Libros sapienciales
SaMun


1. El concepto

Hacia el año 130 a.C., el nieto de Jesús Sirá, en el prólogo antepuesto a la obra de su abuelo, que aquél tradujo al griego, dividía la literatura nacional de Israel en ley, profetas y otros escritos. Cuáles fueran estos escritos, lo sabemos por el canon hebraico, que con ese nombre indica una serie de libros que comprende los Salmos, los Proverbios, Job, el Cantar de los cantares, Rut, las Lamentaciones, el Eclesiastés, Ester, Daniel, Esdras y Nehemías y las Crónicas. El -a canon cristiano, siguiendo una división más conforme con el contenido, incluyó los Salmos, los Proverbios, Job, el Cantar de los cantares, el Eclesiastés, así como el Eclesiástico y la Sabiduría de Salomón (libros deuterocanónicos del AT) en una categoría especial, y en virtud de su carácter doctrinal, les dio el nombre de escritos didácticos, o también el de libros sapíenciales, por tratar de la «sabiduría». De estos libros, menos el Cantar de los cantares y el Salterio (a excepción de los llamados salmos sapienciales), se ocupa el presente artículo.

2. La sabiduría oriental

Sólo podemos decir qué cosa sea esta sabiduría que inspira una parte tan considerable del AT, refiriéndonos al movimiento literario del mismo nombre que aparece en el oriente bíblico mucho antes de que Israel se asome al escenario de la historia. Efectivamente, desde hace aproximadamente un siglo, la arqueología nos va informando sobre el hecho de que toda la región comprendida entre el valle del Nilo y las orillas del Eufrates conoció y cultivó desde el tercer milenario a.C. un peculiar género literario, llamado sapiencia. La sabiduría de Egipto (Act 7, 22) está documentada: por toda una serie de textos doctrinales, desde la más antigua colección de sentencias de Ptah-hetep (v dinastía, sobre el año 2450 a.C.) hasta la más reciente de Amem-em-ope (1000-600 a.C.), que ofrece innegables paralelos con los Proverbios; y por el cúmulo de reflexiones sobre la vida esparcidas por narraciones, fábulas, poemas, himnos, diálogos, sátiras, ensalmos, el libro de los muertos y escritos semejantes, como el Diálogo con su alma de un hombre fatigado de la vida y el canto epicúreo del arpista de Tebas. No menos atestiguada está la sabiduría de Sumer y Acad, de Babilonia y Asiria, gracias a las tablillas cuneiformes, descubiertas principalmente en Nippur y Nínive (biblioteca de Asurbanipal), que contienen listas de proverbios, himnos religiosos, textos escolares, tensones literarios y otros ensayos del género; de ellos citamos, por su semejanza por lo menos aparente con textos bíblicos, el Poema del justo paciente, llamado el Job acádico, y el Diálogo éntre amo y criado, llamado el Eclesíastés babilónico. Finalmente, de la sabiduría aramaica tenemos las Palabras de Ahiqar (s. vi a.C.), mientras las inscripciones y textos de Ras Shamrah, Zinjirli y Karatepe nos informan sobre la región siro-fenicia.

La «sabiduría» a que se refieren estos textos no tiene nada de transcendente o metafísico; es simplemente el arte de vivir que podríamos definir como la filosofía ética de aquellos antiguos pueblos. Los semítas empleaban el término de «sabiduría» para expresar destreza y habilidad en cualquier actividad. Aplicada a la vida, la palabra significa lo mismo que habilidad para saberse guiar a buen término a sí mismo y los propios asuntos. Pareja habilidad, que es el arte más difícil, es llamada con razón «sabiduría», y los que la enseñan y practican son llamados «sabios». El primer repertorio de esta ciencia de la vida son los llamados proverbios populares, aquellas fórmulas breves y agudas que traducen la lección del buen sentido práctico, sacada de la observación de la naturaleza en general y de la humana en particular. Toda esta secular experiencia, recogida, organizada y transmitida en el proverbio docto, fruto de la reflexión, y en sus derivados, constituye justamente el género literario sapiencial, la «sabiduría» en sentido objetivo. Es por de pronto, y especialmente en Egipto, herencia de las clases superiores, sobre todo de la casta de los escribas, secretarios, consejeros y ministros del faraón, que se la transmiten de padres a hijos, expresada en códigos de normas para el éxito en la vida y en la carrera, que pueden resumirse en esta fórmula: No hacer mal a nadie. Sin duda se trata de una fórmula más utilítaria que caritativa, la cual está dictada por el propio interés. Pero, al condicionar el bienestar a la práctica de ciertas virtudes naturales que son congénitas al hombre y constituyen la base de la moralidad (justicia, honestidad, veracidad, lealtad, fidelidad conyugal, amistad, afabilidad, fuga de los excesos y hasta cierto ascetismo), la sabiduría no sólo es útil, sino que además admite una elaboración ética. De hecho, la sabiduría, madurada por los acontecimientos y la reflexión, fue poco a poco perdiendo el carácter clasista y utilitario hasta tomar el acento humano del noble escrito de Amem-em-ope, de la novela de Ahiqar y de algunas máximas asirias, donde leemos preceptos como éste: «Da comida al que tiene hambre, vino al que tiene sed. Honra al que te pide limosna, vístelo para complacer a su dios, que te lo pagará. Sé caritativo, haz el bien.» Y un consejo que se diría francamente copiado del evangelio: «No hagas daño al que te combate; responde con bien al que te hace mal» (ANET 426, cf. Mt 5, 38-44). Desde los tiempos de los ingeniosos proverbios la sabiduría oriental recorrió un largo y benéfico camino hasta alcanzar esta altura.

