HISTORIA E HISTORICIDAD
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I. Concepto 

Los nombres europeos: storia, histoire, historia, history, etc., se derivan de laTopsty = conocer, investigar, pasando por el término latino historia. Por consiguiente significan en primer término la ciencia de la historia. Frente a esto, la palabra alemana geschichte apunta primariamente al acontecimiento mismo. El vocablo castellano «historia» (h.) reviste el doble matiz de conocimiento o relato y de acontecer.

En cuanto acontecer objetivo la h. es única como el mundo; constituye el ámbito y orden de vida del hombre en su historicidad (hi.). Aquí hi. significa aquella constitución de la existencia humana (que reúne el -> mundo y el -> tiempo) por la que el hombre se encuentra entre un pasado ya dado, todavía operante y sustraído a su acción, de una parte, y un futuro por crear, por venir, que está llegando en todo momento, de otra (-->principio y fin). Y así él, en medio de la estructura interpersonal y de la tensión entre -> libertad y predeterminación (--> contingencia) se produce a sí mismo con su propia naturaleza. Esta estructura esencial lleva consigo el hecho de que el hombre adquiera conciencia de su h. e hi. también históricamente, y la asuma de ese mismo modo en medio de un diálogo crítico con ella. Como espíritu, él solo posee su h. entendiéndola (aquí está la unidad entre «h. acontecer» e «h. relato»). Pero este entender mismo tiene su h., y en su evolución es un momento de la h., en la que el hombre vive su historicidad.

II. Historia de la concepción de la historia

Como la h. y la hi. pertenecen ineludiblemente al hombre, no existen pueblos carentes por completo de h. En los relatos míticos se hacen presentes el origen y el futuro de la nación (y del mundo en general, cuyo centro es el pueblo respectivo [-> mito]). En occidente esta idea pasa a la historiografía con el «padre de la historia», Herodoto (hacia 484-425 a.C.), que ve la ley y fuerza decisiva de la h. en el encuentro entre los hombres comedidos y los que en su soberbia desconocen toda medida; ese encuentro lleva a la aniquilación de lo desmedido por intervención de los dioses. Tucídides (sobre los años 456-396 a.C.) tiene una concepción distinta y pone los fundamentos de la h. política propiamente dicha. Para él la h. es una disputa de intereses, en la que constantemente se impone la fuerza del más poderoso como derecho (pero, evidentemente esta ley no impide las casualidades incomprensibles).

De acuerdo con este espíritu escribe Polilibio (sobre el año 201 hasta el 120 a.C.) la primera gran h. de Roma, uniendo las razones geográficas, climáticas y otras causas impersonales con las causas personales, y por primera vez pone de manifiesto la fusión entre los destinos particulares de las naciones. Además, precisamente en él aparece con claridad la función de servicio de la historiografía. Polibio se propone legitimar la soberanía romana, mostrando cómo se formó de acuerdo con la ley natural, y justificar la política práctica del presente. Por el contrario, en las obras de Salustio (86-35 a.C.) y de Tácito (55-120 d.C.) la h. pasa a ser crítica de un presente en decadencia. Pero las reflexiones morales quedan sin efecto. La experiencia natural del florecimiento y del ocaso, aplicada ya desde el principio a las diversas épocas culturales, justifica la retirada pesimista del retorno absurdo de la ascensión y la caída.

En esta situación con el cristianismo aparece una concepción totalmente distinta de la h. Para Israel la h. es ante todo la h. de la alianza concedida por su Dios (cf. historia bíblica en -> Biblia, E i-ii). La h. universal es la prehistoria de la alianza y conduce hacia ella; al final la alianza misma ha de coincidir con la h. del mundo. Todos los acontecimientos y peripecias de la h. son fases de esa relación dialogística. Culpa, castigo, perdón, fidelidad, cumplimiento son las categorías de la inteligencia bíblica de la h. En la experiencia del cumplimiento mesiánico de esta historia por ->Jesucristo se confirma también su carácter dialogístico. Este acontecimiento, concebido en primer lugar como final de la h., desde el desengaño en la esperanza de una parusía inminente conduce ya en los libros del NT (especialmente en Act de Lc) al esbozo de una nueva concepción de la h., que interpreta la h. universal entre Adán y la esperada parusía como h. de la ->salvación, cuyo centro es la muerte y resurrección de Jesús, y su encargo misional.

