DIOS

A) Dios en el hombre y en sí mismo. B) Posibilidad de conocer a Dios. C) Pruebas de la existencia de Dios. D) Atributos de Dios. E) La comunicación de Dios mismo al hombre. F) Relación entre Dios y el mundo.

 

C) PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS

Son las formulaciones racionales en las que el hombre expresa la base y el proceso de su convicción natural sobre la legitimidad de su afirmación de un ser absoluto y personal. Aquí el término «natural» excluye el origen por revelación (gratuita).

I. Doctrina católica

La teología católica, consciente de fundarse en la revelación de Dios por jesucristo, defiende (diversamente de la corriente protestante, que culmina en K. Barth, con su proscripción de la analogía entis) que la fe no excluye sino que presupone, al menos como posibilidad, una teología natural y una demostración de la existencia de Dios. La posibilidad de dicha demostración, virtualmente definida por el concilio Vaticano i (Dz 1785, 1806) contra el fideísmo de los tradicionalistas rígidos, fue formalmente incluida por Pío x en el juramento antimodernista (Dz 2145): ambos documentos apoyan explícitamente su doctrina en Rom 1, 18-32. Notemos que afirmar la posibilidad de una demostración no equivale a pronunciarse sobre ninguna de sus formas concretas. El mismo Vaticano i reconoce (Dz 1786) cómo «debe atribuirse a la revelación el que, incluso las verdades divinas que de suyo no son inasequibles a la razón, en la actual situación del hombre puedan ser conocidas por todos con facilidad, con firme certeza sin error». Con razón Pío xIi (Dz 3005) ve afirmada ahí una necesidad moral (relativa) de la revelación. Lo esencial de la tesis católica es que las p. de la e. de D, se basan en la lógica de la razón natural, aun cuando históricamente sólo se hayan desarrollado correctamente en el seno del pensamiento cristiano.

II. Presupuestos

1. Tales p. presuponen al menos la vida espiritual del hombre (tendencia espiritual, afirmación en el juicio) como hecho básico; y en este sentido no podrán ser puramente a priori (el intento de partir del mero concepto de Dios es ineficaz por falta de base real). Pero sería ingenuo el intento de partir únicamente del hecho de la existencia del mundo o de nuestra experiencia acerca de él; el principio racional, que da consistencia al proceso de las p. sólo puede encontrarlo el hombre en sus propias estructuras, que preceden a su experiencia.

2. Esto manifiesta cómo el hombre siempre lleva el germen de las p. en toda su vida espiritual. Las p. muestran más explícitamente lo contenido en ese germen. En su nivel espiritual, la vida humana se desarrolla siempre apoyándose en lo necesario, estando abierta a lo infinito e iluminada por el entender absoluto, sintiéndose llamada por el amor creador. El hombre puede desoír esta llamada, pero no puede destruir su previo conocimiento y amor de Dios que van inherentes a su ser.

3. Por esto el sentido religioso es el más profundo componente de la vivencia humana. P-1 sin necesidad de la formulación racional que se hace en las p., desemboca normalmente en una afirmación de Dios cargada de sentimiento. El desarrollo explícito de las p. aporta solidez y evita desviaciones; pero su cultivo unilateral ahogaría la religiosidad y terminaría destruyéndolas.

4. Hay que recordar además que las p., como todo razonamiento metafísico, si bien tienen suma certeza en sí mismas por la índole del motivo, sin embargo no son contundentes para el hombre concreto, pues carecen de la exactitud de lo matemático y de la verificabilidad de lo físico. Nos dejan, pues, ante una opción, que comprometerá íntegramente la vida humana. De aquí la importancia pastoral de una educación prudente de la afectividad, que excite sobre todo la humildad ante el misterio (particularmente profundo en lo referente al -> mal y al -> pecado); de aquí también la necesidad de una aceptación responsable de los aspectos de la vida que apuntan hacia más allá de ella, p. ej., la experiencia del amor. Para expresar el carácter concretamente religioso y libre de la afirmación metafísica de Dios, consideramos muy apropiada la fórmula «fe filosófica».

