E) FE Y CIENCIA

 

La relación entre fe y c. se reduce con frecuencia a esta fórmula: creer significa no saber o saber de forma meramente provisional, a medias, superficialmente. Con esto no sólo se determina la diferencia entre ambas esferas, sino que se ofrece una clara caracterización donde la fe queda depreciada. Si c. significa un conocimiento fundado y seguro, si conocer equivale a una apropiación intelectual de lo que es y si la fundamentación y certeza del ->conocimiento descansa en la propia intuición y experiencia, entonces parece que la fe decae sin esperanza frente a la c. En ese caso creer significa expresamente la renuncia a la propia ->experiencia e intuición, significa asumir afirmaciones y opiniones en virtud de la autoridad y del testimonio de otro; entonces la fe es tanto más ella misma cuanto más quiera no ver, cuanto más es fe ciega. Finalmente la realidad que se da en la fe -especialmente en aquella por la que se cree en Dios y en la fe cristiana - es la esfera de lo invisible (cf. Heb 11, 1), de lo inaccesible e incontrolable, que aparece aproximarse a lo irreal.

Frente a esa situación el hombre concreto tendría estas dos soluciones: o bien una doble verdad, o bien el intento, parecido a la solución anterior, de separar la fe y la c. en sus actos y en sus objetos, de manera que no habría un puente que uniera a ambas. La consecuencia exacta -se dice- consistiría, no obstante, en elevar el conocimiento provisional y deficiente que nos ofrece la fe a un saber que se basa en la penetración interna, y en abandonar todas las afirmaciones y exigencias de la fe que no son apropiadas para ello o no se adaptan a ello.

 

I. Historia del problema 

Sorprende que en la Biblia, especialmente en el NT, no se hable de semejante contraposición entre fe y c. como conocimiento seguro y fundado. Por el contrario -esto lo muestra, p. ej., una mirada al Evangelio de Juan --->: creer y conocer son una misma cosa; ambos conceptos se usan como intercambiables y pueden sustituirse mutuamente.

En la primera época cristiana, precisamente aquellos creyentes que venían de la filosofía a la verdadera fe cristiana entendieron esta fe como verdadera filosofía (Justino) o como auténtico conocimiento (-> gnosis).

El pensamiento teológico de la edad media formuló la proximidad e incluso relación interna entre fe y c. en las conocidas frases: «Creo para entender»; y «Conozco para creer». Tomás de Aquino que tenía un sentido despierto para la diferencia entre fe y c. resumió las vías y los órdenes de ambas dimensiones en la unidad y totalidad de la verdad -la verdad no puede contradecir a la verdad-, que para él está anclada en Dios, origen y meta de la fe y de la c.

Cuando a finales de la edad media y a comienzos de la era moderna esta imagen ordenada y unitaria de hecho se disolvió cada vez más, cuando entre los teólogos y los representantes de las ciencias naturales, que comenzaban a desarrollarse con pujanza, surgieron trágicos y dolorosos conflictos (Galileo); se inició un proceso de mutuo alejamiento y separación entre la fe y la c. Este proceso se consolidó y profundizó a causa de la filosofía moderna y de su orientación hacia la razón autónoma.

Todo ello se hizo tanto más radical cuando la filosofía misma consideró que el saber y la c. en sentido estricto sólo son posibles en el ámbito de la experiencia, de la matemática y de las ciencias naturales, y cuando las ciencias naturales -más tarde también la historia- sacaron a la palestra resultados «seguros» contra las afirmaciones de la fe y de la revelación. El programa de la filosofía crítica de Kant, que quería suprimir el saber «a fin de dejar un puesto libre para la fe», articuló, fundó e hizo efectivo el dualismo entre fe y c. En el mismo sentido se pronunció Jacobi, guiado por otros motivos, quien confesó que quería ser un pagano con la inteligencia y un cristiano con el sentimiento. Frente a esto la filosofía del idealismo alemán, sobre todo la de Hegel, intentó una total penetración especulativa de la fe cristiana y quiso transformarla en saber y conocimiento. No pocas tentativas teológicas de aquel tiempo se esforzaron por apropiarse las bases de esta concepción y por fundamentarla desde la fe en la revelación.

