FILOSOFÍA Y TEOLOGÍA
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I. Introducción al problema

Hoy se ha hecho difícil decir qué es f. Toda respuesta a esta cuestión es ya una de las muchas filosofías que hoy existen. En realidad esto nada tiene de sorprendente. Pues la f. es en todo caso (a diferencia de las ciencias regionales), por una parte, aquel pensamiento que incluso a sí mismo puede convertirse en objeto de su examen crítico, y (por eso y además) no quiere ni puede excluir de antemano nada de su campo de investigación (de suyo, pues, tampoco la autointeligencia del hombre determinada por la revelación, que la f. encuentra por lo menos como un hecho histórico). Por otro lado, no obstante la pretensión de «universalidad» absoluta por parte de la f. en cuanto a su objeto y su método, dada la historicidad del hombre y la insuperable pluralidad de sus fuentes de experiencia -dejando enteramente aparte la cuestión de si las filosofías se contradicen-, no es de esperar que haya una sola f., y este pluralismo (precisamente ya antes de la pregunta por la verdad de una f. particular) hoy día ha entrado de nuevo en la conciencia refleja. La variedad y diferencia de los temas, de los puntos de partida, de la referencia a otras ciencias, de la terminología, de la relación a la tradición filosófica, etc., son hoy día tan grandes, que ni un particular, ni un grupo pequeño puede dominar con su saber las diversas filosofías. Nadie ignora que junto a la propia f. hay también otras filosofías. Con ello se plantea ya la cuestión de cómo la -->teología (t.) podrá componérselas con este pluralismo que se da (por lo menos) de hecho. La otra cuestión, que va también aneja a lo dicho, es ésta: ¿Cómo pueden coexistir la f. y la t., si ambas pretenden ser ciencia fundamental, es decir, el esclarecimiento de la existencia en absoluto y en su totalidad, realizada por método científico y reflexivo, y ambas, por tanto, tienen la pretensión de universalidad? ¿Cómo es ello posible si, por una parte, la fe (y, por ende, su t.) lo juzga todo y ella no es juzgada por nadie (cf. 1 Cor 2, 15), y, por otra parte la misma fe en el modo católico de entenderse a sí misma, al rechazar el fideísmo y el tradicionalismo, reconoce un conocimiento natural de Dios, una t. fundamental en cierto sentido anterior al acto de fe (preámbulos de la -> fe) y, consiguientemente, una f. como realidad autónoma del hombre (cf. p. ej. Dz 1799)? Es insuficiente por sí sola la explicación del concilio Vaticano i, según el cual la verdad de los resultados de ambas formas de saber procede a la postre del Dios único y por tanto no puede haber contradicción entre ellos. Porque así se asienta el postulado de su conciliación en los resultados, pero no se llega a reconciliarlas como ciencias con su respectiva pretensión de universalidad metódica, y queda en pie la cuestión de si se puede ser a la vez filósofo y teólogo o hay que optar necesariamente por lo uno o lo otro. Ello sigue válido aun en el caso de que se recalque que la fe ejerce una función «sanante», no sólo en el terreno del obrar moral, sino también en el del -> conocimiento natural contra las depravaciones fácticas de éste, y que la Iglesia, en su magisterio, tiene derecho a ser por lo menos «norma negativa» para el filósofo cristiano y su filosofía (Dz 1619 1642-1645 1674 1710-1714 1786 1798s 1815 2085 2146 2305 2325), con lo que no se suprime tampoco una estimación positiva de la f. (Vaticano ii, Gaudium et spes, n .o 44, 57, 62; Optatam totius, n° 14s). Al contestar a esta cuestión no hay que caer en la tentación de revalorizar la independencia de la t. subrayando el descrédito que pesa hoy día sobre la f. («el final de la metafísica»), porque no se haría sino desplazar el problema a las ciencias que asumieran la herencia de la f. clásica.

 

II. La relación teórica entre filosofía y teología

Aquí prescindimos por de pronto del actual pluralismo (por lo menos de hecho) de filosofías, entre las cuales hoy día la Iglesia no puede escoger una exclusivamente (a pesar de lo que se dirá en iv sobre la «filosofía cristiana»); también prescindimos por ahora del hecho de que la f. no puede ser actualmente la única mediación del «mundo» para la t. La cuestión fundamental es ante todo la de la posibilidad de que coexistan en el cristiano dos ciencias fundamentales.