5. Establezcamos finalmente las condiciones para la validez de una p.: a) Para que su término final sea Dios (como noción religiosa), la p. deberá mostrar su índole personal y absoluta. Y no podemos contentar nos hoy día con la rápida conclusión de las cinco vías de Tomás de Aquino («a esto, todos lo llaman Dios»), ni siquiera con probar la existencia del 1 psum Esse Subsistens, pues muchos le negarían su carácter personal b) Por otra parte, las p. han de llegar verdaderamente a lo absoluto (necesario e infinito) y no sólo a una causa primera, que formara parte del mundo, o a un espíritu finito ordenador del mismo. Por ello las p. siempre tendrán un carácter metafísico. Aunque adoptemos su división en cosmológicas (físicas), morales y metafísicas, ni siquiera las primeras serán físicas o científicas en el sentido actual. Y una teología natural sistemática concederá la primacía a las más propiamente metafísicas (con su ineludible base moral).

III. Pruebas cosmológicas

Su mayor base experimental les da una especial fuerza persuasiva, sobre todo, para el que está orientado hacia las ciencias naturales. El filósofo, en cambio, encuentra dificultades en llegar inequívocamente hasta Dios a través de ellas. Algunas de las pruebas físicas presentadas en realidad sólo demuestran un comienzo del dinamismo del mundo observable; lo cual sugiere ulteriormente su creación por Dios. La ley termodinámica de la entropía (en los cambios energéticos la energía total del universo permanece invariable, pero aumenta la entropía o energía incapaz de ulterior transformación) fue frecuentemente invocada con este fin en las últimas décadas del siglo pasado y en las primeras del nuestro. Hoy se acude más directamente a la notable convergencia de los datos sobre la edad del mundo, logrados por diversos procedimientos (emisión de elementos aún radiactivos, progresiva expansión del universo, proceso apenas comenzado de separación de las estrellas dobles, etc. ). Todo viene a dar una cifra de 5 X 109 años de antigüedad. Sin poder detenernos a discutir el valor probativo de estos datos (habría que excluir la hipótesis de dinamismos cíclicos), pasaremos a la más conocida y popular de las p., la basada en el orden del mundo. Ésta se halla ya en los padres apologetas, y nunca ha dejado de proponerse en la tradición cristiana; es la quinta vía de Tomás de Aquino. Lleva a una inteligencia ordenadora, que luego puede identificarse con Dios. Los pasos a dar son dos: descubrir un orden (teleológico) en el mundo; excluir una causa del mismo que no sea inteligente. Contra lo que sugiere el proceder de ciertos manuales, el primer paso no es difícil si se centra en las realidades vivientes. El mundo vegetal y animal, tanto en los individuos dinámicamente considerados (tropismos, equilibrios vitales, acciones instintivas, adaptación funcional desde la ontogénesis), como en su conjunto, tomado como serie evolutiva (selección natural, adaptación al medio; el hecho de la antropogénesis sobre todo); carecerá de razón suficiente si se lo supone surgido por mera combinación casual de los elementos físicos y químicos (considerados sólo en su energía propia). El mismo neodarwinismo no niega esta tesis escueta. La dificultad se presenta en el segundo paso, pues la teleología que así se impone frente a la casualidad, no es tal que excluya sin más toda explicación sin recurrir a una inteligencia; hoy se busca la explicación en un principio meramente instintivo (llamado --> entelequia o alma en los individuos; o bien, fuerza evolutiva o ley dialéctica en el conjunto). La espontánea afirmación del sentido común humano, que encuentra en la naturaleza una analogía con las obras de su técnica, puede ser refutada por la reflexión, la cual descubre, como ya advirtió Karit, que a diferencia de la producción técnica la naturaleza se nace a sí misma por una fuerza que le es inmanente; y, consecuentemente, sólo en virtud de un antropomorfismo injustificado se llegaría a la conclusión de una inteligencia ordenadora del mundo. El responder que en toda teleología el fin debe preexistir intencionalmente, lo cual sólo es posible en la presuposición de una inteligencia, le parecerá al adversario una «petición de principio», puesto que a él le basta una preexistencia no intencional de tipo instintivo. Pero si se afirma la superioridad esencial de la inteligencia sobre el instinto (aun admitido éste como promotor inmediato de la vida en los individuos), un orden tan superior a la técnica (fruto de la inteligencia) no podrá atribuirse en último término a una causa no inteligente. Probamos así la necesidad de una inteligencia ordenadora. Para la ulterior identificación de ésta con Dios, hay que mostrar cómo, según la concepción científica actual, el principio ordenador no puede ser distinto del que produce la naturaleza en cuanto tal; y admitido esto, habrá menos dificultad en ver en la inteligencia ordenadora un auténtico creador y, por cierto, un creador incluso de lo material o determinable. Ya aquí rozamos, pues, lo absoluto. Pero quien no encuentre convincente esta demostración, deberá recurrir además a las p. metafísicas.

