D) ALTA ESCOLÁSTICA

 

I. Rasgos generales

En qué se distinguen la a.e. y la escolástica primitiva sólo puede describirse mediante una serie de elementos externos e internos. En el aspecto externo mencionemos: el nuevo impulso científico por la fundación de las primeras universidades, la creación y el desarrollo ulterior de nuevos géneros literarios y métodos (comentarios a las sentencias, las sumas, la forma de «quaestio» con argumentos y contra-argumentos), una más intensa función de la razón junto a la autoridad de la Escritura y la tradición. Las peculiares notas intelectuales de esta nueva época se derivan de un conocimiento cada vez más completo de Aristóteles, en parte gracias a la escolástica árabe y judía, que iba siendo conocida en occidente (Avicena, Algazel, Averroes, Moisés Maimónides), en parte por traducciones propias del griego al latín hechas en el siglo xiii (Guillermo de Moerbeke), las cuales condujeron al --> aristotelismo de la a.e. Y dichas notas también se derivan del desarrollo ulterior de la línea agustiniano-neoplatónica de la escolástica primitiva. Las mezclas a que dan lugar estas dos corrientes en la alta edad media constituyen un campo especial de investigación.

El punto de partida del pensamiento de la a.e. es la cuestión de si la teología puede armonizarse con el concepto aristotélico de ciencia y con el método de las conclusiones lógicas, de si puede darse una filosofía autónoma junto a la teología (->filosofía y teología); e igualmente el problema de cuál es el supremo y universal principio del que se deriva todo ente (el bien o el ser; aquí se dan diversos matices en la doctrina de los -+ trascendentales). Las diversas corrientes filosóficas y teológicas de la edad media se distinguen entre sí más fuertemente de lo que podía saberse hace algunos decenios. Y para cada una de ellas apenas cabe hallar un denominador común, como si la escuela dominicana fuera preferentemente aristotélica y la teología de los -+ franciscanos fuera principalmente agustiniana y neoplatónica. Pero, con toda la precaución requerida, se puede decir muy bien que la reserva y la distancia, crítica frente a una inteligencia aristotélica de la teología son mayores en la orden franciscana, y que en Tomás de Aquino y en la línea marcada por él se impone con más fuerza la separación entre filosofía y teología (->tomismo).

Por lo que respecta a los nuevos géneros literarios, se puede decir lo siguiente: los cuatro libros de las sentencias de Pedro Lombardo se convirtieron para la a.e. en fuente escrita de la teología por cuanto su explicación y los comentarios sobre ellos pasaron a ser una costumbre arraigada hasta muy adelantada la escolástica tardía en el mundo de la enseñanza y, además, porque la división de las grandes sumas (y más la que hallamos en los tratados dogmáticos hasta nuestros días) está determinada por esta primera obra escolástica. Mas ese parecido se refiere solamente al sistema externo y a la división de la materia, pero no siempre al trasfondo filosófico o al centro teológico de gravedad en el respectivo comentario a las sentencias. Los numerosos comentarios a las sentencias, impresos o sin imprimir, que nos han sido transmitidos, dan un testimonio elocuente de cuán dispar era la imagen filosófica y teológica del mundo en los autores de este género literario. Uno de los primeros comentarios a las sentencias que va más allá de Pedro Lombardo se debe a Esteban Langton, en el momento de transición al siglo xiii. En el género literario de las sumas se aprecia la aspiración a la obra universal y completa. Aun cuando muchas sumas teológicas quedaron incompletas, sin embargo todas ellas tenían la tendencia a tocar de algún modo todo problema filosófico o teológico que se planteara en su tiempo. Para temas especiales, existía el género literario de las colecciones de cuestiones (quaestiones disputatae y quodlibetales).

II. Direcciones y temas

Procuremos caracterizar a los teólogos más importantes de la a.e., pues así lograremos una visión total de aquella época. Los primeros son Guillermo de Auvernia (hacia 1180-1249), Roberto Grosseteste (hacia 11681253), Guillermo de Auxerre (hasta 1231 ó 1237) y Felipe el Canciller (1160 ó 11851236).

1. Guillermo de Auvernia, siendo obispo de París, erigió la primera cátedra de los dominicos y con esto allanó los caminos para la acción científica de esta escuela. Su obra capital, el Magisterium divinale, presenta un esbozo general de la doctrina de fe divina sobre la creación, la cristología, los sacramentos y la ética. Usa un lenguaje racional y polémico, para convencer a aquellos que parecían estar amenazados por la filosofía arábigo-judía. Pero Guillermo de ningún modo suprimió racionalmente la fe; más bien él resaltó su importancia antropológica, mostrando cómo la fe proporciona al hombre particular contacto con la comunidad humana, y cómo la comprensión de la fe es el bien espiritual que comparten todos los creyentes.