1. Para esclarecer la cuestión hay que notar primeramente que la t. católica establece una distinción esencial entre ->naturaleza y gracia, y, consiguientemente, entre conocimiento natural de Dios (cf. posibilidad de conocer a -> Dios) y -> revelación, y por tanto, de suyo no sólo tolera, sino que postula una filosofía; no erige, pues, la revelación y la fe sobre el absoluto fracaso del hombre pensante (como pecador). La historia muestra además que la teología siempre ha pensado también con medios filosóficos; y contra el -> modernismo y toda religión del sentimiento, la teología católica sostiene que ese hecho histórico (el uso de medios filosóficos) está justificado. En efecto, la revelación y la gracia tienen de antemano como destinatario al hombre entero y, consiguientemente, también al hombre pensador; y esta pretensión no es secundaria en la esencia de la religión. El creyente como tal está de antemano persuadido de que el espíritu, la naturaleza y la historia son creación, revelación y propiedad del Dios que, como la verdad única, es fuente de toda realidad y verdad, del Dios que, consumando y elevando su creación, operó también la revelación histórica de la palabra. Síguese que lo que se da «fuera» de un determinado recinto limitado de la realidad mundana (esto es, aquí, fuera de la revelación histórica, de la Iglesia y de la teología), no está por ello, ni mucho menos, situado para el cristiano fuera del ámbito de su Dios. El cristiano no puede, pues, ni tiene por qué conceder un valor absoluto a su t. en perjuicio de la f.; y si lo hiciera, confundiría su t. con el Dios de la misma. Precisamente el cristiano sabe que hay en el mundo un pluralismo, cuya unidad (fuera de Dios) nadie administra positiva y adecuadamente, ni siquiera la Iglesia y su teología; aunque, por otro lado, tampoco puede darse una «doble verdad», en el sentido de proposiciones que se contradijeran y fueran simultáneamente verdaderas. A la inversa, si la f. ha de ser una penetración de la existencia humana por el pensamiento, tal como ésta es efectivamente en toda su extensión y profundidad (también la f. que parte de lo puramente transcendental tiene todavía que mirar a la historia del espíritu), síguese que la t. no puede pasar de largo ante el fenómeno de la religión, porque ésta (aun en el caso en que el -> ateísmo se predique como la verdadera interpretación de la existencia y, por ende, como «religión») pertenece siempre, en todos los tiempos y lugares, a las estructuras fundamentales de la existencia humana. Una f. que no fuera también «filosofía de la religión» y «teología natural» (prescindiendo de la forma como esto se realice) tendría que ser una mala f., porque no vería su objeto.

2. Si la filosofía quiere ser y en cuanto quiere ser reflexión transcendental sistemática (y de lo contrario se disgregaría hoy en las ciencias particulares no filosóficas), de suyo no quiere ni puede presentarse como la interpretación adecuada concreta y salvífica de la existencia, y sustituir así la religión en su dimensión concreta e histórica (y con la religión también su t.). Si la f. quisiera ser más que esa reflexión transcendental («mediación»); si, dicho de otro modo, quisiera ser la mayéutica sobre la existencia concreta, que no puede alcanzarse adecuadamente por reflexión y es, sin embargo, como tal ineludible y obligatoria (y con ello sobre la religión concreta), en tal caso con el nombre de f. sería cabalmente la unidad bipolar de t. y f., de la inteligencia a priori de sí mismo y la revelación (o sería falsa t., es decir, por lo general t. secularizada). Ello sería entonces cuestión de terminología y de recto análisis de este dominio único y total de la existencia, en que ésta se presentaría una vez más como la unidad, no dominable adecuadamente en su materia por la reflexión, de aprioridad del espíritu y de la historia, de la razón y de la revelación, como t, y f. en una pieza. Pero si, de acuerdo con toda su tradición, la f. se entiende como reflexión transcendental, en tal caso hay que decir que esa reflexión nunca alcanza adecuadamente en su materia lo concreto de la existencia, aunque esto mismo concreto sea experimentado como fundamento de la existencia y no como residuo indiferente: historicidad es menos que historia real, amor concreto es más (no menos) que subjetividad formal analizada (poder y deber amar), angustia experimentada es más (no menos) que la noción de este estado fundamental del hombre. Pero si esta afirmación, como propia limitación de la f., pertenece a sus tesis fundamentales, precisamente en cuanto ella es la ciencia fundamental «primera», que no tiene ya sobre sí como razón suya ninguna ciencia anterior (aunque sí tiene sobre ella la realidad mayor en acto), en tal caso, la f. como doctrina de la transcendencia del espíritu, remite a Dios como el -->misterio absoluto «en persona», constituye en su ->antropología y f. de la religión al hombre como posible «oyente de la palabra» de este Dios vivo (acaso ya bajo el influjo del -> existencial sobrenatural) y, como mera reflexividad y mediación inconsumable, remite al hombre a la historia misma para la realización de su existencia, al hombre que lleva a cabo histórica y no sólo reflejamente la mediación consigo mismo. Síguese que la f. no es de por sí ciencia fundamental, de manera que pretenda esclarecer y dominar por sí sola la existencia concreta del hombre. Si se entiende rectamente a sí misma y entiende adecuadamente su libertad (liberada por la gracia oculta de Dios), la f. es el primer esclarecimiento reflexivo de la existencia, el cual da al hombre ánimo para tomar en serio lo concreto y la historia. Pero en tal caso lo libera para la posibilidad de encontrar en la historia concreta al Dios que se ha comunicado con el hombre.

