisterio permite la libre discusión sobre el problema (Pío xii [1941] en una alocución [Dz 2285] y en la -> Humani Generis [Dz 23271), aunque esa libertad no se extiende a la cuestión del -> monogenismo (Dz 2327).

c) Sobre la posibilidad de conciliar estos dos enunciados no existen ulteriores declaraciones del magisterio oficial. Habrá que guardarse de dar esta cuestión por definitivamente resuelta con la mera afirmación de que la primera declaración se refiere al alma, y la segunda al cuerpo. El alma espiritual, procedente de un inmediato acto creador de Dios, implica también necesariamente una modificación de la corporeidad, aun cuando este acto creador tenga lugar en una naturaleza viva. En este sentido puede y debe mantenerse que la Escritura habla de una peculiares creatio hominis, como dice el decreto de la Comisión de 1909 (Dz 2123).

3. La doctrina de la Escritura

La revelación divina en la Escritura contempla siempre y en todas partes al hombre como un ser espiritual y corpóreo que forma una unidad y que en su corporeidad es interlocutor espiritual y moral de Dios, a diferencia de todo lo demás que existe en el campo experimental de la tierra. En esta realidad singular a diferencia de todo lo demás el hombre es presentado como procedente de una especial iniciativa creadora de Dios, la cual tiende inmediatamente al hombre y produce una imagen y semejanza de Dios que anteriormente no existía. No se puede negar que este contenido se halla afirmado en Gén 1-2. Y si la tradición ha deducido siempre esa doctrina del relato de la creación del hombre, en este punto se nos impone como obligatoria (cf. Dz 2123). Por otra parte se ha de decir que el relato del Génesis no pretende ser un «reportaje» de un testigo ocular sobre la manera concreta como sucedieron las cosas. Dicho de otro modo, se trata de un relato (sin duda de una «etiología» histórica; cf. interpretación del -a Génesis) que expresa lo que propiamente quiere decir en forma popular y con imágenes plásticas. El tomar en consideración este -> género literario no sólo es lícito, sino también obligatorio, pues la Iglesia no solamente tolera esta opinión, sino que ella misma la enseña (Dz 2302 2329). Pero, una vez admitido esto fundamentalmente, se habrá de afirmar que la Escritura en Gén 1-3, fuera de lo ya dicho, no contiene a propósito de nuestra cuestión ninguna otra cosa de la que se pueda sostener con seguridad que pertenece al contenido enseñado y no a la forma de exposición. La creación del hombre del polvo de la tierra puede y debe entenderse como una manera de expresar el hecho del acto creador. Teniendo en cuenta este género literario, tampoco de la creación de Eva de la «costilla de Adán» se puede deducir prueba alguna contra el transformismo. No se puede demostrar, ni siquiera apoyándose en Dz 2123, que en esta imagen se quiera expresar algo más que una normativa ideal del primer ser humano con respecto al segundo y la unidad de ambos. En este sentido se pronunciaba ya Cayetano. Hoy son de esta opinión H. Lesétre, W. Schmidt, J. Chaine, H. Junker, J. de Fraine, etc. Si la f ormatio primae mulieris ex primo homine, defendida en Dz 2123 como histórica, es interpretada debidamente atendiendo a Dz 2302, deberá decirse que lo enseñado por el magisterio eclesiástico es que en la narración genesíaca se afirma un hecho histórico, sin que por eso se excluya de ella todo elemento figurativo. Pero entonces lo que el magisterio eclesiástico dice sobre nuestra cuestión ha de delimitarse a partir de la Escritura,

4. La tradición

a) Desde luego hay que reconocer que antes del siglo xix la interpretación general del relato del Génesis (prescindiendo de insignificantes detalles para dar una explicación más matizada) entendía que Dios había creado el cuerpo del hombre partiendo de una materia inanimada. Con todo, la tradición cristiana sabía desde los principios que en los relatos de los primeros orígenes del mundo, todavía más que en otros relatos de la Escritura, había que contar con formas de expresión metafóricas. No se planteaba entonces la cuestión actual. Es cierto que la revelación y la tradición objetivamente pueden dar respuesta a una cuestión que sólo más tarde se planteará de modo explícito. Sin embargo, en nuestro caso habrá que decir que la tradición no contiene una reprobación explícita o formalmente implícita de una conexión del hombre, en cuanto al cuerpo, con el reino animal. En efecto, lo que la tradición quería transmitir como verdad absoluta de fe, a saber, la posición especial y la creación especial del hombre, sigue siendo verdadero actualmente bajo el presupuesto de un transformismo moderado; pero no puede demostrarse que ese carácter de verdad absoluta se refiera también a la manera como la tradición anterior se representaba al acto de la creación del hombre. Aunque, por otro lado, tampoco puede decirse que la tradición distinguiera entre contenido y forma de expresión. Pero esa ausencia de una distinción no equivale necesariamente a la negación implícita de una posibilidad de distinguir. En realidad, bajo los anteriores presupuestos históricos no se podía plantear la cuestión de esa posibilidad de distinguir.