En el transcurso del siglo xix se mantuvo en pie la separación o por lo menos el dualismo entre fe y c., sobre todo allí donde permanecieron inquebrantablemente válidas las normas de las ciencias naturales, según las cuales sólo hay c. en su propio campo y en el de la matemática, allí donde, además, estas ciencias llegaron a convertirse en una visión del mundo y pretendieron ser competentes en todas las cuestiones. Igual y peor exceso se comete cuando una filosofía determinada tiene esa misma pretensión o cuando la fe cristiana es caracterizada como una ->ideología con rasgos míticos.

En nuestros días se ha iniciado una transformación, en el sentido de que las ciencias naturales en sus más conspicuos representantes ya no propugnan una visión del mundo que lo abarque todo, sino que reconoce expresamente sus límites, y así ven cómo sólo es de su incumbencia la parte de realidad que ellas pueden alcanzar con sus medios y métodos, y cómo además sus conocimientos dejan abierta la posibilidad de una respuesta, que ellas buscan pero no pueden dar por sí mismas (-->ciencias naturales y teología).

De todos modos, a las respuestas dadas a estas cuestiones se les deniega el carácter de auténtico conocimiento y c.; aquéllas son remitidas a la esfera de la fe, distinta del conocimiento científico, a una metafísica y filosofía que se entiende a sí misma solamente como una opinión que permanece subjetiva.

La filosofía actual, sobre todo la del -> existencialismo y la del -> personalismo, hace entrever cada vez más claramente qué rango y qué importancia corresponden a la fe. Pero desde esta posición se vuelve a poner en tela de juicio la fe cristiana, que es concebida como una modalidad contrapuesta a la fe filosófica (K. Jaspers), y así se establece un nuevo dualismo, entre dos esferas incompatibles, cada una de las cuales busca a su manera el fundamento y el todo de la existencia.

 

II. El concepto de fe

Para llegar a una posición clara en esta cuestión, es necesario desarrollar un genuino concepto de fe. La figura fundamental de la fe aparece en esta frase: «Yo te creo; yo creo en ti.» La frase: «Yo creo algo» no es la forma más original, sino una forma secundaria de la fe. De aquí se desprende que originaria y propiamente la fe no es una relación del hombre con cosas, frases o fórmulas, sino una relación con personas. Esta relación con personas tiende más concretamente al conocimiento de la persona. Creer es el modo de tener acceso a una persona por medio del conocimiento. Esto es válido hasta el punto de que sin fe la realidad y el misterio de la persona permanecen cerrados en lo más profundo y auténtico.

La persona no puede ser conocida en su autenticidad por el hecho de que se disponga sobre ella, de que se la analice por medio de un experimento; un conocimiento de esta naturaleza resulta más o menos superficial y secundario y no produce precisamente aquello que interesa: la persona y su auténtica esencia. Un conocimiento de la persona proporcionado por la matemática o las ciencias naturales es inadecuado, pues tales ciencias son incompetentes en este campo. La persona sólo puede ser conocida en su auténtico ser, en su yo, si ella se da a conocer, si se abre ella misma.

La fe da acceso a la persona. El que cree participa de la persona que se abre al manifestarse; participa de su vida, de su pensamiento, de su saber, conocer, amar y querer, del modo como ella se ve a sí misma y ve el mundo de las cosas y de los hombres.

El «yo te creo» también incluye necesariamente los aspectos particulares, y por cierto en esta forma: «Yo creo lo que dices, lo que exiges, lo que prometes.» De este modo la fe pasa a ser una fe que versa sobre enunciados, una fe en el sentido de «tener por verdadero» un determinado tipo de principios y afirmaciones. Pero esta fe en «verdades», en «frases», en «algo», no está aislada y sin relación alguna con la persona creída; más bien ésta es el soporte de la fe en ciertos enunciados. En su competencia y autoridad, y en la garantía ahí implicada se funda el «creo que» con todos sus detalles.

Por esta razón creer no es un conocer provisional o a medias, aproximativo, sino un auténtico conocer; pero es un conocer sobre un ámbito en que no se trata en primer término del mundo, de cosas y objetos, sino de la persona. La fe no es un conocimiento inseguro y sin fundamento, sino un conocer seguro y fundado. Se funda en la competencia y credibilidad de aquél a quien se cree, en su inteligencia y saber. De aquí se desprende cuán unilateral es el no aceptar más conocimiento seguro que el proporcionado por la propia experiencia e inteligencia. Con esta limitación, esferas fundamentales de la realidad se verían sustraídas y cerradas a nuestro conocimiento: la esfera de la persona y de las personas, del hombre y de lo humano en general.

