C) NATURALEZA DE LA FE

 

I. Dimensiones de la fe

Dios se ha revelado al hombre en su Hijo, hecho hombre (Heb 1, 1; Jn 1, 14-18; Mt 11, 25-27). La -->revelación es el -->misterio de Dios, que se acerca al hombre en la palabra humana de su Palabra eterna. La respuesta del hombre a Dios, que se le revela en Cristo, se llama fe; por eso es la fe tan sobrenatural como la revelación misma y ambas constituyen el misterio del encuentro de Dios con el hombre en Cristo. En este encuentro es Dios quien toma la iniciativa y con su interna llamada capacita al hombre, para que pueda recibir su palabra; y es el hombre quien libremente decide someterse a la exigencia absoluta de la revelación divina. La fe es inseparablemente don de Dios y acto del hombre (-> gracia y libertad); es un acto cuya interna densidad implica una multiplicidad de aspectos, que es preciso analizar sin olvidar que forman una unidad viviente y que por eso no son inteligibles sino como vitalmente unidos entre sí. La exégesis moderna reconoce unánimemente que la fe incluye el conocimiento de un evento salvífico, la confianza en la -> palabra divina, la obediente sumisión y la personal autodonación del hombre a Dios, la comunión de vida con Cristo y la aspiración a la unión plena con él más allá de la muerte: la fe es el «sí» total del hombre a Dios, que se le revela como su salvador en Cristo. El magisterio de la Iglesia presenta el acto de fe como una entrega total del hombre a Dios, que comprende la aceptación de la doctrina revelada, la libre sumisión a la gracia y la confianza en las divinas promesas (Dz 798 1789 1791). Consciente de la complejidad y unidad interna del acto de fe, la teología pone de relieve las dimensiones fundamentales del mismo: conocimiento de la realidad revelada (creer en Dios, que se revela en Cristo: fides, quae creditur); obediencia confiada y encuentro personal con Dios (creer a Dios: estructura formal de la fe: fides, qua creditur); disposición a la justificación y tendencia a la salvación definitiva en la visión de Dios, es decir, a la participación en la vida gloriosa de Cristo (dimensión salvífica y escatológica de la fe); Cristo, centro, fundamento y término final de la fe (carácter cristocéntrico y cristológico de la fe).

 

II. La fe como -> conocimiento

La confianza en las promesas de Dios y la obediencia a sus mandatos son los aspectos más visibles en la fe del AT; pero en ella está normalmente implicado el conocimiento de la intervención salvífica de Dios, realizada o prometida (Gén 15, 2-6; 16, 1; Éx 4, 1-9. 28-31). A través de la historia de Israel el Dios de la alianza se reveló como el único salvador (historia de la -> salvación); de este modo el -> monoteísmo vino a ser el dogma fundamental del judaísmo: solamente Yahveh es Dios, porque solamente él salva (Is 43, 10-12). El «conocimiento de Dios», predicado por los profetas, incluía la profesión de fe monoteísta (Os 2, 20; 4, 1; 5, 4; 13, 4; Is 45, 5.22; Jer 24, 7; Ez 6, 7.10.13; 7, 27; Jl 2, 27; Dt 4, 39; 7, 9), que quedó fijada en determinadas fórmulas (Dt 6, 20-24; 26, 5-9; Jos 24, 2-13; Sal 78; 106; 135; 136).

El evento de la muerte y la resurrección de Jesús determinó la acentuación del aspecto «cognoscitivo» en la fe cristiana. Jesús ha resucitado: Dios le ha constituido Señor y Salvador, como estaba anunciado por los profetas: en esta afirmación se centró la fe de la Iglesia primitiva (Act 2, 44; 4, 4; 8, 13; 11, 21; 13, 48; 17, 2). Creer es según Pablo aceptar como real la resurrección de Cristo y su significación salvífica (Rom 10, 9.10; 1 Cor 1, 1-19; Flp 2, 10.11; 1 Tes 4, 14). La fe y el mensaje se corresponden entre sí como la afirmación y su contenido; el término pistis (fe) pasa a designar el contenido mismo de la predicación apostólica (Rom 10, 8; Gál 1, 23; 3, 2.5; Ef 4, 5; Act 6, 7; 13, 8.12). Por la fe se llega al «conocimiento de la verdad», porque el evangelio es «la palabra de la verdad» (2 Cor 7, 6; Col 1, 5; Ef 1, 3; Gál 1,6-9; 1 Tim 2, 4; 4, 3; 2 Tim 3, 7).

«Creer» y «conocer» en los escritos de Juan tienen idéntico objeto, a saber, la filiación divina de Jesús (Jn 8, 24.28; 14, 12.20; 17, 21.23) y se incluyen mutuamente (Jn 4, 42; 6, 69; 8, 31.32; 10, 38; 17, 8; 1 Jn 4, 16). Creer es reconocer en Jesús al enviado del Padre (Jn 17, 3), aceptar como verdadero el testimonio que él da de sí mismo (Jn 3, 11-13.31-36; 8, 14.18.24.30-32. 40-46), confesarlo como Hijo de Dios (Jn 9, 2; 12, 42; 1 Jn 4, 2.3.15), admitir su «doctrina» y permanecer en ella (Jn 7, 16.17; 2 Jn 7-11). Ser cristiano (Act 11, 26; 26, 28) significa tener como verdadero el misterio de Cristo (muerte y resurrección del Hijo de Dios) y su importancia salvífica (Act 16, 31; 26, 23; Flp 2, 5-11; Gál 4, 4; Rom 1, 3-5; Jn 1, 1-18; 20, 31; 1 Jn 5, 20).