IV. Pruebas morales

Se han clasificado como tales intentos muy diversos: el argumento del consentimiento universal de la humanidad, el de la experiencia de lo divino (sobre todo en los casos excepcionales, místicos), el del deseo de felicidad...; y por último el deontológico, basado en la conciencia moral. No es difícil ver que los dos primeros, de indudable valor propedéutico, tienen menos consistencia racional. Concentraremos la atención en el último, que, como vamos a ver, se entrelaza con la prueba metafísica e incluso constituye un elemento de ella.

Aunque esta prueba tiene profundas raíces en la tradición, sin embargo, sólo la encontramos explícitamente formulada en los neoscolásticos, sin duda bajo el influjo (a veces no advertido) del cambio de perspectiva operado por Kant: primacía de lo práctico y de la voluntad. Esta primacía llevó en el siglo xix al sentimentalismo religioso y a los vitalismos irracionalistas, que terminaron en el ateísmo de Nietzsche; pero, en realidad, la Crítica de la razón práctica ofrecía una auténtica p. como postulado último de la acción moral. Ya Fichte le concedió valor teórico. La forma genérica del argumento deontológíco sería: el hombre es consciente de la obligación; pero ésta carece de sentido sin admitir la existencia de Dios; luego debe admitirse la existencia de Dios. Naturalmente el argumento tendrá un sentido diferente según las diversas concepciones de la obligación. Carecerá de sentido para quien piense que ésta sólo surge con el conocimiento explícito de Dios y de sus preceptos; se trataría entonces de una petición de principio. Pero incluso quien defienda que el origen de la obligación es el precepto divino, puede usar el argumento deontológico como desarrollo más explícito de un conocimiento implícito, contenido en la conciencia misma de la obligación y de un carácter absoluto. En una concepción eudemonista, el argumento coincidiría con el deseo de felicidad, cuyo último objeto, siempre buscado implícitamente, es hallado en Dios, mediante un análisis explícito. En una concepción más profunda, la obligación es la vinculación absoluta al bien en sí mismo. El hombre, centrado en el bien que él es como persona, está aún más radicalmente abierto a la totalidad del bien (ahí está lo más esencial de su libertad). La obligación consiste en el imperativo (que nace de dicha apertura y que debe realizarse libremente, sin coacción física) de respetar y amar como a nosotros mismos toda realización personal del bien. Quien acepte el carácter absoluto de ese imperativo o necesidad (dato fundamental de la moral), no podrá explicarlo adecuadamente sin la profunda atracción, que opera en la valoración moral y en la decisión libre del amor, de un bien infinito, el único que puede fundar el bien inherente a nosotros mismos y a los demás seres personales. Ese bien infinito es el centro último en que radican y al que están abiertos todos los bienes de los seres personales; él está por encima de éstos sin ser ajeno a ellos («más íntimo que lo íntimo de mí mismo, más alto que lo sumo de mí mismo», AGUSTÍN, Confesiones, 3, 6, 11). Y tal bien de los bienes no puede menos de ser esencialmente personal. Así formulado, el argumento en realidad es ya una forma de la prueba metafísica. Y ésta, incluso presentada bajo otras formas, nunca prescindirá totalmente de la obligación y del amor, para asegurar el carácter trascendente y personal del Absoluto, contra el -> panteísmo.

