EUCARISTÍA

 

A) Síntesis teológica del misterio eucarístico.

B) Teorías sobre el sacrificio eucarístico.


 

A) SÍNTESIS TEOLÓGICA DEL MISTERIO EUCARÍSTICO

 

I. Concepto 

E. es el nombre con que ya desde el siglo i se designa el ->sacramento de la cena del Señor, celebrada según el ejemplo y las instrucciones de Jesús. El término mismo expresa aspectos esenciales de la e. Enlaza con la «acción de gracias» de Jesús en la última cena (Lc 22, 19; 1 Cor 11, 24; Mc 14, 23; Mt 26, 27), y como traducción del concepto hebreo berakah, significa la alabanza de Dios recordando sus grandes acciones. La palabra griega, lo mismo que el verbo correspondiente eu-jarist-ein, significa literalmente el «buen comportamiento del agraciado»; y por cierto, no sólo - como en el griego profano - el sentimiento de gratitud, sino también su manifestación externa. La gratitud presupone siempre la concesión de un don, que sólo se hace real a través de aquélla. En la gratitud el don alcanza su eficacia y su presencia. En el caso del sacramento eclesiástico de la cena el don consiste en la realidad salvífica instituida por Jesús, la cual es Cristo mismo con su ser y su obra. Esa realidad es reconocida con palabras de gratitud en una oración de mesa, es invocada para que penetre en los manjares, y así se hace objetivamente presente en ellos y alcanza su eficacia en la palabra y los dones de la cena. Por esto ya muy pronto la oración y luego los dones consagrados a través de ella reciben el nombre de e. De ahí se desprende la siguiente definición: e. es la actualización de la realidad salvífica de Jesús mediante las palabras de gratitud pronunciadas sobre el pan y el vino.

II. La institución de la eucaristía por el Jesús histórico

La Iglesia celebra la e. en virtud de la potestad y del encargo que le dio Jesús. La institución de la cena por el Jesús histórico es el fundamento decisivo de toda la práctica y del dogma eucarísticos. Esta convicción actualmente es discutida. Una tendencia radical de la teología protestante niega la institución del sacramento tal como está descrita en el NT y en la liturgia. Esa tendencia deriva la idea sacramental de la concepción de la Iglesia primitiva acerca de su propio ser y de su cena. El hecho histórico de la vida del Señor con relación a la e. serían únicamente los banquetes que él celebró con sus discípulos, y también con los pecadores, como anticipación de la comunidad escatológica. Después de la muerte de Jesús, prosigue dicha tendencia, sus discípulos continuaron la «fracción del pan» en común, y la entendieron igualmente como una anticipación del suceso escatológico, creyendo que al hacer esto el Señor glorificado se hallaba invisiblemente en medio de ellos. La comunidad de la cena se concibió a sí misma como «cuerpo de Cristo», como «nueva institución (diatheke) de Dios en virtud de la sangre (de la muerte cruenta) de Jesús», y expresó esta concepción de sí misma en la interpretación de las palabras pronunciadas sobre el pan y el vino. Por primera vez la piedad de la comunidad helenista entendió la presencia de Cristo como una cosa vinculada a los elementos de la cena; lo cual está atestiguado en Marcos. Por tanto, la así concebida presencia real de Jesús en los manjares consagrados es solamente una interpretación helenista, que no puede compartirse actualmente. Según esta opinión, la verdadera última cena de Jesús es un simple banquete de despedida, sin especial importancia dogmática. La cena descrita y entendida en el NT, concretamente en Marcos, como institución y presencia real de Jesucristo, es una retroproyección cristológica en la vida de Jesús de la cena comunitaria que celebraba con sentido escatológico la Iglesia primitiva. Frente a esta tesis, que tiende claramente a despojar la figura de Jesús de su carácter mesiánico, y frente a la -> desmitización, la institución de la cena eucarística por el Jesús histórico reviste hoy una importancia especial. Hablan en favor de tal institución - si no se quiere insistir en la originalidad del contenido de la cena - la antigüedad y el origen de la tradición. Su testigo más antiguo, Pablo, entronca su relato (1 Cor 11, 23ss) con una tradición recibida, que en último término procede de Jesús. Notas típicas de la forma de hablar de Jesús (especialmente en la perspectiva escatológica: Lc 22, 16ss; Mc 14, 25) roboran este dato. En el colorido arameo del lenguaje de todos los relatos puede reconocerse su radicación en el suelo semítico; su antigüedad y forma pueden remontarse hasta los años cuarenta lo cual supone que apenas queda tiempo y espacio para una progresiva evolución cristológica por obra de la comunidad helenista. Apunta también hacia el Jesús histórico el hecho de que las dos corrientes de la tradición, Pablo-Lucas y Marcos-Mateo, si bien discrepan en la redacción y en la teología, sin embargo, coinciden en la concepción del contenido esencial de la cena. Las diferencias lingüísticas han de atribuirse a los portadores de la tradición, y la coincidencia objetiva de su concepción se debe indudablemente a que la tradición procede de Jesús. Finalmente tiene su importancia la circunstancia de que, no es precisamente la propugnada desconexión de la cena respecto de la vida de Jesús, sino al contrario, su inclusión en ella y su explicación por la totalidad de esta vida, lo que esclarece el verdadero carácter del sacramento y hace posible una interpretación armónica.

