BAUTISMO
SaMun


A) Bautismo sacramental. 

B) Bautismo de deseo.


A) BAUTISMO SACRAMENTAL

Al hombre moderno le cuesta trabajo percibir la plenitud de resonancias y bienaventuranza que hay en las palabras con que, hacia fines del s. II, comienza Tertuliano su tratado sobre el b.: Felix sacramentum aquae nostrae: «feliz sacramento de nuestras aguas (de nuestro baño)» (sacramento = acción sagrada que nos obliga bajo juramento). El b. era para aquellos primeros cristianos comienzo dichoso y consciente de la vida cristiana, de un nuevo renacer conforme al ejemplar primero, Cristo, llevado a cabo en un baño de agua, acompañado de unas pocas palabras. Con la sencillez de la acción divina, en contraste con la pompa de los ritos de iniciación de los cultos paganos, «el baño de agua con la palabra» (Ef 5, 26) comunica algo increíblemente grandioso, la vida de la eternidad (cf. TERTULIANO, De bapt. 1-2).

Sin embargo, en el fondo y en realidad, ésa es también nuestra creencia. También para el cristiano de hoy es el b. el primero de todos los sacramentos, la puerta de la vida cristiana y, como postrera consecuencia escatológica, de la vida eterna. IR1 borra el pecado original y todos los pecados personales, por la -> gracia santificante hace al bautizado partícipe de la naturaleza divina, le confiere la adopción divina, le da derecho a recibir los otros sacramentos y a tomar parte activa en la acción del sacerdocio cultual de la --> Iglesia. Tratemos, pues, de penetrar de nuevo la plenitud de bienes vivos que encierran estas fórmulas abstractas, partiendo de las fuentes primigenias de la revelación.

I. El Nuevo Testamento y la liturgia

El NT nos muestra claramente cómo la predicación apostólica entendió el «baño de agua con la palabra» de la vida (Ef 5, 26).

1. La palabra del Señor

El b. está estrechamente ligado con las palabras del Señor resucitado: «Haced discípulos míos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo os he mandado» (Mt 28, 19s). En estas palabras se nos ha transmitido con toda seguridad la voluntad del Señor glorificado de instituir el b., aun cuando su formulación trinitaria esté condicionada por la práctica apostólica. El sentido profundo del b. es interpretado con las misteriosas imágenes tomadas de la conversación del Señor con Nicodemo (Jn 3, 1-10), que, a decir verdad, sólo son plenamente inteligibles para quien conozca ya el b. cristiano. En todo caso, hallamos desde el principio la administración del b. como fundamento para ser discípulo de jesús y cristiano (Act 2, 37-41 et passim). Desde la venida del Espíritu Santo en el primer Pentecostés, los apóstoles entendieron y administraron este baño bautismal como un uso santo ya tradicional. Deducir este uso del culto helenístico pagano es imposible; sí hallamos, empero, analogías en el AT.

2. Analogías

En el AT hallamos diversas analogías del bautismo (en forma de lavatorios; cf. p. ej., 2x 40, 12; Lev 8, 6; 13, 6; 14, 4-9; 16,4.24; Ez 36, 25, etc.); en tiempo de Jesús, los «bautismos», es decir, los lavatorios de esa especie eran práctica general (cf. Mc 7,2-4); algunas sectas judías los desarrollaron de modo particular, así los esenios (FLAV. Ios., Bell. Iud., 2, 117-161), sobre todo en --> Qumrán (1 QS 6, 16s; 3, 4-9; 5, 13s; cf. J. GNILKA, Der Tüu f er Johannes und der Ursprung der chistlichen Tau f e: Bul 4 [ 1963 ] 39-49). Sobre este trasfondo se entiende más fácilmente la práctica bautismal de Juan Bautista, si bien él trajo factores nuevos de decisiva importancia: como enviado de Dios, Juan bautizaba a los otros, exhortándolos a la penitencia, como preparación a un superior bautismo venidero. Los discípulos de Jesús bautizaron también en vida de éste, sin duda en forma semejante a la de Juan (Jn 4, 1-3 ).

3. La práctica apostólica

Pero después de la glorificación del Señor, los apóstoles practican el uso tradicional de manera nueva y con otro sentido. Ahora bautizan en el nombre de Jesús, es decir, según el mensaje sobre el nombre de Jesús, como entrega a él, invocando su nombre sobre el bautizando y, finalmente (en otro estadio de evolución), en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. (La continuidad del uso V la transición a un nuevo modo aparece impresionantemente en Act 18, 25-26 y 19, 2-6.) La acción entera -baño de agua acompañado de palabraes la culminación de una conducta total: la penitencia y la fe se consuman en el baño bautismal. Y a esta totalidad de conducta va ligada la salvación: el perdón de los pecados y la comunicación del don del Espíritu Santo, porque todo eso une -yen cuanto une -de la manera más íntima con Cristo. Cristo es la luz que brilla en el bautismo, él es la vida que aquí se comunica, la verdad, que el bautizado confiesa y a que se obliga, la fuente de que brotan corrientes de agua viva, el agua y la sangre de la herida de su costado; ellas lavan al bautizado de toda culpa.

4. Teología neotestamentaria

Las noticias relativamente escasas de los evangelios y los Hechos de los apóstoles, y, no en último lugar, del cuarto Evangelio, valorado plenamente en su última intención, hallan luego su grandiosa exposición en la teología de los restantes libros del NT, señaladamente en Pablo, en la carta primera de Juan y en la primera de Pedro. Estos escritos ahondan en la inteligencia del baño de agua acompañado de la palabra, como singular acción sacramental y personal por la que se nos comunica fundamentalmente aquel ser en Cristo que es el compendio de toda la existencia cristiana. Pues «por el b. fuimos juntamente sepultados con él, con él juntamente fuimos resucitados por la fe en la fuerza de Dios que lo resucitó de entre los muertos» (Col 2, 12). Estas ideas se han puesto nuevamente de relieve con energía en la fecunda discusión de los últimos años. Aquí podemos prescindir de puntos menores aún oscuros y de discrepancias en la interpretación, y limitarnos al legado de fe que nos es común. Como realidad fundamental del b. aparece el hecho de que Dios, cuando estábamos muertos por nuestras culpas y pecados, movido por su amor sin medida nos dio la comunión con Cristo; estando muertos, nos convivificó con Cristo, con él nos resucitó y con él nos sentó en los cielos (Ef 2, 1.4-6). La acción de la consagración -baño de agua acompañado de la palabra para alcanzar la salvación por la remisión de los pecados y la comunicación del don del Espíritu Santo - es, en su realización, de sublime sencillez; aun así nos permite conocer claramente muchas cosas: el b. es cima del encuentro personal con Dios en Cristo, es una respuesta personal a su llamamiento, a su palabra.