V. Pruebas metafísicas

En efecto, la más profunda inquisición metafísica es la del fin; la primera modalidad de una p. metafísica será la que busque a Dios como último fin. Partirá del hecho de la tendencia humana al bien y de esa característica suya que Agustín llamó inquietud (toda meta alcanzada es superada nuevamente). Aquí se descubre un horizonte o ámbito de infinitud y con ello un Infinito como último foco de atracción. Cabe fijarse preferentemente en el bien en sí y en la ineludible vinculación a él (argumento deontológico o del amor), pero también se puede atender primordialmente al aspecto del bien para nosotros, que está siempre presente en nuestra tendencia y percepción de valores (argumento del deseo de felicidad en su sentido profundo). Otra forma, aparentemente muy diversa pero íntimamente relacionada con la expuesta, bajo la inspiración platónica y apoyándose en Agustín, en Anselmo (Monologion) y en Tomás (cuarta vía), analiza la visión de los valores del cosmos (sus grados de verdad, bondad y belleza), que surge de la apertura ilimitada del hombre al bien, y llega a la conclusión de que ella sólo es explicable si se admite en su cúspide un bien supremo. En todos estos casos, junto a la observación inicial de una radical vivencia humana (inquietud, conciencia, amor, deseo, admiración), la prueba pone en juego una evidencia, justificada por la realidad misma del hombre, que podría formularse racionalmente como principio de la realidad del bien: en definitiva no puede ser irreal aquello hacia lo que está radicalmente orientado el ser mismo del hombre.

Blondel, Jaspers, Maréchal, Scheler, Marcel utilizan de diversos modos esa evidencia. Cuando ésta ha sido negada (por motivos poco sólidos), se ha debido proclamar absurdo al hombre mismo («una pasión inútil»); proclamación contra la que se rebela la vida misma de quien la hace.

Una segunda modalidad fundamental se halla en la prueba metafísica, la cual, preguntando radicalmente por la causa eficiente, llega a Dios como primer fundamento, ante todo como ser necesario, que no puede menos de ser omniperfecto (infinito) y único. Tal ha sido durante siglos la prueba metafísica por antonomasia. Las tres primeras vías tomistas, que sintetizan influjos de Aristóteles (primer motor) y Avicena, son modalidades típicas (algo primitivas en su estructura) de esta prueba, que espontáneamente se tiene por más objetiva; e incluso actualmente muchos la prefieren. Sin embargo, no se puede ignorar cómo la realidad del mundo que ella pretende tomar como punto de partida es la que el hombre percibe en una observación, la cual culmina en una afirmación de dicha realidad como ente, como algo que es, que participa del ser en tal o cual forma... También aquí, el punto de partida es un hecho humano, a saber, el conocimiento espiritual. Y el hombre también encuentra en sí mismo (implícitamente en el sentido absoluto del afirmar) la evidencia que, como principio racional, hace fecunda la observación inicial. Aquí está en juego el principio del fundamento del ser (razón suficiente para Leibniz): el ente no puede carecer de su último fundamento. Ese principio lleva al que se suele llamar principio metafísico de causalidad: lo contingente (ente que no tiene en sí el último fundamento) depende a la postre de lo no contingente (necesario). Como la contingencia se revela ya en la estructura misma del juicio (que atribuye el ser a un dato) y en el ente (como objeto que corresponde al juicio), el último fundamento necesario no podrá afirmarse unívocamente, sino sólo por analogía, superando dialécticamente la estructura de la contingencia que se da en nuestros juicios, y diciendo que él es el 1 psum esse subsistens (Ser que por sí es ente), según la fórmula de Tomás. Con esta fórmula nos referimos al límite en que se resuelve la tensión entre ente y ser, límite que no podemos representarnos, pero sí significar inequívocamente.