3. La revelación concreta y en este sentido la Iglesia y su magisterio pretenden (necesariamente partiendo de su esencia) representar de algún modo la totalidad de la realidad (como principio supremo y salvación del todo). Desde el punto de vista de la unidad de su existencia, en cuanto es ya un creyente y ha realizado ya esta unidad y jerarquía de la fe y de su existencia, el cristiano no puede, por ello, considerar como absolutamente indiferente e incompetente para sí como filosófico y para su f. la doctrina de la Iglesia. Por eso, aunque ésta no sea para su f. como tal una fuente material objetiva, sin embargo, por lo menos es «norma negativa» (cf., p. ej., D 1675 1703s 1711 1714 1810). Ahora bien, dada la pluralidad permanente de f. y t., requerida por la t. misma, esto no significa en absoluto que quien filosofa y cultiva la teología haya de llegar siempre a una clara síntesis positiva, experimentable para el hombre histórico. La última unidad de su destino filosófico y teológico puede y debe confiarlo al Dios único de la f. y la t., al Dios que es siempre mayor que la filosofía y la teología.

 

III. Filosofía dentro de la teología

Aquí prescindimos (aun cuando sería el problema más importante) de que ya el primigenio enunciado de la revelación y la transmisión de ésta por la predicación, se hacen en conceptos y proposiciones humanos dentro del horizonte de intelección del hombre, los cuales están ya previamente dados y son independientes de la revelación de la palabra (aun cuando pueden también ser modificadas por ésta), e implican, por tanto, una manera determinada, condicionada históricamente, de entenderse el hombre a sí mismo; inteligencia que está ya condicionada por la f. o constituye el material de la f, en un estado todavía no reflexivo y precientífico, y que así podría llamarse con razón f. precientífica. Pero, en todo caso, la t. (en su diferencia de la revelación y predicación) es la reflexión sobre la revelación y la predicación eclesiástica en que el hombre (preguntando críticamente por ambos lados) confronta la revelación con la totalidad de su inteligencia de la existencia (también parcialmente objeto de reflexión filosófica), tal como se presenta en su situación concreta, para asimilarse realmente la revelación, interpretarla de cara a él mismo, purificarla críticamente de tergiversaciones y, a la inversa, dejar que sean puestos en tela de juicio por la revelación misma los propios horizontes de intelección que el hombre lleva consigo. Ahora bien, con ello el hombre «filosofa» necesariamente en la t. La inteligencia «filosófica» (objeto o no de reflexión) que tiene de sí mismo, es por lo menos una de las fuerzas que distinguen a la t. de la revelación como tal y la ponen en marcha. Esta puesta en marcha filosófica de la t. es posible porque la revelación, como llamada y exigencia a la existencia entera del hombre, se halla siempre abierta para este modo de entenderse el hombre y en ella misma está ya dada esa inteligencia filosófica o prefilosófica, o una inteligencia originariamente filosófica, pero degradada de nuevo en la aparente evidencia de lo diario y del «sentido común». Dondequiera se opina que no debe «filosofarse» en el campo de la t., se cae forzosamente en una f. dominante, que no es objeto de reflexión, o en una palabrería puramente edificante que no llena la tarea de la t. Pero el uso de la f. en la t. no implica que en la t. se presuponga un sistema filosófico cerrado como invariablemente válido, el cual deba únicamente «aplicarse». En la f. puede reflejarse «eclécticamente» el pluralismo no sistematizado de la experiencia humana y de la historia del espíritu, y ella debe estar dispuesta a dejarse transformar y ahondar en su uso teológico.

 

IV. El problema de la «filosofía cristiana»

Supuesto que sea posible, la f. cristiana sólo puede darse si en principio y en su método se propone ser f. y nada más, pues de lo contrario dejaría de ser f. como ciencia fundamental. La f. únicamente puede ser ancilla de la t. (es decir, mero momento en un todo superior al que se abre por sí misma), si es libre. También la t. debe tener la audacia de entablar un diálogo abierto con la t., no manipulado ya a priori por el hombre mismo y por la Iglesia, y aceptar que le digan algo que ella no sabe ya de antemano.