El contenido decisivo de su vida, su función mesiánica, lo realiza Jesús cumpliendo la misión del siervo de Yahveh descrita en el Deuteroisaías. Él, como mensajero soberano de Dios, anuncia e inicia una nueva fase salvífica, y, como mártir, toma sobre sí el sufrimiento de una expiación representativa por «los pecados de los muchos». Este programa mueve ya a Jesús cuando recibe de Juan «el bautismo de penitencia para el perdón de los pecados» (Mc 1, 4). Pero la asunción de la culpa ajena de los hombres implica también la necesidad de morir. Cuanto más adelanta su vida, tanto más pone Jesús la muerte ante sus propios ojos y ante los de sus discípulos, una muerte que en todo caso le amenaza como peligro procedente de las autoridades judías. La muerte es para Jesús, no un mero suceso, sino una realidad consciente y querida, que él afirma como necesidad histórico-salvífica, decidiéndose libremente por ella (Lc 12, 50). La absoluta disposición a cumplir la misión de morir por parte del siervo de Dios aparece (prescindiendo de las palabras sobre el precio del rescate: Mc 10, 45) en las predicciones de la pasión (Mc 8, 31; 9, 31; 10, 32), que, en su núcleo, son auténticas profecías de Jesús, pero, en la forma como se hallan en el NT, constituyen ampliaciones interpretativas de la Iglesia primitiva a base de su conocimiento acerca del transcurso real de la pasión. Jesús mantiene un sí obediente a su sufrimiento como expiación representativa a través de dolores externos e internos, incluso en la angustia de muerte, en la tortura y en el abandono de Dios. Además de su muerte, Jesús predice también su resurrección; pues, efectivamente, según Is 52, 13 y 53, 10ss, el siervo de Yahveh en premio por su muerte expiatoria experimenta una rehabilitación triunfal y es elevado a un rango cultual. En la profecía de Jesús sobre su resurrección brilla la certeza victoriosa de que su muerte, que él acepta por pura intención de expiar y con obediencia incondicional a la voluntad del Padre, obtendrá el reconocimiento de aquél. Esta muerte es un sacrificio martirial, en el cual no sucede como en el sacrificio cultual, donde un don determinado representa al que sacrifica y simboliza su entrega a Dios, sino que el mismo que sacrifica hace de don con su corporalidad concreta y realiza la entrega sacrificial en forma cruenta. Jesús podía estar seguro de que Dios aceptaría su ofrenda sacrificial, su cuerpo, y de que, por tanto, la llenaría con nueva vida. Así la muerte de Jesús lleva consigo la resurrección como consecuencia interna, como momento esencial, a pesar de la diferencia temporal en la realización de ambos sucesos. De hecho, para el cuarto evangelista, la elevación de Jesús a la cruz significa también su exaltación a la gloria (Jn 3, 14; 8, 28; 12, 32ss).

Con esta disposición a morir y con la firme convicción de que el sacrificio de su vida encuentra aceptación en el Padre e inicia una nueva situación salvífica, Jesús celebra la última cena y la instituye como testamento, en el cual él compendia todo su ser y su obrar mesiánicos, los condensa en un don salvífico visible, incluso comestible, y los deja en herencia como un sacramento. Así, la cena del Señor no sólo ha de explicarse por el conjunto de la vida de Jesús, sino que es esta totalidad condensada en un símbolo. Su esencia se manifiesta ya por su peculiaridad como banquete de despedida (Lc 22, l5ss; Mc 14, 25), ceremonia que el judaísmo tardío atribuye a los patriarcas moribundos. Con este banquete el hombre de Dios hace referencia a su cercana muerte, en él imparte sus bendiciones especiales y deposita toda la cosecha de su vida llena de Dios. Además, según los sinópticos, la última fiesta de Jesús es cena pascual, aunque según Jn 18, 28 tenga lugar antes del término oficial de la pascua; en todo caso está temporalmente cercana a ésta, y se halla influida ritualmente por ella (la explicación de los manjares y la sucesión pan-cena-cáliz) y penetrada por la atmósfera espiritual de la fiesta judía, como memoria cultual de la acción salvífica de Yahveh. Sin embargo, el NT nunca interpreta la e. partiendo de la pascua. Una clave adecuada para la comprensión de la cena nos la ofrece la idea bíblica del signo profético (ót), es decir, de la acción profética. Este fenómeno pretende ser, no sólo el vestido simbólico de una verdad, o una anticipación en imagen de un suceso futuro, sino también la realización inicial de un designio divino. Allí, un acontecimiento dispuesto por Dios, no sólo es anunciado con palabras, sino que es producido causalmente y comienza a realizarse; no sólo se representa simbólicamente en una acción, sino que es anticipado y así realizado ya. El signo profético es un signum ef ficax de la acción divina. En este ámbito causal específicamente divino sitúa Jesús su cena: a) él anuncia con palabras el sacrificio de su muerte, que funda la salvación; b) lo representa simbólicamente por la entrega de los manjares como su cuerpo y su sangre, y lo hace presente; c) convierte estos dones en el cuerpo sacrificado de su persona.