«Los que aceptaron, pues, su palabra se bautizaron» (Act 2, 41). Condición para el bautismo es la obediencia a la palabra, el escuchar y seguir el imperativo: «Haced penitencia» (Act 2, 38), la respuesta a la palabra de la buena nueva sobre Jesús (Act 8, 35): «Sí, yo creo que Jesús es hijo de Dios» (¡bid. 8, 37 según la redacción occidental del texto). El b. es realmente la forma que toma la -> fe como modo fundamental de nuestro existir en Cristo; sin la fe, sería acción externa muerta. Pero el b. es mucho más que la mera «expresión simbólica» de esta activa disposición creyente como baño de agua acompañado de la palabra, es: el verdadero acceso a Cristo y a su acción salvadora, el ser bautizado en su muerte, el morir y resucitar con él, la comunicación real de la comunión con su pasión, a fin de configurarnos con su muerte, para que lleguemos también a resucitar de entre los muertos (cf. Flp 3, l0s).

En otra importante visión, el agua del b. es baño de purificación: el baño de agua acompañado de la palabra purifica a la Iglesia (Ef 5, 26), agua limpia rocía en él el cuerpo, lava nuestros corazones y los libera de la mala conciencia (cf. Heb 10, 22). La participación en la muerte de Jesús, la purificación por el agua santa que de él brota, nos trae la comunión con la vida de Cristo, el estar en la nueva vida, el ser nueva criatura, el ser regenerados, la participación (ya ahora) en la resurrección, que, naturalmente, sólo se consumará en el futuro escatológico del retorno del Señor.

Todo esto es realidad, pero una realidad cuya plenitud el bautizando ha de afirmar y aprehender anticipadamente en la fe, y sobre cuyas consecuencias debe meditar a fin de actuarlas en la permanente seriedad de una vida verdaderamente cristiana: «Así (después de todo lo dicho sobre esta realidad), considerad también vosotros que estáis muertos al pecado, pero que vivís para Dios en Cristo Jesús» (Rom 6, 11). Así, pues, del bautismo ha de seguirse toda la grandeza y anchura de una vida fundada en Cristo (cf. Ef 3, 16-19).

El Apóstol saca con toda energía estas consecuencias morales prácticas de la realidad del bautismo (Rom 6, 12-14). «Se exige de los bautizados un giro radical, existencial y moral, pues por el bautismo precisamente han recibido un ser nuevo y conforme a él deben caminar, es decir, configurar su vida» (V. WARNACK, Taufe und Christusgeschehen, p. 321). La primitiva Iglesia tomó completamente en serio el tránsito del indicativo del b. - que ya en sí mismo es extraordinariamente grande y amplio - a su imperativo, a sus exigencias morales y existenciales: «A los que ya una vez fueron iluminados (por el bautismo), gustaron el don celeste, fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, gustaron la buena palabra de Dios y los portentos del siglo futuro, pero vinieron después a extraviarse, es imposible renovarlos otra vez llevándolos al arrepentimiento (Heb 6, 5). No podemos entrar aquí en el problema de la penitencia después del b.; pero, en todo caso, Heb 6, 5 atestigua con qué vigor se recalca la plena seriedad de la obligación bautismal.

5. Liturgia bautismal

El múltiple contenido de la -sencilla acción que, sin embargo, tan altas cosas comunica, se hace visible en la liturgia del b., la cual inicia pronto su desarrollo. Tal contenido está atestiguado en la Apología, de Justino, (r, 61), en el escrito de Tertuliano sobre el b. y, particularmente, en la Tradición apostólica, de Hipólito, de fines del s. ir y comienzos del III. Se comienza por una larga preparación catequética de los aspirantes al b.; sigue la preparación inmediata con ayunos, oraciones y promesas solemnes; luego la bendición del agua (por lo menos en Tertuliano). El bautismo propiamente es un auténtico baño en agua corriente, con tres inmersiones, invocando en cada una (epíclesis) uno de los tres nombres divinos. Por fin se dan la unción, la sigilación y la imposición de manos. Y ahora -siempre con cierta solemnidad- el nuevo cristiano es admitido al culto divino de la comunidad de los fieles, al ósculo de paz y a la celebración de la eucaristía. Los tiempos posteriores no han hecho sino desplegar estas líneas fundamentales: desarrollando el ritual del bautismo con la profesión de fe, la renuncia a Satanás, la promesa a Cristo, y la forma dada a la administración propiamente dicha del bautismo y a las acciones que la siguen. El catecumenado se dividió también en una larga serie de escrutinios, hasta que, en múltiple vaivén de desarrollo y abreviación, se fijó la práctica de la administración del b. que poseemos en el ritual romano.

6. Estructura fundamental

La evolución es instructiva. En la solemne ceremonia se expresa concretamente la estructura fundamental del b.: confesión y penitencia como actos personales del candidato mayor de edad; plenitud sacramental y poderío del baño sagrado en el agua por la virtud del nombre de Dios: sumersión, es decir, inmersión en la comunidad de muerte con Cristo, a fin de que, por el perdón de los pecados, nazca la nueva vida en Cristo, prenda y comienzo de la vida eterna, indicada por la blanca vestidura, la luz encendida; y la exigente exhortación: «guarda tu bautismo» hasta el advenimiento del Señor al que saldremos un día al encuentro con luces encendidas. Todo esto tiene una fuerza impresionante y un alto simbolismo para el bautizando adulto. Todo el NT y la época primitiva presuponen que el sujeto del b. es un adulto.

7. Bautismo de niños

Todavía no se habla de bautismo de niños pequeños (lo que tampoco quiere decir que se excluya). El bautismo de los niños es más bien el resultado natural de una situación totalmente cambiada de la cristiandad. Después de algunos siglos, una sociedad que era cristiana en su totalidad, quería que también los niños entraran en la comunión de la Iglesia y, por ende, en la de Cristo. Sin embargo, nunca se compuso un rito peculiar para el b. de niños. En los primeros tiempos «sólo en muy pequeña proporción se practicó el b. de niños. Éste, por el número de los sujetos y la importancia del rito, apenas era otra cosa que un apéndice al b. de adultos... (es decir), al núcleo de los actos de la administración del b.; el ritual del catecumenado no afectaba a los niños» (STENZEL, Die T'au f e, p. 294 ). De hecho, a partir, aproximadamente, de los s. iv y v, el b. de los niños vino a ser el caso normal. Para ello se transformó ligeramente la práctica anterior, y se logró una total adaptación a la nueva situación por medio de abreviaciones y, particularmente, por la síntesis de las distintas etapas en un orden bautismal continuo. Sin embargo, fundameltamente no se cambió nada, de suerte que aun hoy día los bautizandos carentes de uso de razón, mediante la función representativa de los padrinos, son tratados como adultos en lo relativo a la profesión de fe y renuncia a Satanás, así como a la pregunta sobre su voluntad de recibir el bautismo.