3. La sabiduría de Israel

Sobre este fondo de la sabiduría profana hemos de examinar la inspirada de Israel, para entender así la comunidad del género literario y el influjo de la primera en la segunda. Si de hecho se discute aún la relación entre la «sabiduría» de Amem-em-opet y la de los Proverbios, se admite en cambio el origen idumeo de la trama histórica de Job, así como la relación entre Tobías y la leyenda de Ahiqar (Tob 14, 10). Por la recepción de las máximas de Agur y Lemuel, sabios ismaelitas, en un libro inspirado (Prov 30, 1-14; 31, 1-9), quedó canonizada la misma sabiduría pagana. Esta amplitud espiritual de los autores de libros sapienciales, esta apertura ecuménica hacia cuanto había de asimilable en el mundo extranjero, es digna de mención especial en la historia de la salvación. Evidentemente, la sabiduría pagana, antes de entrar a formar parte del patrimonio de Israel, quedó penetrada por el espíritu de su religión y purificada por su moral superior; pero el trasplante no alteró su rasgo de apertura al mundo, por el que los libros sapienciales se distinguen de todos los otros del AT. No es que los sabios ignoren la misión privilegiada de Israel. Ciertamente, los tres libros sapienciales más antiguos y genuinos (Prov, Job, Ecl) relegan a segundo plano las ideas peculiares de la religión israelítica (ley, alianza, elección, salvación, mesías, etc.) en beneficio de una visión más amplia y universal, que nos hace más asequibles estos libros. Cuanto el profeta tiene de teocéntrico, tanto tiene el sabio de antropocéntrico: Esto lleva a cierta contradicción entre ambos, de la que hablaremos luego. Notemos ante todo que los sabios no ponen en duda la relación a Dios de su humanismo, pues éste tiene un carácter directamente religioso. Pero ellos hablan de la divinidad en general, y no del Yahveh del pueblo escogido. Al sabio no le interesa el destino de un pueblo, sino el del individuo. Sólo al término de su parábola, sobre todo con el Eclesiástico, caerá la «sabiduría» en la órbita de la religión nacional, de la historia sagrada y del culto, hasta identificarse con la ley. Pero este nuevo giro sellará, literariamente, su decadencia. Por fortuna, había ya producido sus obras maestras con los Proverbios, Job y el Eclesiastés.

En cuanto a la historia del movimiento sapiencial en Israel, la sintetizamos en pocos rasgos. Según la Biblia ese movimiento comenzó con Salomón (1 Re 5, 9-14 ). Esta tradición es muy digna de tenerse en cuenta por los vínculos de aquel rey con la corte faraónica, sobre la cual modeló él la suya, importando de ella escribas y funcionarios; pero una actividad sapiencial, de inspiración cananeo-fenicia existe ya desde el tiempo de los jueces (cf. Jue 9; 14; 15; 2 Sam 13, 3; 14, 2; 20, 16). Luego, por dos siglos, calla la «sabiduría hasta el reino de Ezequías (727-698 ó 697 a.C.), en cuya corte un grupo de letrados recoge los proverbios del pasado (Prov 25, 1). Se pone en relación el trabajo de estos letrados con el nacimiento de la casta de los sabios, destinada a obrar como tercera fuerza de Israel. Desde ese momento abunda la información, pero en sentido peyorativo. Recordemos solamente las alusiones de los profetas: Isaías pone en ridículo la sabiduría de los ministros de Ezequías y del faraón (Is 5, 21; 10, 3; 19, 11.14; 31, 2) y jeremías la ridiculiza más todavía (Jer 8, 8s; 9, 11; 18, 18; 49, 7; 50, 35; cf. Ez 7, 26). Es el primer conflicto entre razón y fe. La «sabiduría» como cálculo humano que no descansa en la fe (Is 30, 15), «que hace proyectos sin Yahveh y entra en alianzas sin su espíritu» (Jer 30, 1), contradecía a la teología de los profetas, desconocedora de todo compromiso. No es que éstos atacaran la sabiduría en cuanto tal, de la que ellos mismos se servían; su ataque iba dirigido contra los ciegos traficantes que envilecían la política y la religión convirtiéndolas en un negocio (cf. Jer 8, 8s). Pero su prevención hizo sospechosa la sabiduría durante siglos. Así permaneció la situación hasta el exilio.