a) Todas las narraciones sitúan la acción en el horizonte de su muerte. La primitiva forma apostólica de narración, que puede reconocerse en Pablo y en Lucas, hace esto ya por la indicación del tiempo (la noche en que iba a ser entregado) y por la adición, a las palabras sobre el pan, de un participio, indispensable para entender el texto y por tanto auténtico: «entregado por muchos» (iper pollón en vez de imón es la forma primitiva que puede reconstruirse a base de Mc 14, 24). Con claro apoyo en Is 53, 12, la muerte de Jesús aparece aquí como entrega martirial de su persona (sobre soma véase c), del siervo paciente de Yahveh. La misma concepción late en la segunda sentencia: «este cáliz es la nueva alianza en mi sangre». El predicado «la nueva alianza» se apoya en el título de siervo de. Yahveh, de Is 42, 6 y 49, 8, y caracteriza a Jesús como fundador de la alianza. Pero él cumple esta misión «en su sangre», es decir, por su derramamiento de sangre. El concepto bíblico «sangre» contiene la nota «derramada», como lo muestra la adición explícita «derramada por muchos» en Mc 14, 24, es decir, en lugar y a favor de la totalidad de los hombres; en todo caso aquí se hace uso de Is 53, 10. También el núcleo de la frase diferente de Marcos sobre el cáliz: «esta es mi sangre de la alianza», pone ante los ojos la muerte violenta de Jesús, si bien bajo un aspecto un poco distinto. Esta fórmula tiene su modelo en Éx 24, 8, y caracteriza ante todo el contenido del cáliz como la «sangre» del sacrificio cultual separada de la carne; y luego caracteriza también la muerte de Jesús como una acción cultual, como separación de la sangre y la carne. Así, la muerte de Jesús aparece en todas las narraciones sobre la acción de la cena como el suceso determinante.

b) La muerte sacrificial así afirmada en las palabras es simbolizada todavía por Jesús mediante un signo sensible. El actualiza su entrega al Padre por los hombres mediante la consagración de los manjares para convertirlos en su persona y mediante su donación a los hombres para que los coman. El acto de tomar (= elevar) los elementos, así como su bendición y consagración para hacerlos cuerpo y sangre, muestra la donación de los mismos a Dios y la entrega de Jesús al Padre. En cuanto Jesús luego aleja de sí los manjares como cuerpo y sangre suyos y los da a los hombres, hace visible la entrega martirial de sus substratos vitales a la muerte por aquéllos, pero también la recuperación de los mismos en la resurrección. Pero no sólo el acto de la donación, sino también la peculiaridad de lo donado como comida y bebida hace patente que su muerte, e incluso su existencia humana en general, sucede por (iper) los hombres, en su lugar y para su bien. Así como la entidad de la comida y la bebida es totalmente para los hombres, así como ellas pierden su ser propio, pasando a formar parte del hombre y a edificar su existencia, del mismo modo Jesús (ya en la encarnación) es para los hombres, les pertenece, y él entrega su vida en la muerte para posibilitar la vida de éstos ante Dios. Pero en definitiva el don ofrecido en la cena no es meramente un medio externo de representar su entrega sacrificial en la cruz, sino que es la única y misma ofrenda de la cruz, la realidad concreta del hombre Jesús. Y con ello está dada también y asegurada la identidad interna de los dos actos, así como la presencia actual de la entrega cruenta de sí mismo en la cruz, dentro de la oblación incruenta de sí mismo en la cena.

c) Pues por la fuerza divina de sus palabras determinativas, Jesús convierte el pan y el vino en su persona sacrificada. El término «cuerpo», como traducción de un equivalente semítico, en boca de Jesús significa, no sólo una parte del hombre, p. ej., el cuerpo a diferencia de la sangre o del alma, sino el hombre entero en su corporalidad concreta. Igualmente la «sangre», como substancia de la vida (Dt 12, 23; Lev 17, 11 14), para los semitas significa el ser vivo unido a la sangre, sobre todo cuando él sufre una muerte violenta (Gén 4, 10; 2 Mac 8, 3; Mt 27, 4 25, Act 5, 28 entre otros); designa, pues, la persona en el estado de derramar sangre. Los participios añadidos a las palabras sobre el pan (Lc 22, 19) y el cáliz (Mc 14, 24), así como la originaria caracterización apostólica del cáliz: «la nueva alianza», indican con más precisión que la persona de Jesús es la figura salvífica del siervo de Dios. Ciertamente la identidad esencial de los elementos bendecidos con la persona de Jesús, o (según el tradicional lenguaje escolástico) la presencia real (somática) de Jesús en los manjares de la cena no puede fundamentarse en el estin de las palabras determinativas, puesto que este término en muchos enunciados bíblicos tiene también un sentido metafórico. Pero la presencia real queda insinuada por la estructura de la frase en las palabras de bendición, la cual se distingue de los enunciados puramente simbólicos; en efecto, un indeterminado sujeto neutro es determinado por un predicado muy concreto. Y se explica mejor todavía por el carácter de la cena como signo profético, en el cual la acción y la palabra tienen la fuerza divina de hacer lo que significan. Puede fundamentarse también en el acto de la distribución, que subraya la naturaleza de lo distribuido indicada en las palabras. Exegéticamente queda asegurada, en último término, por la interpretación normativa de la cena en el NT, principalmente por la de Pablo y de Juan. Según esta interpretación en la cena se hace presente la persona corporal de Jesús, pero no a la manera estática de un objeto, sino como siervo de Dios que en su muerte sacrificial produce la salvación para todos nosotros, y más exactamente como don sacrificial del siervo de Dios que se entrega en la cruz. La presencia real de la persona está al servicio de la presencia actual de la acción del sacrificio, y se une con ella para formar un todo orgánico. Así la e. se convierte en un permanecer presente, a manera de comida, del suceso salvífico constituido en forma de sacrificio, el cual es «Jesús», en el que la persona y la obra constituyen una unidad indisoluble.