8. La realidad actual

A pesar de estas imperfecciones formales, la actual liturgia bautismal de la Iglesia latina muestra con suficiente claridad lo que el b. es desde sus orígenes en el NT: acción sagrada, baño de agua (si bien reducido a un lavado por infusión solamente en la cabeza) acompañado de la palabra, participación en la muerte, en la sepultura y, luego, en la resurrección de Cristo, lavatorio por el agua santificada en virtud del nombre de Dios, perdón de todos los pecados, comunicación de la vida, regeneración, admisión en la filiación adoptiva, y todo ello sostenido, aceptado, afirmado y confirmado por la actitud personal del neófito o catecúmeno, que se obliga a ponerlo por obra en su vida.

Este b. es posesión viva de la Iglesia y como tal se practica. Contamos con él; es el comienzo; de él nace el resto de nuestras obligaciones; como nos une con la muerte y resurrección de Cristo, él nos permite esperar en medio del inagotable «aún-no» la futura consumación escatológica.

II. Reflexión teológica

Qué signifique todo eso, lo ha ido elaborando y asegurando lentamente la teología con reflexión sencilla, pero impresionante e infatigable.

Repasando ese trabajo, hemos de tratar también nosotros de comprender toda la profundidad de nuestra fe «en un solo b. para la remisión de los pecados» (símbolo de Nicea, credo de la misa).

1. Los primeros tiempos

Por de pronto hallamos una reflexión sobre la riqueza del don del b. De acuerdo con la viveza del rito que se ejecuta con auténtica acción, se da aquí un bajar al agua para lavarse de la antigua mortalidad del pecado, y un subir del agua como paso de la muerte a la vida (Ps: Bernabé y Pastor de Hermas). Así, el b. es baño que lava los pecados, remisión de todas las penas por éstos merecidas, iluminación para la contemplación redentora, perfección, es decir, sigilación, entrada plena a través de la frontera de la muerte en la vida de Cristo (Clemente).

2. Orígenes

Orígenes introduce todas estas ideas dentro del marco de su visión de la historia de la salvación, en una forma no sistemática, sino ocasional, pero con la profundidad peculiar de su intuición, tan fecunda para toda la teología posterior. Lo que precedió en tipos y figuras del AT y se cumplió en Cristo, es ahora resumido y recapitulado en el b. Aquí, como siempre, Orígenes aboga por la primacía del orden espiritual e interno sobre el exterior y visible, que ha de estar al servicio de aquél.

El b. de la Iglesia adquiere así su verdadero puesto en la historia de la salvación, entre las figuras del AT y Juan Bautista, por una parte, y la nueva forma (regeneración) de cielo y tierra al fin de los tiempos, por otra. Allí, en el AT, la figura que por vez primera revelaba era signo indicador; el fin último es el b. escatológico «en espíritu santo y fuego» (Mt 3, 11). Entremedio está el b. de la Iglesia, como mediación y unión. Él realiza el signo precedente, pero a su vez es en sí mismo signo que apunta hacia una realidad postrera, aún no cumplida. En esta doble función está lleno de espíritu y de eficacia salvífica, recibiendo de Cristo toda su fuerza. Orígenes no agota en estas consideraciones toda la significación y la -también para él- absoluta necesidad del b. Sólo quiere hacer ver con énfasis que toda la obra exterior del b. adquiere su sentido por una realidad espiritual, por el hecho de que en el b. de la Iglesia cumplimos los antiguos tipos y figuras, recibimos la gracia de Cristo y llegamos así a la postrera etapa del b., que es la resurrección escatológica de toda clase de -> muerte. Orígenes exige además insistentemente que el catecúmeno no sólo realice o haga realizar en sí el rito tradicional del b., sino que se esfuerce por conocer prácticamente la realidad última que en el rito se esconde.

El b. es renuncia, conversión, penitencia. El morir ascético del catecúmeno se consuma sacramentalinente por el b.; sin embargo, «si uno, continuando en el pecado, se acerca al baño de agua, no recibe remisión alguna de sus pecados» (Hom. in Lc 21).

3. La controversia sobre el bautismo de los herejes

Pero estas consideraciones se quedaron por de pronto en fragmentos, que se yuxtaponían más o menos inconexamente. En primer término aparece, exigida por las necesidades de la práctica, la reflexión sobre el carácter irrepetible del b., sobre su carácter totalmente único y singular. El claro y firme reconocimiento de esta verdad fue logrado en la dura realidad de la controversia sobre el b. de los herejes. La controversia surgió al plantearse la cuestión de cómo la Iglesia había de tratar el b. administrado en una comunidad cristiana, separada de ella por el cisma y hasta por la herejía. Las Iglesias de África y algunas de oriente, en caso de conversión, bautizaban nuevamente al miembro de tales comunidades cismáticas o heréticas. En cambio, la Iglesia de Roma y la de Alejandría reconocían la validez del b. de los herejes, y sólo practicaban una reconciliatio, una solemne readmisión en la Iglesia por medio de la imposición de manos. El conflicto de la distinta práctica vino a convertirse en abierta oposición entre Cipriano de Cartago, por una parte, y Esteban z de Roma, por otra. Ambos estaban de acuerdo en la fundamental confesión de que no hay un «nuevo bautismo»; sólo un b. es válido. La cuestión estaba en si el b. administrado por los herejes era verdadero b. El punto de vista romano se impuso finalmente. Al defender la primacía del factor ministerial y sacramental, que no queda afectado por la santidad moral del ministro ni aun por la pertenencia a una falsa iglesia, la Iglesia romana aseguró el primado del poder de Dios.

