AMOR
SaMun


I. Reflexiones metódicas previas

1. La palabra a. se entiende aquí de manera que puede emplearse para indicar la relación de Dios con el hombre, la relación del hombre con Dios y la de los hombres entre sí (sobre este último aspecto cf. también --> amor al prójimo). Esto exige una ampliación y, a par, una diferenciación del concepto de a., lo cual es muy difícil, pues hemos de luchar con el peligro de quedarnos únicamente con una cifra casi ininteligible.

2. La palabra a. (o caridad) se emplea en el cristianismo de manera tan universal que designa, ya no algo particular, ya no un dato del mundo de nuestra experiencia (existencial), sino la totalidad de ese mundo según la forma que él debe presentar para poder ser bueno y perfecto (aunque, por otra parte, esta bondad y perfección, si su concepción no ha de terminar en un seco formalismo, debe ser entendida a su vez como a.). Pues la salvación y la justificación (o sea, el todo del hombre) son concebidas en el cristianismo como a: La salvación y la justificación se dan junto con el amor y no se dan sin él. Con ello está ya dicho que el a. así entendido no puede ser definido por factores que se hallen fuera de él o que sean sus «componentes» simplemente como partes. El a. sólo puede ser descrito, no definido.

3. Como lema misterioso (que efectivamente significa al hombre entero que se introduce siempre a sí mismo en el misterio del Dios incomprensible) para indicar el todo (recto) del hombre, el término a. está codeterminado en su contenido por todo lo que pertenece al hombre, y particularmente por su historicidad. El a. tiene una historia (lo cual es más que un constante repetirse temporalmente), el a. aparece en su acto y en la reflexión sobre él (en la teoría sobre él) bajo formas siempre nuevas, bajo siempre nuevos aspectos y perspectivas en el peso existencial de sus factores. De ahí la posibilidad y el hecho real de que el término a. pertenezca al pequeño grupo de las palabras claves bajo las cuales se intenta esclarecer el todo de la existencia que se realiza históricamente. Así se explica que «amor», como palabra que apunta a la totalidad de la existencia humana y no significa únicamente un proceso particular de la misma, aparezca de alguna manera en todas las religiones (cf. TH. OHM, Die L. xu Gott in den nichtchristlichen Religionen, 1950, Fr 21957). El a. es ya muy central en la teología del Deuteronomio (Dt 6, 4s, etc.), pero sólo en el NT viene a ser lema propísimo y centralísimo, aun cuando luego en la historia de la teología apenas se sostenga claramente este punto. Y, en efecto, aun hoy día es objetivamente posible mirar este acto fundamental del hombre entero respecto de Dios y de su prójimo bajo otro aspecto y, por ende, con otro concepto clave. Para 'ello se ofrecen bíblicamente y dentro de la historia de la teología sobre todo, naturalmente, la -> fe o la --> esperanza; pero cabe también imaginar otras ideas semejantes que sean tan centrales y claves como ésas. A semejanza de la relación mutua entre los transcendentales (ens, unum, verum, bonum) en medio de su unidad y diferencia, los cuales forman todos juntos una realidad última, cada una de las palabras a las que hemos aludido, cuando su contenido es pensado hasta el fin, fluye hacia la otra (y puede ser así palabra clave o central) y, sin embargo, no dice simplemente lo mismo. Si bien, pensando históricamente y con discreción querigmática, hemos de tener siempre en cuenta la permutabilidad de lo que en esas ideas claves y relativas a la totalidad del hombre permanece diferente, y esto para no sobrecargar la palabra a. en el querigma, sin embargo, dicho vocablo sigue siendo el término neotestamentario para significar lo que es Dios y lo que debe ser el hombre, conservando su validez incluso para la posterior predicación del mensaje cristiano.