El mandato institucional touto poieite eis ten émen anamnesin da a la Iglesia también la potestad de hacer lo que hizo Jesús. Ese mandato ordena la igualdad formal de las reproducciones con la cena originaria de Jesús, les confiere el poderío de su eficacia divina, subraya y asegura su igualdad de contenido con aquélla y entre sí, en cuanto las caracteriza como memoria de Jesús. Anamnesis en sentido bíblico significa, no sólo la presencia subjetiva de una magnitud en la conciencia y la acción de los que recuerdan, sino también la repercusión y la presencia objetivas de una realidad en otra, especialmente la repercusión y la presencia de las acciones salvíficas de Dios en el culto. Pues éste es ya en el AT el medio cualificado en el que la institución de la alianza llega a ser un suceso actual. El sentido de la frase puede describirse aproximadamente del siguiente modo: haced esto (que yo he hecho) con el fin y el efecto de la presencia mía, o de la realidad salvífica que se da en mí.

Además de narrar la institución, el NT explica ya fundamental y normativamente para toda exégesis y dogmática lo que Jesús instituyó. Pablo da testimonio de la presencia real y somática de Jesús cuando enseña que el pan partido y el cáliz bendecido son participación en el cuerpo y la sangre de Jesús (1 Cor 10, 16), cuando deriva la unidad de todos los cristianos como un solo cuerpo (Cristo) de que todos comen un mismo pan (1 Cor 10, 17), cuando declara que la recepción indigna del cuerpo de Jesús es causa del juicio de Dios (1 Cor 11, 27-31). En cuanto el apóstol compara la cena del Señor con los banquetes en los sacrificios judíos y paganos (1 Cor 10, 18-22), la presenta también como una acción de sacrificar. El banquete del sacrificio presupone y hace presente la muerte del don sacrificado. Juan ciertamente no ofrece ninguna narración de la institución, pero sí un amplio anuncio de la e. en el gran discurso de la promesa (6, 26-63), que en su conjunto está concebido de cara al sacramento. Su tema es el verdadero pan del cielo. Éste, en su dimensión espiritual (procede del cielo y transmite la vida), está realizado en el hombre histórico Jesús (Jn 6, 16-51b), y por cierto, como realidad física, como comida en sentido literal, en su «carne», que está destinada a ser la salvación del mundo y ha de comerse realmente («masticar»), e igualmente su sangre ha de beberse como verdadera bebida (6, 51c-58). Pero ese comer y beber presupone el sacrificio de Jesús. El sorprendente término sarx en relación con la «sangre» ha de entenderse, no como una parte del sacrificio separada de ésta, sino como una designación del hombre Jesús en su totalidad, según se demuestra por 1, 14 y por el pronombre personal en 6, 57 (el que «me» come). En la e. permanece presente el descenso de Jesús desde el mundo celeste, su encarnación para la entrega en sacrificio (6, 57s). Pero en la e. también ejerce su eficacia la ascensión de Jesús (6, 62), en cuanto ésta posibilita la misión del Espíritu (7, 39; 16, 7) y con ello nuestra cena sacramental (6, 63). Pues lo que en él comunica verdaderamente la vida es, no la carne en cuanto tal, sino el «Pneuma» unido con ella, con lo cual se significa lo divino de Jesús (cf. 1 Cor 15, 45). También para Juan la e. es la presencia en una cena cultual de la realidad salvífica de Jesús.

III. Configuración litúrgica de la cena en la Iglesia

Lo esencial de la cena del Señor lo recibió la Iglesia por institución de Jesús mismo, a saber, la consagración del pan y del vino para convertirlos en cuerpo y sangre de Jesucristo, y su entrega a los participantes como comida y bebida. Este núcleo decisivo fue revestido de un marco litúrgico, que ha estado sometido a cambios. La primera comunidad celebraba el sacramento -como Jesús en el acto de la institución - en medio de una comida fraternal, siguiendo este orden: pan, comida, cáliz (cf. la noticia: «después de la cena» 1 Cor 11, 25; Lc 22, 20). Pero ya pronto los actos sacramentalmente importantes en torno al pan y al vino pasaron a formar una unidad al final de la comida, según se refleja en las narraciones de la institución en Mt y Mc y también en Did 9-10. En el transcurso ulterior de la evolución, la acción propiamente sacramental fue separada de la comida y quedó unida al culto matutino. Así surgió la forma clásica de la e., válida todavía en la actualidad, la «misa», atestiguada ya en Justin (Apol. i, 67) hacia el año 160. En esa forma se expresa la persuasión de que el sacramento sólo puede realizarse con una fe plena, alimentada por la palabra de Dios. Primero la cena se celebraba (preferentemente) el día del Señor, el domingo (Act 20, 7; Did 14, 1; JUSTINO, Apol. I, 67), luego, en el siglo IV, también los miércoles y los viernes, y más tarde cada día (el primer testimonio de esto se halla en Agustín).