En cambio, el Israel del tiempo de la restauración nos sorprende con el asentimiento a la recepción y canonización entretanto realizadas de la sabiduría antes tan atacada. Esa paradoja se explica por la crisis mental, a consecuencia del desastre nacional, experimentada por aquel estrato que había destronado la clase dirigente de los sabios. Éstos, por su parte, en la desventura buscaron refugio en la verdadera sabiduría y, guiados por el espíritu de retorno a Yahveh, típico de la época del exilio, intentaron hallar la sabiduría en la revelación de Dios a Israel (a lo cual había exhortado ya el Deuteronomio, 4, 5ss). Eso bastó para que se les concediera nuevamente el derecho de ciudadanía. Pero el mérito mayor de la rehabilitación de la sabiduría corresponde a los profetas, los cuales en tiempos la miraban con hostilidad. A este respecto fue importante la aportación de Ezequiel, con su doctrina de la retribución individual, y ya antes la de Jeremías, el abogado de una religiosidad personal, el vaticinador de una nueva alianza en que la ley estará escrita en los corazones (Jer 31, 33 ). Ahora bien, para expresar la nueva actitud espiritual, más que el género profético se prestaba el sapiencial. En efecto, este último había nacido precisamente de la reflexión sobre la suerte del individuo y de la solicitud por él, y ofrecía una instrucción más encaminada a persuadir que a mandar, procurando llegar por la persuasión a la raíz de la acción misma. Por eso, los sabios de Israel, enseñados por el desastre nacional y anclados en la revelación, y convirtiéndose de sabios y escribas del rey en sabios y escribas del espíritu, eran los educadores apropiados del nuevo pueblo de Dios. Y la literatura sapiencia) era el campo en que los grandes problemas del espíritu humano podían aspirar a una solución.

4. La educación sapiencial de Israel

Los escritos con que los sabios inspirados plasmaron a Israel se distribuyen a lo largo de cinco siglos antes de la era cristiana, marcando diversas etapas de la pedagogía divina. Los temas que tratan son esquemática y cronológicamente: la orientación de la vida (Proverbios y, más tarde, Eclesiástico), el problema del dolor (Job), la vanidad de las cosas (Eclesiastés), la inmortalidad (Sabiduría).

a) Los Proverbios. El primer libro sapiencia), dado a la publicidad sobre el año 500 a.C., es el de los Proverbios. Es una antología sapiencial en que un autor anónimo, tras el oportuno prefacio (1-9), publica el material elaborado en la época de la monarquía, consistente en dos colecciones de proverbios atribuidos a Salomón (10-20; 25-29). Entre las dos se insertan aquellos «dichos de los sabios» (22, 17-24, 34) que según dijimos se asemejan a las máximas de Amem-em-opet. Sigue una muestra de la sabiduría ismaelítica con las sentencias de Agur y Lemuel (30, 1-21-, 9) y, como epílogo, el conocido poema alfabético en alabanza de la prudente y virtuosa ama de casa (31, 10-31). El libro de los Proverbios es el más típico de la literatura sapiencial, pues reúne todas las formas del máíál, desde el breve dístico con paralelismo antitético o sintético hasta la larga estrofa de diez líneas con su estilo amplio y florido, desde las típicas sentencias numerales hasta el poema alfabético de tipo acróstico. Es el que más se asemeja a las colecciones de máximas egipcias y mesopotámicas. La misma «sabiduría» que en e'1 se enseña es, en el fondo, la sabiduría internacional, con la cual escribas y otros funcionarios se formaban en las cualidades humanas que se requieren para imponerse en la vida y triunfar, así como para el comportamiento necesario en orden al buen gobierno de la sociedad. Es el manual del hombre noble, el espejo de los cortesanos (H. Duesberg). Pero al sabio hebraico se le reconoce una neta superioridad. Los elegantes mesalim, cincelados con arte, ingeniosos y plásticos, cercanos siempre a la realidad, son un modelo singular. Por el pensamiento, las reflexiones de los sabios superan a menudo el simple adiestramiento del funcionario, revelando un conocimiento del alma humana más profundo de cuanto pueda parecer. Es el mundo, el hombre en general de la sociedad israelítica de entonces el que queda sometido a un examen detenido, al análisis y a la crítica de una mirada penetrante y despojada de toda ilusión. El agudo análisis, conducido bajo el signo de la práctica y del sentido común, fundado en la experiencia, propone todo un arte de vivir, que el necio vicioso despreciará para su daño, mas el sabio virtuoso lo atesorará para su bien. Arte válida, en el fondo, aun para hoy, pues ni el hombre ni el mundo han cambiado. De ahí el interés actual de los Proverbios como documento de costumbres.