Por esta razón sólo podría darse una depreciación de la fe como una manera de conocimiento allí donde la realidad se redujera a cosas y éstas se limitaran a la cuantidad y a su aparición superficial, sin ningún sentido para la realidad de la persona; y además allí donde solamente se tuviera por conocimiento el adquirido en forma necesaria y neutral, a la manera de la lógica, de la matemática y de las ciencias naturales. El establecer una oposición o contradicción entre la fe y el saber sólo es posible cuando se carece de ojos para la multiplicidad y multiformidad de lo que es, y cuando se desconoce que a esta multiplicidad y multiformidad de lo que es no corresponde sólo un único método, sino una multitud de cambios y de vías de acceso y conocimiento. La fe ciertamente no es una c. o conocimiento necesario, pero sí es un saber o conocer plenamente fundado. Se funda en un acto de confianza y de entrega a una persona, que, por la revelación a través de la cual se comunica a sí misma, hace partícipe de su mundo interior y concede la comunidad con ella.

Pero también este acto de confianza debe estar fundado. Se funda en la credibilidad de aquel a quien se cree, en el modo como él legitima y justifica su rango, su autoridad, su competencia, de manera que merezca fe. La credibilidad comprobable es condición y presupuesto de la fe y del conocimiento que ella implica.

 

III. Fe y conocimiento bajo la perspectiva teológica

Con esto queda caracterizada igualmente la estructura fundamental de lo que específicamente se entiende por fe: la fe en Dios y la fe cristiana. Sin duda hemos de extender lo dicho a este campo, pues la fe a la que vamos a referirnos es un acto del hombre.

También y precisamente la fe cristiana es primaria y originariamente, no una relación a cosas y fórmulas, sino un acto personal, un encuentro entre el yo humano y el tú divino. Su lema suena también: «Yo te creo.» Esta fe referida a Dios se halla claramente bajo el signo del conocimiento de la realidad y del misterio de Dios. Es cierto que hay huellas que desde el mundo como realidad creada conducen a Dios, las cuales son índices de su existencia y nos permiten conocer incluso algunos rasgos de su naturaleza. Pero, indudablemente, estas huellas no conducen al misterio interno de Dios mismo; el mundo no es Dios, sino su obra. Además - y esto es todavía más importante-, la creación es ya e incluso esencialmente una forma de la revelación y automanifestación de Dios (Rom 1, 20). Con ello aludimos ya a la fe como manera de conocer que no sólo descubre en la creación leyes racionales, sino que percibe en ella la palabra de Dios.

Si además de esto debe y puede haber un conocimiento de Dios, un conocimiento acerca de Dios tal como es en sí mismo, un conocimiento de la esencia íntima de Dios, de su vida, de su misterio, de sus eternos designios salvíficos, un conocimiento de lo que Dios significa para el hombre como fundamento y meta de su existencia; eso sólo es posible si Dios se revela, se abre y se manifiesta por encima de la creación. Así se entiende la tesis tan importante en orden al análisis de la fe teologal: Dios no sólo es el objeto y la meta de la fe; siendo el que se revela, es también su principio y su fundamento.

Precisamente en la fe teologal se pone de manifiesto cómo y en qué medida la fe se halla bajo el signo del conocimiento, y es conocimiento en un sentido eminente. Creer a Dios significa: tener comunión con él, participar de su interioridad, quedar introducido en el espíritu, en el conocimiento y en la manera de ver de Dios.

Si la revelación de Dios culmina en Jesucristo, entonces creer en cuanto es fe cristiana significa: participación de la persona y del conocimiento de Cristo. Creer es una manera característica de cumplirse la expresión bíblica: «Vivo yo, pero no yo, Cristo vive en mí» (Gál 2, 20). La fe cristiana es saber y conocer en el sentido eminente y característico de la palabra: acceso a la realidad de Dios, que ha pronunciado en Jesucristo su palabra definitiva y ha realizado su insuperable acción reveladora. La fe cristiana descubre una nueva realidad, respecto de la cual un saber que fuerza sus objetos y dispone de ellos en virtud de la propia inteligencia y experiencia, un saber en el sentido de la matemática y de las ciencias naturales, es inadecuado e incompetente; se trata de una realidad que no puede ser alcanzada de ninguna manera por este saber, pero que tampoco puede ser negada por él. El renunciar a este saber concedido en la fe que percibe y oye o el rechazarlo, sería despojar al hombre de sus supremas posibilidades - también y precisamente en el sentido de saber-, significaría cerrarlo frente a la suprema plenitud de su existencia y personalidad, equivaldría a quitarle la posibilidad de esperar una respuesta articulada a la cuestión del fundamento y de la meta de su existencia.