2. Roberto Grosseteste, primer canciller de la universidad de Oxford y posteriormente obispo de Lincoln, dio entrada a la orden franciscana en Oxford y él mismo impartió lecciones a sus hermanos, de manera que se le puede considerar como el pionero de la escuela franciscana de aquel centro. Grosseteste escribió comentarios al segundo libro de los Analíticos y a la Física, de Aristóteles, tradujo la Ética a Nicómaco y compuso muchas obras menores, mayormente sobre filosofía de la naturaleza. La discusión sobre el problema del tiempo y de la eternidad le condujo ya a distinguir en la filosofía de Aristóteles entre los elementos no cristianos y los utilizables para el pensamiento cristiano. Su ocupación con la metafísica de la luz, que él trató de concebir de manera nueva con las ideas propias de la ciencia natural, vincula a Grosseteste con la tradición neoplatónica. En su cosmogonía emprende la tentativa de unir la doctrina cristiana de la creación con la doctrina neoplatónica de la emanación, describiendo cómo una substancia tuvo que salir de la otra una vez que la luz creada por Dios entró en contacto con la materia primitiva y comenzó a configurarla.

3. Guillermo de Auxerre fue maestro en París. En su obra capital, los cuatro libros de la Summa aurea, que llegó a ser tan representativa de la a.e., asumió con postura crítica la metafísica y la ética de Aristóteles, sometiéndolas a una elaboración personal. Guillermo reviste también una importancia considerable como conducto de la escolástica primitiva hacia la a.e., sobre todo por lo que se refiere a aquellos teólogos que apenas llegaron a abrirse paso en la escolástica primitiva, pero echaron una semilla que esperaba su germinación. La Summa aurea ejerció gran influjo tanto en la escuela franciscana como en la escuela dominicana de París. En menor grado esto puede decirse también de Felipe el Canciller (el obispo de París), en cuya Summa de bono está tratada toda la teología bajo el aspecto del bien.

4. La escuela primitiva de los franciscanos está representada en la llamada Summa fratris Alexandri o Summa Halensis. Antes del trabajo realizado por los que prepararon la edición crítica de Quarachi, esta suma fue tenida por una obra de Alejandro de Hales (hacia 1185-1245), pero en realidad es una especie de labor común de su escuela (la glosa de las sentencias y las «quaestiones» de Alejandro, las «quaestiones» de Rupella y las de Odo Rigaldi, «quaestiones» anónimas; y entre las más importantes fuentes no franciscanas, tiene como base la Summa aurea, de Guillermo de Auxerre). Alejandro, que se hizo franciscano a los 50 años aproximadamente, al entrar en la orden permaneció en su puesto y logró así para su orden la primera cátedra de la universidad de París. Las partes más importantes de la Summa Halensis estaban completas el año de la muerte de Alejandro. Más tarde, sobre todo a la doctrina sobre el estado original contenida en el tercer libro, se añadieron partes ligeramente retocadas del comentario a las sentencias de Buenaventura. El cuarto libro de la Summa Halensis, la doctrina de los sacramentos, de nivel inferior en comparación con las demás partes, fue completado por Guillermo de Melitona, pero no quedó terminado. En esta obra aparecen ya todas las convicciones fundamentales de la escuela franciscana, pasando por Buenaventura hasta llegar a Escoto: la visión histórico-salvífica de una filosofía absorbida por la teología, en cuanto la primera, para el pensador cristiano en posesión de la revelación, sólo está legitimada como método dentro de la teología; la ordenación de la teología a la sabiduría más que a la ciencia, si bien se pretende asegurar a la teología la dignidad de ciencia en el sentido aristotélico, sin que ella se agote con esa dimensión; la primacía de la pie tas y affectio frente al entendimiento puramente especulativo y al método del razonamiento deductivo; la acentuación de la voluntad en la antropología teológica. En las concepciones particulares de esta Suma, hay algunas que apuntan hacia Escoto contra Buenaventura, y otras en las que posteriormente Escoto se decidirá contra la Summa Halensis y Buenaventura. De todos modos, dentro de la escuela franciscana aparecen ya desde el principio tanto un desarrollo dinámico como la discusión y la diversidad de concepciones. Hasta ahora no se ha conocido suficientemente en qué medida esta primera suma franciscana hizo escuela en la a.e., e influyó incluso en Tomás de Aquino.