Esta concepción tuvo su gran intérprete en Agustín (354-430), que con su pensamiento sobre la h. (De civitate Dei) se convirtió en el gran «maestro de occidente»; de todos modos podemos preguntar si no llegaría a serlo en parte a causa de una falsa interpretación. Las dos ciudades (civitas Dei y civitas terrena) surgen por el doble pecado cometido antes de toda h. en el sentido usual; y su fin sine fine se encuentra más allá de todo acontecer intramundano. Pero tampoco su curso a través de la h. es estrictamente histórico, o sea, no es algo que puede mostrarse con medíos científicos. Del mismo modo que las Confesiones diseñan la conversión del individuo, así también la gran obra histórica señala el camino interno de la humanidad ante Dios; y este camino conduce a través de los acontecimientos históricos. Eso supuesto, o bien toda la esfera de lo estatal pertenece al poder de los demonios; o bien la contraposición entre ambos reinos se mueve en el terreno de lo político (y entonces la Iglesia visible se convierte en una estructura teocrática de poder); o bien la contraposición tiene lugar en un terreno totalmente apolítico (y entonces la esfera estatal pierde toda significación religiosa). En Agustín todo esto queda indeterminado. Sin embargo están en él los puntos de partida de sus distintos seguidores (cf. a este respecto la teología de la -> historia). De todos modos, por así decir, los hechos históricos se comportan para él como un texto escrito cuyo sentido espiritual son los existenciales de la historicidad: temporalidad, culpa, muerte, obligación impuesta por el amor en el presente y esperanza escatológica.

Si la obra de su discípulo Orosio, Historiae adversus paganos (417-418) es ya más rica en su contenido histórico concreto, a la altura de la edad media (hacia 1115-58), Otto de Freising aplica el concepto agustiniano a la h. perceptible para justificar la idea del reino propia de los Hohenstaufen. La última gran obra de este espíritu es el Discurso sobre la h. universal de Bossuet (1627-1704).

Pero entre tanto la visión de la h. se ha transformado decisivamente. El lugar de la providencia es ocupado ahora por el concepto de -> progreso. El -> renacimiento y el -> humanismo descubren la alegría de la experiencia, el valor de lo especial, el rango propio de lo terreno; la observación y el experimento, la duda y el examen deben constituir el saber como un instrumento disponible del poder. Frente a su deber para con la Iglesia, la h. entra ahora al servicio del pensamiento político nacional; la conciencia nacional va acompañada ahora por la voluntad de descubrir mundos extraños. Así puede renacer la antigua concepción de la h., aun cuando, por otra parte, ya no es posible eliminar la cuestión acerca de un sentido conjunto de la h. La historiografía humanista se distingue del procedimiento antiguo y del medieval sobre todo por su estudio consciente de los documentos. Sin embargo, la cantidad de material supera la capacidad sistemática de los sabios. Fantásticos y eclécticos esbozos universales de filosofía de la h. están frente a exactas y exhaustivas colecciones de fuentes, que todavía no pueden integrarse en una ordenación conjunta. El entusiasmo por la cultura alterna con la crítica a la cultura (Rousseau), pero en ambos casos la cultura extraña o anterior no cobra todavía vigencia en su peculiaridad. Y aun cuando se reconoce a la h. el supremo valor formativo y ésta pertenece al caudal fundamental de la cultura individual y social (cf. p. ej., Voltaire: -> ilustración, --> racionalismo), sin embargo se tiende en ella a la h. general de la razón y no al mundo peculiar tratado en cada caso. Un pensador como G.B. Vico (1668-1744), que, a pesar de su arbitrariedad, anticipa las ideas de la filosofía de la h. y las perspectivas históricas del s. xix, permanece incomprendido y sin influencia alguna.

Simultáneamente, en el creciente conocimiento de las diversas culturas y en la experiencia del abismo entre toda cultura y las normas ideales de la razón, laten ya los gérmenes del relativismo histórico de toda ordenación de la sociedad y de la visión que en cada caso se tiene de ella.

Con Herder, Goethe y W. v. Humboldt llega a su cumbre la visión conjunta de la h. en el humanismo como proceso formativo del hombre hacia la auténtica humanidad; y al mismo tiempo el --> romanticismo se entusiasma ante la riqueza de la individualidad en la personalidad y en la nación.

