GUERRA
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I. El fenómeno de la guerra

La esencia de la g. puede definirse como un conflicto armado y sangriento entre agrupaciones organizadas. Las armas pueden constituir una intimidación por su mera existencia, aun antes de su utilización efectiva. Este efecto se ha hecho predominante en el enfrentamiento militar entre los grandes Estados contemporáneos, debido a que el empleo de las armas nucleares podría acarrear una catástrofe irreparable para todos los beligerantes (estrategia de la disuasión). Al lado de las armas que tienden a la destrucción de los cuerpos vivos y de los bienes materiales existen técnicas psíquicas que afectan directamente al espíritu humano. Según que los grupos enfrentados sean o Estados o fracciones de la población de un solo Estado, la guerra es internacional, o bien civil o revolucionaria.

La g. internacional es un conflicto armado entre Estados, querido al menos por uno de los beligerantes y emprendido con un fin de interés nacional. Los últimos inventos de la técnica no hacen desaparecer necesariamente los más antiguos. El machete dista mucho de haber pasado de moda en la época de la bomba atómica. La posibilidad de guerras nucleares no suprime la de guerras tradicionales o clásicas. El riesgo de conflictos planetarios no impide que ciertas guerras puedan ser y mantenerse limitadas. La g. contemporánea, cualesquiera que sean sus variedades, reviste lógicamente carácter totalitario (g. total). El país que la emprende debe contar con la movilización total de sus recursos: su potencial económico, su potencial demográfico y su potencial psíquico. De aquí resulta que la lucha adopta formas sumamente violentas y que con frecuencia se violan las reglas más elementales de la moralidad. Las pérdidas de hombres y las destrucciones materiales alcanzan cifras enormes: más de 55 millones de muertos en el transcurso de la segunda guerra mundial. Serían todavía mucho más elevadas si se utilizaran las armas más recientes de destrucción masiva. Un duelo termonuclear podría originar 300 millones de muertes en pocas horas. También las armas químicas y bacteriológicas producirían estragos considerables.

La guerra civil y la guerra revolucionaria tienen como rasgo común el carácter fratricida de la lucha y la importancia de los factores psíquicos. Las guerras civiles, por su número, su crueldad y sus consecuencias, han sido uno de los factores determinantes del desarrollo de la historia. Las más terribles fueron las motivadas por antagonismos sociales o ideológicos.

La guerra revolucionaria, después de la etapa decisiva de la revolución francesa, ha sido puesta al día por los grandes jefes comunistas. Para lograr su fin revolucionario, los promotores recurren a métodos igualmente revolucionarios, que son con preferencia las técnicas de la guerra subversiva. La organización de un sistema de mandos, la propaganda, la agitación, el terror, la ocupación militar, tienden al único fin de que los revolucionarios consigan sistemáticamente el poder sobre el pueblo.

II. El problema de la guerra justa (ius ad bellum)

Frente a este fenómeno, en principio son posibles dos actitudes: o bien la justificación de la g. como medio para los intereses políticos o bien el pacifismo absoluto. La primera actitud es la de aquellos para quienes los medios se justifican necesariamente por su fin. Todos aquellos para los que el fin santifica los medios (derecho público europeo anterior a la liga de los pueblos, dictaduras y totalitarismos de derecha o de izquierda) admiten, en teoría, o por lo menos en la práctica, el aforismo de Clausewitz, según el cual la g. es sencillamente la continuación de la política con otros medios. El pacifismo absoluto, por el contrario, se opone formalmente a toda g., incluso en la hipótesis de la legítima defensa, porque estima que nunca hay derecho a derramar la sangre de otro y que sólo se puede resistir a la violencia con medios no violentos. Los pacifistas cristianos se apoyan en el decálogo y en el Evangelio (->paz).