Por lo que se refiere al puesto de la Summa Halensis en la historia del espíritu, los diversos autores que le sirven de fuente, con su diversa relación a Aristóteles o bien a la dirección neoplatónico-agustiniana, están armonizados de la siguiente manera: según que se mire al descenso del ser increado hacia el creado o, por el contrario, al ascenso desde lo creado hacia lo increado, el concepto de ser que aparece en la Summa es neoplatónico en el primer caso (di f f usio summi boni) y aristotélico en el segundo (conocimiento de los ámbitos del ser, conocimiento del mundo, doctrina de la abstracción). La forma de pensar aristotélica y la neoplatónica son métodos que se complementan entre sí y no se hallan meramente yuxtapuestos, como antes se creía. La doctrina franciscana de la materia y la forma en todo lo creado, incluso en lo puramente espiritual, tiene el siguiente sentido dentro de la Summa Halensis: en virtud de la composición metafísica (sólo Dios es el simplex esse) el ente espiritual y el material tienen una estructura muy parecida desde el punto de vista de su naturaleza creada. También lo espiritual es indigente, limitado, contingente. Pero si no se da una inmortalidad natural debido al carácter indivisible y a la simplicidad metafísica del alma, consecuentemente, según esa concepción, el hombre entero es mortal, y esta condición de su naturaleza sólo es superada por una inmortalitas ex gratia. Y tal inmortalidad se logra por la apropiación subjetiva de la historia objetiva de salvación (encarnación, muerte, glorificación de Cristo) en el interior de cada creyente. Estos atisbos especulativos, que anuncian cierta reserva teológica frente a Aristóteles, contienen en germen una teología de la materia, del mundo y de la historia que impide todo espiritualismo unilateral. Pero una teología de esta especie, propiamente, en la a.e. no pudo seguir desarrollándose más allá de la Summa Halensis.

5. Alberto Magno (hacia 1200-80) recibió en Padua el hábito de dominico. Luego enseñó en Colonia, Hildesheim, Friburgo, Ratisbona, Estrasburgo y -durante los últimos años de Alejandro de Hales- en París. Por breve tiempo fue obispo de Ratisbona. Pero tuvo su patria más familiar en el estudio general de su orden en Colonia, donde fue maestro de Tomás de Aquino entre 1248 y 1252; allí terminó sus días. Alberto Magno es conocido como el universalista de la edad media, pues se apropió el saber de su tiempo sobre filosofía, teología, ciencias naturales y medicina; y en todos estos campos tomó parte como escritor. Pero él no quería ser un enciclopedista, sino que se esforzó por penetrar espiritualmente en esos ámbitos. Fundamentalmente se debe a él el que también para la historia de la medicina y la biología haya una época de a.e. Aun cuando Alberto acabó con las ideas mitológico-naturales extendidas en su tiempo, es comprensible que todavía aparezcan en él algunos errores. Alberto se interesó sobre todo por desenmascarar al averroísmo que se presentaba como auténtico aristotelismo, y por lograr en la medida de lo posible los escritos mismos de Aristóteles. Sin embargo él vuelve a la tradición neoplatónica-agustiniana, a la que concede un papel mayor en su teología. Por su piedad personal, Alberto gozó de gran consideración como predicador. De ahí que durante mucho tiempo se le atribuyeran equivocadamente diversos escritos que influyeron en la espiritualidad de la edad media posterior, especialmente el famoso Mariale. Su ocupación con el neoplatonismo y la religiosidad manifiesta de sus obras hicieron que Alberto se convirtiera en el promotor de la mística dominicana.