Desde sus mismos orígenes la Iglesia expresó su fe mediante determinados enunciados (1 Tes 1, 10; 4, 14; 1 Cor 1-8; 12, 3; Rom 1, 4; 10, 9; Fip 2, 5-11; Act 8, 37; 1 Jn 2, 23; 4, 2.15; 2 Jn 7). La profesión de fe cristiana y trinitaria tuvo una importancia primordial en la liturgia bautismal; para pertenecer a la Iglesia, comunidad de la salvación, era necesario aceptar como verdadero el misterio de Cristo, en el que el hombre participa por el -> bautismo y la fe, que van inseparablemente unidos.

No es difícil comprender por qué el acto de fe incluye la aceptación del contenido de la revelación como verdadero. El hombre no puede salvarse sino participando en el evento salvífico de Cristo (Act 4, 2; Rom 1, 16; 3, 22-28; 6, 1-9; 10, 9.10; Jn 3, 14.16.36; 20, 31); pero no es posible participar en este evento sin la convicción interna de la realidad del mismo, es decir, sin tenerlo como verdadero. El carácter cognoscitivo de la fe es la expresión del carácter real del misterio de Cristo; si no se salvaguarda el primero, es imposible salvaguardar el segundo. Vana sería la fe, si Cristo no hubiese resucitado realmente (1 Cor 15, 14.17); esto quiere decir que la fe aprehende la muerte y resurrección de Cristo como reales. La fe vive de la realidad de su objeto, que es la intervención salvadora de Dios por Cristo; sin esta realidad el acto de fe carece de contenido y se reduce a una actitud puramente sujetiva. Si el evento de Cristo no es real en sí mismo, tampoco es real para mí y no me es posible vivirlo como real (Gál 2, 20; Rom 4, 24.25; 2 Cor 5, 15).

Dios se ha revelado definitivamente en la inefable -> experiencia religiosa de Cristo; el hombre Jesús tuvo conciencia de ser el Hijo de Dios; ésta fue su más profunda vivencia. Pero Cristo no podía manifestar a los hombres esta inefable experiencia (que no es sino la repercusión del misterio de la -> encarnación en la conciencia humana de Jesús) sino mediante signos humanos, imágenes, símbolos, conceptos, palabras. El mensaje de Cristo conceptualiza y objetiva la experiencia aconceptual, en la que Dios mismo se le dio a conocer como Padre suyo. En el Verbo encarnado la palabra humana ha sido elevada a expresión de la inefable autocomunicación de Dios al hombre Jesús, su Hijo; la persona divina de Cristo, Palabra eterna del Padre, se revela a los hombres en palabras humanas.

La capacidad de la palabra humana para ser elevada a expresión de la Palabra divina coincide con la capacidad de la naturaleza espiritual-corpórea del hombre para ser asumida personalmente por el Hijo de Dios. Esta capacidad se identifica con la misma estructura fundamental del espíritu finito, como radicalmente abierto al -+ Absoluto en el horizonte ilimitado del ser; por esto la afirmación humana, cuyo carácter propio es la posición absoluta, pudo ser personalmente apropiada por la Palabra increada de Dios. La espiritualidad del hombre, como apertura al ser y capacidad de autopresencia consciente, constituye la capacidad radical (-a potencia obediencial) para la -> encarnación, la -> gracia, la -> revelación y la fe; en esta concepción del hombre, lógicamente supuesta en todo intento de explicar la comunicación sobrenatural de Dios al hombre y el encuentro personal del hombre con Dios, está implicada la doctrina de la -> analogía del ser.

Si la revelación de Dios en Cristo está definitivamente expresada en afirmaciones humanas, la aceptación de esta revelación por la fe debe incluir un asentimiento intelectual; solamente así será posible captar el mensaje de Cristo y en él la realidad misma de Dios, que se revela. El misterio de Cristo es objetivado en proposiciones doctrinales; pero a través del mensaje doctrinal la fe capta la realidad revelada.

El carácter intelectual de la fe es inseparable de su carácter eclesial. La unidad en la fe es esencial a la -->Iglesia (Ef 4, 5), que no sería la comunidad de los creyentes sin la comunión de éstos en una misma realidad creída; tal comunión no es posible sin la transmisión social de la revelación, que, para ser predicada, debe estar expresada en determinados conceptos. El kerygma eclesial, vínculo unificativo de la Iglesia, exige ser aceptado como verdadero por la fe de los cristianos. La Iglesia no sería visible, como comunidad de los creyentes, si el acto de fe no incluyera un asentimiento intelectual.

 

III. Cristocentrismo de la fe

Cristo, Hijo de Dios hecho hombre y salvador del mundo, es el centro de la fe. La revelación del AT coincide con la historia de la -> salvación del pueblo escogido y se orienta hacia la revelación de la salvación universal en Cristo; la revelación del NT, especialmente en los escritos paulinos y los de Juan (Col 1, 15-20.26-28; Ef 1, 10; 3, 9-11; Gál 4, 4-6; 2 Cor 5, 18-20; 1 Tim 2, 3-7; Jn 1, 1-18; 3, 16-17; 17, 3; 20, 31; 1 Jn 4, 9-10; 5, 11; etc.), presentan a Cristo como centro de unidad y razón de ser de la -> creación y de la economía -> sobrenatural. La teología patrística, griega y latina fue consciente del devenir histórico de la revelación y de su convergencia en Cristo; en la liturgia Cristo aparece como término final y unificante de la historia de la salvación.