La doctrina católica tradicional no admite ninguna de estas dos actitudes. Rechaza la tesis de la g. en cuanto medio de la política como una aberración criminal, condenada a la vez por el derecho natural y por el Evangelio. Por razón del carácter espiritual del ser humano y de la fraternidad humana universal, los conflictos entre hombres, de cualquier naturaleza que sean, deben resolverse por medios intrínsecamente racionales y pacíficos; y esto ha de aplicarse también a la esfera internacional. Aunque según la doctrina eclesiástica la paz es un deber primordial para todos, sin embargo no coincide con la actitud del pacifismo radical que no tiene en cuenta la realidad humana, tal cual existe concretamente, marcada por el pecado. Existen hombres de Estado sin escrúpulos que arrastran a sus pueblos a empresas criminales. La experiencia muestra que con frecuencia no se puede contener la explosión de la violencia y de la injusticia sino oponiéndole la violencia. ¿No es evidente que la justicia y la caridad para con el prójimo permiten y hasta obligan a oponerse al crimen en la medida de las posibilidades? De esta forma la guerra, no obstante su irracionalidad intrínseca y su horror, puede venir a ser legítima si no existe ningún otro medio de impedir la injusticia. Cuatro condiciones (teoría de la causa justa) se requieren rigurosamente: existencia de una injusticia llevada adelante con obstinación (legítima defensa), fracaso de todos los medios pacíficos, proporción entre la gravedad de la injusticia y las calamidades que hayan de resultar de la guerra (regla del mal menor), probabilidad fundada de éxito. La guerra no puede ser sino un medio adoptado en una situación extrema. Sólo es lícito recurrir a ese medio cuando se ha llegado al último límite, a fin de impedir una mayor desgracia para la humanidad, cuando se han demostrado impotentes los medios esencialmente racionales y pacíficos, porque sólo en estas condiciones puede la g. presentar aquella indispensable racionalidad accidental que la legitima. La g. injusta es un crimen monstruoso.

Estos principios siguen teniendo vigencia para resolver los problemas contemporáneos, a pesar del cambio esencial que se ha producido en el fenómeno de la g. La violencia no deja de ser una terrible realidad del presente: opresión de las conciencias, injusticias sociales, actitudes racistas, políticas belicosas. Cuando esa violencia supera toda medida, ¿no se comprenderá la rebelión de los oprimidos? Y un Estado ¿no tiene el derecho de defender su existencia? Así la mayoría de los teólogos estiman que la g. podría ser legítima todavía para resistir a una agresión contra los derechos personales fundamentales de gran número de seres humanos o contra la existencia misma de un Estado. Esta hipótesis supone con toda evidencia el respeto de la regla de la proporcionalidad. Ni siquiera por una causa justa se puede admitir la legitimidad de un conflicto nuclear generalizado, que causaría inevitablemente centenares de millones de muertes, transformaría el hemisferio occidental en un caos espantoso y comprometería gravemente el futuro genético de la humanidad. A veces habría que explotar más la eficacia de la resistencia espiritual, posibilidad largo tiempo olvidada, cuya asombrosa fecundidad está demostrada por la experiencia de un Gandhi y por el comportamiento de tantos cristianos en los Estados totalitarios. La mejor fuerza de disuasión es solidaridad internacional de hombres autónomos en su pensamiento y acostumbrados a conformar su actividad con los imperativos de su conciencia.

Lo desmesurado de la g. moderna debería ya inducir a nuestros contemporáneos a buscar con todas sus fuerzas los medios de impedirla. Es esencial el desarrollo del espíritu de solidaridad y de fraternidad universales. ¿Se puede concebir hoy día una g. entre Francia y Gran Bretaña, en otro tiempo enemigas seculares? ¿O entre Francia y Alemania? Pero hay que contar también con los Estados dirigidos por jefes criminales. Sin hablar de la solución de los otros problemas gigantescos que se plantean ya a la humanidad entera, el establecimiento de una organización supraestatal del mundo, dotada de medios eficaces de acción y capaz de imponer sus decisiones incluso a los Estados más poderosos, es indispensable para el mantenimiento de la paz. Cuando exista tal institución, perderá la g. toda racionalidad, incluso accidental, pues cada uno podrá lograr que se le haga justicia. Las medidas militares que la institución tomara por su parte para restablecer el orden perturbado, no serían otra cosa que una operación de policía a escala internacional.