La celebración eucarística como una comida es el signo fundamental, el que más llama la atención en el fenómeno histórico de la e. Ese signo apareció más claramente todavía cuando los participantes traían y daban los dones de la comida. Pero la Iglesia expresa el sentido de su acción en la palabra, en la oración sobre los dones. Ya muy pronto entiende su acción como e., como reconocimiento agradecido y aceptación de la salvación creada por Cristo, que aquí se concreta y actualiza simbólicamente. La salvación es invocada sobre los dones y hacia su interior mediante una oración solemne (prefacio). Sobre todo las liturgias orientales exponen aquí toda la obra salvífica de Dios en Cristo, bien en forma extensa (liturgia de Hipólito, liturgia clementina, liturgia de Santiago y liturgia copta de Basilio), o bien de manera resumida (liturgia apostólica, liturgia de Juan Crisóstomo). En occidente desde el siglo iv, en armonía con la configuración histórica del año litúrgico, la economía de Dios se divide en temas particulares y en el «prefacio» se resalta especialmente el misterio concreto de la respectiva festividad. La oración solemne de acción de gracias culmina en la narración de la institución, la cual pone la muerte de Jesús en el centro de la acción y consagra el pan y el vino para convertirlos en el don del sacrificio, que es Jesús. Por eso, según el testimonio de la patrística, e. significa objetivamente lo mismo que anamnesis, y ambos conceptos destacan un rasgo esencial y fundamental del sacramento. Bajo este aspecto la e. es el sacrificio de Jesucristo hecho presente en un símbolo memorial. Pero la forma de presencia no sólo consiste en la palabra litúrgica, sino también en la acción de la Iglesia, a saber, en su oblación, con lo cual queda resaltado un segundo rasgo fundamental de la e. Ya desde el principio, citando a Mal 1, lis, la Iglesia afirma que ella en la e. se sacrifica también a sí misma. En su acción de gracias espiritual, y también en la donación y oferta de los elementos materiales, que posibilitan la realización del sacramento, la Iglesia ve un sacrificio de los cristianos. Pero con esta acción la Iglesia no quiere erigir un sacrificio autónomo junto al de Cristo, sino que en principio y de antemano pretende solamente hacer visible y apropiarse el sacrificio de Jesús. La oblación cultual de los dones, en la cual la Iglesia se sacrifica a sí misma, constituye una apta representación del sacrificio de Jesús. El hecho de que la oblación de los dones es esencialmente una anamnesis de este sacrificio, lo expresa la liturgia misma en las reflexiones que siguen a la narración de la institución: unde et «memores» passionis et ressurrectionis... «offerimus» de tuis donis. En el marco y en virtud de la e., que tiene su centro esencial en la narración de la institución, se realiza también la presencia del cuerpo y sangre de Cristo por la conversión consagrante de los dones. De ahí que las liturgias orientales continúen el reflexivo «unde et memores of ferimus» con la «epiclesis» por la consagración (conversión) de los dones. Para interpretar el sentido de esto ha de tenerse en cuenta que la Iglesia en todo ese paso reflexiona sobre su acción (anterior) y se hace consciente de la naturaleza de la misma, o sea, que la epiclesis - también y precisamente en su forma deprecativa - no tiende a producir por primera vez la consagración, sino que pretende mostrar explícitamente la fuerza consagrante y la finalidad de toda la acción, sobre todo la de la e., centrada en la narración de la institución. El sacrificio de la cena así realizado halla su conclusión esencial y necesaria en el acto de comer los dones sacrificados. Por lo menos la comunión del sacerdote, que a la vez representa al pueblo, no puede faltar en ninguna misa, pues la erige el signo decisivo (el de la cena). Hasta el siglo xii también los fieles comulgaban bajo las dos especies, incluso en la Iglesia latina. Desde entonces, por motivos prácticos, se impuso la comunión bajo una sola especie, que era ya usual para niños, enfermos y comuniones domésticas. Esta comunión bajo una sola especie tiene el fundamento dogmático de su posibilidad (no precisamente el fundamento de su origen) en la doctrina de la concomitancia que entonces se desarrolló. Según esa doctrina, en el cuerpo hecho presente en virtud de la conversión substancial, por concomitancia están también presentes la sangre, el alma y la divinidad. El concilio Vaticano u abre una nueva época con la permisión de la comunión bajo las dos especies en algunos casos, de la concelebración y del uso de la lengua vernácula, y especialmente con su nueva reflexión sobre la esencia de la e. (->liturgia, C).

