DIABLO

1. Si por el término d. hemos de entender en algún sentido, que deberemos precisar más exactamente, al principal de los demonios, es evidente que como horizonte de una comprensión teológica del d. hay que tomar en consideración todo lo dicho en los vocablos --> angelología, -> ángeles, -> demonios.

2. En consecuencia también aquí hemos de sostener que: a) lo dicho sobre el d. (prescindiendo ahora de su relación con los otros demonios) no puede ser entendido como una mera personificación mitológica del mal en el mundo, o sea, la existencia del diablo no puede discutirse; b) sin embargo, el d., igual que los otros demonios, no puede concebirse a manera de un -> dualismo absoluto como un rival autónomo de Dios, pues él es criatura absolutamente finita, y su maldad está controlada por el poder, la libertad y la bondad del Dios santo; y, por tanto, también con relación al d. tiene validez todo lo que la teología dice sobre el mal, la culpa y su permisión por Dios con una intención positiva, la negatividad del mal, la imposibilidad de un mal sustancial, el bien particular como fin de la libertad mal usada; c) la doctrina sobre el d. (y sobre los demonios en general) en la sagrada Escritura y en la revelación aparece más bien como presupuesto natural de la experiencia humana. La revelación acerca del hombre y su situación de perdición o de salvación asume esa experiencia y la enmarca críticamente en la doctrina sobre la victoria de la gracia de Dios en Cristo y la liberación del hombre de todas las < potestades y virtudes».

3. Si está claro que la doctrina sobre los ángeles, los demonios y el d. es ante todo una interpretación (y no una revelación directa) de la experiencia natural en torno a diversas potestades y virtudes sobrenaturales; eso hace comprensibles los datos de la historia de las religiones. Tal doctrina puede estar y está ampliamente difundida; va penetrando lentamente desde fuera (una vez interpretada y sometida a crítica) en la religión auténticamente revelada; no siempre distingue claramente entre las buenas y las malas «potestades y virtudes»; ora concede excesivo valor a esas potestades en forma politeísta, ora las vuelve a reducir a la condición de meros ángeles o demonios bajo el único Dios. La reflexión sobre una determinada jerarquía en estas potestades y virtudes puede haber progresado más o menos; y esa ordenación jerárquica puede igualmente menospreciar el pluralismo natural del mundo espiritual y personal anterior al hombre, la contradicción interna del reino del mal, y así identificar concretamente a los < demonios» con el único d., o usar el término d. como fórmula colectiva para designar las virtudes y potestades malas; en parte esas observaciones pueden hacerse también en el AT y en el NT.

4. Ya de aquí se deduce que la doctrina acerca del d. propiamente tiene un contenido muy simple, el cual nada posee en común con la mitología en sentido propio. Ese contenido es el siguiente: la situación de perdición, presupuesta y superada por la redención, no está constituida por la mera libertad humana. Está también constituida por una libertad anterior y superior al hombre, pero creada y finita. La oposición a Dios que en la situación de perdición se insinúa como algo previo al hombre, es a su vez múltiple, o sea, también el mal está dividido en sí mismo y constituye así la situación del hombre. Pero esta escisión interna del mal en sí mismo, la cual es un momento tanto de su poder como de su impotencia, no suprime, sin embargo, la unidad del mundo, de su historia (incluso en el mal) de la situación de perdición en su dirección concorde contra Dios. El mal sigue siendo algo así como < un reino», una dominación. Y esto es lo significado cuando se habla de un d. supremo, de un d. De ahí se des ende que sólo en un sentido muy in erminado puede hablarse de un «plan ordenado» en medio del desgarramiento del mal en el mundo o de un «jefe» de los demonios (y por el mero hecho de que también la «jerarquía» de los ángeles buenos es muy indeterminada, pues cada uno de ellos es un ser radicalmente singular).

5. Los LXX traducen el vocablo hebreo sátán (contradictor) por 8cá(ioaoq. Esta palabra penetra después como término prestado en todos los idiomas europeos. Los nombres atápoaos y Satán son primero términos de sentido muy amplio y distinto; pero después su significación se reduce, y confluye en un único sentido. Esto sucede concretamente por primera vez en la doctrina sobre los demonios del judaísmo tardío. El d. es aquí el príncipe de los ángeles, que con su corte apostató de Dios y fue expulsado del cielo.

6. El Nuevo Testamento presupone la doctrina general judía acerca de los demonios y del diablo. En el NT aparecen las siguientes denominaciones nuevas: «el maligno» (Mt 13, 19ss), «el enemigo» (cf. Lc 10, 19), « el príncipe de este mundo» (Jn 12, 31ss), «el dios de este eón» (2 Cor 4, 4), «el asesino desde el principio» y «el padre de la mentira» (Jn 8, 44). La antítesis entre el d. y Cristo es nueva. La hostilidad del d. contra Dios alcanza su culminante punto histórico en la pasión de Jesús (Lc 22, 3.31; Jn 13, 27; 1 Cor 2, 8), pero es allí precisamente donde él sufre su derrota definitiva (1 Cor 2, 8; Jn 12, 31; Ap 12, 7ss); y las expulsiones de demonios por parte de Jesús eran el preludio de la victoriosa venida del reino de Dios en la persona de Cristo. Esta antítesis prosigue en la historia de la Iglesia, hasta que el diablo sea arrojado al infierno (Ap 20, 8.10).