Para que el ser necesario pueda ser identificado con Dios, ante todo debe mostrarse su infinitud y unicidad; inversamente, el Infinito (al que conducía la primera modalidad de la prueba) debe aparecer como necesario en el existir. En la lógica indicada de la distinción entre ente y ser y de su superación, el problema se resuelve casi sin plantearse. Pero en los autores posteriores al Aquinate que no ¡a adoptaron, el problema se hizo agudo y predominante. Duns Escoto realizó un esfuerzo muy reflejo por prolongar, en su lógica del ente unívoco, la prueba del ente necesario hasta el ente infinito. Ockham ya no creyó posible la prueba de la unicidad e infinitud. Suárez la intentó de nuevo: lo necesario no puede multiplicarse, pues incluye en su concepto mismo la existencia, que sólo corresponde a lo singular; y lo necesario y único es ya omniperfecto, como única raíz de toda perfección real. Descartes busca la ilación en sentido inverso; él parte de la idea de lo más perfecto (quinta meditación; en la tercera, con más profundidad antropológica, parte de su origen en nosotros) y sólo como conclusión la necesidad de su existencia. Leibniz demuestra su unidad y perfección absoluta, pasando como él de la idea de lo más perfecto (posible por no implicar ninguna contradicción) a su existencia necesaria; y a la vez, como Suárez, por el concepto de lo necesario, cuyo carácter objetivo se desprende de la existencia (o mera posibilidad) de algo real, pues esto carecería de razón suficiente si fuera puramente contingente. Esta síntesis, empobrecida y presentada de manera preferentemente formal por Wolff y Baumgarten, fue severamente criticada por Kant, en su Crítica de la razón pura. frl llama argumento ontológico al de Descartes y al primero de Leibniz, y lo declara inválido por no tener un mínimo de relación con la experiencia (pues parte de conceptos o de una posibilidad meramente lógica) y por hacer de la existencia un concepto que implica perfección (así en Baumgarten, como en el capítulo 2 del Proslogion, de Anselmo). Según Kant, el argumento cosmológico a su vez (el segundo de Leibniz y el que estamos exponiendo) puede conducir legítimamente a lo necesario, pero desde ahí no es posible pasar a lo más perfecto sin reincidir en el argumento ontológico. Hay que conceder a Kant la legitimidad de su doble objeción contra un argumento que parta de la idea y conciba la existencia como una perfección.

Hay que admitir también que la ilación necesario-perfecto es de suyo reversible; pero esta solidaridad de los dos argumentos no los somete a los vicios mencionados. Puede en efecto haber un argumento (llámesele ontológico, si se quiere) que justifique (y no suponga) la posibilidad real del infinito, como fin de la actividad humana (primera modalidad del argumento metafísico), y concluya ulteriormente que no puede faltarle la necesidad de existir (pues la contingencia es imperfección). Y en la segunda modalidad, probada la existencia de lo necesario, se debe mostrar su omniperfección e infinitud, bien por el camino más laborioso de Escoto, Suárez o Leibniz, o bien, recurriendo (vía preferible) a la profunda lógica tomista del esse y a su radicación en las estructuras del juicio humano. junto con la contingencia, en dichas estructuras también se revela la finitud, por cuanto ellas restringen el ser (de suyo plenitud indeterminada) a tal o cual modo (esencia) en cada ente. Finitud y contingencia coinciden en el objeto proporcionado del juicio humano. Y, por contraposición, en el Ipsum esse subsistens no sólo se supera la contingencia sino también la finitud; lo necesario aparece así como equiparable a lo infinito y, por ello mismo, como esencialmente único.