En el misterio del Hijo de Dios, hecho hombre, han sido revelados el misterio personal intradivino, la -->Trinidad, y el misterio de la Iglesia, que es la humanidad llamada en Cristo a la unión divinizante con las divinas personas. La fe es teocéntrica y eclesial porque es cristocéntrica; la totalidad de la revelación converge en estos tres misterios fundamentales, implicados en la -+ encarnación del Verbo, que revela al Padre, envía el Espíritu y salva a los hombres. Cualquiera que sea su contenido concreto, todo acto de fe tiene como término final el misterio mismo de Cristo.

Es, pues, evidente el valor religioso de la fe en su aspecto mismo de conocimiento. Porque el acto de fe incluye un asentimiento intelectual, el creyente alcanza la realidad misma del evento salvífico de Cristo y participa en ella; la apropiación personal de la salvación se realiza mediante la persuasión interna de que Dios nos ha salvado por Cristo. Este asentimiento exige del hombre el sacrificio de la autonomía de la razón en obediente sumisión a la transcendencia de la gracia divina y aspira a penetrar en el misterio de la vida misma de Dios, en la que ya ahora comienza a participar a través de su palabra.

 

IV. Creer a Dios

El misterio de Dios, que nos salva por Cristo, no puede ser conocido sino en cuanto Dios da testimonio de sí mismo y manifiesta al hombre su conciencia divina. La estructura formal de la fe consiste en creer a Dios. Esta fórmula, que es frecuente en el AT y aparece también en el NT (Gén 15, 6; Éx 14, 31; Núm 14, 11; 20, 12; Dt 1, 32, etc.; Act 16, 34; 27, 25; Rom 4, 3; Jn 5, 24), expresa la actitud del hombre al apoyarse en la palabra de la promesa divina mediante el asentimiento y la confianza; creyendo a Dios, el hombre se confía a él. La fe neotestamentaria mira a lo que Dios ha hecho por Cristo; pero mira también a lo que Dios hará por él al fin de los tiempos, y por eso va unida a la esperanza (Ef 3, 12; Rom 5, 1; 6, 8; 1 Tes 1, 3; 4, 14; Heb 11, 1-40). En el cuarto Evangelio aparece la fórmula creer a Cristo (, a-rcúeLV con dativo: Jn 4, 21; 5, 38.46; 6, 30; 8, 31.45; 10, 37; 14, 11), lo cual es lo mismo que aceptar el autotestimonio del Hijo de Dios, en el cual se autotestifica el Padre mismo (Jn 8, 14.18; 12, 49.50; 14, 10.24). La fe se apoya en la palabra humana de la Palabra divina, y por eso tiene como garantía definitiva la veracidad de Dios mismo (Jn 3, 32-34; 8, 26; 1 Jn 5, 10); es teológica en cuanto es cristológica.

Creer consiste formalmente en conocer la realidad a través del conocimiento que de ella tiene otra persona y que ésta comunica mediante su testimonio; entre la fe y la realidad se interpone la persona del testigo, que comunica su conocimiento para que el creyente participe en él y mediante esta participación alcance la realidad misma. El testimonio es esencialmente comunicación de conocimiento y comunicación de conciencia (la conciencia que el testigo tiene de su propia veracidad); la fe es esencialmente participación en el conocimiento y en la conciencia de otra persona.

La revelación divina es formalmente comunicación del conocimiento y de la conciencia que Dios tiene de sí mismo, para que el hombre se apoye en la infalibilidad divina como garantía suprema de verdad; al revelar, Dios compromete su veracidad, es decir, se compromete y comunica a sí mismo en su palabra. Tal comunicación es absolutamente sobrenatural, porque es indebido a la criatura intelectual en cuanto tal el tener la infalibilidad divina como fundamento formal de su asentimiento.

Al creer a Dios, el hombre conoce la realidad revelada a través del conocimiento infalible, que Dios tiene de ella, y por consiguiente participa en la conciencia divina; la fe es una participación divinizante y supercreatural en la vida misma de Dios (TOMÁS, De Ver. q. 14 a. 8; In Boet., De Trin. q. 2 a. 2; ST i-II q. 62 a. 1 ad 1; q. 110 a. 4; II-II q. 1 a. 1; q. 17 a. 6).

La revelación y la fe son sobrenaturales en razón de su misma estructura formal. La revelación es formalmente autodonación personal de Dios al hombre en su palabra; la fe es formalmente autodonación personal del hombre a Dios, que le habla. Al creer a Dios, el hombre se apoya en la veracidad divina y por lo mismo se confía al Dios de la verdad; la fe implica esencialmente la confianza en el testigo divino, es decir, la entrega confiada del hombre a Dios, que se le revela y así lo salva. La revelación es en sí misma un evento salvífico, como lo es la encarnación; por el mero hecho de hablar al hombre, Dios se acerca a él como su salvador y el hombre vive esta proximidad de Dios, presente en su palabra, como su propia salvación. La revelación y la fe implican esencialmente la mutua donación de Dios y el hombre, en la que Dios simplemente se comunica y el hombre acepta, y aceptando se da. La fe es un encuentro personal, en el que Dios abre al hombre el secreto de su divina conciencia y así invita a la amistad, y el hombre entra en la intimidad divina. La fe es comunión de vida del hombre con Dios. Este encuentro personal y esta comunión vital del hombre con Dios, que se le revela, tiene lugar en Cristo. Por la fe Cristo vive en la profundidad personal del hombre (Ef 3, 17) y el hombre vive de la vida misma de Cristo (Gál 2, 20; 3, 26; Rom 6, 4-10; Jn 10,14.26-28; 17, 20-23; 1 Jn 2, 23-24; 4, 7.15.16; 5, 1.20).