4. Agustín

Esta idea fue la base de la teología bautismal que desarrolló y acabó Agustín en la discusión con los herejes de su tiempo. Una vez más se afirma con énfasis que Cristo es autor y señor del sacramento del b., él es su verdadero ministro; por eso el sacramento no pierde su validez aun cuando sea administrado por un hereje, pues también éste bautiza con el b. de la Iglesia, con el b. de Cristo, «que en todas partes es santo por sí mismo y, por tanto, no es propiedad de los que se separan, sino de aquella comunidad de que se separan» (De bapt. t, 12, 19). En época posterior, sobre todo en su lucha contra los pelagianos y en el estudio de la cuestión del b. de los niños, Agustín recalcó aún más fuertemente el factor objetivo del sacramento. Sin estar ligado por el sacramento a la acción saludable de Cristo (primera y fundamentalmente por el b. y luego por la participación en la mesa del Señor), «nadie puede llegar al reino de Dios, ni a la salvación y vida eterna» (Sobre el mérito, el perdón de los pecados y el b. de los niños i, 24, 34). Mas, por otra parte, y ésta es la herencia permanente de su controversia con los donatistas, Agustín no dejó nunca de prevenir contra todo automatismo del sacramento. Sin la fe no se realiza en absoluto el sacramento; éste es ya expresión del acto personal de fe, por lo menos de la madre Iglesia. Es sacramento de esta fe, signo sagrado de la fe en Cristo y en su gracia. Pero luego, aun cuando sea válido, sin la caridad de nada sirve, no es fructuoso. De esas consideraciones salió finalmente la idea de que el b., debidamente administrado, en virtud del verdadero ministro que es Cristo, siempre se confiere válidamente (pero no por «mágico» poder del rito, sino por la fe básica, que abre el acceso a Cristo); en otras palabras, de que imprime al bautizado una nota o señal indeleble (y por eso no puede repetirse); mas para que despliegue efectivamente su fecundidad, es menester concurran la fe y la caridad del que lo recibe. Aquí están, entre otras cosas, los fundamentos de la posterior doctrina, que es actualmente nuestra, sobre el carácter del b., sobre la señal indeleble que el rito bautismal imprime en el alma.

5. La madurez plena de la teología bautismal

El período clásico de los padres de la Iglesia -los s. iv y v - llevó a su madurez plena la teología del b. en estos y en otros puntos. Los distintos temas o motivos de la teología del NT y de la primera época patrística son desarrollados armónicamente; en las catequesis bautismales de los obispos se nos dibuja un cuadro general impresionante del gran misterio del b. El b. es aquella acción sagrada en que se nos hace presente, para iniciarnos en la vida cristiana, la obra salvadora de Cristo, su muerte y resurrección, a fin de conformarnos con el Señor crucificado y resucitado. Lo que una vez aconteció en él se realiza en nosotros por el b. para la formación de la nueva vida, para nuestra regeneración; y esto de suerte que el Espíritu Santo, enviado por el Señor resucitado y levantado a la diestra del Padre, llena y santifica el elemento sensible del agua, a fin de lavarnos y purificarnos con ella.

De importancia permanente es además el hecho de que los padres, ya desde los tiempos de Tertuliano, designaron la acción litúrgica de la iniciación mediante este «baño acompañado de la palabra» con el nombre de sacramentum o (latinizando el mysterion griego) con el de mysterium, términos usados también para otras acciones sagradas. A más tardar en el curso de los s. m y iv, «se llegó a un fijación técnica de la palabra en este sentido» (K. Prümm, «Mysterium» von Paulus bis Origenes: ZKTh 61 [ 1937 ] p. 398 ). El b. es sacramento, lo cual significa en el sentido de esta primera fijación, que es una acción sagrada con la obligación contraída bajo juramento (a la manera de la jura de bandera, sacramentum del soldado romano) de ser fiel en el servicio de Cristo. Pero el bautismo es además sacramento porque realiza el sentido pleno de la palabra mysterion, ya que es una acción por la que se consagra al creyente, la cual transmite una imagen de lo representado y aprehendido en la fe y configura con ello. El b. es mysterium porque en él se da una figura de la muerte y resurrección de Cristo, porque él nos hace partícipes de la acción pascual por la que Cristo pasó de la muerte a la vida.

Junto a esta visión que se funda sobre todo en la teología paulina del b. en la muerte de jesús, aparece otra, importante ya al principio y luego cada vez más, a saber, la del Espíritu de Cristo que llena con su virtud santificante el agua bautismal. Las grandes cosas que nos comunica el b., las opera por la virtud del Señor crucificado y resucitado, el cual, invocado a través de una consagración especial, a través de la - cada vez más compleja- consagración del agua bautismal, y luego a través de la mención del nombre de Dios, llena actualmente el agua con el poder de su Espíritu Santo y la fecunda, a fin de que ella, como seno santo de la madre Iglesia, pueda regenerar para la vida: « ...a fin de que los hijos del cielo, concebidos en la santidad, salgan, del seno inmaculado de esta divina fuente, renacidos como una nueva creación (Misal Romano, bendición de la pila bautismal en la noche de Pascua).

6. Teología escolástica

La época posterior guardó fielmente el legado de las ideas elaboradas por los padres, y las redujo a una síntesis cada vez más completa. Así, la teología escolástica trató de interpretar el b. como signo sagrado, como sacramento de la fe, en el que se confiesa y aprehende a Cristo y su universal acción salvífica, como un signo compuesto de elemento (materia) y palabra (forma). Según los escolásticos, el b. representa nuestra santificación apuntando en una triple dirección: hacia su causa (pasada, histórica, pero actualmente eficaz), que es la pasión de Cristo; hacia su realidad formal, la gracia (la cual está presente y configura con el prototipo); y hacia su consumación escatológica (que aún ha de llegar y conferirá la última y suprema configuración con la imagen ejemplar, que es Cristo). Pero a la vez el signo bautismal es causa instrumental de la santificación significada. Como tal está en manos del verdadero autor de toda salvación, Cristo mismo. Él permanece siempre el Señor de sus sacramentos y el administrador de la salvación, de tal modo que en ocasiones la comunica sin el b., p. ej., cuando la comunica a un mártir (-a martirio) a través de su muerte o cuando, en el mero bautismo de deseo (véase a continuación), se anexiona discípulos a través de la fe. A par de este análisis de la verdadera naturaleza del sacramento del b., viene luego, en la teología escolástica, el estudio general de todas las cuestiones que atañen a la administración, al ministro, al sujeto y a los efectos del b.; el sacramento mismo queda ordenado en el contexto general de los siete sacramentos del NT.

Dentro de este estudio, se esclarece particularmente la significación del carácter impreso por el b. El punto de partida para esto es la imposibilidad de repetir el b. Administrado con recta intención, el b. es siempre válido, aunque, por falta de disposición del bautizado (adulto), permanezca infructuoso. A la verdad, ya esta validez objetiva sólo es posible a base de un mínimo de fe y de buena voluntad, sin las cuales no se puede conferir ninguna realidad salvífica. Como fundamento que sustenta la realid d del b. recibido válida pero infructuosamelte se aduce el carácter impreso. Éste es concebido como un algo misterioso, como un don impersonal y objetivo de la gracia, como un signo de distinción y de dignidad, como una realidad significada y que a su vez significa otra cosa. El carácter es así un término medio entre la meramente externa y meramente significante acción sacramental (sacramentum tantum), por una parte, y la última realidad interna de la vida de gracia (res tantum), por otra parte; en cierto modo es una configuración germinal con Cristo. Tomás de Aquino interpreta el carácter de modo ingenioso y esclarecedor, aunque no del todo convincente, por lo cual su explicación aun hoy día no es aceptada por todos. Él lo concibe como «cierta capacidad para las acciones jerárquicas (cultuales), es decir, para la administración y recepción de los sacramentos y de lo demás que compete a los fieles (In Sent. iv, d. 4, 1. sol. 1).