Podemos mencionar a Savigny y Hegel como exponentes de ambas orientaciones, de cuya unión surge el s. xix como centuria de la h. El modelo ideal de la primera orientación es el organismo vivo, individual; la h. es vida de un «cuerpo nacional» y la cultura es expresión del alma del pueblo. También el pensamiento de Hegel conoce, sobre todo en sus primeros tiempos, la idea del organismo. Pero su palabra fundamental es el

 

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espíritu. Así como el individuo (incluso el gran hombre) está al servicio del espíritu del pueblo, de igual manera los espíritus de los pueblos son momentos en el desarrollo del espíritu universal en la h. del mundo. De este modo cada forma tiene su valor peculiar, pero, propiamente, no en cuanto organismo autónomo, sino como momento que se disuelve en la forma conjunta del espíritu del mundo en su proceso de realización. «La historia universal es el progreso en la conciencia de la libertad, un progreso que hemos de conocer en su necesidad» (G. LASSON, Philosophie der Weltgeschichte, t 40). Pero su meta es la libertad del saber del absoluto, dentro del cual todo lo individual queda liberado de sí mismo. De ahí que este gran intento del pensamiento histórico, que envolvió todo el material entonces conocido para comprenderlo, provocara inmediatamente la crítica de que lo individual y sobre todo el individuo, la libertad y la h., solamente pueden comprenderse al precio de quedar disueltos en la idea y, por tanto, no como son en sí mismos.

En consecuencia, a la concepción hegeliana se contrapone una filosofía de la positividad (F.W.J. Scheling), la llamada al individuo en orden a la realización de su existencia (S. Kierkegaard), la inteligencia de lo concreto (F. Schleiermacher; ->hermenéutica). En lugar de la interpretación y de la ordenación especulativas, ahora la h. trata «meramente de mostrar cómo han sido propiamente las cosas» (L. v. RANKE, obras completas, 33, viri). La clásica consumación, que significa la obra positiva de Ranke, se logra metodológicamente en la historia de J.G. Droysen. Contra la mecánica causal de la naturaleza y contra la idea romántica de organismo, subraya la autonomía creadora del espíritu, sometido a la obligación ética. Y este espíritu no puede aprehenderse prescindiendo del yo, sino solamente por su intervención en el «entender investigador».

La síntesis lograda contenía demasiados momentos de tensión para no descomponerse nuevamente. El -> positivismo trata de convertir la h. en ciencia natural por analogía con la «historia natural» de la evolución biológica. Para el -a marxismo la h. es, por una parte, un acontecer según la ley de la naturaleza y, por otra, la h. de la libertad en el logro de sí misma (no del absoluto hegeliano, sino del hombre en la lucha laboral con la naturaleza y con las clases sociales). El saber sobre la h. es un instrumento en esta lucha, que termina con la llegada de la sociedad perfecta, sustraída ya a la h. Junto a esto aparecen la interpretación de la cultura según el modelo social (L. v. Stein, H. v. Treitschke) o el humanista (J. Burckhardt), la negación de la cultura (A. Schopenhauer, F. Nietzsche), y finalmente los morfólogos de la cultura (K. Lamprecht, etc.).

Todo eso desemboca a finales del s. xix en la problemática del ->historicismo. W. Dilthey se impuso la tarea de una «crítica de la razón histórica», para entender la vida a partir de la vida misma. Y trató de realizarla mediante una «psicología» que intenta captar el desarrollo histórico y la interacción de la vida como modo de ser del hombre. Su pensamiento ha sido sumamente fecundo y estimulante, pero no ha logrado una fundamentación en el flujo del cambio (-a vitalismo). Lo que Dilthey quería hacer con un concepto de la vida en definitiva obscuro, intentó hacerlo E. Troeltsch en la teología, mientras P. Yorck v. Wartenburg trataba de elaborar las categorías del pensamiento genuinamente histórico. M. Heidegger le siguió formulando como programa en su obra capital: «cultivar el espíritu del conde Yorck, para servir a la obra de Dilthey» (Sein und Zeit, 404).