Del primer período de Alberto, la época de París (entre 1244 y 1248), proceden sobre todo los escritos de teología sistemática titulados como sumas: De sacramentis, De incarnatione, De resurrectione, De bono; así como su comentario a las sentencias y la llamada Summa de creaturis. En la época de Colonia, a partir de 1248, Alberto emprendió sus comentarios a los escritos del Pseudo-Dionisio y a los escritos aristotélicos y pseudoaristotélicos (Liber de causis) entonces conocidos. Se trata de una reproducción parafraseada de la doctrina aristotélica con palabras propias de Alberto. Esta actividad duró hasta los sesenta años. La ética, la doctrina de la naturaleza, la metafísica y la política de Aristóteles, selladas con la espiritualidad de Alberto, se hacían así accesibles a occidente. El Alberto posterior vuelve a ser preferentemente teólogo. Comenta los escritos proféticos del AT y los Evangelios, compone escritos eucarísticos y una Summa theologiae, de cuya autenticidad se duda en la actualidad. Pero sería una equivocación el suponer que la autonomía teológica de Alberto tiene menor importancia que sus trabajos sobre filosofía y ciencias naturales. Él se movía en un intenso clima bíblico, como se ve especialmente en su comentario a Lucas. La exégesis de Alberto se aparta de la habitual interpretación alegórica de la Escritura en otros autores de la a.e. y muestra un esfuerzo notable por el sentido literal, aun cuando él permanezca todavía aprisionado en las representaciones medievales. En relación con esta obra hay que considerar a Alberto sobre todo como el promotor de una mariología autónoma, separada de la cristología. El prepara una individuación independiente de la filosofía y la teología, aunque no una separación entre ellas, pues Alberto no cierra las puertas de la teología al pensamiento filosófico.

6. Volvamos nuevamente a la escuela franciscana en la figura de Buenaventura (Juan Fidanza, 1217/18-74). Nacido junto a Viterbo, estudió en la facultad de artes de París y entró en la orden franciscana el año 1243. Alejandro de Hales, Juan de Rupella, Odo Rigaldi y Guillermo de Melitona fueron sus maestros, de manera que desde el principio creció dentro del mundo ideológico de los primitivos franciscanos. Llegó a ser maestro de teología en la universidad de París, probablemente en 1253, pero su labor docente fue interrumpida por la disputa de las órdenes mendicantes (Guillermo de St. Amour, adversario de los franciscanos y dominicos en las cátedras de la universidad de París). Cuando en 1257, a la vez que a Tomás de Aquino se le encomendó definitivamente a Buenaventura el magisterio teológico, su elección para el cargo de general de la orden le llevó a otras tareas. En 1273 llegó a ser cardenal obispo de Albano. Murió en 1274, hacia finales del concilio de Lyón.

El Comentario a las sentencias de Buenaventura tiene la categoría de una suma teológica por lo que respecta a su autonomía, universalidad y amplitud. Además de las «quaestiones» relativas a temas aislados y de su esbozo de la teología en el Breviloquium, hay que mencionar sobre todo sus pequeños escritos sobre mística y teología de la historia, como el De reductione artium ad theologiam, el Itinerarium mentís in Deum y las Collationes in Hexaemeron. El Buenaventura posterior se ocupó también de cuestiones de política eclesiástica. Sus numerosos sermones influyeron en la piedad del pueblo, en la mística y en la poesía espiritual. Buenaventura reflexionó intensamente sobre la fundación y la misión histórica de su orden. La actitud de Buenaventura con relación a la filosofía y la teología especulativa cambia en el curso de su vida. En el Comentario a las sentencias incorpora plenamente a la teología el pensamiento aristotélico, pero mantiene reservas críticas frente a él y no aplica indistintamente los conceptos aristotélicos (p. ej., materia-forma) a los datos teológicos, sino que los usa cuando le parecen adecuados, y los rechaza cuando cree que ellos, dada la diversidad del objeto teológico, llevarían a una falsificación. Buenaventura une conscientemente la destreza escolástica, la precisión conceptual y la distinción con una teología desarrollada como sabiduría a base de un espíritu piadoso. Para su proceso intelectual es decisivo el concepto de la reductio a un último fin. En el proceso por el que todos los seres salen de Dios y retornan a él, Cristo ocupa el centro absoluto, y ésta es la razón del cristocentrismo (incluso verbal) que hallamos en sus obras, bien sea en su concepto de teología, bien sea en sus opúsculos eminentemente místicos. El transfondo de este cristocentrismo es su teología de la historia, influida por Joaquín de Fiore. Efectivamente, antes de Buenaventura y en él mismo se realizó el tránsito desde la antigua concepción de la historia, que veía en la manifestación de Cristo el acontecimiento escatológico y el alborear de la última época, a la nueva concepción de la historia, que antes y después de Cristo conoce una secuencia de 6 ó 7 eras, de manera que Cristo es así el centro de los tiempos.