Pero su valor está sobre todo en la orientación que imprimen a la vida, anclándola en el temor de Dios, es decir, en la religión, principio de la sabiduría, tema principal que atraviesa todo el libro (14, 2, 26.27; 15, 16.33; 19, 23; 22, 4; 23, 17; 24, 21; 31, 30) y conduce al corazón mismo de la antigua alianza (cf. Éx 20, 20). Pues, si bien el humanismo sapiencial no expone sistemáticamente la religión, sin embargo la supone siempre. Del cap. 10 al 31 Dios es nombrado no menos de 50 veces: como Dios que todo lo ve (15, 3.11), gobierna (16, 4; 20, 12-24; 22, 2; 29, 13) y puede (19, 21; 21, 30); cuya presencia envuelve y conserva las criaturas, cuya mirada las penetra y escruta (16, 2; 17, 3); como el Dios que ejercita la justicia y vela por los derechos del pobre y de la viuda (11, 1; 14, 31; 15, 25; 22, 23); como el Dios dispensador de todo bien (10, 22-27; 12, 2; 14, 27; etc.). Es por ende esencial conocer lo que le agrada y lo que él aborrece. De ahí el motivo tantas veces repetido para apartar del mal: «Desagrada a Dios, Dios lo aborrece» (11, 1-20; 12, 22; 24, 18, etc.). Por esta piedad que aparece por doquier, el humanismo de los Proverbios pareció tan educativo que fue largamente aprovechado por los padres de la Iglesia y por la liturgia. Cierto que los dichos de los sabios no poseen la elevación de la moral evangélica, pero la preparan. Y á la vez preparan el pensamiento cristológico, en cuanto personifican la sabiduría, que se presenta como un ser vivo 8, 22-31; cf. Job 28; Eclo 24; Sab 7 ). La sabiduría aparece en los cruces de los caminos, en las plazas públicas, en las puertas de la ciudad, llamando a gritos a las almas sencillas y a los pecadores (1, 20-33; 8, 1-11). Otras veces es matrona hospitalaria, que convida a todos los hombres a su morada suntuosa (9, 1-16). Finalmente, ella recita su propio elogio (8, 1-21), gloriándose de su intimidad con Dios, que la engendró desde la eternidad y la tomó por colaboradora en la creación (8, 22-31). ¿Simple figura literaria o claraboya abierta a la vida íntima de Dios? Lo discuten los exegetas; pero todos conceden que estamos en el camino por el que entraron los autores del NT para explicar las relaciones del Verbo con el Padre.

b) Job. La sabiduría de los Proverbios es decididamente optimista. En la economía dirigida desde lo alto, el sabio, es decir, el virtuoso está cierto del favor divino, que le garantiza una larga vida, el bienestar y una numerosa posteridad (cf. Sal 5, 5,6.14). Es la doctrina tradicional de la retribución que se deducía de la alianza (Dt 6, 4-25; 7, 9-16; 30, 16-20), pero que ahora es trasplantada del plano colectivo al individual. Mas la teoría según la cual la virtud y la felicidad, el vicio y la desgracia se condicionan mutuamente, contradice a los hechos de la experiencia, la cual no pocas veces muestra lo inexacto de esta equiparación, pues hay justos que padecen y malvados que prosperan. Sin perspectiva de una retribución ultraterrena, ¿cómo conciliar ese hecho con la bondad, justicia y omnipotencia divinas? Tal es el tema del libro de Job, en que un sabio anónimo, entre los años 450-350 a.C., trató precisamente el problema del sufrimiento y del mal, ya agudamente sentido por los pensadores egipcios, por el poeta mesopotámico del «Job accádico» y, en la Biblia, por jeremías (15, 10-21; 20, 14-18). No es que los sabios de Israel lo ignoraran (cf. Prov 3, 12); pero, a sus ojos, el justo paciente constituye un caso excepcional que no basta para estremecer su fe en el Dios que bendice a los buenos y confunde a los malos. Job, empero, se mostrará más exigente. Y, aunque incapaz de resolver el enigma, no es menos interesante su inquietud religiosa, que hace de él el escritor más moderno del AT y la figura a que nos acercamos con mayor confianza, franqueza y consuelo, porque todo en Job es tan humano (Kierkegaard). La acción, a decir verdad, es sencilla; pero la profundidad de pensamiento, la vehemencia de las pasiones, la riqueza de la lengua, el brillo, la profusión y variedad de imágenes, los sutiles juegos de palabras, el paralelismo manejado armónicamente, son elementos que hacen del poema la cumbre del genio literario hebreo y uno de los pocos clásicos de la literatura universal.

El libro se abre y se cierra con el cuento popular de un hombre bueno y rico, víctima de la desventura más negra, inexplicable para todos excepto para el narrador, que sabe se trata de una prueba permitida por Dios para demostrar a Satanás que un hombre le puede servir desinteresadamente. La demostración tiene éxito, pues Job, atormentado hasta lo inverosímil, permanece como era, «justo y temeroso de Dios», por lo cual recibe un premio mayor que el anterior (1-2; 42, 7-14). Propiamente, con ello estaría resuelto el problema del sufrimiento del justo. Pero el autor del libro no sabe nada de este final feliz, que por desgracia no es lo normal, y, como maestro en el arte dramático, sustituye al Job paciente de la tradición (cf. Ez 14, 14-20; Tob 2, 10 [ Vg.] Sant 5, 11) por el hombre que se subleva en su diálogo poético (3, 1-44, 6), el cual se atreve a pedir cuentas a Dios, interrogándolo sobre la providencia, el dolor y el pecado.