IV. Doctrina del magisterio

Donde la Iglesia expresa más profunda y ampliamente su concepción de la e. es en la -> liturgia A, que constituye una manifestación decisiva del magisterio ordinario. En nuestros días, después de la encíclica de Pío XII, Mediator Dei, el magisterio extraordinario resalta insistentemente esta idea en la constitución sobre la liturgia del Vaticano ii. Concilios anteriores, rechazando ciertas falsificaciones heréticas, definieron infaliblemente (aunque en forma capaz de evolución) determinados aspectos esenciales del sacramento; así el concilio iv de Letrán, los concilios de Constanza y de Trento (sesiones XIII, xxi, xxu). Los concilios unionistas de Lyón (ii) (1275) y de Florencia formulan para los orientales la inteligencia escolástica de la fe. Cuando en la primera edad media se agudizó el decidido simbolismo de Agustín y la presencia real de Cristo -en reacción contra un vulgar realismo físico - quedó volatilizada en una presencia simbólica y meramente espiritual, lo cual sucedió de una manera todavía suave y moderada en la primera disputa sobre la e. por obra de Ratramno (impugnado por Pascasio Radberto) y de una manera ya extremada y herética en la segunda disputa sobre la e. provocada por Berengario de Tours (a quien combatieron especialmente Durando de Troarn, Lanfranco, Guitmundo de Aversa); después de muchos sínodos locales, por fin el concilio Lateranense iv definió la identidad entre los dones consagrados y el cuerpo y la sangre históricos de Cristo en virtud de una transubstanciación, de una conversión de la esencia de las cosas naturales en la esencia del cuerpo y sangre de Cristo (Dz 430 [802]). Esta doctrina queda roborada y precisada en el concilio de Constanza contra Wicleff (Dz 581ss [1151ss], 626 [1198s]) y contra Juan Hus (Dz 666s [1256s]), y en el concilio de Trento contra los reformadores, de los cuales Zwinglio y Calvino negaban la presencia real, y Lutero sólo la admitía sosteniendo la presencia simultánea de las dos substancias. Esos concilios enseñan: La e. contiene el cuerpo y la sangre de Jesús no sólo como un signo o una fuerza, sino real, verdadera y esencialmente, en virtud de una transubstanciación; únicamente permanecen las especies de pan y de vino. En cada una de las especies (ya en Dz 626 [11991), es más, en cada una de sus partes, está Cristo entero, no sólo durante la comunión, sino también antes y después; así presente, él es digno de adoración; Cristo es sumido realmente (Dz 883-890 [1651-16581); en la Iglesia latina los fieles comulgan legítimamente bajo una sola especie (Dz 934ss [1731ss]). Contra todos los reformadores, el concilio de Trento (ses. xxii) proclama dogmáticamente que la ->misa no es un mero sacrificio de alabanza y de acción de gracias, ni un mero recuerdo del sacrificio de la cruz, sino un verdadero y auténtico sacrificio, en el cual los sacerdotes ofrecen el cuerpo y la sangre de Cristo. Es un sacrificio propiciatorio por los vivos y difuntos, sin restar nada al de la cruz (Dz 948952 [1751-17551). El concilio explica la misa como representación, memoria y aplicación del sacrificio de la cruz, aunque no define esos aspectos (Dz 938 [1740]). El mismo sacerdote y víctima de la cruz es el que actúa en la misa a través de los sacerdotes; sólo cambia la forma de la oblación (Dz 940 [17431). La identidad de la acción misma del sacrificio que ahí está implicada, es afirmada explícitamente por el Catecismo Romano (ii, 4, 74). Según Pío xii (encíclica Mediator Dei: Dz 2300 [3854]), la presencia por separado del cuerpo y de la sangre de Cristo en virtud de la consagración, simboliza la separación de los mismos en la muerte de Jesús.

El sacramento es realizado solamente por el sacerdote ordenado (Lateranense iv: Dz 430 [8021), independientemente de su santidad personal (concilio de Constanza: Dz 584 [1154]), sobre todo en la consagración (Pío xzi: Dz 2300 [3852]; Vaticano ii, Const. De Ecclesia II 10, 111 28). Pío xii y especialmente el concilio Vaticano ii subrayan expresamente la participación activa de los fieles en la realización de la e. Estos sacrifican no sólo a través del sacerdote, sino además junto con él (Dz 2300 [38521; Vaticano zi, Const. De Liturgia ii 48); ellos dan gracias y reciben la sagrada comunión (Vaticano ii, Const. De Ecclesia 11, 10.11).

Por la preocupación pastoral de que ciertas tendencias modernas podrían reducir el contenido de la e., Pablo vi, en la encíclica Mysterium fidei, del 3 de septiembre de 1965 (AAS 57 [1965] 753-774), acentúa con nueva insistencia la presencia real del cuerpo y de la sangre de Cristo en virtud de la transubstanciación, exigiendo que se conserve la terminología tradicional de la Iglesia, y afirma además la continuación de la presencia de Cristo en la e. también después de la misa y la legitimidad de la adoración eucarística y de la misa privada. Una «transignificación» o «transfinalización», según la cual el pan y el vino reciben un nuevo significado como signo de la entrega de Jesús en la e., no es suficiente para interpretar la acción eucarística. Más bien, la nueva significación y la nueva finalidad de los signos se basan en el hecho de que ellos, en virtud de la transubstanciación, reciben una nueva realidad óntica.

V. Explicación teológica

Una teología que se sienta obligada a una profunda inteligencia de la fe todavía ha de elaborar sistemáticamente una amplia y ponderada inteligencia conjunta de la e., la cual conserve su rico contenido, comprenda su estructura esencial, esclarezca conceptualmente los multiformes aspectos de su esencia y los ordene adecuadamente en el conjunto. Siendo la e. el encuentro más íntimo e intenso del Cristo glorificado con los cristianos peregrinos, ella no puede explicarse satisfactoriamente tan sólo con categorías objetivas y estáticas, sino que ha de describirse también con categorías personales y dinámicas, pero evitando un mero simbolismo y funcionalismo. En la e. el Señor glorificado sale al encuentro del hombre, no bajo la figura propia de su gloria, sino bajo una figura simbólica, que él hace suya como forma de manifestación. Cristo sale al encuentro de los hombres, ocultándose y descubriéndose a la vez, bajo el signo sacramental de una cena. En él hace presente para nosotros aquí y ahora y nos aplica eficazmente el sacrificio de su vida, con el que adquirió para todos la salvación. El hecho de que Cristo realice su sacrificio en forma de una cena, no es un mero decreto externo, sino que obedece a una cierta analogía interna de ambas magnitudes. Dentro de la historia de salvación esta vinculación fue prefigurada en los banquetes sacrificiales del AT, de los cuales el canon romano cita el de Abel, el de Abraham y el de Melquisedec, así como en los sacrificios sangrientos de animales, que desembocaban en un banquete sacrificial. Tal conexión se basa objetivamente en la aptitud de la comida para expresar la donación de sí mismo que hace quien sacrifica, su entrega por los otros, su comunidad con ellos. Además de esto el banquete recibe una directa estructura sacrificial por el ofrecimiento -realizado ya en el judaísmo y por Jesús - de sus elementos a Dios. Así la entrega cruenta de Jesús en el sacrificio adquiere una presencia adecuada como banquete que es un sacrificio y como sacrificio que es un banquete, como oblación y entrega de los manjares.