 

V. La fe como don de Dios

El hombre no puede creer a Dios sino por la ->gracia divina (Ef 2, 8-9; Jn 6, 44.65). Los profetas describen la acción de Dios en el creyente como la creación de un «corazón nuevo», la infusión de un «espíritu nuevo», es decir, como una transformación espiritual del hombre en lo más profundo de sus pensamientos, afectos e intenciones (Jer 24, 7; Ez 36, 26-28; Is 54, 13). Esta concepción de la interioridad transformante de la gracia se desarrolla en el NT. Según Pablo la conversión al cristianismo es una renovación radical en las disposiciones internas del hombre respecto a Dios. El Espíritu (pneuma) ilumina internamente el corazón del creyente, le da conocimiento nuevo y amor filial de Dios (Ef 4, 17-19; Col 1, 21; 3, 9.10; 2 Cor 4, 4-6; Gál 4, 8; 9; Act 16, 14). Solamente bajo la acción del Espíritu puede el hombre aceptar el misterio de Cristo; el progreso del cristiano en el conocimiento de este misterio es también efecto de la presencia vivificante del Espíritu (1 Cor 1, 23; 2, 10-16; 12, 3; Ef 1, 15-19; 3, 14-19; Gál 2, 20). Según Jn 6, 44-46 y Mt 11, 25-27 la predicación y los milagros de Cristo no bastan para que el hombre pueda creer en él; es además necesario que Dios atraiga el hombre hacia sí, revelándosele internamente. Es una afirmación central en 1 Jn que el «conocimiento» de Dios y de Cristo, incluido en la fe, es el efecto propio de la presencia interna de la gracia en el hombre; solamente puede «conocer» a Cristo, y confesarlo, quien «ha nacido de Dios» y «permanece» en él, es decir, quien vive en comunión de vida con él (1 Jn 2, 3.5; 3, 6.9; 4, 6-8.15.16; 5, 1). La fe proviene de una sobrenatural facultad de «conocer»: he aquí una afirmación claramente formulada en 1 Jn 5, 20: «...el Hijo de Dios... nos ha dado inteligencia (dianoia ), para que conozcamos al Verdadero (Dios)». El término &&vota ha sido siempre interpretado como «facultad de conocer» (VD 39 [1961] 90).

Debe, pues, admitirse que según el NT es Dios mismo quien crea en el hombre las disposiciones subjetivas necesarias para poder entrar en contacto con él por la fe. La teología patrística, particularmente a partir de Agustín, concibió la acción de la gracia en el acto de fe como una iluminación interior, y esta concepción penetró en algunos documentos del magisterio eclesiástico (Dz 134 141 180 181 1791). Bajo el influjo de esta doctrina augustiniana los teólogos del siglo XIII (principalmente Tomás: Gr 44 [19631 501-502 731-787) elaboraron la primera explicación sistemática de la sobrenaturalidad de la fe: Dios atrae internamente al hombre hacia la unión inmediata con él, comunicándole un nuevo dinamismo orientado hacia la visión beatífica y capacitándolo así para aceptar la palabra divina según su transcendente credibilidad, es decir, apoyándose en ella en cuanto por sí misma es absolutamente digna de ser creída; la gracia eleva y ordena las facultades espirituales del hombre más allá del horizonte ilimitado del ser hacia Dios en sí mismo.

El extrinsecismo occamista desarrolló una concepción de la gracia radicalmente opuesta a la del siglo precedente: la gracia, realidad creada, infundida por Dios en el hombre, deja intacta la tendencia natural de las facultades espirituales del hombre y de sus actos; con sus facultades naturales el hombre puede aceptar la revelación divina con un asentimiento idéntico al acto de fe sobrenatural. Estas dos concepciones opuestas de la sobrenaturalidad de la fe se han mantenido dentro de la teología católica desde el siglo xiv hasta nuestros días; un más exacto conocimiento de la doctrina del NT y de la tradición patrística, así como una mayor atención a la transcendencia del motivo formal de la fe y a la interioridad vivificante de la gracia, está orientando decididamente la teología de nuestro siglo hacia una profundización de la sobrenaturalidad de la fe en la dirección tomista.

Por la fe el hombre conoce a Dios y sus misterios a través del conocimiento que Dios tiene de sí mismo. Tal modo de conocer supera absolutamente el dinamismo natural del hombre, que solamente puede llegar a Dios ascendiendo de lo creado al Creador (Sab 13, 1-9; Rom 1, 20; Dz 1785). Por consiguiente, el hombre no puede creer a Dios si su dinamismo espiritual no está internamente elevado por una iluminación sobrenatural (la luz de la fe: lumen fidei), así como no puede ver a Dios si no está internamente elevado por el lumen gloriae. El acto de fe divina es en su misma estructura formal una participación supercreatural en la vida de Dios, y por eso implica esencialmente la transformación divinizante del hombre; el entendimiento finito no puede apoyarse en la veracidad divina (es decir, en la conciencia misma de Dios), si Dios mismo no le atrae internamente hacia él; Dios debe hacerse misteriosamente presente en la profundidad del hombre para que éste pueda entrar realmente en contacto con su palabra, que es Dios mismo. Si se considera que creer a Dios significa transcender la propia razón para fundar la propia existencia en la palabra divina, se comprenderá que esto no es posible sin una invitación personal de Dios a la intimidad confiada con él.