Con esto la cuestión acerca de la h. se libera del círculo limitado de una teoría sobre las ciencias del espíritu, para ocuparse con el análisis del hombre en general. La pregunta por su h. es abordada desde la cuestión de su hi. (y sólo a partir de ahí es posible también una teoría de las ciencias del espíritu, que han de tratar de lo fáctico e individual, y por ello no se fundamentarán legítimamente mientras las formas históricas sean entendidas como realizaciones accesorias, secundarias, de un universal). Con esta cuestión se llega explícitamente a un planteamiento ontológico, al intento de una nueva ontología que, lejos de pretender eliminar la tradicional ontología metafísica de la esencia, procura más bien restablecer mediante un pensamiento que ya no dispone de la realidad mediante el procedimiento universal y racional, técnico y metódico, sino que aceptando su propia hi., se deja aprehender por el «destino del ser» y permite que éste disponga de él. Estas breves indicaciones no son un relato de la h. del pensamiento; son simplemente un enfoque objetivo y sistemático del problema (también es una consecuencia ineludible de las intuiciones de Dilthey el hecho de que en filosofía [lo mismo que en teología] la consideración histórica y la sistemática son inseparables por principio). El acceso a este enfoque lo da la reflexión sobre la existencia singular del hombre, pues en él y para él está ahí el ser.

III. Estructuras fundamentales de la historicidad

1. El hombre histórico

El hombre tiene su esencia (entendida no como un concepto abstracto, sino como una concreta realidad fundamental) en cuanto la consigue realizándola él mismo. Esta esencia domina su h. como norma y como fin. Su -> esencia es la «ley por la que él se rige», es el fundamento previamente delimitado de su h, de la libertad y simultáneamente aquello que le interesa en esta su h. («de cuya realización ha de preocuparse»). En ese sentido (y no en el psicológico de preocupación y ansiedad) su existencia está caracterizada por el cuidado. Aquí aparece una dialéctica entre lo que se da de antemano y la tarea a realizar donde ambos aspectos nunca pueden coincidir. En esa síntesis de don previo y tarea el hombre no puede concebirse como simplemente autárquico.

Él no sólo no puede otorgarse el don previo de sí mismo, sino que tampoco puede llevar a cabo por sí mismo el cumplimiento de su tarea (aun cuando debe cumplirla). Y eso precisamente porque es el don (él mismo) el que le capacita para cumplir su tarea y el que se la plantea, de modo que ese don es solamente «inicial». En consecuencia, la dinámica de la esencia, su meta y su fuerza, debe pertenecerle internamente y, sin embargo, no puede ser ningún momento constitutivo de él mismo (él es hombre antes de cumplir su tarea, precisamente como aquel a quien se plantea esta tarea, y a la vez, ese cometido que aún ha de cumplirse, no es sino su mismo ser humano).

Esfa estructura característica de la existencia es su temporalidad en las tres dimensiones de pasado, presente y futuro. En tanto el hombre se experimenta como algo ya dado, que se encuentra en una determinada realidad del mundo y en una determinada situación, se experimenta como una realidad acontecida, que determina ahora su «esencia» desde el pasado. De este modo, lo que fue no sólo es pasado, sino que está presente influyendo como una realidad que ya ha sido. Naturalmente, está presente como sustraída a nuestra acción, como el fundamento de la disposición actual, pero como un fundamento sobre el cual no se puede disponer. A la vez el pasado como conservado es presente, no sólo porque repercute en esta o la otra cosa, sino porque afecta a la libertad misma, en cuanto esencia que viene de atrás. El pasado mismo plantea la exigencia de ser aceptado; llega al hombre como tarea, y le muestra y le abre su futuro. Así el futuro llega al hombre como exigencia; por un lado, como tarea que ha de realizarse y, por otro, como un cometido que supera sus fuerzas y, por tanto, debe regalársele en medio de sus esfuerzos; en este sentido está presente tan sólo como venidero. Por eso la -a libertad experimenta el presente como la unión de pasado sustraído y conservado y futuro que llega y está por venir. El doble carácter de ambas dimensiones explica la posibilidad de distintas actitudes con relación a ellas.

Así el hombre puede reprimir el pasado con su protesta o asumirlo libremente en el recuerdo revivificador y conmemorativo. Este recuerdo tiene lugar en una inmediatez transmitida por la tradición, de tal manera que la realidad originaria del pasado (individual y supraindividual) no se desfigura, sino que se hace visible en su permanencia para convertirse así en tarea (que tanto puede llevar a la aceptación como a la distancia crítica frente a él). «Necesidad» de lo histórico no significa aquí solamente que «no se puede deshacer lo hecho», sino también que la existencia no se posee a sí misma sino mediante una retrospección nueva en cada caso hacia el pasado (aquí también desempeña su papel el esbozo desde un concepto abstracto de esencia).