b) La primera vez que la Iglesia oficial se pronunció explícitamente fue en el concilio particular de Colonia del año 1860 (ColLac v 292). Entonces se rechazó también la teoría moderada de la descendencia. En 1871 el católico St. G. Mivart sostuvo un transformismo moderado («Mivartismo»). En 1895 el dominico M.D. Leroy debió retractar (CivCat xvii 5 [1899] 48s) su opinión de un transformismo moderado (expresada en L'évolution restreinte aux espéces organiques); en 1899 P. Zahm debió por la misma razón y por orden del Santo Oficio retirar del mercado su libro Dogma and Evolution (ibid. 34-39). Posteriores opiniones que defendían un transformismo moderado, como las de P. Teilhard de Chardin, F. Rüschkamp. P: M. Périer, E.C. Messenger y otros no tuvieron ya dificultades. Sin embargo, todavía hasta época muy reciente la gran mayoría de los teólogos han rechazado tal transformismo moderado como opuesto a la Escritura y poco conforme con la teología. En -el siglo xix ese transformismo fue considerado herético por algunos, como G. Perrone, C. Mazella, B. Jungmann, J. Katschthaler. Desde que Pío xii permitió la libre discusión, ha aumentado considerablemente el número de católicos que sostienen positivamente cierto transformismo (C. Colombo, P. Leonardi, J. Marcozzi, P. Denis, J. Caries, B. Meléndez, J. Kälin, F. Elliot, etc.). Sin embargo, todavía hay teólogos que rechazan el transformismo incluso en su forma más circunspecta, porque creen que no está demostrado científicamente y porque les parece que todavía existen razones teológicas en contra, aun cuando ordinariamente no se atreven ya a darle una censura propiamente teológica (así p. ej., E. Ruffini, J. Rabenek, I.F. Sagüés, Ch. Boyer, M. Daffara, C. Baisi, etc.). Aún falta una reflexión teológica más exacta sobre esta evolución doctrinal. En todo caso, esa evolución muestra que la Iglesia es también una Iglesia discente y que se debe proceder con cautela al invocar el consensus de los teólogos.

5. Consideración sistemática

Si presuponemos que la teoría de la h. por ->evolución es verdadera (de suyo el juicio positivo sobre este punto no es asunto de la teología), se puede decir lo siguiente:

a) Dios sustenta a la criatura como ente en devenir desde su núcleo más íntimo, también en su hacerse, en la tendencia al propio desarrollo y a la propia superación. En el fondo, devenir significa autosuperación activa, en la que Dios (como fundamento y meta asintótica) no sólo mueve a la criatura desde fuera, sino que también le da la acción de moverse a sí misma. Cualquier otra concepción del devenir en definitiva cae en un ocasionalismo o en un devenir sin causa. Lo que nosotros llamamos materia (principalmente como materia ya viva y psíquica), en cuanto por la creación procede de Dios, el espíritu personal absoluto, y en cuanto posible coprincipio substancial intrínseco de un espíritu personal creado (hombre), tiene una afinidad interna con la -> conciencia, la posesión de sí mismo y el ->espíritu.

b) El mundo entero (incluso en su materialidad) tiene como único fin su salvación, glorificación y consumación en el -> reino de Dios y, por tanto, ese mundo, también en cuanto forma un todo, está movido por Dios hacia un fin que es la consumación del espíritu creado, el cual integra en sí mismo la materia, elevándola a su perfección definitiva.

c) Así, pues, el ser en devenir del mundo material puede perfectamente concebirse como orientado desde dentro por Dios a superarse a sí mismo hacia el hombre, en el cual el mundo vuelve sobre sí mismo y llega a poseer interioridad, libertad, historia y una última perfección personal. La h. designa aquel proceso en la naturaleza por el que el mundo se halla a sí mismo en el hombre y es confrontado espiritualmente con su origen y su fin.

d) Cuando se trata del hombre (filogenética u ontogenéticamente), la posibilidad dada por Dios a la causa intramundana de superarse a sí misma hacia el hombre significa lo mismo que se designa en teología con la expresión immediata creatio (Dz 2327). Pues la posibilidad de autosuperación dada por la causalidad transcendente de Dios, debe caracterizarse en función de su término. Si en virtud de esa causalidad surge algo substancialmente nuevo que in se subsistit (es decir, que sin mengua de su función como principio de una forma espaciotemporal, supera constantemente esa función, precisamente en cuanto espíritu), entonces la acción divina que hace posible eso es una «creación» y, por cierto, «inmediata». En efecto, Dios constituye algo que implica una nueva subsistencia. Cómo aquí puede aplicarse el concepto de creatio immediata, lo muestra el ejemplo de la procreación humana (de la ontogenia del hombre). A este respecto el lenguaje del mogisterio oficial emplea dicho concepto con relación al devenir del hombre entero (aunque la materia existe ya anteriormente), sin querer con ello negar que los padres sean también causa del hombre. Por tanto, el hecho de que Dios haga posible una causalidad intramundana no excluye el concepto de creación inmediata, supuesto que surja algo substancialmente nuevo con subsistencia propia, y que la causalidad divina (como es obvio) tenga inmediatamente por término eso nuevo. Esto aparece todavía más claro en el caso de la filogenia, dado que la causa intramundana es además específicamente inferior al hombre.

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Karl Rahner