En la celebración de la e. el Cristo pneumático está presente desde el primer momento como ministro principal, como sumo sacerdote que se ofrece a sí mismo por nosotros, y como señor del banquete que se nos da a sí mismo. Podemos ver ahí la principal presencia actual de la persona de Cristo (en cuanto sujeto del sacrificio). Esa presencia se transmite y representa visiblemente la realidad salvífica de la Iglesia, que es la aparición terrestre y la faz visible del supremo sacerdocio celeste de Jesucristo, es su «cuerpo» y el sacramento fundamental de la redención. Cristo ha entregado a la Iglesia su sacrificio cruento como incruento sacrificio ritual (cf. concilio de Trento, Dz 938 [1740]). En su celebración eucarística cada comunidad es representante de la Iglesia universal. Mas para que el sacrificio de los cristianos pueda ser realmente idéntico con el de Cristo, los que lo realizan han de estar cultualmente vinculados al supremo sacerdocio de Cristo y participar de él. Deben ostentar la estructura de Cristo en forma interna, óntica y cultual. Esa estructura se posee por el «carácter sacramental», que se confiere en diversos grados de intensidad por el ->bautismo, la -> confirmación y las -> órdenes sagradas, garantiza la condición de miembro de la Iglesia y con ello capacita para el culto. La capacitación para la plena actualización del sacrificio de Cristo se recibe por el carácter de la ordenación sacerdotal. Cristo realiza ahora su sacrificio «por el ministerio de los sacerdotes» (Dz 940 [17431), y, viceversa, el sacerdote actúa «in persona Christi» (Dz 698 [1321]; Vaticano zr, Const. De Ecclesia, u 10, iii 28). El carácter bautismal y (en máyor medida) el de la confirmación capacitan para la correalización activa del sacrificio en la oblación, acción de gracias y comunión. Según el concilio Vaticano ii (Const. De Liturgia, u 48) también los fieles ofrecen la víctima inmaculada, no sólo a través del sacerdote, sino, además, juntamente con él, y se ofrecen a sí mismos (Const. De Ecclesia, ii 10.11). La comunidad celebrante no sólo recibe el fruto de la redención bajo la forma de comida, sino que también realiza activamente la acción redentora, ratifica a posteriori para sí el sacrificio que previamente consumó Cristo sin la colaboración de la comunidad, reconoce este sacrificio hecho no sólo en bien suyo, sino también en su lugar. A través del símbolo de la comida, por la oblación, consagración y recepción de los dones del banquete, se apropia y hace visible y fructífero ese sacrificio. Pero con ello no añade ningún valor nuevo a la obra de Jesús. Su mérito consiste en aprehender los méritos de Jesús como único camino de salvación. Su verdadero sacrificio no es un intento de salvación por sí misma, ni una repetición del sacrificio de la cruz, sino una manifestación visible, una apropiación hic et nunc de éste. Según esto, donde la Iglesia realiza más profundamente su esencia es en la eucaristía.

Ahora bien, para que los cristianos actualicen el único sacrificio de Jesús, no sólo se requiere que su ser quede esencialmente configurado por la persona salvadora de Cristo (en el banquete sacramental), sino también que su actuación esté acuñada por la acción salvífica de Jesucristo. Esto último acontece por el hecho de que ellos por principio celebran la e. como anamnesis de esta obra de redención. Anamnesis significa aquí no sólo la presencia subjetiva en la conciencia del celebrante que recuerda, sino también la actualización objetiva, el estar de lo recordado en la obra y la palabra cultuales. La anamnesis es además, no una mera parte limitada en el transcurso de la misa, sino un rasgo esencial y fundamental que la domina toda desde el principio hasta el final. Y en algunos lugares concretos (principalmente en el unde et memores) se hace más explícito ese rasgo general y se reflexiona sobre él. Como anamnesis, la celebración eucarística es la presencia actual de la acción del sacrificio de Cristo, la cual empezó con la encarnación y llegó a su culminación en la cruz, en la muerte y en la glorificación de Jesús. Dicha presencia brilla ya en la forma cultual de la ofrenda de los dones, en los que la Iglesia se consacrifica a sí misma, y es invocada sobre las ofrendas y hacia su interior en las palabras de acción de gracias, particularmente en el relato de la institución, que como forma del sacramento es un constitutivo esencial. En él, el sacerdote habla sobre los dones en el estilo directo de Jesús. Así, haciendo las veces de la persona de Cristo, el sacerdote se muestra como único representante pleno de la persona de Jesús, y sólo por sus palabras, penetradas por la fuerza de Cristo, la ofrenda sacrificial de la Iglesia se hace idéntica con el don del sacrificio de Cristo, que es él mismo como hombre. Y la acción sacrificial de la Iglesia se muestra irrevocablemente una con el sacrificio de Jesús. La doble consagración, bien entendida como disposición total y soberana de Jesús sobre su cuerpo y su sangre, o bien, según Mc 14, 24, como separación de los dos elementos vitales, simboliza y actualiza en todo caso la muerte de Cristo, en cuanto hace presente a Jesús como víctima. La presencia actual del sacrificio de Cristo se objetiva en la presencia real somática de su persona como víctima (objeto del sacrificio) y está anclada en ella; pero la presencia real se realiza en el horizonte y como momento de la acción sacrificial. Este hecho, importante para la estructura fundamental de la e., se muestra todavía en lo siguiente: al sacrificio pertenece esencialmente su aceptación por Dios; el sacrificio real es el aceptado por Dios. Dios acepta el sacrificio de la Iglesia porque es la presencia actual del sacrificio de Cristo. Ahora bien, del mismo modo que Dios aceptó la víctima de la cruz y, como signo de esto, en la resurrección llenó su cuerpo con nueva vida, así también acepta la ofrenda de la Iglesia, idéntica con la del sacrificio de Cristo, y la llena de su vida, la convierte en la persona corporal de Jesús. La conversión afecta a la «substancia», que aquí significa el metaempírico, auténtico y último núcleo esencial de las unidades de sentido que el hombre llama pan y vino. Este núcleo es transformado y pasa a ser la esencia de la persona corporal de Jesús. Pero permanece la imagen empírica (las especies) de los alimentos, la cual muestra la presencia corporal de Cristo y su finalidad última, que está en ser comido, pues a eso tienden los alimentos. La conversión es así preparación del banquete sacrificial, en el que llega a su consumación el sacrificio. Pero el don del sacrificio hace las veces del donador, y su aceptación por Dios significa que en principio él acepta también a quien sacrifica; y en este orden salvífico dicha aceptación se realiza como comunicación de Dios mismo a la persona aceptada. En la comunión los hombres se apropian en la forma más íntima la oblación de Jesús, que así los lleva hacia el Padre. La presencia real somática de Jesús posibilita el más profundo encuentro de Cristo con los cristianos, y la comunión, fin último del símbolo del banquete y acto imprescindible por lo menos del sacerdote, consuma el sacrificio eucarístico como parte esencial y no sólo integrante (así Pío XII: DS 3854). Según esto la estructura fundamental de la e. es la presencia aplicativa de la acción salvífica de Jesús en un banquete sacrificial.