Necesidad significa en tercer lugar la inexorabilidad con que el pasado en cada nueva retrospección adquiere una forma nueva, para permanecer precisamente así (y sólo así) el mismo. Retrospección histórica (anamnesis) no es un recurrir arbitrario de una existencia en sí neutral a algo meramente pasado (como supone el -historicismo), sino una aceptación que se deja afectar por la 2. El ser histórico. exigencia de lo que fue. Por eso su identidad no consiste en que deba describirse siempre de la misma forma, sino precisamente en que exige siempre de manera diferente (y en consecuencia ha de describirse siempre de diverso modo), según la situación de cada momento, mas permaneciendo así lo mismo (--> tradición). Por consiguiente hay ahí una relatividad, pero no precisamente en el sentido del relativismo, sino en el sentido literal de referencia. Un mismo pasado habla de manera diferente a cada uno de los tiempos. Aparecen en él nuevos «aspectos» (e indudablemente también se producen confusiones, tanto creadoras como destructivas; y quizá la tergiversación más estéril sería el intento de fijar o archivar neutralmente de una vez para siempre lo acontecido); estos aspectos pertenecen todavía al acontecimiento como la «historia de su influencia» (H.G. Gadamer); el futuro del suceso pertenece a él mismo (aunque no sea producido solamente por él, sino a la vez por la libertad conmemorativa). Viceversa, el acontecimiento pasado pertenece también a este futuro suyo; por eso no se puede vivir (de manera actualista o existencialista) en el puro principio nuevo del presente; su momento es constantemente el futuro de un pasado.

Por tanto, del mismo modo que el pasado quiere ser aceptado como desaparecido y conservado, así también, el hombre tiene que aceptar el futuro como algo que llega y a la vez como algo que está por venir, es decir, con -> esperanza y apertura, pues en él no sólo llega el pasado, sino también la exigencia de su consumación. Con esto se abre la posibilidad de distanciarse del pasado fáctico, la de asumirlo con actitud de -> arrepentimiento y revolución.

Si se niega la dimensión pasada de este futuro, se cae en las deformaciones de la ->utopía y de la ->revolución permanente. Si se niega la dimensión auténticamente futura del pasado, se cae en la restauración y en una cómoda actitud conservadora. Por tanto, la postura debida ante el presente es la obediencia a la llamada de lo que nos llega en herencia y la serena entrega al don esperado que está por venir y no se halla en nuestras manos. Esta unidad de obediencia y entrega serena impide tanto un activismo, que consagra el ahora al futuro, como un esteticismo irresponsable.

En la forma descrita, el hombre nunca se comporta históricamente tan sólo consigo mismo. Ante todo el individuo nunca está solo (pues la situación implica el estar con otros, y la exigencia del momento se presenta a través de otros; el pasado y el futuro nunca son meramente míos, son siempre y originariamente nuestros); pero además, el hombre no se relaciona únicamente con los hombres. En su comunidad los hombres se relacionan con la --> verdad, con el --> bien, con el -> ser. El cambio de la relación con el yo, con los semejantes y con el mundo es siempre (y primeramente) un cambio de relación con el ser. A este respecto hay que distinguir entre el cambio en la articulación de la relación (p. ej., en una ontología explícita) y el cambio en la relación misma que allí late (-> existencia).

A la esencia de la h. pertenece el saber distanciador acerca de ella, y como esto sólo es posible desde la transcendencia hacia el ser (verdad, bien), tal -> transcendencia hacia lo absoluto e incondicional es un momento constitutivo de la hi. El saber acerca de la h. sólo se da mediante el soporte de un saber absoluto (aunque no sea en forma explícita). Pero el hombre no «tiene» este saber absoluto, no dispone de él, sino que en él se deja disponer por lo absoluto. Se trata del saber absoluto de la referencia al -›misterio que sobrepuja la capacidad de toda facultad receptora.

Este saber no es un acto meramente teórico, sino una decisión fundamental de apertura personal: un dejarse aprehender aprehendiente y un aprehender dejándose aprehender. Así él mismo es un acontecer histórico de la libertad: un continuo evento del origen de la h.; y la filosofía como reflexión sobre esa histórica toma de posición originaria (en el individuo y en el conjunto de una época) también es en sí misma un acontecer histórico de la libertad. Por consiguiente, la -* metafísica se realiza siempre bajo un determinado horizonte, el cual, una vez hecho histórico, permanece indisponible para ella y para el hombre.

