CANON BÍBLICO
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I. Sentido y problema del canon bíblico

Diversos decretos y constituciones del Vaticano II muestran la creciente estima de la sagrada -> Escritura por parte de la teología católica desde hace algunos decenios, estima que indudablemente tiende a repercutir en la vida cristiana. Llama la atención en los textos conciliares, no sólo la proximidad de su lenguaje a las formulaciones bíblicas, sino también el hecho de que el capítulo segundo de la Constitución sobre la revelación divina (n .o 8), el cual trata de la sagrada tradición, atribuya a la predicación apostólica, «que se expresa de manera especial en los libros inspirados (es decir, en la sagrada Escritura)» una primacía explícita, que no puede pasarse por alto, aun cuando no se aceptara en esta constitución el esquema conciliar donde se hablaba de la suficiencia de la Escritura frente a la tradición oral. A todos los que «legítimamente están sometidos al servicio de la palabra» se les encomienda «profundizar en las sagradas Escrituras con una lectura diligente y un estudio profundo» (n .o 25), pues la sagrada teología se basa en la palabra escrita de Dios... Pero las sagradas Escri turas contienen la palabra de Dios... por eso el estudio de la Escritura debe ser, por decirlo así, el alma de la sagrada teología» (n .o 24). Además en el Decreto sobre el ecumenismo se habla ampliamente de la sagrada Escritura como «un instrumento señalado en las poderosas manos de Dios para el diálogo por el que se ha de alcanzar la unidad que el redentor ofrece a todos los hombres» (n .o 21). «Toda predicación de la Iglesia así como la misma religión cristiana debe alimentarse por tanto de la sagrada Escritura y ser dirigida por ella» (Sobre la revelación, n .o 21).

Por consiguiente no se puede pasar por alto en las decisiones conciliares la superioridad material de la Escritura, aun admitida la igualdad formal de la Escritura y la tradición (-->Escritura y -> tradición). Sin embargo, dada la atención que se dedica, por ejemplo, al carácter histórico de los Evangelios bajo el aspecto de la historia de la tradición, sorprende la manera como se habla en términos tradicionales de la -> inspiración (Sobre la revelación, n .o 11) y del c., sin que se determine el criterio de la canonicidad de la Escritura. Ciertamente el Concilio (ibid., n .o 8) dice que «por la tradición de la Iglesia llega a conocerse el c. completo de los sagrados libros», pero, no obstante, el hecho de que este proceso dogmático del crecimiento del valor canónico, sobre todo en los cuatro primeros siglos cristianos, fue el mayor acontecimiento por el que la Iglesia marcó sus propios límites, y lo hizo bajo la dirección históricamente inexplicable del espíritu divino, en la actualidad es más acentuado por los teólogos no católicos que por el catolicismo, para el cual a más tardar desde el Tridentino (Dz 783ss) la discusión acerca del c. está ya zanjada. De todos modos recientemente se ha producido- una excepción decisiva, a saber: si el Tridentino (Dz 783) y el Vaticano i (Dz 1787) exigen que se «reconozcan y veneren con igual piedad y reverencia» todos los libros del AT y del NT, el Vaticano ii en cambio habla expressis verbis, p. ej., de una preeminencia de los Evangelios (Sobre la revelación, n .o 18). Con ello la discusión, interrumpida por una comprensible tendencia antirreformadora, sobre una jerarquía en los escritos bíblicos o, hablando en términos de la teología fundamental o de la hermenéutica, sobre un «canon en el c.», ha vuelto a quedar libre y ha recibido un punto de orientación que apenas se pone en duda: la primacía de los Evangelios. Pero con esto se ha planteado de nuevo la cuestión del valor normativo, canónico, de la sagrada Escritura.

La dificultad de la cuestión del canon estriba en la distancia histórica entre la inspiración de los escritos del AT y del NT, que es la condición previa de su canonicidad, y la delimitación del canon neotestamentario, que se extiende hasta el s. iv. Por tanto, la explicación de la revelación normativa, que debe haberse producido implícitamente en el tiempo apostólico, fue conocida mucho más tarde, lo cual se hace tanto más obvio por el hecho de que los hagiógrafos sabían del carácter ocasional de sus escritos, pero no precisamente de su carácter inspirado. Esto se pone de manifiesto por los comienzos de la historia del c. cristiano.