Por la gracia el hombre es elevado a participar en la vida misma de Dios. Esto implica la elevación del hombre como espíritu, como capacidad de autoposesión consciente. Tal elevación dinámica determina la estructura psíquica propia de los actos sobrenaturales como tendencia consciente (vitalmente experimentada en la conciencia propiamente tal, es decir, en la autopresencia concomitante de la persona en sus actos) hacia Dios en sí mismo; la gracia hace que el hombre se experimente a sí mismo en lo más profundo de su conciencia como llamado a la intimidad con Dios.

El creyente posee ya ahora la «vida eterna», que vitalmente tiende a su plenitud escatológica en la unión inmediata con Dios en Cristo (Jn 3, 16.36; 4, 14; 17, 3; 1 Jn 3, 2.15; Rom 8, 23; 1 Cor 13, 10-13). Esta orientación vital sobrenatural repercute inevitablemente en el psiquismo profundo del hombre como una vivencia nueva, que es la atracción de Dios hacia sí mismo. Si la gracia no influyese en la misma actividad vital del hombre en sus relaciones con Dios, permanecería totalmente extrínseca a la vida religiosa del hombre; estaría presente en éste por mera yuxtaposición y no como una fuerza de interna transformación vital. Debe, pues, admitirse que la gracia eleva el dinamismo espiritual del hombre hacia Dios en sí mismo y le capacita para entrar en contacto personal con él por la fe.

La iluminación interior de la -> gracia no implica ningún contenido objetivo; su función consiste más bien en capacitar al hombre para que pueda recibir el contenido de la revelación (que viene propuesta de fuera por la predicación de la Iglesia) como palabra de Dios (2 Tes 2, 13). La gracia actúa como una atracción aconceptual e indeliberada de Dios hacia sí, por la que él se hace misteriosamente presente en lo profundo del hombre como Dios, es decir, como el Transcendente personal. Dios se comunica y revela al hombre sin más mediación que su atracción hacia sí, y el hombre conoce aconceptualmente a Dios en la experiencia vivida de la tendencia hacia él. En la conciencia concomitante del mismo modo de tender es captado aconceptualmente el término de la tendencia, Dios. No hay visión, ni experiencia inmediata de Dios, sino experiencia conciencia) de la tendencia hacia Dios en sí y captación aconceptual de Dios en esta inefable experiencia; Dios no se hace presente inmediatamente en sí mismo, sino en su atracción creada hacia él.

La existencia de esta tendencia sobrenatural hacia Dios en sí mismo no es conocida por la introspección psíquica, sino por la reflexión teológica; la experiencia vivida de la atracción a la intimidad divina no es normalmente transformable en objeto de reflexión, de tal modo que el hombre pueda descubrir en ella que el término de esta atracción es Dios en sí mismo. La repercusión de la gracia en el psiquismo del hombre normalmente no es tan clara que el hombre pueda fundar reflejamente en ella la certeza de su vocación a la fe; los signos externos de la revelación son el medio normal para lograr esta certeza.

La iluminación interior de la gracia es una anticipación prefigurativa del acto de fe, en cuanto implica la presencia preconceptual y oscura de Dios (que en su atracción hacia sí se comunica y manifiesta como salvación), y orienta el dinamismo espiritual del hombre hacia el encuentro personal con el Tú transcendente, primero en el misterio de la fe y finalmente en el cara a cara de la visión en la salvación escatológica (1 Cor 12, 10-13; 2 Cor 5, 7; 1 Jn 3, 1-3). La acción de la gracia anticipa dinámicamente la estructura misma del acto de fe, porque dispone al hombre en lo más profundo de su espíritu para aceptar libremente la revelación divina y dar así expresión conceptual al misterio de Dios, que lo salva por Cristo. Lo preconceptual y lo conceptual son esenciales al acto de fe y se exigen mutuamente. Sin la presencia aconceptual de Dios en la atracción sobrenatural hacia sí, el hombre no podría apoyarse en la palabra divina según su transcendente credibilidad y asentir a ella absolutamente; sin la afirmación conceptual del contenido de la revelación divina, el hombre no puede alcanzar en forma auténticamente humana la realidad misma de Dios, que se le revela como su salvador.

 

VI. La fe como opción fundamental del hombre

Por la fe el hombre se somete libremente al amor salvífico de Dios. La incredulidad aparece en el AT como rebelión y la fe como obediencia a la palabra de Dios (Núm 14, 9.11; Dt 9, 23; Sal 78; 105; Is 2, 2-24; 25, 6-8; Jer 16, 19). Pablo identifica la fe con la obediencia al evangelio, es decir, con la libre sumisión del hombre a la economía salvífica instaurada por Dios en Cristo (Rom 1, 5; 10, 16; 15, 18; 16, 26; 2 Cor 9, 13; 2 Tes 1, 8-10). Según Juan la fe arraiga en lo más profundo de la libertad del hombre, a saber, en la renuncia a la propia gloria, en la sincera búsqueda de la verdad, en la amorosa docilidad a la voz interior de Dios (Jn 5, 44; 8, 43-47; 10, 26.27; 15, 2224); creer es ir a Cristo, seguirle, aceptar su testimonio de sí mismo, en una palabra, es una opción radical y total ante la persona y la misión de Cristo como Hijo de Dios (Jn 3, 32-36; 5, 38.43; 6, 35.37.65.68; 7, 37-38; 8, 12-44; 10, 4.5.27.37; 12, 37.48).