El acontecimiento histórico, interpretado a base de una previa visión metafísica, queda sometido a un anterior horizonte intelectivo, pero viceversa determina y modifica ese horizonte según su poderío. Allí donde el misterio absoluto acontece en la h. concreta haciéndose totalmente cercano y produce su aceptación por la apertura obediente de la existencia histórica, no se eliminan los horizontes históricos de su aceptación en su multiplicidad cultural, sino que quedan superados y redimidos en una absoluta proximidad al misterio absoluto en cuanto tal, donde se realiza positivamente su unión a pesar de la imposibilidad de expresarla de manera adecuadamente positiva (y, por tanto, no de un modo vacío como mera unidad de referencia).

Pero ya antes de esta insuperable plenitud, en principio el pensamiento puede expresar en forma universal la unidad llena de las muchas historias en su dimensión histórica y suprahistórica. Su dimensión suprahistórica se expresa en el enunciado atemporal de las leyes lógicas y de las prohibiciones del derecho natural. Pero estas abstracciones no son la esencia del ser, de la verdad o del bien, del mismo modo que el concepto abstracto de la esencia del hombre no es su realidad fundamental. La realidad concreta del ser (de la verdad y la bondad) incluye su conocimiento por parte del hombre. Si este conocimiento es histórico, en consecuencia, bajo esa vertiente (en la identidad del cognitum y cognoscens in actu) también son históricos el ser, la verdad y el bien.

Pero debemos dar un paso más en esta reflexión. Incluso la tradicional metafísica esencialista vio que nuestro conocimiento tiene su h. Pero ella distinguió enérgicamente entre esta hi. de nuestro concepto del ser (de la verdad y la bondad) y su ahistoricidad intrínseca. En ese caso, el enunciado en el que la hi. se atribuye al ser mismo se habría hecho culpable de un cambio de suposición. Mientras el -> relativismo discute el «en sí» (lo intrínseco) de lo significado en estos conceptos, una ontología histórica tiende a entenderlos, no como meros productos del hombre, sino también y previamente como obra de la «misión» del ser, tanto más por el hecho de que aquí ser no significa propiamente el esse subsistens, sino en primer lugar la realidad que late bajo el concepto de esse commune. Pero incluso con relación al misterio supremo tiene un sentido esta forma de hablar, pues la «hora» presente no es sólo la de nuestro querer y caminar, sino la previamente dispuesta y enviada. Así, el «Señor de la hora», es ciertamente suprahistórico, pero lo es con la soberanía del que no debe temer la kenosis, la «muerte histórica», sino que funda soberanamente la h. y, en este sentido, puede llamarse auténticamente histórico (el que esta palabra se aplique no unívoca sino análogamente, es un procedimiento común a todos los vocablos de la ->teología natural: pero el término puede aplicarse, pues en dicha ontología no se identifica con el concepto negativo finito de temporalidad propio de la metafísica tradicional, sino que se mueve en una esfera anterior a él). Su transcendencia es «inmanente» a la h., en el sentido de que el mensaje de la ->encarnación, aunque siempre siga siendo inconcebible, un prodigio y un escándalo a la vez, sin embargo no es imposible, sino que constituye el cumplimiento (y la plenitud) de una posibilidad (de la criatura y del creador); y por cierto, no sólo como punto central de la creación y de la h. e hi., sino también como su cumbre, compendio y recapitulación.

Así la hi. no es meramente sello de la finitud en el hombre, experiencia de su noidentidad, dolor del anonadado y anodadante pour-soi, ni dolor y camino laborioso de un absoluto que va llegando hacia sí mismo, sino que es sello de la dignidad del hombre en cuanto «libertad llamada», en cuanto persona y única manera como Dios puede, no sólo existir en lo distinto de él, sino también existir para el otro y difundir libremente el proceso suprahistórico de su vida trinitaria (bonum dif fusivum su¡), así como ser fuente de sentido y emitir la unidad de lo múltiple.

Pero con esto el concepto de hi., cuyo estudio nos ha impuesto el concepto de h., remite nuevamente a ésta, pues la hi. se ha mostrado como fundamento de posibilidad de la h. en cuanto estructura, cuyo sentido y contenido debe ser la concreta h. fáctica.