En este acto de la fe se representa y hace real la verdarera existencia del hombre como ser creado y capaz de percepción, como ser obediente, como el que oye la palabra, como hombre ante Dios. De ahí se puede deducir una definición de la esencia del hombre: es el ser que puede creer. «Creer» describe la forma de existencia del hombre, su actitud fundamental ante Dios, como ser que sólo existe por él. Al creer el hombre llega a sí mismo.

Si el «yo te creo» como encuentro entre personas implica la fe en ciertos enunciados, esto puede decirse sobre todo de la fe en Dios. En efecto, el carácter problemático y condicional, la finitud e imperfección que afectan a todo lo humano incluso en sus formas más nobles, aquí no impiden sino que hacen posible, fundamentan y justifican precisamente el asentimiento incondicional y seguro de la fe. La fe como aceptación de enunciados sobre verdades se funda en aquel a quien se cree, y así está exenta de todo aislamiento, de toda caída en lo impersonal, en el «lo» carente de interés existencial. Tales enunciados son sencillamente una forma concreta y detallada por la que Dios, revelándose, se manifiesta y comunica a sí mismo. De aquí se sigue que la aceptación creyente de los enunciados revelados no se funda sobre todo en que las verdades de fe constituyen un sistema unitario y lógicamente compacto, el cual se tambalearía por la negación de un artículo de fe, sino, más bien, en que tal negación implicaría una desconfianza y una falta de reconocimiento, una repulsa a Dios, y con ello se pondría en peligro el acto fundamental de la fe bajo la forma del «yo te creo».

Ahora bien, por más que el presupuesto de la fe sea la credibilidad de la persona a la que se cree, de todos modos ha de probarse la credibilidad de la fe cristiana. Esta cuestión se concentra y culmina en la frase, con que llega a su plenitud el acontecer de la revelación: «¿Qué pensáis de Cristo, de quién es hijo?» (Mt 22, 42) ¿Es Cristo uno entre tantos, o es la revelación singular de Dios en su persona, el Hijo de Dios en sentido exclusivo, la palabra hecha carne, que dice de sí: «El que me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14, 9), aquel, de quien Juan dice (en frase muy importante para nuestro planteamiento de la cuestión): «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, Dios, el que está en el seno del Padre, él es quien lo dio a conocer» (Jn 1, 18)? Jesucristo no sólo afirmó, sino que además hizo creíble la pretensión fundada en el misterio de su historia y de su persona; y lo hizo creíble por su vida y destino, por su palabra y su obra - sobre todo por su muerte y -a resurrección, de las que el NT da el testimonio de la fe y de la historia, y por su obra en la historia hasta nuestros días: por medio de la Iglesia. Todo eso no deja sin respuesta la pregunta: «¿Quién es éste?» (Mc 4, 41), y da a la respuesta «yo sé a quien creo» una fundamentación y certeza, no evidentes, pero sí seguras y suficientes. Mas esta certeza deja todavía suficiente espacio a la libre decisión del hombre por la fe y, para llegar a ella, exige un compromiso total.

 

IV. Fe y ciencia

La cuestión «fe y saber» adquiere su especial agudeza y dificultad con relación a los enunciados creyentes y doctrinales de la Iglesia, los cuales han entrado en conflictos históricamente innegables (y en principio posibles en todo momento) con las afirmaciones de la ciencia.

Frente a esta situación hay que pensar lo siguiente: no es posible separar la -> Iglesia de la revelación de Dios, que culmina en Jesucristo. La Iglesia pertenece a lo singular y concreto de la revelación, pertenece a la obra del Dios que se reveló en Cristo y es un contenido de la fe cristiana. La Iglesia es la obra de Jesucristo. Por el Espíritu Santo, bajo la forma de la Iglesia Cristo está presente de una manera nueva en el mundo y en la historia. En la Iglesia la palabra y la obra de Jesucristo se representan, interpretan y transmiten en forma constantemente nueva, de modo que los hombres de todos los tiempos pueden ser coetáneos de la revelación divina y de Jesucristo. Cristo ha prometido a su Iglesia que ella permanecerá en la verdad manifestada por él y que esta verdad permanecerá en la comunidad eclesiástica. En virtud de esto conocemos que la Iglesia por su palabra y acción hace posible la fe, la facilita y transmite en el sentido más amplio. Si la Iglesia es lo que aquí decimos de ella, resulta evidente que ante todo es Iglesia creyente e incluso el sujeto propiamente dicho de la fe, y que sus pastores y maestros deben ser sobre todo y primeramente oyentes y creyentes. El que quiere llegar a la revelación dejando de lado la Iglesia, sin ella o contra ella, en el fondo rechaza la obra concreta y la voluntad del Dios que se revela, rechaza la realización incondicional de la fe misma.