En el curso de su vida Buenaventura se volvió cada vez más a la sabiduría contemplativa y concedió un valor meramente relativo a la ciencia discursiva. La tensa unidad inicial entre scientia y sapiencia, entre meditatio y contemplatio se convierte por tanto en una ascensión mística. Éste es el camino personal de Buenaventura, en virtud del cual en sus escritos posteriores adoptó una posición más decidida contra los aristotélicos de su tiempo, menos contra santo Tomás de Aquino mismo que contra sus seguidores. Durante el tiempo de su vida Buenaventura fue todo menos un sincretista de agustinismo neoplatónico y aristotelismo. Más bien, él siempre tuvo conciencia de su propia posición con relación a Aristóteles y al pensamiento filosófico. Pero su postura se desplazaba a tono con el momento existencial de su vida. Por eso no es lícito basarse en el Buenaventura posterior, que profetiza el fin de la teología racional, para disminuir la importancia del Buenaventura escolástico. Por el contrario, nos vemos forzados a reconocer cada vez más su autonomía en la bien delimitada y fundada posición respecto de las cuestiones filosóficas y teológicas: inmortalidad del alma no en virtud de la indivisibilidad metafísica, sino a causa de la dignidad de la persona humana, cuya meta es la reductio ad Deum; analogía gradual de las naturalezas creadas con relación al creador; colaboración de los sentidos, actividad del entendimiento e iluminación; autoconocimiento del hombre como camino para experimentar a Dios, pero no demostración de la existencia de Dios en sentido estricto.

La llamada escuela media franciscana, con Mateo ab Acquasparta, Rogelio de Marston, Juan Peckham y Pedro Juan Olivi, no se puede concebir sin Buenaventura. Por desgracia, generalmente estos teólogos son más conocidos por su polémica contra Tomás de Aquino que por su aportación propia, que de ningún modo ha de considerarse nula. La diferencia entre la forma de pensar de Tomás y la de Buenaventura, que en cuanto tal tiene su justificación, fue esgrimida en la polémica. Ésta es una deplorable fatalidad histórica que no se puede imputar a los dos grandes teólogos de la a.e.

7. Tomás de Aquino (hacia 1225-74) ha quedado deslindado actualmente de las diversas épocas del -+ tomismo; y así, lo que ha perdido en «pretensión de exclusividad», lo ha ganado en el reconocimiento de su originalidad. Entre los teólogos de la a.e. quizá es él el que ha construido su propio sistema en forma más consecuente. En la universidad de Nápoles aprendió la filosofía aristotélica y conoció la orden de los dominicos, en la que fue recibido el año 1243 (o 1244) contra la voluntad de su familia. Tras sus estudios en París y Colonia, en 1257 recibió definitivamente la autorización para enseñar en la universidad de París. Durante este tiempo Tomás escribió su Comentario a las sentencias, que en algunos problemas particulares se distingue bastante de la posterior Summa theologiae; y compuso igualmente sus comentarios sobre el Pseudo-Dionisio y sobre Boecio, así como sus Quaestiones de veritate, que por su claridad filosófica se hallan entre los textos más hermosos del Aquinate, y la obra filosófica De ente et essentia. En 1261-65 Tomás enseñó en la corte papal de Orvieto o en el convento dominicano de esta ciudad. Los restantes años de la década del sesenta los pasó en Roma, Bolonia y en la corte papal de Viterbo. Durante este tiempo de permanencia en Italia, Tomás acabó de escribir la Summa contra gentes que había empezado ya en París, prosiguió su trabajo en el comentario de la sagrada Escritura, escribió otras «quaestiones» y la primera parte de su Summa theologiae. Quizá comenzó aquí su comentario a la metafísica de Aristóteles. De 1269 hasta 1272 estuvo Tomás nuevamente en París, donde se vio rodeado de inquietudes por el peligro que suponía para la fe el llamado averroísmo latino (Sigerio de Brabante) y esclareció cada vez más su posición como aristotélico. Aquí surgieron sus Quaestiones de anima, de virtute y de malo, así como la segunda parte de la Summa theologiae. Su comentario de Aristóteles prosiguió. En 1272 Tomás organizó un estudio general para su orden en Nápoles, donde tuvo sus últimos discípulos. Los dos años anteriores a su muerte estuvieron repletos de actividad con el trabajo realizado en la tercera parte de la Summa, con los comentarios a los salmos y a las epístolas paulinas, y con nuevos comentarios sobre Aristóteles. En 1274, hallándose en camino hacia el concilio de Lyón, Tomás murió en la abadía cisterciense de Fossanova, a raíz de una enfermedad repentina, después de haber explicado a los monjes el Cantar de los cantares. En cierto modo también Tomás, en el último momento de su vida, dejó en segundo plano la teología especulativa para entregarse a la mística. Reginaldo de Piperno (1230 - hacia 1290) continuó la Summa theologiae (Supplementum).