7. Doctrina de la Iglesia. La mayor parte de las declaraciones del magisterio sobre el diablo están hechas en conexión con los enunciados doctrinales sobre los --> demonios y tienen el mismo contenido (creación buena, culpa propia, condenación eterna: Dz 427ss, 211, DS 286, 325). Se atribuye al d. un cierto poder sobre el hombre pecador y su muerte (Dz 428, 788, 793, 894); y se afirma su derrota por la redención de Cristo (DS 291; Dz 711s, 894). Sin embargo, la doctrina de la Iglesia rechaza también una excesiva acentuación del influjo tentador del diablo sobre los pecados de los hombres (Dz 383; DS 2192; Dz 1261-1273, 1923). A este respecto se presupone implícitamente que el d. es una especie de jefe de los demonios (--> posesión diabólica). El concilio Vaticano ii se muestra muy reservado en sus afirmaciones sobre el d., pero no deja de decir algo sobre él. El Hijo de Dios nos ha liberado de la esclavitud del d. (Decreto sobre la liturgia, n .o 6; Decreto sobre las misiones, n -Os 3 y 9). «El maligno» ciertamente ha seducido al hombre para pecar, pero su poder ha quedado roto por la muerte y la resurrección de Cristo.

8. La teología especulativa deberá reflexionar sobre el hecho de que la pluralidad de potestades y virtudes, ya en virtud del sentido recibido en su creación, no puede prescindir de un cierto orden y rango jerárquico en la unidad del mundo (cf. Mc 3, 24); ese orden no queda eliminado por la culpa, pues no puede haber un pecado con poderío absoluto que suprima simplemente la esencia y la unidad. Desde aquí hay que elaborar la idea de un «jefe» de los demonios (Mc 3, 22), llamado d., como representante de todas las potestades y virtudes, sin que sea posible individuar al d. frente a los otros demonios (cf. p. ej., Dz 242-243). Precisamente con relación al d. como cabeza de los demonios debe rechazarse en la piedad cristiana la idea de un rival de Dios en la historia con igual rango al suyo (--> Anticristo). También el d. es una criatura, que debe necesariamente conservar una esencial bondad creada y realizarla naturalmente para poder ser malo (natura eius opt/icium Dei est: DS 286; Dz 237s, 242, 457).

9. No hay ningún fundamento para que en la predicación actual la doctrina sobre el d. se ponga en primer plano dentro de la «jerarquía de verdades», como a veces sucedía (p. ej., todavía en Lutero) en tiempos pasados. Y esto, no porque no haya ninguna afirmación permanente de fe sobre el d., sino porque el significado que lo enunciado acerca de él tiene para la concreta realización de la existencia cristiana, puede decirse en su contenido esencial sin una doctrina explícita acerca del d., que de suyo es bastante inaccesible a los hombres de hoy. De hecho, en los grandes símbolos de fe no se habla del d. Sobre todo, para describir al d., no se debe echar mano del arsenal tradicional de representaciones populares acerca de él (distinciones de clases de demonios, de sus funciones, nombres propios de algunos demonios, etc.). Sin duda los exorcismos en el bautismo y en toda la liturgia nueva recibirán una configuración más sobria. Para la apologética en favor de la doctrina realmente dogmática acerca del d., actualmente es poco eficaz la argumentación por los fenómenos espiritistas o por la --> posesión diabólica en general, pues a ambas cosas topan con el escepticismo de hombres guiados por el empirismo exacto de las ciencias naturales.

10. Cuando sea necesaria una explicación y una apologética de la doctrina de la Iglesia acerca del d. (en la exposición del NT, de textos litúrgicos, etc.), al hombre  actual ante todo se le debe llamar la atención sobre el monstruoso poder «sobrehumano» del mal en la historia. Ese poder queda fundamentado y protegido contra una visión trivial del mismo por la doctrina de las «potestades y virtudes». Aquí no se puede olvidar ni discutir que en esa fundamentación no es posible (ni hace falta que lo sea) distinguir con plena claridad entre aquello que constituye una mera « proyección» por obra de nuestras representaciones de la experiencia del mal en la historia, de un lado, y el contenido de lo que « en sí» se afirma acerca de dichas potestades y virtudes de índole substancial, creada y personal, de otro lado; pero, naturalmente, ese «en sí» no debe negarse al intentar esclarecerlos. También puede ser muy valioso para la inteligencia de dicha doctrina el resaltar cómo tales potestades y virtudes, en armonía con su esencia -que sigue siendo buena -, ejercen siempre y constantemente una función positiva (actus naturalis) en el mundo; con lo cual se elimina la objeción de por qué Dios no arroja totalmente de su creación las escorias de la historia personal del espíritu. La libre y escatológica negativa a que la realización natural de la propia esencia se abra al misterio de la libre comunicación de Dios en la grac' no suprime esa realización natural de la es ci omo un momento permanentemente válido en el mundo.

Karl Rahner