7. Época de la reforma

Los reformadores del s. xvi, por su excesiva insistencia en la palabra y en la fe fiducial subjetiva, negaron teóricamente el concepto sacramental católico; pero, prácticamente, no llevaron a sus últimas consecuencias la dinámica revolucionaria de su principio. En todo caso, dejaron subsistir de hecho el b., y particularmente el b. de los niños, como instrumento de gracia en el sentido propio de la palabra. En cambio, el concilio de Trento defendió la doctrina tradicional y dio por válido su desarrollo histórico-dogmático. Afirmó en concreto los siguientes pensamientos: el b. cristiano, que opera lo que significa, es superior al de Juan Bautista; ha de mantenerse el carácter sensible del baño de agua (acompañado de la palabra); rectamente administrado según la intención de la Iglesia, el sacramento es siempre válido; no es sólo signo de la fe, sino que además produce la gracia ex opere operato, es decir, por el poder de Dios que obra en el sacramento (y no por la voluntad o santidad del hombre); por esta poderosa acción de Dios es también válido el b. de los niños; todo b. reiterado es nulo; la fuerte insistencia sobre esta virtud del sacramento no pasa en modo alguno por alto la necesidad de que el neófito adulto se prepare debidamente para recibirlo; el b. es necesario para alcanzar la salvación; la gracia del b. puede perderse de nuevo por el pecado grave (ses. 7, cánones sobre el sacramento del b., 1-14; Dz 857-870).

III. Teología actual

Con sus cánones sobre el b., el concilio de Trento sólo quiso asegurar y delimitar el legado de fe de la doctrina tradicional. Sigue siendo obligación de todos darse plenamente cuenta, dentro del marco así trazado, de la riqueza tradicional; no basta, pues, estancarse en las fórmulas de reprobación o de anatema del Tridentino. Es comprensible que la teología de la época posterior, impresionada por la obra conjunta del Concilio, cediera un tanto a la tentación del mero acatamiento, y con ello estrechara su horizonte. Hoy la situación es otra; ya la mera necesidad del diálogo ecuménico, y más aún los intensos impulsos provenientes del movimiento litúrgico y del estudio profundizado de la palabra de Dios conducen inevitablemente a una ampliación y reelaboración de la teología del b.

1. La renovación litúrgica

La renovación lítúrgica ha reavivado nuestra conciencia del b. (-> Movimiento litúrgico, en liturgia, D). Esto repercute, ante todo, en un conocimiento más a fondo del sacramento mismo, como acción sagrada que está llena de una gran significación interna y, por tanto, requiere una celebración digna para expresar su contenido. De ahí viene la mayor estima del simbolismo sensible del acto del b., un tanto mermado hasta ahora como consecuencia de un minimalismo sacramental. A eso va unida una más clara conciencia de la unión esencial entre la administración del b. y la celebración de la vigilia pascual. En efecto, se pone de manifiesto que el b. es un sacramento pascual, en el que el catecúmeno realiza fundamentalmente y por vez primera el transitus paschalis, el paso de la muerte del pecado y del hombre viejo a la vida de la resurrección del hombre nuevo en Cristo. La percepción del sentido auténtico del sacramento hace que aspiremos a una expresión más clara y convincente del mismo.

2. Los deseos de reforma

Los deseos de reforma, que fueron concretamente formulados en el concilio Vaticano ir, se refieren ante todo al ritual del b. de los níños, que prácticamente es el que se usa en la inmensa mayoría de los bautismos. «La ficción de un interlocutor responsable sobrecarga la situación del párvulo» (Stenzel, o.c. 296). Nuestro afán de autenticidad exige que «se deje al niño en sus límites y sólo así se lo tome como socio» (¡bid), y que se diga, por tanto, lo que de hecho sucede, lo cual puede describirse en pocas palabras: Ahí está un niño, al que Dios por medio de la Iglesia promete, transmite y regala su gracia, con la obligación para la Iglesia misma, los padres y padrinos de conducir a ese niño a que libremente acepte y guarde la gracia salvífica que se le ha regalado. Por lo demás, no habría que cambiar mucho o sólo cosas inesenciales en el ritual del bautismo de los niños (cf. Stenzel, o.c. 297s).

Más importante es una reforma del ritual del b. de adultos, que actualmente no es caso excepcional aun fuera de países de misión. Aquí parece darse la alternativa siguiente: partiendo del hecho de que el actual ceremonial, desproporcionado en su conjunto, es en su mayor parte un resumen apretado del catecumenado ahora inexistente y, por ende, un mero anacronismo conservado por espíritu tradicionalista, síguese que, para procurar al neófito adulto una participación viva y activa en la recepción del sacramento, o bien habría que acortar el ceremonial eliminando razonablemente todo lo anticuado, o bien se debería restaurar la institución del catecumenado dentro del marco de lo actualmente aconsejable y posible (cf. Stenzel, o.c. 303). Como hay muchas razones en pro de esto último, el deseo de reforma se extendería concretamente a que se dejara de administrar el b. en un solo acto. Se debería, pues, volver a la separación cronológica entre la preparación y la administración del b. La acción total podría repartirse en tres actos separados entre sí, que, de acuerdo con las circunstancias, se prolongarían durante un tiempo más o menos largo. En el primer estadio, ad catecumenum faciendum (apertura del catecumenado), se cultivaría el diálogo entre el candidato al b. y la Iglesia; en el segundo período, predominarían los exorcismos; como tercer período y culminación seguiría la administración del b.: renuncia a Satanás (con unción), símbolo de la fe, baño de agua (bautismo mismo) y ritos finales (sobre otros pormenores cf. Stenzel, o.c. 305-307). Acerca de la nueva configuración de la liturgia del b. de adultos, a base del «Consilium ad exsequendam Constitutionem de sacra liturgia», véase Fischer, Notitiae 3 (1967), p. 55-70.

3. Problemática del b. de niños

Sin embargo, la gran importancia, tan actual, del b. de adultos no debe hacernos pasar por alto el derecho propio, la legitimidad y valor peculiar del b. de niños. La teología protestante en los últimos años se ha ocupado a fondo de este problema. Quien toma plenamente en serio las ya mentadas tesis del antiguo protestantismo, tropieza en el b. de niños con un obstáculo casi insuperable. Mas si se acepta, de acuerdo con la práctica de todas las Iglesias, aun de las protestantes, el b. de los niños, eso implica directamente una toma de posición en pro de una interpretación realista del b. y de su eficacia.