En comparación con los franciscanos Tomás es el más «moderno» en el sentido de que, por su distinción entre filosofía y teología, afirma la independencia de la primera y con ello señala el camino hacia una filosofía moderna y hacia la autonomía de los ámbitos profanos. Pero en contraposición a los averroístas, Tomás se esforzó siempre por una armonía entre saber y fe, entre filosofía y teología. Pero no toma como punto de partida la cuestión de si junto a la teología ha de existir una filosofía autónoma, sino que, al revés, pregunta si junto a la filosofía -que se da históricamente - se requiere una teología independiente; y él responde afirmativamente, pues así lo exige la salvación humana, a la que ha de servir la ciencia de la fe. Así todavía hoy es posible filosofar con Tomás sin tener que hablar necesariamente de su teología, mientras que, por el contrario, apenas puede encontrarse en él una teología libre de filosofía. Con todo hay partes donde los conceptos filosóficos de Aristóteles se utilizan menos, p. ej., en la cristología de la Suma Teológica.

En su antropología filosófica Tomás se atiene a la doctrina aristotélica del alma espiritual del hombre, que es el principio de la vida y (en contraposición a la doctrina franciscana de la pluralidad de formas) la única forma del cuerpo. Sin embargo, Tomás acentúa de tal modo la unión del alma con el cuerpo, que no cae en la tentación de reducir la personalidad humana al alma. En su doctrina del conocimiento es esencial la dependencia de la percepción sensible y la negación de ideas innatas. Según Tomás, el entendimiento agente, como actividad espontánea del pensamiento, abstrae los conocimientos intelectuales de lo percibido por los sentidos. Pero la sensibilidad y el entendimiento de ningún modo son dos principios separados que contribuyan al conocimiento como fuentes de distinto origen. Más bien el único hombre, como sujeto de actividades intelectuales y sensitivas, posee una intelectualidad que incluye la necesidad de la sensibilidad. Ambas dimensiones están unidas. El conocimiento humano, como una prolongación hacia el mundo, como una apertura al ser, es en definitiva la garantía de la libertad. También las llamadas cinco vías de Tomás, con las cuales él trata de demostrar la existencia de Dios, muestran cómo en la concepción tomista todo conocimiento humano está vinculado a lo sensible del mundo. Y así se asciende: de lo que se mueve al motor inmóvil, de lo causado a la causa primera, de lo que existe contingentemente al que existe necesariamente, de lo menos perfecto a lo perfecto simplemente, de lo que tiene una meta al fin último. La conclusión va siempre del ser finito al ser infinito; se trata por tanto de un conocimiento análogo; y de hecho en Tomás el concepto de ser nunca es pensado sin la modalidad de lo finito o de lo infinito. Puesto que en todo conocimiento de Dios se realiza esta conclusión de lo finito a lo infinito, la vía negativa desempeña una función muy importante, tanto en la filosofía como en la teología.

La cuestión del comienzo temporal del mundo constituye para Tomás un punto central en la relación entre teología y filosofía. A su juicio no es posible demostrar filosóficamente ese comienzo temporal, aunque él cree que se puede demostrar el carácter creado del mundo. En consecuencia el Aquinate justifica a los filósofos que defienden la eternidad del mundo. Cuando la filosofía es ambigua, deben decidir la revelación y la fe. Tomás sigue a Agustín en la explicación del mal como privación de un grado de perfección que se debería poseer. Actualmente nos da la impresión de que en esta concepción medieval no se toma en serio la realidad del mal.

En el centro de la investigación actual se encuentran tanto el problema de la vertiente histórico-salvífica, como la cuestión acerca de un giro antropológico en Tomás. Ciertamente se sigue estando de acuerdo en que el pensamiento de Tomás no tiene un matiz manifiestamente histórico; pero a la vez se ha resaltado cómo el Aquinate, a base del, esquema neoplatónico del egressus y regressus, desarrolla una concepción más histórica de lo que se ha creído durante largo tiempo, y la desarrolla, no sólo en la tercera parte de la Suma Teológica, sino a lo largo de su obra. La creación, la encarnación, con la gracia que actúa anticipadamente en la historia, y la consumación del mundo, son concebidas por Tomás a manera de economía de salvación, o sea, en forma histórica, y no exclusivamente como momentos necesarios de la esencia. Pero se mantiene tan alejado de la fe en un progreso constante dentro de la historia de salvación (Joaquín de Fiore) como de la teoría sobre la caída original necesaria, caída que exigiría constantemente nuevas reformas. En la concepción del Aquinate, la conexión con el origen y a la vez la tendencia al fin los garantiza la Iglesia. Ciertamente Tomás no dedica un tratado especial a la eclesiología, pero la Iglesia está presente en toda su concepción teológica.