4. El problema metodológico se agudiza todavía si el a. se predica de Dios hasta llegar a decir que Dios es el a.; el a. es, consiguientemente, su «esencia» (Deus formaliter est caritas, dice Duns Escoto). Puede naturalmente hacerse comprender (cf. después iii) qué se quiere decir cuando Dios es llamado amor. Pero, en este predicado, hay que pensar siempre a la vez que el a. entra en el misterio absoluto, que es Dios, y, consiguientemente, se hace también incomprensible para nosotros. Y la afirmación de que Dios nos ama sólo puede hacerse en un acto de fe y de esperanza radicales, puesto que este a. de Dios para con nosotros no es simplemente lo experimentado como la cosa más natural del mundo, sino lo esperado por la fe «contra toda esperanza» (Rom 4, 18).

II. Amor en general

1. Ensayos clásicos de descripción

Aquí no puede darse una historia filosófica y teológica del concepto de a. No puede sobre todo darse una fenomenología del a., tal como es vivido por el hombre en sus experiencias de interhumanidad condicionadas corporal e históricamente (relación de hijo y madre, a. sexual en sentido estricto etc.) (--> matrimonio, --> sexualidad). Sólo cabe llamar la atención sobre algunos temas de la filosofía y de la teología que nos parecen adecuados para mostrar el contenido del concepto y sus matices. En este punto no siempre es posible delimitar estrictamente las diversas opiniones. Tampoco vamos a ofrecer la historia de las distintas interpretaciones; nos limitaremos más bien a esbozar el núcleo permanente del problema.

a) El a. como amor benevolentiae y amor concupiscentiae, amor desinteresado e interesado. Si el a. se entiende de antemano como el acto total en que una -> persona adquiere la recta y plena relación con otra persona (-> acto moral), en cuanto conoce y afirma la totalidad del otro en su bondad y dignidad, danse de antemano dos aspectos de esta relación: la referencia de un sujeto (amante) al otro sujeto (amado) y la relación inversa, que es igualmente aprehendida y aceptada en el acto del amor. El sujeto en su --> transcendencia y -> libertad, por las que puede aprehender el en sí y para sí del sujeto y así cabalmente llegar a la más propia realización de sí mismo (a su «dicha», «felicidad» o «bienaventuranza»), conoce y afirma al otro sujeto en su autonomía, dignidad e insustituible diversidad como algo «en sí», válido por sí mismo; quiere al otro sujeto como lo permanentemente otro. Pero el sujeto aprehende y afirma al mismo tiempo la importancia que para él tiene el otro y lo refiere a sí mismo. Desde este punto de vista, el amor benevolentiae y el amor concupiscentiae no son en el a. antítesis que mutuamente se combaten, sino aspectos diversos del único a., los cuales están fundados en la transcendentalidad del sujeto que puede (querer) afirmar, del sujeto que está ordenado no sólo por el conocimiento, sino también por la voluntad al algo en-sí de la realidad personal como otro yo, y que precisamente aprehendiendo su alteridad lo conoce como importante para él. Con ello no se excluyen desplazamientos recíprocos de acento en estos factores del único a. Así se explica que la tradicional teología escolástica haya elaborado más bien la antítesis entre el amor concupiscentiae y el amor benevolentiae, hasta admitir una separabilidad de ambos actos. Pero en tal caso el amor benevolentiae aparece como exaltación o estima desinteresada del otro o (con Espinoza) como mero motor de un conocimiento «objetivo» (amor intellectualis Dei), y el amor concupiscentiae se presenta como «egoísta», quedando clasificado entonces en la virtud teologal de la --> esperanza más bien que en la virtud de la caridad (el amor benevolentiae, como respuesta a la comunicación de Dios, que por la gracia posibilita y sostiene esta respuesta). Pero, a pesar de la posibilidad (particularmente en la historia individual) de desplazar los acentos entre los dos aspectos, seria de considerar que el a. más desinteresado y extático, como la acción más radical del hombre, es « apasionado» en su sentido más sublime (de lo contrario no ha alcanzado la plenitud de su esencia) y cabalmente como tal constituye la beatificante afirmación de la esencia propia del sujeto. E igualmente hemos de tener en cuenta cómo un amor concupiscentiae que quisiera buscar al otro como mero medio de su propia dicha ya no sería a., sino satisfacción egoísta del apetito sensitivo, el cual busca lo particular, y en ese caso el sujeto mismo no encontraría tampoco su propia esencia. (Partiendo de ahí cabría, p. ej., componer, desde su raíz, la vieja contienda entre atrición y contrición; cf. --> conversión).