III. El problema de un desarrollo justo de la guerra (ius in bello)

La g., salvaje por naturaleza, se había humanizado bajo la influencia del cristianismo en los conflictos entre naciones europeas. La entrada en escena de las armas de destrucción masiva, exacerbación de los nacionalismos y la proliferación de las ideologías totalitarias le han restituido un carácter de rigurosa brutalidad, cuyos efectos ie ven considerablemente multiplicados por el progreso técnico. La lógica de la g. total es la violencia sin medida. Puesto que se trata de vencer, se dice, hay que emplear los medios que conduzcan con la mayor seguridad a la victoria: «la necesidad carece de ley».

El hombre que quiera comportarse como hombre y a fortiori el cristiano, no pueden admitir esta ley de la violencia. Los valores absolutos en que se basa el derecho natural deben respetarse en la g. como en la paz. Hay que asentar firmemente los principios siguientes (valederos tanto para la g. civil o revolucionaria como para la g. internacional): el respeto de la vida humana (ninguna vida humana debe sacrificarse si no lo exige la legítima defensa); el respeto de la persona (prohibición de todos los tratos inhumanos, particularmente de la tortura); la inmunidad de la población civil, manteniendo por lo menos en principio la distinción entre combatientes y no combatientes, y limitando los ataques a los objetivos militares; la prohibición de los actos abiertamente malos (asesinato, violación, tortura, traición, calumnia, etc.). La legítima defensa autoriza únicamente a lo requerido para superar el caso de necesidad, lo cual está circunscrito por los principios procedentes. Diversas convenciones internacionales (convenciones de La Haya, de 18 de octubre de 1907; tratado de Washington, de 6 de febrero de 1922; protocolo de Ginebra, de 17 de junio de 1925; convenciones de Ginebra de 12 de agosto de 1949, etc.) han desarrollado y consagrado afortunadamente estas reglas esenciales. La mayor parte de estas estipulaciones están sancionadas por el derecho natural y son obligatorias incluso para los beligerantes que no las hayan firmado.

Las armas nucleares plantean problemas especiales, tanto por su fuerza destructora (aniquilaciones masivas por el efecto térmico, la presión y las enfermedades que se derivan de los rayos) como por el carácter incontrolable de sus efectos (lugar y tiempo de caída de los residuos flotantes en la atmósfera). Teóricamente se podrían concebir casos (bombardeo de una escuadra en plena mar o de rampas de lanzamiento de cohetes situadas bastante lejos de las ciudades, etc.) en los que el empleo de tales armas permitiría respetar suficientemente las reglas generales del derecho de guerra. Pero la posibilidad de una g. atómica limitada entre pueblos que disponen de todo un arsenal de armas nucleares es una ilusión peligrosa. Juan xxiii dijo a este respecto: «Resulta humanamente imposible pensar que la guerra sea, en nuestra era atómica, el medio adecuado para reparar una violación de derechos» (Pacem in terris, número 127). La proscripción de las armas nucleares mediante pactos es de apremiante necesidad.

IV. Condenación de la guerra

El Vaticano II ha abordado ampliamente el tema de la g. moderna en la constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual. El concilio no sólo exige la atenuación de las crueldades de la g. (n° 79) y la condenación de la guerra total (n .o 80) y de la carrera de armamentos (n° 81), sino también la proscripción absoluta de la g., y pide una acción a escala mundial para impedirla (n° 82). Recomienda además la constitución de una comunidad internacional para asegurar la paz, la cual debe eliminar también las causas que conducen a la g. (n° 8390). Pablo vi ha subrayado esta exigencia con sus esfuerzos en torno a la paz y sobre todo con sus orientaciones en la encíclica Populorum progressio.

René Coste