Pero resulta claro asimismo dónde está la función de la Iglesia respecto de la revelación. Ella no ha de anunciar una nueva revelación; más bien tiene que creer la revelación que le ha sido transmitida, debe conservarla, protegerla, defenderla, explicarla y descubrirla de nuevo al hombre de cada época histórica. En el cumplimiento de este encargo y de este servicio es constantemente necesario que, frente a la inseguridad, las dudas y las impugnaciones, la Iglesia y su magisterio se manifiesten en forma autoritativa y articulen dogmáticamente sus declaraciones. A la Iglesia se le exige esta fijación, que pertenece a sus tareas decisivas. Pero también es posible que la Iglesia como conjunto crezca en la fe y en la inteligencia de la fe, que, cumpliéndose la promesa que se le ha hecho, sea introducida en toda verdad y así dé testimonio de esta nueva inteligencia.

Mas lo que la Iglesia creyente y docente propone como verdad que se ha de creer, no significa ningún afán de dominar y disponer sobre la fe y la revelación, sino que es un servicio de obediencia para con su Señor, que ha llamado y capacitado a la Iglesia para ello. En este servicio de obediencia de la Iglesia con relación a la fe y a la revelación, que consiste en conservarlas, desarrollarlas e interpretarlas, Cristo mismo se mantiene fiel a su obra; se mantiene fiel a ella y garantiza que la Iglesia es columna y fundamento de la verdad, que las puertas de la muerte no la dominarán. Pero, porque son hombres los que cumplen esta misión, porque Cristo ha confiado su causa a criaturas humanas, ese servicio siempre estará por debajo de lo que podría hacerse.

También y precisamente la fe que la Iglesia propone como materia a creer significa conocer y saber, conocer y saber acerca de aquella vida y realidad que fueron descubiertas por la revelación de Dios en Cristo para nosotros, para nuestra propia inteligencia y salvación. También y precisamente aquí cabe afirmar que no puede darse un conflicto definitivamente insoluble entre fe y doctrina de la Iglesia, por un lado, y el saber de la razón y las ciencias naturales, por otro. Si, no obstante, el conflicto de hecho surgió y amenaza constantemente con producirse de nuevo, la razón de esto sólo puede estar en que no se ha tenido en cuenta la diversidad de cada campo en el horizonte y planteamiento del problema, en que hubo confusiones o extralimitaciones bien por parte de la fe o bien por parte del saber. Una situación fáctica de conflicto tan sólo puede significar una llamada a esclarecer qué significa creer y qué significa saber, a examinar si una cuestión concreta es una auténtica pregunta de la fe y la revelación o no lo es; y a este respecto hay que tener en cuenta la intención de los enunciados (p. ej., de la sagrada Escritura), la peculiaridad y los géneros literarios, la diferencia entre contenido, modo de representación y medio de expresión, y si un conocimiento es verdaderamente tal, o solamente una hipótesis u opinión.

Todos los conflictos son solubles en principio, y todos los conflictos de la historia habrían podido resolverse. Por muy grave que sea la hipoteca de la historia en esta cuestión, ella va inherente al camino de la fe, al camino del hombre y al camino de la Iglesia. Pero hay también un camino que conduce a la libertad y a la posible solución y respuesta a través de las orientaciones que hemos intentado dar.

Con las determinaciones dadas aquí acerca de la relación entre fe y c., ya de antemano ha quedado excluida toda una serie de problemas, sobre todo han quedado excluidos aquellos que proceden de un concepto insuficiente de la fe, de un concepto restringido y unilateral de c. y conocer o de una consideración limitada de la realidad, y especialmente los que se deben a un desprecio de la realidad de la persona y de lo personal, o bien a una confusión de los límites y competencias, que son posibles por ambas partes. Pero también desaparecen aquellos problemas que provienen de una idea insuficiente o falsa de lo que es revelación y de lo que la fe pretende ser verdaderamente.

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Heinrich Fries