b) Eros - agape. Esta distinción (elaborada por A. NYGREN, Eros und Agape, [2 tomos] Gü 1930-37) quiere decir que eros, en la interpretación griega del a., es el a. concupiscente, apasionado, el cual, arrebatado y extático ante la bondad y belleza previamente dada y estéticamente contemplada del tú amado, trata de atraerlo hacia él como un factor de su propia dicha; en contraste con ello, el ágape o la caridad (en sentido bíblico) sería el a. de Dios que se inclina a lo pequeño y pecador, a lo carente de valor, el a. que regala sin recibir, se prodiga neciamente y sólo por su propia acción hace al hombre digno de este amor; y, finalmente, sólo por pura gracia de Dios se le da al hombre parte en este ágape divino con que él ama a Dios mismo y a su prójimo. En esta distinción es por de pronto exacto y religiosamente importante, que sólo el a. de Dios puede ser real y absolutamente creador, que el a. creado se entiende siempre como respuesta a la bondad previamente dada (la cual a la postre es el a. originario de Dios), y que la inclinación radical al prójimo y a Dios es posibilitada y sostenida por aquel a. incondicional de Dios para con nosotros que va anejo a la autocomunicación divina. Pero la diferencia no puede simplemente entenderse como diferencia entre el a. pagano y el a. cristiano, o como formas del a. que mutuamente se excluyeran. Pues la comunicación de Dios, la cual, sobrepasando los límites de la revelación de la palabra vétero y neotestamentaria, coexiste con toda la historia, en virtud de su universal voluntad salvífica ofrece a todo hombre la posibilidad de un ágape - o caridad- para con Dios y para con el prójimo al que sólo cabe cerrarse por culpa grave. Y el eros «natural» es ya para ello una -> potencia obediencial, porque también él, si no mata culpablemente su propia naturaleza, quiere al otro como el otro y no sólo como su propia dicha (la cual, en efecto, rectamente entendida y plenamente desplegada consiste en amar al otro «desinteresadamente»). En este sentido, finalmente, todo a. del hombre, aun el más espiritual, que a pesar de su espiritualidad es el de este hombre corpóreo, lleva siempre también una base «erótica», de la cual no tiene por qué avergonzarse y que llega a su perfección en la perfección del a. personal (-> resurrección de la carne).

c) Amor a sí mismo - amor al otro. ¿Puede uno amarse a sí mismo, como ya parece suponer la Escritura (Mt 22, 39), o, a causa de la ineludible culpabilidad del hombre y de la insuperable repercusión del -->pecado original toda afirmación de sí mismo es egoísta y por tanto lo contrarío del amor a pesar de su carácter transcendental? En general la teología escolástica afirma, y con razón, que el a., incluso como virtud infusa de la caridad teologal, tiene también como objeto al mismo sujeto que ama (¡obligación de amarse a sí mismo! ), a condición de que esta afirmación de sí mismo no sea simplemente cautividad instintiva dentro de sí en la «lucha por la existencia», sino que se base en un conocimiento y afirmación objetivos del propio valer y de la propia dignidad dentro del todo de la realidad y en referencia a Dios. Ese «ser digno» (en virtud de un don ajeno) del propio amor queda afirmado, no precisamente porque es propio del sujeto, sino porque reviste un rango óntico y por tanto un valor en sí. Con ello no se niega naturalmente que, en su historia concreta, el amor su¡ en términos agustinianos no se pervierta una y otra vez en egoísmo (como contemptus Dei). Partiendo de esta respuesta teóricamente positiva cabe responder positivamente a la cuestión de si Dios se ama a sí mismo. Por ello no es «egoísta», porque así afirma su perfección infinita y «objetiva», y se afirma precisamente como el bonum diffusivum su¡, como el «amor desinteresado», que es su esencia (1 Jn 4, 7-10). Estas reflexiones son importantes para la recta inteligencia de la doctrina bíblica y eclesiástica sobre la -> gloria de Dios.