Al principio de esa historia no aparece la acepción profana de la palabra griega xavwv como tabla, lista o tabla cronológica, sino que el término significa fundamentalmente criterio, norma segura, norma de conducta o de doctrina. Así Gál 6, 16 habla de la norma de un auténtico cristianismo frente a los criterios del mundo antiguo. Y 1 Clem 7, 2 remite claramente a las normas de la tradición como criterio de la predicación y de la ética cristianas. En los tres primeros siglos cristianos c. designa la regula fidei, la regula veritatis, o sea, todo lo que como criterio de la verdad y como norma de fe precede ya a los escritos bíblicos. C. significa en segundo lugar (desde el Niceno, 325) las decisiones de los sínodos y, finalmente, a partir del s. iv, la lista de los libros bíblicos que están autorizados para el uso eclesiástico. Esta doble significación del término c., entendido como criterio y como lista o tabla en que se enumeran los libros bíblicos, ha determinado la discusión de la historia de la teología hasta el presente. Pero, desde la definición escolástica de la doctrina de la inspiración, el c. de la Escritura fue entendido cada vez más como pura lista o enumeración de los libros bíblicos.

II. Historia del canon de los libros bíblicos

A pesar de la prescripción judía de conservar intactos los libros sagrados en el templo (Dt 31, 26), al iniciarse la época cristiana los límites del c. del AT todavía eran bastante inciertos. El primer grupo de sus escritos, el Pentateuco, experimentó adiciones substanciales por la introducción del Deuteronomio en el s. vii y del escrito sacerdotal a comienzos del s. iv. Con la redacción de las Crónicas y con la traducción de los Setenta hacia el año 350, los cinco libros de Moisés reciben el valor de ley normativa y más tarde son considerados por los saduceos y samaritanos como la única sagrada Escritura.

El segundo grupo de escritos veterotestamentarios, los libros de los profetas, fueron conocidos como grupo ya hacia el año 190 a.C. (-Eclo 48, 22-49, 12). La triple división del c. del AT mencionado en Lc 24, 44 presupone como tercer grupo los hagiógralos, que, con excepción de los salmos, no estaban destinados a ser leídos en el culto divino. Estos libros deben en gran parte su introducción en el c. a la suposición de que se remontan a Salomón o jeremías, o bien a fiestas muy importantes del templo.

La teoría farisea del c. está descrita por vez primera en Flavio Josefo (Ap. i, 8), hacia el 95 a.C., con las siguientes notas (JosAp i, 8): la inspiración divina, la santidad material, el número de 22 libros, la intangibilidad de sus letras. A su juicio esos libros proceden del tiempo entre Moisés y Artajerjes i (+ 424), con cuya muerte cree Josefo que termina la tradición de los profetas. La teoría del c. que aparece en 4 Esd 14, 8-48 se basa en la creencia de que Esdras, bajo la asistencia del Espíritu Santo, en el año 557 dictó en cuarenta días los escritos del AT, los cuales habían sido destruidos, y así, por la intervención inmediata de Dios (inspiración verbal), dio origen en brevísimo tiempo al c. de 24 escritos. Esta teoría del c., más tarde adoptada por el sínodo judío de Yabné, hacia el año 100 d.C., constituye la base incluso para la concepción cristiana. A pesar de esto los escritos del judaísmo tardío rechazados como apócrifos tuvieron un gran papel precisamente en el cristianismo primitivo. El posterior canon alejandrino (Deuterocanon) a través de los LXX se convirtió luego en la base de la Vg, y en el concilio de Florencia (Dz 706) así como en el Tridentino fue declarado obligatorio con relación al AT. fl enumera, 21 libros históricos, 17 proféticos y 7 didácticos. De estos 45 escritos, en la teología católica ocho reciben el nombre de deuterocanónicos («apócrifos» según la terminología protestante), mientras los escritos apocalípticos del judaísmo tardío reciben el nombre de apócrifos (y el de « pseudoepigráficos» en el campo protestante).