El acto de fe es libre, en cuanto representa el «sí» del hombre a la salvación sobrenatural, revelada y realizada por Dios en Cristo; al carácter soberanamente gratuito de la revelación y salvación corresponde la libertad de la fe (Dz 797 798 1786 1791). La palabra de Dios pone al hombre ante el misterio de Cristo, que supera la razón y por eso no puede forzar su asentimiento. Por otra parte las exigencias del -->cristianismo (su carácter absoluto, la imitación de Cristo basada en la ley del amor y de la cruz, la orientación escatológica de la ->existencia cristiana) imponen al hombre la más auténtica opción de su ->libertad; Cristo exige la fe en él, como una decisión radical e irrevocable (Lc 11, 23; 8, 22; Mc 9, 43-47; Mt 5, 1-48).

Más que un acto o una serie de actos la fe es una actitud personal, fundamental y total, que imprime una orientación nueva y definitiva a la existencia. Surge en lo más profundo de la libertad del hombre, internamente invitado por la gracia a la intimidad con Dios, y abarca toda la persona humana en su inteligencia, en su voluntad y en su acción (sumisión al misterio, al amor y a la ley de Cristo). A través de la doctrina la fe acepta la realidad misma revelada, que es la persona de Cristo con su inevitable exigencia de entrega total en el amor y en la obediencia; creer es un asentimiento o consentimiento, cuya auténtica plenitud se realiza en la acción.

La fe brota del deseo de la vida eterna y por eso es inseparable de la esperanza, sin la cual es imposible desear la salvación; en su misma estructura formal («creer a Dios») implica confianza en el testigo divino y obediencia a su testimonio, cuya autoridad representa una absoluta exigencia de sumisión. El magisterio de la Iglesia ha definido que la pérdida de la amistad con Dios por el pecado no implica necesariamente la desaparición de la fe; el hombre puede ser simultáneamente creyente y pecador (Dz 808 838 1791 1814). Pero no se sigue de aquí que la fe pueda existir sin la aspiración a la caridad; la fe no es posible sin el deseo de la salvación, cuya incoación tiene lugar en la reconciliación del pecador con Dios y cuya plenitud coincide con la amistad perfecta del hombre con Dios en la gloria. La fe, en su forma más imperfecta, implica la tendencia a la amistad con Dios, y solamente alcanza su perfección propia (aun como fe), cuando está vivificada por la caridad;' la ausencia de la caridad representa una herida mortal en la vitalidad misma de la fe. El creyente pecador vive en la tensión de una radical antinomia interna: su fe es una llamada permanente a la reconciliación con Dios, y su estado de pecado es una pendiente hacia la apostasía. Esta contradicción viviente tiende a resolverse, o en la vuelta a la amistad con Dios, o en la separación total por la incredulidad.

La intervención de la libertad es esencial al acto de fe, porque en él el entendimiento obra subordinado a la voluntad, y su afirmación es una prolongación del movimiento libre de la voluntad hacia el Dios de la revelación. Puesto que el entendimiento y la voluntad están radicados en la persona y actúan en función de la misma, es en último término el hombre quien por su libre asentimiento se apropia la realidad de la revelación y salvación. A la voluntad corresponde la función unificativa del hombre, que está llamado por Dios a decidir libremente su eterno destino, aceptando la salvación como gracia del amor divino, o encerrándose en su propia suficiencia. La fe ahonda sus raíces en lo más profundo de la libertad del hombre, es decir, en la opción fundamental y permanente por la que el hombre se abre o se rebela frente al Absoluto como gracia; aquí se decide el sentido fundamental de la existencia del hombre.

 

VII. Certeza de la fe

La palabra divina exige al hombre un asentimiento absoluto (Act 2, 36; Rom 4, 19-21; Gál 1, 9; Lc 1, 18-20; Heb 10, 22; 11, 1). No se cree realmente a Dios, como Dios, si no se le cree incondicionalmente. La Iglesia expresa en las profesiones de fe una certeza plena (Dz 40 428 706 1789 2145), que tiene su fundamento en la infalibilidad del testimonio divino (Dz 1789 2145) y su origen en la acción interna de la gracia (Dz 1797). La certeza absoluta de la fe es pues sobrenatural; proviene de la sobrenaturalidad de su fundamento (la revelación divina) y de su principio (la gracia divina), que mutuamente se corresponden. La infalibilidad de la fe es una participación supercreatural en la infalibilidad divina; su absoluta firmeza excluye la duda actual, pero no la posibilidad psicológica de la negación o de la duda. La certeza de la fe es radicalmente diversa de la certeza propia del conocimiento filosófico o científico; es un tipo único de certeza, que no tiene su fundamento, ni en la evidencia de lo revelado (esencialmente misterioso), ni en la comprobación racional evidente del hecho mismo de la revelación (de lo contrario la fe no sería libre).