En el campo antropológico se ha desarrollado una nueva interpretación sobre la obra de Tomás. Y así se afirma que él, en contraposición al cosmocentrismo de los griegos, introduce un pensamiento antropocéntrico. Sin duda esto es cierto en cuanto el Aquinate elaboró claramente la autoposesión del entendimiento humano y la disposición de la voluntad sobre sí misma, allanando así el camino para una concepción profana del hombre acerca de sí mismo. Sin embargo, en lo que se refiere a un esbozo general de la teología orientada antropológicamente - y no sólo a una antropología teológica -, parece que la prioridad corresponde a la escuela franciscana, pues ésta parte de la experiencia interna del hombre y la interpreta en la profundidad de la culpa y de la gracia, de modo que así Dios es la primera y la última palabra.

Además de Tomás pertenecen a la escuela dominicana de los siglos xiii y xiv: sobre todo Ulrico de Estrasburgo (discípulo de Alberto), Hervaeus Natalis y Tomás Sutton. El tomismo que se iba desarrollando repercutió además en los agustinos (Egidio Romano: -- agustinismo, B), en los carmelitas y en los cistercienses.

La oposición contra Tomás surgió primeramente en las propias filas (Roberto Kilwardby, Pedro de Tarantasia), después sobre todo en las filas de los franciscanos (además de los ya mencionados, Guillermo de la Mare) y en el clero secular, así especialmente en Enrique de Gante, el teólogo más importante de la a.e. que enseñaba en la universidad de París y no pertenecía a ninguna de las grandes órdenes.

8. Enrique de Gante (1217-93) caviló durante toda su vida en torno a las consecuencias teológicas que Tomás de Aquino sacó de su interpretación de Aristóteles. Su propio pensamiento estuvo impulsado por el estudio del neoplatonismo, de Agustín, de la escuela victorina, y también del aristotelismo árabe (Averroes, Avicena, Sigerio de Brabante). En contraposición a Tomás, Enrique niega la unidad de forma en el hombre. Sostiene, pues, la opinión de que el alma no puede ser el único principio informante, pero a la vez defiende firmemente que todos los demás seres poseen una sola forma. En Enrique aparece especialmente claro un procedimiento seguido en toda la a.e., a saber: la cristología sirve como fuente de conocimiento antropológico. Para explicar la identidad numérica del cuerpo de Cristo en la vida y en la muerte, según Enrique es necesario admitir una forma corporeitatis; y luego esa forma es atribuida a todos los hombres, argumentando por el hecho de que la permanencia de la forma de corporeidad en el Cristo muerto habla contra la unidad de forma en el hombre. Pero Enrique lleva a cabo además otra corrección. En contraposición a la doctrina tomista de la unidad de ser en Cristo, que se da en la persona (suppositum), a la cual está subordinada la realidad de ambas naturalezas, en él se inicia una solución que en parte fue preparada ya por la teología franciscana. Enrique distingue un esse essentiae, un esse existentiae y un esse subsistentiae. En consecuencia, la atribución del ser a la naturaleza o a la persona presenta un matiz distinto según que se trate de Dios o de la criatura. En la criatura el ser corresponde primariamente al suppositum, y a la naturaleza sólo le corresponde en cuanto participa del suppositum. Pero en Dios el ser corresponde a la naturaleza, y al suppositum tan sólo en cuanto él existe en la naturaleza divina. Por esta razón para Enrique de Gante el suppositum queda excluido de la pregunta por el ser de Cristo. Con relación a la naturaleza divina y la humana de Cristo se debe hablar de un doble ser como esse essentiae. El ser de la esencia y el de la existencia se distinguen en la naturaleza divina de Cristo solamente con una distinción de razón y en su naturaleza humana, se distinguen también virtualiter (secundum intentionem). Por eso Enrique concede gran importancia al ser de la existencia humana en Cristo, para resaltar su verdadera humanidad. El que Tomás de Aquino no pudiera decidirse a reconocer un ser a la naturaleza humana de Cristo, sin duda se debió a su posición contraria al nestorianismo. Pero, con relación al problema especial que hemos mencionado, en el curso del tiempo la opinión de Enrique de Gante llegó a tener cada vez más adeptos. Su discípulo Godofredo de Fontaines se mostró aquí, y en otros puntos, en parte adversario y en parte partidario de Enrique. Le contradijo en la cuestión de la unidad de forma, pero compartió su opinión en la cuestión de la unidad de ser en Cristo.