Aquí comienza la verdadera acción. Ante aquel desecho humano, tres amigos, venidos para consolarlo, enuncian insistentemente la fría tesis teológica de que todo el que padece expía sus culpas. La conclusión es obvia. Job, empero, opone a la teoría el hecho, su caso personal: él es inocente y sufre. Job vuelve siempre a esta persuasión, para descifrar el enigma de un Dios justo que aflige al inorente. ¿Por qué Dios lo trata como enemigo? Job ensaya todos los caminos. ¿No será enemigo de Dios por naturaleza como el monstruo primigenio? ¿O tal vez se complace Dios en crear a un hombre para abatirlo luego? Hipótesis absurdas, lo sabe. ¿Tendrá, pues, que creer en una persecución gratuita de Dios que se ensaña contra su servidor? ¿Dónde está entonces su justicia? Pero tal vez la justicia es simplemente lo que Dios quiere, de forma que él es siempre justo, ora hiera al inocente, ora premie al culpable. Es como decir que su omnipotencia crea a su arbitrio la moralidad de sus actos. He aquí algunas de las conclusiones desatinadas de Job, con una formulación exagerada, pero que quieren, en el fondo, salvaguardar la justicia de Dios. Job lucha por encontrar de nuevo a aquel por quien se siente rechazado. La calamidad en que se debate le arranca gemidos de dolor y él maldice el día en que naciera. No se podría describir más patéticamente la miseria y soledad del hombre, la nostalgia de la felicidad perdida, la rebelión apasionada contra el triunfo del mal, la tortura por la duda de la providencia, la angustia ante el misterio de Dios.

De pronto cae un rayo de luz en la noche más profunda. Es el famoso paso 19, 25-27, antaño locus classicus de la resurrección, en que Job insinúa misteriosamente que hay para él una esperanza más allá de la muerte, una demostración de su justicia, una reconciliación con aquel que es ahora su enemigo. Pero se trata ahí de un relámpago solamente. ¿Tiene el poeta pareja eventualidad por demasiado sencilla? El caso es que no la sigue, y los sucesivos discursos de Job son una despiadada enumeración de los delitos impunes, una acusación explícita contra la providencia. «Desde la ciudad se percibe un gemir de moribundos, a Dios clama la sangre de los muertos, y Dios cierra a las súplicas su oído» (24, 12). A pesar de todo, Job permanece firme en su fe. Se niega a aceptar su mal y el mal del mundo como argumento contra el Creador, refugiándose, como recurso extremo, en el misterio de la transcendencia y sabiduría de Dios, ante cuya faz el hombre sólo puede adorar y callar. Pero Job entretanto no lo hace, pues reserva la última palabra a la reivindicación de su justicia, y, en un patético soliloquio (29-31), traza su propio perfil moral sin temor a ser desmentido. «He ahí mi sello», concluye, « mi firma al pie de mi defensa. Respóndame el omnipotente». Se trata de un auténtico desafío. Job habla ciertamente de la impureza congénita del hombre (14, 4; 15, 14ss; 25, 4), pero habla como si ésta no le afectara a él mismo. Usa un falso tono que delata un fondo de orgullo y explica la respuesta de Dios. Ésta se retrasa por la inmotivada intromisión de Eliú, que discanta largo y tendido sobre la función purificadora del sufrimiento (32-37), sin resolver ninguna de las cuestiones planteadas por Job.

Dios se limita en sus palabras (38-41) a llamarlo a la sumisión humilde, estremeciéndolo con la descripción de su potencia cósmica. Job se había referido rectamente (42, 7) al misterio de la transcendencia divina. Pues bien, ésta refulge cuando el Creador despliega el panorama admirable de sus obras. La ilación es clara. El que es tan sabio que gobierna el universo en toda su misteriosa complejidad, ¿no sabrá siquiera gobernar el curso de las cosas humanas? Esta invitación a la humildad de la fe descontentará siempre a los entendimientos ansiosos de demostraciones antes de rendirse, pero no a Job, que responde al Señor: «Sé que todo lo puedes, y que no se te oculta pensamiento. ¿Quién puede poner tacha en tus consejos con palabras ignorantes? Indiscreto he hablado de cosas que mis mientes sobrepujan... Por eso me retracto y hacer quiero entre polvo y ceniza penitencia» (42, 1-6). Así termina la experiencia religiosa de Job, el más alto drama de la conciencia religiosa individual de Israel. Ésta es también la clave, la respuesta del poeta al problema, que, sin embargo, aún queda en suspenso. No por mucho tiempo, es verdad, pues la rueda de la pesquisa está en movimiento y nada podrá ya detenerla. Sin embargo, aun después de las revelaciones de Daniel (12, 1-3; cf. 2 Mac 7, 9.11.14.23; 12, 43-46) y la Sabiduría (1-5), y después de las consoladoras certezas cristianas (Rom 5, 6-19; 1 Cor 15, 3; 2 Cor 5, 15; Col 1, 14. 20.24; etc.), la fe de Job en la sabiduría divina será la única respuesta verdadera al angustioso problema del mal.