4. Realismo sacramental

Precisamente los representantes de la exégesis protestante, .así como de la historia de las religiones y de la Iglesia, han reconocido de nuevo el realismo de la antigua concepción cristiana del sacramento. Cierto que en un primer estadio han creído descubrir un parentesco estrecho entre este realismo y la magia; y, por eso, el miedo a la confusión del sacramento con el signo mágico (incluso allí donde está verdaderamente excluida semejante confusión) aun en la actualidad dificulta a muchos teólogos protestantes para la emisión de un juicio objetivo. Pero, en conjunto, se resalta - y muchas veces con insistencia -«que Pablo atribuye al b. una "auténtica actividad mistérica", en virtud de la cual el que era pecador queda convertido en un hombre liberado del pecado y misteriosamente unido con la muerte y resurrección de Cristo» (B. Neunheuser, o.c., 100). Tales conclusiones abren nuevas posibilidades para justificar el b. de los niños; pero su auténtica importancia es evidentemente mucho mayor, pues ellas permiten una nueva fundamentación y elaboración conceptual de la doctrina tradicional del b. a partir de la -> palabra de Dios.

Dentro del marco de la problemática que así se plantea, también la teología católica puede y debe, incluso hoy, prestar atención especial a los tres factores siguientes del b.:

a) El b. es una sagrada acción mistérica; es la comunicación sacramental de la gracia; pero constituye también una acción personalísima del bautizando adulto. Cono acto mistérico, el b. es una acción de iniciación, de introducción en la verdadera existencia cristiana. En dicha acción, bajo la envoltura del rito visible (bajo el signo de la sumersión, del rito del baño de agua -que, aun realizado en modesta forma abreviada, se conserva todavía en el lavado actual por infusión -, y de la invocación de la Trinidad divina), se hace cultualmente presente la históricamente única muerte salvífica de Cristo, de modo que el bautizando puede conrealizarla y reproducirla. Al morir y ser crucificado con Cristo, se une a él, para resucitar también con él a la nueva vida del «estar en Cristo Jesús», esperando llegar un día a la realidad plena de esta vida resucitada (cf. V. Warnach, p. 332).

b) Mas si partimos del signo visible del baño de agua en cuanto es un lavado, o sea, si partimos de la forma que prácticamente predomina en la actualidad, por el mismo rito conocemos la realidad bautismal como lavatorio, como purificación del hombre pecador por la sangre preciosa del cordero de Dios, por el agua que brotó del costado abierto del Señor crucificado. El instrumento de este poder purificante y redentor de Cristo es el agua bautismal, la cual, llena de la virtud del Espíritu Santo por la invocación del nombre de Dios, libra al bautizado de todo pecado y lo vivifica para la nueva vida de la «regeneración por el agua y el Espíritu Santo» (Jn 3, 5). Así se le abre al bautizado la puerta para entrar en el reino de Dios. Ahora bien, ora consideremos el b. como la realización de la crucifixión, ora lo consideremos como instrumento del Redentor para purificarnos y lavarnos, para darnos la gracia y vivificarnos, él es siempre obra de Dios, comunicación soberanamente poderosa de la acción salvífica de Cristo, que actúa sobre el pecador con todo poderío, por misericordia, por amor preveniente y gratuito, pero que desde este momento obliga y exige la obediencia del hombre.

c) Con ello se da el tercero y último factor que hemos de considerar. Nada, absolutamente nada de magia se halla en este acto sacramental. La magia es, en realidad, la muerte de toda religión auténtica (--> superstición). Pero el poderío y la certeza de la acción sagrada que se realiza en el misterio del b. y que brota ya de la fe, propiamente no son sino la manifestación del poder de Dios, quien, por gracia libremente dada, ha escogido ese camino para nuestra redención, en perfecta armonía con el hecho fundamental de la encarnación del Logos y con la naturaleza corporal y espiritual del hombre. El b. proclama realmente la suficiencia universal de la Gran Acción, de la históricamente única redención de Cristo; ésta adquiere eficacia actual en el b.

5. Exigencias del b.

El b. obliga y exige, y lo hace en conformidad con el estado espiritual del hombre. El b. da al párvulo lo que puede recibir, a saber, la filiación divina, la liberación de la culpa original y de la ira de Dios; pero por eso precisamente el b. obliga al niño a que, llegado al uso de razón, libremente, por la fe y la caridad, confiese la realidad de su b. y conforme a ella su vida, con la esperanza de consumar en la eternidad la gracia que se le ha dado y él ha guardado. Si esto no se diera, el b. no podría llegar a su último y verdadero efecto.

En cambio, al neófito adulto el b. le obliga inmediatamente. Sin su libre disposición, sin el «sí» dado con fe, sin su decidida renuncia al pecado, sin su libre adhesión a Cristo, a su muerte y resurrección, el b. es infructuoso, por más que en sí, por haber sido administrado rectamente, tenga validez e incluso haya dado al bautizado aquel primer contacto con Cristo que lo marca y hace propiedad suya. La fuerza de esta realidad fundamental está en que, si el marcado con el carácter aparta el óbice que antes oponía a la gracia y hace penitencia, puede en todo momento acercarse a Cristo como fuente de la verdadera vida. El b. es realización viva de la comunión con Cristo, comienzo y acto primero de aquella existencia, descrita en el NT, que significa precisamente intimidad, connaturalidad recibida por la virtud del Espíritu Santo de Cristo para escuchar lo que Dios dice y quiere, mayoría de edad y libertad de los hijos de Dios (cf. p. ej., Heb 8, 8-13 y 10, 15-17, en relación con Jer 31, 31-34). Sólo puede administrarse al que cree de todo corazón (cf. Act 8, 37), al que lo desea libremente, al que está dispuesto a ser bautizado «en la muerte de Cristo» (Rom 6) y a guardar su b., a permanecer de veras discípulo de Cristo por la obediencia a los mandamientos de Dios y del mismo Cristo, para que así, a la vuelta del Señor para las bodas escatológicas del cordero, pueda salirle al encuentro, en unión de todos los santos, con la luz encendida que le dio el b., y sea admitido, por gracia, en el reino de los cielos.

Así, pues, el b., sobre todo como primero y fundamental sacramento, es de manera singular el sacramento de la -> fe en Cristo, la concreción, por decirlo así, de esta fe. Por eso precisamente, en el llamado b. de deseo, si las circunstancias hicieran imposible la recepción del sacramento, la fe sola podría comunicar la comunión con Cristo y su acción salvifica. Esto no hace superfluo el b. mismo. E1 que verdaderamente cree en el Señor está dispuesto a cumplir todo mandato suyo y, por tanto, en cuanto de él depende, quiere también recibir el b. En consecuencia, tampoco a él se le da la salvación eterna sin el deseo (por lo menos implícito) del b. y, aun después de la justificación así recibida, la recepción del b. sigue siendo necesaria, pues él incorpora a la comunidad exterior de culto, que es la Iglesia, y capacita con ello para participar de toda su vida sacramental en Cristo.