9. Juan Duns Escoto (1265-1308) llevó a su punto cumbre la escuela franciscana de la a.e. Estudió en París y Oxford, enseñó en Cambridge, Oxford, París y Colonia. Por la sutileza de su espíritu se parece al otro gran franciscano de Oxford, Roger Bacon (hacia 1210 hasta después de 1292), el primer empírico, incluso en el ámbito de la fe, pues puso en primer plano la experiencia interna. Escoto se enfrentó menos con Tomás de Aquino que con Enrique de Gante, Godofredo de Fontaines y Egidio Romano. Su obra principal es el Comentario a las sentencias, transmitido en diferentes redacciones (la más importante el llamado «Opus oxoniense» o la Ordinatio); él compuso además «quaestiones», tratados y comentarios. Siguiendo la línea auténticamente franciscana, Escoto cree que la filosofía por sí sola es insuficiente. La fe tiene la misión de criticarla y enriquecerla, dándole acceso a regiones que por sí misma no podría alcanzar. Entre las teorías de Escoto, las más conocidas son la de la univocidad del ser en el campo filosófico, y las relativas a la absoluta predestinación de Cristo y a la inmaculada concepción de María en el campo teológico. En contraposición a Tomás, Escoto concibe el concepto de ser sin ninguna determinación modal, aun cuando, evidentemente, tal concepto sólo adquiere realidad como ser finito o infinito. Pero en Escoto el concepto de ser es tan universal y carente de contenido, que permanece indiferente ante las determinaciones de finito o infinito. Por eso Escoto no necesita hablar de analogía cuando se refiere al concepto de ser en cuanto tal. Como Escoto parte de la bondad, del amor y de la voluntad de Dios, defiende que la encarnación del Logos hubiera tenido lugar incluso sin la caída del género humano. La encarnación pertenece también a la consumación de la creación. No está claro si en la doctrina de la inmaculada concepción corresponde la prioridad a Escoto o a Guillermo de Ware. El que María estuviera exenta desde el principio del pecado original, es explicado como una preservación por los méritos de la pasión de Cristo, como una gratia crucis, que de ningún modo suprimió la necesidad de redención. Apartándose de la concepción aristotélica, Escoto, lo mismo que los precedentes teólogos franciscanos, no entiende la maternidad de María meramente como un pasivo «materiam praebere», sino que le atribuye una causalidad activa en la formación de la naturaleza humana de Cristo. De ahí que en esta concepción, a diferencia de Tomás, la inmaculada concepción de María sea un presupuesto para la impecabilidad de Cristo.

III. Juicio crítico

Una mirada de conjunto a la época de la a.e. muestra que, a pesar de la relativa coincidencia en un mismo punto de partida (la revelación cristiana en armonía con la razón humana), del cual nadie discrepaba, se llegó en ella a una serie de interpretaciones diversas sobre Dios, el mundo y el hombre. Los claros conceptos medievales encierran realidad y tienen una aplicación viva. Esto no significa que todavía hoy podamos conformarnos con los conceptos y las formas de pensar de la escolástica, pero sí que la teología de la a.e. no fue retrógrada en modo alguno con relación a su tiempo. Por la confrontación con las corrientes intelectuales del siglo xiii, dicha teología fecundó con sus impulsos la historia del espíritu, y esto a pesar de las prohibiciones eclesiásticas (al principio generales 'y luego cada vez más limitadas) de apropiarse la filosofía aristotélica. La teología era el saber supremo, y bajo su luz se determinaba el rango que en la escala de valores correspondía a la filosofía y a las ciencias profanas. Aun cuando en cada uno de los teólogos predominara, ya el enfoque metafísico, ya el históricosalvífico, sin embargo, todos ellos se esforzaban por la síntesis, por la inteligibilidad universal y por dar una orientación para la vida humana. La teología de la a.e. no estaba lejos de la acción pastoral ni de la instrucción individual de cara a la propia salvación, aun cuando compartiera el orden feudal de estamentos que reinaba en el medievo.

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Elisabeth Glissmann