La lección de Job fue recogida sobre todo por los autores de los salmos sapienciales (cf. Sal 1; 8; 16; 19; 31; 32; 34; 37; 39; 49; 73; 78; 88; 90; 91; 101; 104; 105; 106; 112; 119; 127; 128; 133; 139), así llamados porque tratan de nuevo los temas de dicha literatura en forma de meditación o plegaria. Algunos en efecto reflexionan sobre la armonía de lo creado, rota por el pecado (104); otros sobre la fragilidad del hombre, cuyo pensamiento sondea Dios (8; 39; 43; 90); otros tocan el problema de la retribución, en parte con el optimismo de los Proverbios, en parte con la inquietud de Job por las anomalías de este mundo, pero nunca en un tono de rebelión (37; 39; 73; 112). El salmista, en efecto, ha aprendido la lección y pone su gozo en el cumplimiento de la voluntad de Dios, en la intimidad con él (73, 23-28 ), insinuando que este contacto íntimo no acabará con la muerte (16). Estos salmos parecen proceder del movimiento espiritual de aquellos que se denominaban los `ánáwim (pobres de Yahveh). Esa denominación indica la actitud humilde que los caracterizaba, pero también la penuria en que vivían. Ellos jugaron un papel importante en la vida religiosa del judaísmo postexílico. Los salmos 34; 37; 9 y 10 son la más pura expresión de su espiritualidad, que luego ha sido ampliamente desarrollada en el cristianismo. En el Tobías del libro que lleva su nombre tenemos uno de esos «pobres». El libro de Tobías es una imitación del de Job, que le ha servido de fuente para el tema del justo sometido a prueba. El libro, escrito probablemente durante el s. III, se inspira en la novela aramaica de Ahiqar (cf. Tob 1, 21s; 2, 10; 11, 18; 14, los) y, como ésta, teje una narración edificante en torno a un exiguo núcleo histórico. Su valor está, pues, en la doctrina que el sabio Tobías imparte al hijo y a los nietos. Los temas tratados son, aparte del principal sobre el justo que se purifica en el sufrimiento, la fidelidad a Dios y a su ley ~(4, 5-21; 14, 7, 11), la providencia (3, 16ss), la santidad del matrimonio (8, 5ss), la justicia social (4, 14), la limosna (4, 7-11; 12, 8ss~ la beneficencia (1, 16ss) y la caridad, cuya regla de oro enuncia Tobías en la forma negativa: «No hagas a otro lo que a ti mismo no quieres que se te haga» (4, 15; cf. Mt 7, 12; Lc 6, 31).

c) El Eclesiastés. No sabemos quién sea el autor de este fascinante librillo. Ciertamente no es Salomón (1, 12), pues fue escrito entre los s. iii y rt a.C. «Un sabio», dice su editor, «que enseñó al pueblo el saber» (12, 9). Y a ello alude tal vez el nombre académico que lleva: qóbelet (gr. Ecclesiastés = orador en la asamblea), es decir, el que convoca la asamblea. El mismo editor, como para caracterizar su enseñanza, añade: «Los dichos de los sabios son como aguijada y como clavo puesto a golpe de martíllo» (12, 11). De hecho, Cohelet es estimulante, inquieto, contradictorio, ambiguo, iconoclasta y tradicionalista, irreverente y piadoso en una pieza, hasta el punto de justificar la perplejidad de los judíos para admitirlo en el canon, y el juicio de los que lo consideran como «la quintaesencia del escepticismo» (Heine) o como «la quintaesencia de la piedad» (F. Delitzsch), e incluso la teoría de algunos exegetas que piensan en una dualidad de autores. Espiritualmente es semejante a Job, pero con otra perspectiva. Job demuestra que la felicidad no es aguinaldo del justo en este mundo. Cohelet va más allá. El justo no sólo no es feliz, sino que no puede siquiera serlo, ya que nada es capaz de dar satisfacción al corazón del hombre. Todos conocemos el estribillo constantemente repetido en el libro: «vanidad de vanidades y todo vanidad» (1, 2. 14; 12, 1. 11. 19. 26; 4, 4. 8; etc.); en él se reproduce la impresión general de insatisfacción que da todo el libro. P-sta brota de la monotonía de la naturaleza, prisionera de un retorno cíclico, de un flujo y reflujo de las mismas cosas (1, 2-11), de la férrea predestinación del bien y del mal (7, 13ss), de la perspectiva de la muerte (3), de la inutilidad de los bienes procurados con trabajo (1, 12-2, 26), del deseo insaciado (6, 1-12), de la incertidumbre del porvenir y del destino (3, 9-15; 8, 16s; 9, 1-16), de la virtud no reconocida y del vicio premiado (8, 9-15); del desorden y de la injusticia en la sociedad (3, 16-4, 3; 5, 7-11; 10, 5-7). Literalmente, éstas son las páginas más bellas del libro, teñido de serena tristeza y profunda compasión por los dolores humanos. Difícilmente puede describirse con más eficacia la caducidad del hombre y la inseguridad de su existencia.