La fe implica la paradoja de ser absolutamente cierta y esencialmente oscura; el creyente no acepta la revelación divina porque entiende la verdad del misterio o porque sabe con plena evidencia racional que Dios ha hablado, sino porque, bajo la garantía de los signos externos de la revelación divina y la llamada interior de la gracia, él decide libremente apoyarse en la palabra de Dios, que por sí misma es absolutamente digna de ser creída.

El asentimiento de fe es a la vez absolutamente cierto y libre. De aquí concluyen unánimemente los teólogos que tal asentimiento no puede ser la conclusión de un raciocinio; de lo contrario: o tendría su origen en la evidencia de las premisas, y entonces sería plenamente cierto, pero no libre; o no provendría de esta evidencia, y entonces sería libre, pero no absolutamente cierto. Sin embargo es preciso observar que con esto no se explica plenamente la certeza absoluta de la fe. Queda aún la pregunta: si esta certeza no tiene su causa en la evidencia, ¿de dónde proviene? No basta recurrir al influjo de la voluntad sobre el entendimiento: la voluntad puede mover la inteligencia a asentir, pero no puede por sí sola provocar un asentimiento intelectual absolutamente cierto (solamente la evidencia puede naturalmente causar tal asentimiento). No se puede explicar la certeza absoluta de la fe si no se admítela iluminación interior de la gracia, que permite al hombre superar su modo natural de conocer y apoyarse en el testimonio divino según su credibilidad transcendente.

 

VIII. Fe y -> salvación

La fe tiene una función fundamental en la salvación (Dz 801), en cuanto por ella reconoce el hombre la realidad y la absoluta gratuidad de la iniciativa divina de salvar por Cristo la humanidad pecadora (Rom 10, 9; 3, 22-30; 4, 16; Gál 2, 16; 8, 22.24; Ef 2, 8-10). El hombre no puede salvarse, sino participando en el misterio de la muerte y resurrección del Hijo de Dios. Esta participación implica ante todo la afirmación de la realidad de este misterio (1 Cor 15, 12-16) y la libre sumisión al plan divino de salvación realizado y revelado en Cristo (Rom 10, 16; 2 Cor 9, 13; 2 Tes 1, 8); por esto la fe representa la respuesta fundamental del hombre a Dios, que se le revela como su salvador. Es una actitud que implica la aceptación de la salvación como pura gracia y la renuncia a gloriarse en el valor de las propias obras (Rom 3, 22.24.27; 4, 2.20; 1 Cor 1, 29; 4, 7; Gál 2, 16). A la absoluta gratuidad de la intervención salvífica de Dios responde el hombre con la fe que es en sí misma una confesión de la gracia de Dios, creer es aceptar el hecho de ser salvado por Dios, o sea, aceptar a Dios como puro don de sí mismo, como gracia. La fe tiene su centro en el designio divino de salvarnos por Cristo, designio inescrutable y absolutamente gratuito (Ef 1, 3-14; 2, 5-10; 2 Tes 2, 13; 2 Tim 1, 9); pero se realiza en la acción (que es la expresión de su dinamismo), y solamente alcanza su perfección, como disposición inmediata a la justificación, cuando está unida a la caridad (Gál 5, 6; 6, 15; -->justificación).

La universal -> voluntad salvífica (en -> salvación) de Dios (Mc 10, 45; 14, 24; Rom 5, 12-20; 1 Cor 15, 20-22; 1 Tim 2, 1-6; 4, 10; Jn 1, 29; 3, 14-17; 1 Jn 2, 2) y la necesidad absoluta de la fe para la salvación (Heb 11, 6; Jn 3, 16-21; Dz 801), imponen la conclusión de que todo hombre es llamado por Dios a la opción fundamental de la fe, es decir, a decidir libremente el sentido de la propia existencia por la aceptación o la repulsa de la gracia; la teología actual admite (y el mismo concilio Vaticano II lo confirma) que Dios invita internamente a todos los hombres con su gracia.

Pero queda por resolver el problema de la posibilidad del acto de fe para . los hombres que inculpablemente ignoran el contenido y aun el hecho mismo de la revelación divina. Los intentos de solución de este problema han sido muy numerosos, pero poco convincentes. El pensamiento teológico moderno se orienta con buenas esperanzas de éxito hacia una nueva solución, que supone y profundiza la función iluminante de la gracia como comunicación y manifestación aconceptual de Dios en la atracción sobrenatural hacia sí. El efecto propio de la gracia en el hombre es la invitación interna a la intimidad filial con el Absoluto; bajo esta invitación (no objetivada en un contenido conceptual, sino vivida en la tendencia hacia Dios en sí mismo) el hombre se experimenta (en conciencia concomitante) como llamado a aceptar libremente en el amor al Absoluto, que se da a sí mismo como pura gracia. La respuesta libre del hombre (aceptación o repulsa), preestructurada en la experiencia vivida de esta inefable llamada, implica radicalmente una opción de fe, en cuanto el hombre acepta o rechaza a Dios, que en la oscuridad misteriosa de su presencia aconceptual se le comunica y manifiesta sobrenaturalmente. Tal opción no alcanza la plenitud propia del asentimiento de fe, en cuanto no capta conceptualmente la revelación divina; en este sentido es esencialmente deficiente como acto de fe, porque no llega a su expresión humana adecuada en la afirmación del contenido de la revelación. Pero es una opción que vitalmente implica una fe embrionaria (no meramente virtual), enraizada en la inefable profundidad de la libertad (cuya elección puede transcender el conocimiento conceptual, que condiciona su ejercicio) y aún no desarrollada en la correspondiente expresión categorial; es una fe vivida, no conceptualizada y anormalmente impedida (por circunstancias externas y ajenas a la voluntad del hombre) en su evolución hacia su forma perfecta, que se lograría en el asentimiento conceptual. En tal opción el hombre vive y elige más de lo que refiejamente sabe; si pudiera decirse a sí mismo en conceptos el sentido profundo de su libre respuesta, condicionada y prefigurada por la experimentada atracción del Absoluto hacia sí, se daría cuenta de que ha creído a Dios (o de que no le ha creído). Es una opción que implica la f ides qua creditur, pero no la fides quae creditur.