Si preguntamos por los fundamentos internos en virtud de los cuales un hecho pasado puede hacerse presente, hay que nombrar en primer lugar la esencia del sujeto que produce ese hecho. Las acciones salvíficas de Jesús, como actos de la persona eterna del logos, tiene un carácter perenne, son siempre simultáneas con el tiempo caduco de la tierra. Además, están conservadas de alguna manera en la humanidad glorificada de Jesús, la cual según Tomás de Aquino (ST, ni, q. 62 a. 5; q. 64 a. 3) es el instrumentum coniunctum operante del Glorificado. Las pasadas acciones salvíficas, conservadas en la persona divina y en la naturaleza humana de Jesús, tienen la capacidad de adquirir una nueva presencia en el espacio y el tiempo por y en un símbolo lleno de realidad. En ese símbolo aparece otro ser, que actualiza allí su esencia y desarrolla el dinamismo de ésta. La auténtica naturaleza del símbolo en cuanto tal no es su propia realidad física por sí misma, sino la capacidad de mostrar y hacer presente la realidad originaria que él significa. En virtud de su potestad autoritativa, Jesús vinculó tan íntimamente la cena a su sacrificio, que éste desarrolla su esencia y se manifiesta en aquélla.

En el horizonte y como momento de la presencia y aplicación de la acción sacrificial de Cristo, se produce también la presencia real somática de Jesús como víctima. El Cristo entero se hace verdadera, real y esencialmente presente y operante, y por cierto, bajo cada una de las especies y de sus partes, e incluso después de la misa, mientras se conserven las especies, la realidad empírica del pan y del vino como alimentos. En virtud de esta presencia la e. es digna de adoración, pero de una adoración que no puede olvidar la conexión con el sacrificio de Jesús. La escolástica, que no entendió los términos cuerpo y sangre en el totalitario sentido bíblico de persona corporal, sino como partes anatómicamente delimitadas, sirviéndose de la idea de la concomitancia (al cuerpo pertenece la sangre; ambos implican el alma; el hombre Jesús incluye la divinidad) aseguró la totalidad de la presencia de Cristo. La comunión bajo una sola especie se debe a puntos de vista prácticos; es dogmáticamente legítima, pero litúrgicamente no es la forma ideal. Desde el concilio iv de Letrán y el de Trento, el dogma de la presencia real somática de Jesús es expresado mediante el concepto de «transubstanciación» (conversión substancial), tomado en una acepción más popular que filosófica. Lo que ahí se afirma dogmática o infaliblemente es, no una determinada concepción (p. ej. la aristotélica) de la filosofía de la naturaleza sobre la substancia y su expresión terminológica, sino solamente la realidad creída de que la verdadera presencia del cuerpo de Jesús bajo las especies implica un cambio óntico en éstas, de que la esencia metaempírica de los alimentos consagrados ya no es la que les corresponde como pan y vino naturales, sino la del cuerpo y sangre de Cristo, que ha transformado la naturaleza de aquéllos. Cómo deba entenderse esta conversión en términos de filosofía de la naturaleza, depende de qué haya de entenderse por substancia física y, en consecuencia, de cómo deban concebirse en relación con ella las manifestaciones empíricas del pan y del vino (todo eso está sin esclarecer). Los diversos intentos de interpretación son -> teologúmenos y tienen la dignidad de éstos, pero no poseen valor de ->dogma.

En consecuencia la e. se presenta como la presencia sacramental y la aplicación de la acción sacrificial (decisiva para la salvación de todos) que es Jesús mismo en el banquete sacrificial de la Iglesia instituido por él. La e. es: el don supremo del Señor; la glorificación inicial de las realidades mundanas; la inclusión del cuerpo en la gloria de la redención; el vínculo de la más íntima unidad de los hombres con Dios y entre ellos; un principio decisivo de la catolicidad temporal y espacial de la Iglesia, y la más profunda realización de su esencia.

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Johannes Betz