Inicialmente, en la comunidad neotestamentaria de la salvación esos mismos escritos del AT, cuyas promesas cumplió Cristo (Lc 4, 15ss; 24, 44ss), son considerados como la única sagrada Escritura, sin que se pretenda substituir su valor normativo (Mt 5, 17s) por los propios escritos canónicos (cf. 2 Pe 1, 20s). La expectación del inmediato retorno de Cristo al principio no permitió que se pensara en otros escritos canónicos de la nueva alianza. Más bien, los escritos ocasionales de los apóstoles y de sus discípulos se proponían demostrar la conformidad del suceso salvífico de Cristo con la Escritura del AT y, desde este suceso, interpretar los libros veterotestamentarios como ordenados a la plenitud de la ley (2 Cor 3, 6, 15ss). Pero había de operarse un cambio al no producirse el esperado retorno de Cristo. «La idea de poner nuevos libros canónicos junto a los antiguamente transmitidos, es absolutamente impropia del tiempo apostólico; la plenitud de vivientes elementos canónicos, aquella multitud de profetas, de poseedores del don de lenguas, de doctores, no permitió que se sintiera la necesidad de nuevos escritos sagrados...; la creación de un c. es siempre obra de tiempos más pobres» (A. Jülicher-E. Fascher).

A pesar de la permanente validez del c. veterotestamentario, el cristiano primitivo ve la auténtica autoridad en la figura salvífica de jesucristo, el cual, como Hijo de Dios de la ley antigua y por su radicación en la originaria voluntad salvífica de Yahveh, se convierte en el c. por excelencia y en norma para la interpretación de los escritos veterotestamentarios (Jn 14, 10-24; 10, 30). Si por una parte esta norma es el acontecer salvífico de Cristo mismo, es decir, el kerygma acerca de la muerte y resurrección de jesucristo, por otra parte, la comunidad transmite también palabras aisladas de la predicación del Jesús terreno, que, en cuanto Kyrios glorificado, es a la vez contenido (Col 2, 6), origen (1 Cor 11, 23) y - en cuanto Espíritu Santo que sigue actuando (2 Cor 3, 17ss)- causa y garante de la tradición apostólica (cf. Jn 17, 18; 20, 21; 2 Pe 3, 2). El Resucitado transmite a sus apóstoles la fuerza normativa de las palabras del Señor y de su acción salvífica (Jn 17, 18; 20, 21; 2 Pe 3, 2). Como el destino de los discípulos se parece al de su Señor y su palabra es aceptada o rechazada como la de su Señor (Lc 10, 16; Jn 15, 20), ellos pueden tener la misma pretensión que Cristo de ser proclamadores de la voluntad salvífica de Dios y originar así el tercer miembro (mencionado en 2 Clem 14, 2) del desarrollo de la revelación: AT, jesucristo, predicación apostólica (cf. también Ignacio, Magn. 7, 1; Polic. 6, 3). La idea neotestamentaria del c. en el sentido de colección y lista se desarrolla independientemente de este principio cristológico o apostólico del c. como criterio normativo de la fe. Cuando desaparecen los anunciadores autorizados del mensaje de la salvación cristiana y los testigos visuales y auriculares de la vida y resurrección de Jesús, sus escritos, frecuentemente casuales, y las palabras de su predicación, transmitidas oralmente, van ganando cada vez mayor peso para las dos generaciones siguientes. Así Pedro habla ya (2 Pe 3, 15s) de una colección de cartas paulinas, y Policarpo parece conocer ya nueve de las cartas canónicas de Pablo. Los Evangelios, aparecidos en la segunda mitad del siglo i, originalmente iban dirigidos a determinadas regiones, pero ya hacia el 130, en tiempos de Adriano, estaban reunidos en una colección (A. v. Harnack) y Justino (1 Apol. 66s) propuso que fueran usados en el culto divino lo mismo que los profetas del AT. Pero su número cuaternario fue un problema desde el principio, de manera que Taciano, hacia el año 170 d.C., creó en su Diatessaron una armonía de los Evangelios, en conformidad con el único sú«yyéaLov paulino, pero, desde luego, presuponiendo los cuatro escritos llamados Evangelios. Finalmente Ireneo fundamenta esta cuádruple forma del único mensaje salvífico en el significado del número 4 en la visión de Ezequiel (Ez 1, 10; Ap 4, 7; Adv. haer. III, 18, 8; Tertuliano, Adv. Marc. tv, 2; Clemente de Alejandría, Strom. 111, 13, 93; 1, 21, 136).