Un filósofo puede en principio ser «cristiano», en cuanto acepta su fe cristiana como «norma negativa». Esto no es «antifilosófico».

Una f. puede llamarse «cristiana», en cuanto históricamente ha recibido en su propio campo impulsos del cristianismo, sin los cuales de hecho no sería lo que es.

Una f. es además «cristiana» cuando un filósofo cristiano aspira a lograr en lo posible una convergencia entre su f. y su fe (o su t.), sin ignorar en esta aspiración la diferencia esencial y la inconmensurabilidad de ambos campos y, por ende, lo asintótico de este esfuerzo. Ese intento no significa una unidad dada de antemano, sin amenazas ni tensiones, entre f. y fe, ni permite la huida hacia una «doble verdad».

Una f. puede también ser «cristiana» en cuanto considera con método filosófico (cosa legítima en virtud de su esencia como ciencia fundamental) el cristianismo como un hecho de la f. y fenomenología de la religión (con ayuda de la historia de la religión), aun cuando para un filósofo cristiano permanezcan prácticamente fluidos los límites con la t. que trabaja filosóficamente.

 

V. Filosofía, teología y ciencias modernas

La relación fáctica entre f. y t. se ha modificado no sólo por el mayor pluralismo de las filosofías de hoy, que (en la era del - historicismo, del -> mundo uno, de las mayores posibilidades de comunicación) se ha hecho consciente como existente e irremediable a la vez. Esta relación ha cambiado también por el hecho de que la f. no es ya la única, y ni siquiera la primaria, mediación del «mundo» para la t., que ha de realizar su cometido en el encuentro con este mundo. Antaño, la f. era la única mediación del conocimiento del mundo (la única de importancia para la visión del mundo). En este aspecto, hoy día se han añadido también a la f. las ciencias modernas (de la historia, de la naturaleza, de la sociedad), que ya no se entienden como ramificaciones de la única f. Estas ciencias conocen sin género de dudas su procedencia histórica de la f., pero no consienten que ella les dicte la manera de entenderse, su método y su saber. Más bien, la consideran superflua como mediación de la existencia o en orden a una posterior formalización de los métodos de las muchas ciencias autónomas. Si esta manera de entenderse las modernas ciencias no filosóficas está enteramente justificada, o no, es ya otra cuestión. Pero es un hecho, y la t. tiene que contar con él, que las ciencias son igualmente su interlocutor en un diálogo que tiene efectos para ambas partes. En este sentido, la t. tiene que considerar la mentalidad fundamental del moderno cultivo de la ciencia y la precaria situación gnoseológica (o sea, el pluralismo de las ciencias, que no pueden reducirse a una síntesis satisfactoria), no menos que los métodos y resultados particulares de estas ciencias. A la inversa, la t. debería ayudar al científico a soportar humanamente esta precaria situación gnoseológica (que lo es hasta la esquizofrenia espiritual).

 

VI . La filosofía escolástica de la Iglesia

A pesar del actual pluralismo de filosofías que no puede ser superado adecuadamente y que condiciona también un pluralismo análogo de teologías, debe, sin embargo, tenerse en cuenta el punto siguiente. La Iglesia una, con igual profesión de fe y un magisterio para todos sus miembros, no puede renunciar a una t. en cierto modo unitaria, que ella necesita para exponer y custodiar la confesión una, e incluso a una cierta regulación del lenguaje más allá de lo que pide ya la cosa misma. Pero esa t. escolástica en cierto modo uniforme (en terminología, etc.) para el magisterio de la Iglesia (dentro de la permanencia en el fluir de la evolución histórica) implica en lo relativo a los métodos, a los conceptos que se suponen inteligibles y corrientes, etc., una cierta f. escolástica de la Iglesia. Puede naturalmente preguntarse si esta «filosofía» es aún f. en sentido estricto o sólo significa en el fondo aquella lengua y aquellos horizontes de intelección que, procediendo desde luego de las filosofías, forman la conciencia general de una época en su contenido no elaborado sistemáticamente. De hecho ese contenido se da en la usual f. escolástica, y es necesario en aquella t. que se requiere para la unidad confesional, y también hoy día debe tenerse en cuenta y cultivarse, si bien esta f. escolástica de la Iglesia nunca puede cerrarse o entenderse simplemente como la philosophia perennis al estilo de la «neoscolástica» (cf. concilio Vaticano ii, Optatam totius, n.° 15).

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Karl Rahner