Pero Cohelet se para aquí. La sensibilidad espiritual que lo ha movido a destruir, lo abandona cuando debería construir sobre la base lograda. De ahí su aferrarse a la inexpresiva fórmula de moderado optimismo (3, 1-8; 4, 9-16; 5, 17-19; 7, 1-24; 8, 1-8; 9, 3-10; 9, 17-10, 4; 10, 16-11, 10) y el ideal inesperado de una aurea mediocritas, de ahí el cauto carpe diem que propone para llenar el vacío que su análisis ha abierto en el alma. Conclusión que decepciona un poco, pues si no era de esperar el f ecisti nos, Domine, ad te... de Agustín, sí cabía esperar la pasión y el presentimiento de Job. Con todo, el Eclesiastés es positivo, pues enseña la moderación. Además, en el flujo y reflujo incesante de la vida, Cohelet señala un punto firme: el Creador, que ha creado al hombre para el bien, le concede el uso y goce de las cosas creadas, y lo juzgará una vez. Sobre todo, con la certera claridad de su crítica, el Eclesiastés ha destruido todas aquellas ilusiones sobre las cuales el hombre quiere edificar su felicidad, preparando así el terreno para la idea de la gloria eterna. En efecto, ¿no era necesario que el alma hebrea viera la vanidad de todas las alegrías de este mundo? Si nuestra tierra bastara, ¿a qué tender hacia un mundo por venir? Fue cometido del Eclesiastés espolear en esa dirección con la «aguijada» de su dialéctica corrosiva.

d) El Eclesiástico. El otro maestro sapiencial completamente distinto de Cohelet por su equilibrio, manera simpática, fidelidad a la tradición y ortodoxia, lleva el nombre de Jesús Sirá. Hacia el 180 a.C., recogió en el libro más largo de esta literatura sapiencial el jugo de sus enseñanzas. El libro es eco de la época próspera y tranquila que conoció Israel bajo el cetro tolerante de los Ptolomeos. Escrito en hebreo, fue traducido al griego por el nieto mismo del autor, y la versión suplantó el texto original, que se perdió. La «sabiduría» de Jesús Sirá es una colección muy varia de sentencias, que puede dividirse en dos partes. La primera (1-43) es un manual para uso de los escolares; la segunda, el elogio de los padres, es un himno de loa a las grandes figuras del pasado. Forma el epílogo una oración de acción de gracias y un poema alfabético sobre la búsqueda de la sabiduría (51). No obstante su extensión, el Eclesiástico no pertenece a las obras más importantes de la literatura sapiencial. Jesús Sirá no busca nuevos pensamientos originales; él se apoya directamente en el libro de los Proverbios, e imita sobre todo el másál exhortativo de la introducción. De ahí su estilo florido, clásico, prolijo, pero grato, a veces también poético, aunque se trate de una poesía en declive. En general su estilo no alcanza la perfección de su modelo, la incisiva sencillez de los Proverbios (cf., p. ej., Prov 8 y Eclo 1, 1-10, 24, 1-21). De éstos toma también los principios de conducta que inculca: el mismo atuendo de virtud, la misma escala de valores de la vida, la misma revista menuda y sin ilusiones de la sociedad y de las costumbres de su tiempo, la misma estima de la mujer discreta, unida a idéntica misoginia, el mismo concepto austero de la educación de los hijos de quien no cree en la bondad innata del niño y no ahorra el látigo; y sobre todo, la misma insistencia en orientar la vida por el temor de Dios, centro de las preocupaciones del maestro, cuidadoso de aunar en su enseñanza un humanismo sano y convencido con las verdades reveladas.

El autor incorporó a la literatura sapiencial la herencia religiosa de Israel: la historia sagrada, el culto, y particularmente la ley, que Jesús Sirá identifica con la sabiduría (24, 22-27). Por esta limitación nacionalista algunos lo acusan como si fuera responsable de aquella idolatría de la letra que Jesús echó en cara a ciertos doctores de su tiempo. Pero, a decir verdad, Ben Sirá no tiene de la ley la concepción jurídica de los fariseos. En él aparece una concepción transcendente que se parece a la de los textos sapienciales del libro de Baruc (3, 9-4, 4), y así la ley es entendida como una manifestación y revelación de la palabra de Dios, manifestación que se produce desde siempre para regular la armonía del mundo y la conducta de los hombres. Finalmente, el libro ofrece el mismo horizonte limitado que los Proverbios sobre el problema de la retribución. El Eclesiástico apenas toma en consideración las preocupaciones de Job y del Eclesiastés (cf. 40, 1-11; 41, 1-4, y repite lleno de optimismo la tesis de la felicidad terrena: en la tierra espera el justo su recompensa e Israel su salvación. No es, por ende, cierto que Jesús Sirá contenga el primer esbozo de la teología de los novísimos. Esa opinión se debe a un equívoco que ha esclarecido el hallazgo del texto hebreo. E1 tinte escatológico de ciertos pasajes es obra del traductor griego, influido por la teología avanzada de su tiempo. Sin embargo, el Eclesiástico, con todas sus limitaciones, ocupa dignamente su puesto en la literatura sapiencial. Es el que más se avecina a los escritos didácticos del NT. De ahí que fuera muy usado para la instrucción moral de los neófitos por la Iglesia apostólica y patrística, de donde le viene el nombre de liber ecclesiasticus. Además, es un testimonio precioso de los valores espirituales de que se nutría el judaísmo piadoso de la época premacabea. Sobre todo en este libro tenemos un balance de la tradición literaria de Israel (contiene el primer canon bíblico del AT) y de la doctrina del judaísmo palestinense del s. ii a.C.