IV. Historicidad e historia

El sentido de la hi. no está en ella, sino que debe hallarse en la h. La filosofía de la h. es la búsqueda histórica de este sentido. La pura facticidad del (eterno) acontecer cíclico no responde a esta cuestión, como tampoco responde a ella una visión rectilínea (con un sentido bien ascendente o bien descendente) donde lo pasado es concebido como meramente pasado. La creciente visión de la insuficiencia de todos estos esbozos de sentido (dejando de lado la estrecha ideología del ->totalitarismo, del ->racismo y de movimientos parecidos) ha conducido (como ya en tiempos sucedió en el estoicismo con su ideal del lathe biosas) en la actual interpretación existencial a una retirada hacia el individuo y su decisión puramente personal. Pero esta renuncia a una respuesta no resuelve la cuestión. Tampoco basta la afirmación de que no hay más sentido que «el dado por nosotros a lo absurdo» (Th. Lessing) mediante nuestra interpretación. El sentido no se decreta, sino que se experimenta.

Sin embargo, es exacto en esta concepción que la experiencia del sentido no consiste en un mero recibir teórico, sino que constituye un dar y un recibir a la vez. El sentido es experimentado en cuanto esta experiencia contribuye a producirlo. La -> decisión y el ->conocimiento se compenetran aquí de tal manera que no es posible una demostración racional. Y, sin embargo, no se trata de un decreto irracional, sino de una -> experiencia que se funda en su propia claridad. Así la experiencia del sentido de la h. es en sí misma un acontecer histórico, y a ella pueden aplicarse las estructuras anteriormente desarrolladas. El sentido de la h. misma se halla presente como sustraído y conservado, como algo que llega y todavía está por venir. Esto puede aplicarse al sentido de la h. individual (de la «vida») e igualmente al de la h. de una época y al del conjunto de la única h. universal, que es la unidad de las historias regionales. También la unidad de la única h., de la que hablábamos al principio, se alcanza tan sólo históricamente; y el cambio en su multiformidad (desde la yuxtaposición indiferente y sin influjos mutuos, pasando por el enfrentamiento entre las esferas del poder dentro del «único mundo», hasta las nuevas diferenciaciones en cada una de estas esferas) está marcado por la misma doble estructura dialéctica que el sentido de cada historia.

Si esto es así, consecuentemente el sentido de la h. sólo puede experimentarse (y a la vez realizarse) en la doble acción del recuerdo y de la esperanza. De suyo todo pueblo vive en esa tensión; pero sobre todo la comunidad de Jesucristo vive en la anamnesis de su muerte y resurrección «hasta que vuelva» y, por eso, en la esperanza y anamnesis de la ->parusía.

La h. no queda suprimida por la certeza acerca del carácter definitivo de esta experiencia de la salvación (aun cuando parece obvia tal confusión y actitud quietista), sino que más bien, por primera vez, con su propio dinamismo. En efecto, por primera vez la certeza del sentido libera para la actuación histórica; es más, como certeza de la fe y de la esperanza, incluso exige la actuación, pues el sentido comunicado debe apropiarse con libertad y sólo así se realiza plenamente.

De esta manera la h. indeductible (es decir, que en cada caso procede tan sólo del acontecer interpersonal y de su decisión originaria) no sólo llena la hi., sino que además la transforma. Y en la transformación de la hi. la h. es a su vez histórica, o sea, aunque la h. es siempre idéntica, sin embargo no es siempre igual, así como el hombre y su h. no son siempre lo mismo a pesar de su identidad.

Frente a una «categorización» unilateral de esta identidad, convirtiéndola en una igualdad palpable (y dejando a un lado las diferencias como accidentales), el -> historicismo relativista niega la unidad e identidad «transcendental» en la diversidad categorial (y frente a esta negación la escuela bádica del kantismo - Windelband, Rickert - han tratado de fijar de nuevo lo permanente en un reino de valores). La ontología histórica intenta mantener el equilibrio en la relación entre lo transcendental y lo categorial exigiendo que aquello sea entendido, no como igualdad ahistórica, sino como identidad histórica. O sea, renuncia a la separación pura entre identidad y diferencia, no sólo porque esta separación sea inaceptable para nosotros, sino porque en verdad no se da (el «núcleo» de la realidad no es unívoco, sino «análogo» en sí mismo, o sea, relativo, p. ej.: relación de la libertad consigo mismo). Signo de este comportamiento es la diferencia e identidad entre h. e historicidad.

Adolf Darlap - Jörg Splett