El tercer grupo de escritos neotestamentarios, entre los cuales hay que contar, además de las epístolas, los Hechos de los apóstoles, el Apocalipsis y la carta a los Hebreos, adquiere valor canónico por vez primera en la segunda mitad del s. ir, si bien oscila mucho el reconocimiento de cada uno de los escritos en particular.

Hacia mediados del s. II Marción, que fue excluido de la Iglesia por sus ideas gnósticas y antijudías, dio en Roma un impulso decisivo para la formación del c. eclesiástico. Marción rechazaba todo el AT por su imagen del Dios vengativo. Concedió validez solamente a diez cartas de Pablo y al Evangelio de Lucas, una vez expurgadas las citas del AT y la historia de la infancia de Jesús, y con este c. suyo substituyó por vez primera el del AT. La Iglesia rechazó la herejía marcionita al legitimar los cuatro Evangelios por medio de un prólogo y al declarar canónicas, además de las cartas paulinas del c. de Marción, las cartas pastorales, los Hechos de los apóstoles y el Apocalipsis. Este proceso llega a sedimentarse oficialmente hacia fines del s. ri en el fragmento de Muratori, que enumera 22 escritos neotestamentarios: los cuatro Evangelios, los Hechos de los apóstoles, 13 cartas paulinas, 3 epístolas católicas, el Apocalipsis y el Apocalipsis de Pedro, no aceptado en todas partes. De este modo hacia el año 200 se concluyó en la Iglesia occidental la formación del c., con excepción de la carta a los Hebreos, declarada no paulina, y del número oscilante de las epístolas católicas. En la Iglesia griega la carta a los Hebreos fue aceptada, pero no el Apocalipsis, que sólo a partir del s. vi pudo introducirse lentamente. También aquí siguió discutiéndose el número de las epístolas católicas. La 39 carta pascual del obispo Atanasio de Alejandría, que procede del año 367, junto con los libros del AT, menciona los 27 libros del NT como parte de un canon ya fijo (Ap. 22, 18s; «Nadie debe añadirle ni quitarle nada»). En los sínodos antiarrianos de mediados del s. iv tiene lugar una igualación del c. oriental y del occidental. En el cap. segundo del Decretum Gelasü que se remonta al sínodo romano del año 382, se da a conocer el c. de 27 escritos neotestamentarios y esa extensión del c. fue confirmado posteriormente por una carta del papa Inocencio i del año 405, así como por los sínodos africanos de Hippo Regius (393) y de Cartago (397-419). Desde el s. iv no se tomaron decisiones nuevas acerca del c., sin embargo, hasta cierto paréntesis breve del pietismo en el siglo xvIII y xlx, volvieron siempre a discutirse la validez canónica y el rango de algunos escritos del NT, en relación con la pregunta por su autenticidad literaria. El Tridentino fijó definitivamente en 1546 el c. del AT y del NT, apoyándose en el Florentino así como en la persuasión existente en el s. iv, pero sin decidir la cuestión de la autenticidad de cada uno de los escritos neotestamentarios. La teología defiende concordemente que el Concilio sólo definió autoritativamente la pertenencia al c. de los libros enumerados, pero no los problemas históricos relativos a su autor y a la autenticidad de las partes discutidas. Pues la autenticidad y la canonicidad son dos conceptos totalmente diversos que han de ser distinguidos en forma clara.

En la así llamada «teología liberal» y en el método histórico crítico del s. xx la pregunta por la «necesidad y el límite del canon neotestamentario» (W. G. Kümme1) vuelve a convertirse en un problema fundamental de la teología protestante, que se debate en torno a la unidad del c. bíblico y al principio reformador de la sola Scriptura, y con ello discute nuevamente el tema de la Escritura como el fundamento de la inteligencia teológica entre las diferentes confesiones cristianas.