IV. Fundamento de toda vida cristiana

Visto en esa plenitud, el b. es realmente el «feliz sacramento de nuestro baño», el fundamento de una nobilísima vida, de la vida en Cristo jesús, cuya base existencial entera está (ya ahora) en el cielo, de donde esperamos (aún) al Señor Jesús como salvador, «el cual transformará nuestro cuerpo de bajeza, conformado con su cuerpo de gloria» (Flp 3, 20-21). Él nos obliga desde ahora, «para el poco de tiempo» intermedio, a morir al pecado y vivir en Cristo nuestro Señor. Es más, nos impone el mandato de actuar en una vida de acción cultual, de acuerdo con la dignidad, conferida en el carácter bautismal, del regio sacerdocio del hombre neotestamentario, dispuesto para la concelebración del misterio eucarístico, en memoria de lo que hizo el Señor, dando gracias al Padre por Cristo y llevando a cabo aquella adoración en espíritu y en verdad que pide el Padre mismo (cf. Jn 4, 23-24).

Pero el b. pide aún mucho más: que permanezcamos en el amor con que y al que Cristo nos ha llamado, que llevemos unos las cargas de los otros y cumplamos así la ley de Cristo. En virtud de la comunión con Cristo que se nos ha dado en el b., podemos y debemos llevar a cabo en adelante lo que actualmente llamamos la «misión universal de los cristianos», a saber: por el cumplimiento de nuestro deber, dar testimonio de Cristo en medio del mundo, en espera de la última manifestación de su gloria, hasta que Dios, lo sea todo en todos (cf. 1 Cor 15, 28).

Burkhard Neunheuser

B) BAUTISMO DE DESEO

I. Visión histórica

En la Escritura al lado de las afirmaciones que expresan la necesidad del bautismo para salvarse hay otras que acentúan solamente la fuerza justificante de la --> fe (p. ej., Rom 3, 22). La teología de los padres no tuvo siempre en cuenta esta polaridad de las afirmaciones de la Escritura. La doctrina de la necesidad del bautismo para salvarse pasó muy a primer plano. Sin embargo, en Ambrosio (De obitu Valentiniani consolatio 51: PL 16, 1374), en Tertuliano (De baptismo 18ss: PL 1, 1224), en Cipriano (carta 73, 22: PL 3, 1124), en Cirilo de Jerusalén (Catequesis 13, 30s: PG 33, 809s), en Juan Crisóstomo (In Gn. hom. vil, 4: PG 54, 613), y en Agustín (De baptismo contra Donatistas iv, 22, 25: PL 41, 173s; cf. también las citas de Agustín y de Ambrosio en la carta de Inocencio ii a Eusebio de Cremona: Dz 388) se encuentran afirmaciones sobre el b. de deseo.

Fue el instrumento teológico de la edad media el que hizo posible la reflexión sistemática acerca de cómo el hombre que no ha recibido el sacramento del bautismo puede participar de la comunión con Dios por la gracia. Ya Bernardo de Claraval (Ep. 77, 2) y Hugo de San Víctor (De sacr. ir, 6, 7 ), entre otros, enseñaron que, si bien los sacramentos son los medios ordinarios de la gracia, sin embargo, la misma disposición perfecta para recibirlos, creada por la fe y el amor, confiere al hombre la -> justificación.

Puesto que esa disposición está ordenada al -> sacramento como un «deseo del mismo», la justificación que precede a su recepción fue considerada como una especie de anticipación de la gracia sacramental. Con relación al bautismo esta doctrina pronto se hizo común y, más tarde, también fue aceptada por el concilio de Trento (Dz 797). La clase de disposición que es necesaria para adquirir los efectos del bautismo (sin bautismo), fue un punto de especial discusión entre los teólogos medievales. Una teoría muy extendida -defendida también por Tomás de Aquino - decía que antes de la venida de Cristo era suficiente creer en Dios y en su providencia gratuita respecto a la humanidad. Esta fe era considerada como una -> fe implícita en el Cristo futuro. Pero. después de la venida de Cristo, según Tomás de Aquino, es necesaria la aceptación explícita del mensaje cristiano. Ésta fue también su opinión en la discusión sobre la universal -> voluntad salvífica de Dios (en -> salvación).

En la edad media era creencia universal que, en líneas generales, el evangelio ya había sido proclamado en todas las partes del mundo y que los infieles, reducidos ya a un número relativamente pequeño, vivían al margen de la civilización. Sin embargo, a raíz del descubrimiento de América y del lejano Oriente se hizo más urgente la cuestión de la salvación de estos grupos de hombres. Muchos teólogos opinaban que los pueblos de más allá de los mares, que jamás habían oído el mensaje de la salvación en jesucristo, estaban en la misma situación salvífica que la humanidad antes de la encarnación de Cristo. Y, por tanto, que su fe en un Dios que gobierna el universo con misericordia y justicia, equivalía a la aceptación implícita del evangelio cristiano y debía imputárseles como bautismo de deseo.

Estas reflexiones acerca de cómo Dios se pone en contacto con los hombres fuera del ámbito de la acción cristiana tuvieron como punto de partida la idea de que Cristo es el único mediador de la salvación y de que su gracia toca el corazón de cada hombre de tal modo que él deba responder a su invitación.

Esa idea general del bautismo de deseo fue confirmada formalmente por la Iglesia en la carta de Pío xii al cardenal Cushing de Boston en el año 1949 (DS 3869 hasta 3872). Esta carta explica el significado de la fórmula dogmática «fuera de la Iglesia no hay salvación» en los siguientes términos: En ciertas circunstancias, que están especificadas, basta para salvarse un voto implícito del bautismo - y, con ello, de la Iglesia-, por cuanto este deseo está inspirado por la fe sobrenatural y soportado por el amor de Dios, o, dicho de otro modo, por cuanto este deseo es la obra de Dios mismo en el hombre.