e) La Sabiduría. El último de los libros didácticos del AT es el de la Sabiduría, escrito en griego, en Alejandría, entre el año 100 y el 30 a.C., por un desconocido que asume, como Cohelet, la personalidad de Salomón. Lo separan, pues, del Eclesiástico por lo menos 100 años, durante los cuales floreció la literatura escatológica con sus revelaciones sobre la vida de ultratumba, que explican la principal diferencia entre el último sapiencial y los libros anteriores de este género. El ambiente en que nació la obra explica también el resto de sus características, comenzando por la lengua. Alejandría era, en efecto, la cuna del judaísmo helenístico, que por eso ha sido llamado < alejandrino» y que produjo toda una literatura en lengua griega, con temática histórica, moral y religiosa, desde la versión de los LXX a la exégesis alegórica de Filón, que ensayó aunar en una síntesis la revelación bíblica y el pensamiento griego. La finalidad de esos escritos era la instrucción del judaísmo de la diáspora, pero también el proselitismo, y, sobre todo, la defensa contra las seducciones de la apostasía. A esta literatura pertenece también la Sabiduría, escrita para fortalecer en la fe a los judíos piadosos, vejados por gentiles y apóstatas.

El libro se divide en tres partes. La primera (1-5) es una larga 'contraposición entre el justo y el impío, destinado el uno a la vida sin fin, y el otro a la muerte. Con ello se da respuesta al misterio de la retribución. La segunda parte (6-9) es un elogio de la sabiduría, fuente de todo bien. Y la tercera (10-19) es un recuerdo de las grandes gestas de la sabiduría y de Dios en la historia del pueblo escogido (cf. Eclo 44-50; Sal 78; 105; 106; 135; 136), y especialmente de la liberación de la servidumbre en Egipto. Este último recuerdo ofreció al autor la ocasión para una contraposición entre hebreos y egipcios, paralela a la establecida entre el justo y el impío. El autor, al buscar las razones de los hechos, esboza una filosofía religiosa de la historia. Obra esencialmente judía, pero elaborada en ambiente griego, lleva en sí huellas evidentes de esta simbiosis. La influencia del helenismo aparece: en el colorido griego de la lengua, en la forma poética que, no obstante la presencia del paralelismo, se resiente de la facundia griega hasta tomar la andadura de una prosa artística; en la unidad de composición, insólita en los libros sapienciales del AT; y, finalmente, en el empleo de vocablos y conceptos de la filosofía ecléctica de la época. Pero se trata de vestidura; la sustancia, tomada de los libros sagrados, permanece hebraica. El escritor habla, p. ej., de alma y cuerpo, de inmortalidad e incorruptibilidad en términos que pueden evocar la ideología platónica; pero, en realidad, está muy alejado del dualismo griego. Su concepto del alma y del hombre coincide con el del Génesis; y su inmortalidad no es la que demuestran los filósofos, sino la inmortalidad bienaventurada que da al alma la sabiduría, la participación de la eternidad de Dios. Pero queda en pie el hecho de que buscó fuera de su ambiente el medio más idóneo de expresar la revelación: ejemplo inspirado de cómo la teología puede y debe asimilarse victoriosamente el pensamiento de su tiempo. El cristianismo, con Pablo y los padres, hará otro tanto. Sin embargo, la enseñanza de la Sabiduría es algo más que esto. Heredera de toda la tradición sapiencial, señala su avance sobre todo en dos puntos. El primero, la doctrina sobre la inmortalidad del alma, que halla aquí su primera expresión segura, última respuesta del AT al angustioso problema de la retribución de justos e impíos. El problema se resuelve finalmente por la referencia a ima vida futura, cuando los hombres recibirán su galardón eterno según sus merecimientos (3, 1-9; 4, 7-5, 23). La resurrección de los cuerpos, verdad ya revelada (Dan 12, 1-3; 2 Mac 7, 9-42), parece estar fuera de la perspectiva del escritor; pero es un silencio táctico para no herir la sensibilidad griega con una idea que el heleno no comprendía (cf. Act 17, 31s; 1 Cor 15, 12). El segundo punto es la especulación sobre la sabiduría personificada (6-9; cf. Prov 8, 22ss), especialmente el pasaje 7, 22-26, culminación del AT, anticipo de la revelación trinitaria y fundamento de la teología del Espíritu Santo y de la gracia santificante. Los hagiógrafos del NT lo interpretan con preferencia en sentido cristológico (Jn 1; Col 1, 15-19; Heb 1, 3), como alusión profética al que es « la Sabiduría de Dios» (1 Cor 1, 24), cuya llegada está anunciándose en el horizonte.

Domenico Frangipane