III. Intentos teológicos de resolver el problema del canon

La historia del c. pone de manifiesto que la teoría de la doctrina de la inspiración, tal como la desarrolló el judaísmo tardío y fue evolucionando en la historia de los dogmas, poco puede contribuir al esclarecimiento del carácter normativo que han ido adquiriendo los escritos bíblicos, sobre todo los del NT, a no ser que la inspiración sea entendida en un sentido muy amplio, como suma de todos aquellos criterios que movieron a la Iglesia de los cuatro primeros siglos a delimitar el valor de sus fuentes escritas. Esto no tiene por qué significar que la canonicidad sea la consecuencia de procesos puramente históricos. Sin duda los escritos neotestamentarios, como textos de lectura en el culto divino, eran una base de la experiencia espiritual de la fe y, en cuanto tenían un origen apostólico en sentido amplio, eran una emanación de aquella revelación divina y normativa que en principio terminó con la muerte del último apóstol. Hasta la conclusión del c. la Iglesia tuvo una historia con estos escritos, en la cual ellos se acreditaron como norma creadora, conservadora y crítica para la vida creyente de la Iglesia.

A pesar de todo la formación del c. no se reduce a una medida histórica y humana de la Iglesia oficial. Hemos de aceptar más bien la persuasión creyente de que el c. es un don especial de Dios a la Iglesia, y de que en su eficacia tenemos que ver una acción particular del Espíritu Santo prometido a la Iglesia (W. Joest, K. Aland); lo cual podría llamarse inspiración en sentido amplio, pero quizá sea designado más exactamente con el nombre de canonicidad.

Si la exégesis protestante se aproxima a este criterio, que transciende el método hist6rico-crítico, y si se pudiera completar el luterano urgemus Christum contra Scripturam (WA 39, 1, 47), para hacer posible la aceptación de una decisión con rango histórico-salvífico de revelación, la cual obliga a la Iglesia en todo su futuro, de una decisión que, por tanto, no es comprobable científicamente (O. Cullmann, Die Tradition, página 45ss), quizá se podría cortar la «latente enfermedad de la teología protestante y con ello también la de la Iglesia protestante, que consiste en la falta de claridad sobre su relación a los documentos de su origen, es decir, al c.b.» (H. Strathmann, Krisis, p. 295).

En la teología católica, aparte la doctrina de la inspiración, la Iglesia desempeña una función decisiva en el principio del c. Aun cuando Agustín (Contra epistolam Manichaei 5, 6) fundamentara la credibilidad de la sagrada Escritura en la Iglesia, actualmente se distingue entre la constitución del c. (inspiración) y su posterior conocimiento reflejo por parte de la Iglesia (decisión sobre el c.); y esto no sólo desde el punto de vista de la historia de los dogmas. Pues la Escritura y la Iglesia se encuentran en el mismo plano respecto a su constitución, y por eso en definitiva no pueden fundamentarse mutuamente, si no se quiere caer en el círculo Iglesia-canon-Iglesia. Por consiguiente en la historia del c. se trata del conocimiento posterior de un contenido original de la revelación. Y el tener esto en cuenta es tanto más importante por el hecho de que la intención de la Iglesia que delimitó el c. tanto frente a la literatura gnóstica y otros escritos heréticos, como frente a las obras de los padres de los primeros siglos, no pudo ser la de yuxtaponer con igual rango este c. a la tradición posterior. Por eso también la Iglesia de hoy debe sentirse vinculada al c. en forma singular, al c. que ella sacó de sí misma cualitativamente en el tiempo de su origen y que luego delimitó cuantitativamente. El c. de la Escritura es para todo el tiempo de la Iglesia la auténtica norma non normata, revelada implícitamente en el período apostólico y delimitada explícitamente en las decisiones que bajo la dirección del Espíritu Santo se tomaron en la Iglesia de los cuatro primeros siglos.

Paul Neuenzeit