El concilio Vaticano ir habla de la voluntad salvífica universal de Dios en relación con el hecho de la pertenencia a la Iglesia, concretamente en la Constitución dogmática sobre la Iglesia «Lúmen gentium» (Cap. ri art. 16): «Por fin los que todavía no recibieron el Evangelio están relacionados con el pueblo de Dios por varios motivos. En primer lugar, por cierto, aquel pueblo a quien se confiaron las alianzas y las promesas y del que nació Cristo según la carne (cf. Rom 9, 4s)... Pero el designio de salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes, que, confesando adherirse a la fe de Abraham, adoran con nosotros a un Dios único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el último día. Pero Dios no está tampoco lejos de aquellos otros que entre sombras y figuras buscan al Dios desconocido, puesto que todos reciben de él la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Act 17, 2528) y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (Cf. i Tim 2, 4). Quien sin culpa suya desconoce el evangelio y la Iglesia de Cristo, pero busca a Dios con corazón sincero y se afana por hacer realidad con la ayuda de la gracia la voluntad de Dios, reconocida en la voz de la conciencia, puede alcanzar la salvación eterna...» (cf. también ir, 9). Pero aquellos que han reconocido la necesidad de la Iglesia para salvarse, necesitan imprescindiblemente del b. como «puerta» de la Iglesia y, con ello, de la salvación (Ibid., art. 14; Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, cap. i, art. 7).

II. Reflexión sistemática

Puesto que actualmente vemos con toda evidencia que el pueblo de Dios de la antigua y la nueva alianza fue y es sólo una pequeña minoría dentro de la familia humana, hoy resulta mucho más urgente que en la época de los grandes descubrimientos reflexionar sobre el destino salvífico de la mayor parte de la humanidad. La elección del pueblo de Dios por medio de la gracia ¿significa que la acción salvífica de Dios no se realiza fuera de este pueblo más que raras veces y a modo de excepción? ¿No hay que suponer que Dios, habiendo revelado en Jesucristo su universal voluntad salvífica, lleva a cabo la salvación de los hombres tanto en la Iglesia (donde su acción es «reconocida») como fuera de ella (donde esta acción no es «reconocida» como tal)? La elección irrevocable que Dios hace de la humanidad en la --> encarnación, la eficacia universal del sacrificio de Cristo y su victoria definitiva sobre el -> pecado y la -> muerte significan que, con la venida de jesús, la humanidad entera ha entrado en una nueva situación salvífica. Ella ha recibido una ordenación objetiva a la forma de ser del Cristo resucitado, ordenación que se funda en la absolutamente libre voluntad reconciliadora de Dios. Por tanto con el concepto de b. de deseo se intenta hacer comprensible la posible existencia de una acción salvadora y santificadora de Dios en la humanidad fuera de los límites visibles de la Iglesia.

El único mediador de la gracia es -> Jesucristo. Una vez concluida la revelación visible con la muerte y resurrección de Jesús, esta gracia se nos transmite a través del Cristo pneumático en su -> Iglesia, la cual, debido a la encarnación de su Señor, es una realidad sacramental y visible, de modo que se edifica sobre la dimensión de la corporalidad. El b. nos introduce siempre en esta comunidad de la gracia que Cristo, como su centro, sustenta siempre a través de los --> sacramentos. A ese centro del misterio de la redención está ordenada la creación entera. Cristo, meta de la Iglesia y del universo, como «cabeza» de la creación actúa a través de la Iglesia y de su corporalidad incluso en aquellas partes del mundo que no pertenecen a la Iglesia visible y todavía no han sido alcanzadas explícitamente por ésta (cf. voluntad salvífica de Dios, en -> salvación, -> gracia, historia de la -> salvación). Ciertamente, esta acción salvífica se produce extrasacramentalmente (pues en ella no intervienen los sacramentos de la Iglesia visible) y, sin embargo, bajo algún aspecto también se produce « sacramentalmente», ya que Cristo es el protosacramento por excelencia y, además, dicha acción se halla ordenada precisamente a la Iglesia visible y sacramental, a la cual todos están llamados, por cuanto es la comunidad de los «últimos tiempos», en la que Cristo goza de una presencia misteriosa. Cristo es el representante de todo el linaje humano, el cual, por eso mismo, está ya fundamentalmente («objetivamente») justificado, aunque esta -> justificación deba ser aceptada y realizada personalmente por cada uno. En virtud de ese horizonte tan amplio de la redención, cualquier gracia que se le comunique al hombre (aun fuera de la Iglesia) es «sacramental». Y bajo la gracia está el que sigue la voz de su --> conciencia, en la cual se percibe la llamada de Dios; él se halla ordenado en su acción a la comunión en la gracia con la comunidad escatológica del pueblo de Dios. Su acción permite sospechar, por lo menos, un deseo implícito del b., una presencia de la gracia en el fondo de su ser, y, por consiguiente, una posibilidad de salvación, pues esto sólo puede proceder de Cristo y de su cuerpo místico, la Iglesia. En este sentido el b. de deseo puede ser considerado como una introducción «inicial» a una realidad que no aparece perfectamente más que en la Iglesia (Vaticano 77: De Eccl. 77, 14; A. GRILLMEIER, Kommentar xur Const. dogmatica de Ecclesia, 77, 14: LThK, Vat I, 200). Sobre la estructura teológica de esta fe implícita, cf. --> voluntad salvífica de Dios (en salvación) y preparación a la -> fe entre otros artículos.

Como ese bautismo de deseo es el camino de salvación de la mayoría de los hombres, conviene aclarar brevemente y de una manera psicológica en qué consiste la disposición interna para este camino de salvación. Puesto que Cristo es el único mediador, hay que suponer que el misterio de la justificación y santificación de los no cristianos se identifica fundamentalmente con la justificación y santificación de los cristianos por la -> fe, la -> esperanza y el -> amor. Cuando un hombre encuentra la libertad interna de renunciar a su egoísmo y a su egocentrismo, y se entrega desinteresadamente a los demás, todo lo que le sucede puede ser calificado de un morir a sí mismo y resucitar a una nueva vida. Un hombre así está liberado - en forma análoga- de la doblez natural de su ser. Puesto que semejante triunfo es obra de la gracia, lo que sucede a este hombre puede ser considerado como una participación en la muerte y resurrección de Jesús o, dicho de otro modo, como una especie de b. Este hombre lleva impresa - aunque sólo «inicial» e imperfectamente - la imagen de Jesús.

Esta forma de mostrar experimentalmente la posibilidad de salvacón es profundamente cristiana, pues un mismo tipo de vida - bien se dé dentro o bien fuera de la Iglesia -debe tener igual raíz, a saber: la acción salvadora de Dios. Indudablemente, el germen cristiano puede descubrirse bajo muy diversas experiencias. Por eso también hemos de reconocer un espíritu cristiano a la mentalidad teológica que encontramos en obras como el escrito polémico Honest to God (Lo 1963) del obispo anglicano J.A.T. Robinson. En el movimiento teológico que ahí se exterioriza, se pretende formular la buena nueva de la salvación bajo un lenguaje adecuado al pensamiento contemporáneo y a nuestra experiencia actual del mundo, para mostrar que la verdad de Dios tiene un universal poder salvífico y santificador.

Gregory Baum