Vemos también cómo se unifican profundamente (y completan mutuamente) las dos modalidades de la prueba metafísica: el primer fundamento es el último fin, el único ser absoluto. Si en virtud de la sola necesidad no sería fácil establecer su trascendencia sobre el mundo, contra la concepción monista de Espinosa (el mundo modificación de la única sustancia necesaria), en cambio, la infinitud evidencia la trascendencia, ya que el infinito no admite modificaciones; y la concepción que convierte los entes finitos en momentos dialécticos de la evolución interna del infinito (Hegel), tampoco deja a salvo la verdadera infinitud. La ascensión metafísica es ciertamente dialéctica, pero se trata aquí de una dialéctica abierta, en la que la síntesis se encuentra más allá de toda finitud, en el Ipsum esse subsistens. Con ella, la concepción monista (panteísta) del Universo es sustituida por un sistema de participación, cuyo sentido es el siguiente: la realidad finita (hombre y mundo) participa de la perfección del Infinito, como imitación creada por él. Aunque recurramos a los tipos de causalidad extrínseca (ejemplaridad, eficiencia, finalidad), no obstante hemos de guardarnos de incurrir en un extrinsecismo superficial, pues, si bien es cierto que el Infinito y los entes finitos no admiten un denominador común, no lo es menos que aquél entra en la constitución de éstos como «lo más íntimo de su intimidad», según la expresión de Agustín. Y si así entra en la constitución de toda realidad finita, mucho más entra en la constitución de la realidad espiritual. Esta última reflexión es necesaria en la prueba metafísica, para llegar al auténtico Dios (personal). Como muy bien advirtió Agustín en su prueba de Dios como verdad y nuevamente el -> idealismo trascendental posterior a Kant en su intuición fundamental, para fundar plenamente el hecho básico del hombre (como quiere hacerlo la segunda modalidad de la prueba metafísica); el Absoluto debe ser el entender mismo (Ipsum intelligere subsistens, diremos aplicando la analogía dialéctica). Y, como hoy ponen de relieve especialmente los análisis de Blondel, Bergson, Scheler, Marcel..., para fundar plenamente el radical hecho humano de la inquietud (amor, conciencia, libertad), como intenta hacerlo la primera modalidad de la prueba; el Absoluto debe ser también Ipsum amare subsistens, esencialmente libre y personal. Desde luego, toda esta determinación del Absoluto con predicados del espíritu implica sus dificultades, ya que así parece quedar excluida de él la perfección propia de la materia. Pero tales dificultades se resuelven con una concepción espiritualista, que ve en el espíritu el ser propiamente dicho y en la materia un ser deficiente, el cual se halla en camino hacia el espíritu y lo preludia. Tal concepción, que recibe apoyo de las actuales concepciones físicas y biológicas, como ha mostrado Teilhard de Chardin; en nuestro contexto puede considerarse justificada aunque sólo sea como postulado de la explicación consecuente del hecho radical de la vida espiritual del hombre.

De todos modos, una fe filosófica que niegue a la trascendencia un carácter personal es insuficiente e inconsecuente ante el hecho de la experiencia que el hombre tiene de sí mismo. En el desarrollo mismo de las p. (más que en un juicio sobre ellas), seguramente se habrán manifestado ya su legitimidad y sus límites, incluso en relación con la «teología de la muerte de Dios», que no reflexiona sobre sus propias bases. Para completar su desarrollo remitimos a los artículos: -> conocimiento de Dios (que precede), -> teología natural, --> conocimiento, --> analogía del ser, -> absoluto, --> necesario, -->Dios y mundo.

José Gómez Caffarena