Este intento de solución no pretende disminuir en lo más mínimo el aspecto conceptual de la fe, absolutamente necesario para que el hombre pueda captar el contenido de la revelación divina; un acto de fe, plenamente tal, deberá incluir lo conceptual y lo aconceptual. Precisamente el contenido fundamental del mensaje (Dios como salvador del hombre) expresa conceptualmente la misma realidad que el hombre vive y capta aconceptualmente en la experiencia de la gracia. Por eso, sin el conocimiento del contenido objetivo de la revelación la opción de fe queda como mutilada de su correspondiente expresión humana; solamente el mensaje cristiano capacitaría al hombre para comprenderse a sí mismo, es decir, para comprender el sentido de su opción y de su existencia misma. Por la opción realizada en la situación existencial sobrenatural (bajo la llamada, experimentalmente vivida, del tú transcendente al encuentro personal con él), el hombre se abre o se cierra a la gracia, es decir, a Dios mismo, que se da y dándose se manifiesta; en su aspecto existencial tal opción coincide con la opción de la fe.

 

IX. Carácter escatológico de la fe

La visión de la existencia y la actitud fundamental del creyente son esencialmente escatológicas; la fe transciende el horizonte del mundo y de la muerte por la expectación tensa de la vida eterna en el encuentro con Cristo glorioso (1 Cor 1, 7-8; 1 Tes 1, 10; Rom 8, 23-25; Flp 1, 19-26; 3, 20; Tit 2, 13; 2 Cor 5, 1-10). Ya desde ahora el creyente participa en el misterio salvífico de Cristo; pero todavía no ha alcanzado la plenitud de esta participación, que tendrá lugar al fin de los tiempos, cuando el Señor comunicará a los hombres y aun al mismo mundo material la gloria de su resurrección (1 Cor 13, 10-13; 2 Cor 5, 6-10; Flp 1, 21-23; 3, 20-21; 1 Tes 4, 17; Rom 8, 19-23; Heb 11; Jn 3, 36; 17, 3.24; 1 Jn 3, 2). El carácter escatológico de la fe proviene de su carácter cristocéntrico; la fe está centrada en el misterio de Cristo, cuya plena revelación se realizará en la segunda venida del Señor; por eso está vitalmente orientada hacia la unión perfecta del hombre con Cristo glorioso y en él con el Padre y el Espíritu Santo. El creyente conoce ya ahora en la oscuridad de la palabra divina el mismo misterio personal de Dios (encarnación, Trinidad), cuya visión facial constituirá su felicidad escatológica.

Por su misma estructura formal («creer a Dios»), la fe tiende a la visión de Dios. Al revelarse, Dios abre al hombre el secreto de su conciencia divina; por la fe el hombre entra en la intimidad con Dios y comienza a participar en su vida divina. Este encuentro en la intimidad personal entre Dios y el hombre, implicado en la revelación y en la fe, aspira a alcanzar su plenitud en la unión inmediata.

La gracia, como atracción de Dios hacia sí mismo, imprime al acto de fe una orientación hacia la visión de Dios. Es verdad que el asentimiento de fe, expresado en conceptos, está inevitablemente vinculado al conocimiento mediato y analógico de Dios, y en este sentido no transciende el horizonte del ser; pero lo transciende tendencialmente, en cuanto la dirección de su movimiento es hacia Dios en sí mismo, que se hace presente aconceptualmente, sin más mediación que la atracción experimentalmente vivida hacia él. La unión inmediata con Dios es el término final del dinamismo sobrenatural de la fe. Porque el acto de fe es la expresión de la totalidad corpóreo-espiritual del hombre (el asentimiento al contenido de la revelación implica inevitablemente conceptos, imágenes, etc.) y la salvación escatológica implicará la plenitud gloriosa del hombre en cuanto hombre (resurrección de la carne), el que cree tiende por la fe a la unión perfecta con Cristo glorioso, en la que llegará a la visión de Dios y de su misterio personal, es decir, a la revelación inmediata del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Como la fe tiene en Cristo su centro y su fundamento (-> motivo de la fe) tiene también en él su término final; el hombre cree a Dios en Cristo para llegar a la visión de Dios en Cristo (Gr 39 [19581 222-270; Cath 16 [19621 20-39).

La existencia del creyente se desarrolla dentro de la historia y del tiempo; pero la llamada sobrenatural de Dios hacia sí le imprime ya desde ahora una nueva dirección vital hacia la superación del tiempo en la participación de la eternidad divina por la unión inmediata con Cristo glorioso en la fe el hombre se experimenta y posee a sí mismo en una nueva dimensión; su autopresencia conciencial tiene lugar en el horizonte apriórico de la tendencia hacia la eternidad. El creyente vive en el tiempo como peregrino de la eternidad, es decir, en marcha hacia el encuentro con el Señor.

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Juan Alfaro