d) Interpretación extática y «física» del amor. Esta controversia entre -> escotismo y --> tomismo es inteligible y teóricamente soluble partiendo de lo ya dicho. El escotismo ve el a. como un salir extático de sí mismo por parte del amante, salida por la que él se olvida a sí mismo y se hace «centrífugo»; ama precisamente lo que no es ya referible a sí mismo; no ama su bien, sino a Dios en lo que es para sí y no en lo que es para nosotros; es más, seguiría amando a Dios aun cuando, por un imposible, él condenara al que ama. El tomismo ve en el a. la inclinación natural en que el sujeto busca su bien (que, a la verdad, en el hombre precisamente, a diferencia de la criatura infrahumana, sólo puede «bastar» como bien infinito); síguese que el amor a Dios y im a. a sí mismo rectamente entendido, el cual no recorte culpablemente la naturaleza del hombre, son dos aspectos del único a., en que se encuentra uno precisamente a sí mismo, cuando, amando, se pierde en Dios. Si la concepción tomista es recta aun dentro de la ontología existencial, la concepción escotista llama con razón la atención, fenomenológica, existencialmente y con miras al hombre que sólo se hace en la historia y es pecador, sobre el hecho de que únicamente a base de una salida aparentemente casi suicida de su finitud categorial y de su egoísmo pecador puede él alcanzar por la fe y la esperanza su verdadera naturaleza, y eso gracias a la fuerza de un a. regalado por el agape de Dios.

e) Históricamente han sido también tratados otros muchos aspectos del a. que sólo podemos insinuar aquí en una selección muy breve y arbitraria. Hasta aquí hemos supuesto siempre como «destinatario» del amor un sujeto espiritual y personal. Y con razón, porque sólo con esta condición puede hablarse de a. en sentido propio. Pero una y otra vez se habla del a. a otras realidades. Si por a. se significa cualquier benevolencia positiva y cualquier conducta recta, y no se desconoce teórica y prácticamente la diferencia entre ese a. y el que propiamente se concede a las personas, nada hay que objetar contra tal vocabulario (p.ej., amor a los animales). También es posible que, en ese a. a una realidad aparentemente impersonal, tras ella se esconda como «destinatario» el mismo Dios y, por tanto, él esté allí como objeto amado, con tal que dicha realidad no sea divinizada por desconocimiento de su naturaleza y, en consecuencia, amada falsamente. Así puede hablarse recta y falsamente de un amor fati o de un «amor a la muerte» o de «amor cósmico», etc. El a. puede, consiguientemente, interpretarse desde otras experiencias fundamentales del hombre, p. ej., como acto de comunidad, como amistad, como servicio desinteresado, como adoración (a. a Dios).

f) Históricamente, en la cuestión del a. también entra siempre en juego el problema (en el fondo el mismo) de la relación entre --> entendimiento y --> voluntad (en cuanto no se desplace una vez más el problema por una moderna tripartición ametafísica de las facultades espirituales del hombre). En un intelectualismo griego la voluntad aparece casi como mera dinámica y motor del conocimiento (aspiración y a. a la verdad), y además el a. se presenta así como dicha connatural de la posesión del bien, que es la misma verdad. En un pensamiento opuesto, el conocimiento puede ser concebido como mero presupuesto (luz) del amor. Ninguna de las dos concepciones hará suficientemente honor a una visión profunda de la unidad y recíproca irreductibilidad de verdad y bondad (y, por tanto, de entendimiento y voluntad). El a. no es solamente estadio previo y fenómeno concomitante de la gnosis, como lo pensaba también una tendencia entre los padres griegos, ni el conocimiento es tampoco mero supuesto intermedio del amor. El «dualismo», la no identidad en la unidad de ambos actos aparece como insuperable en la doctrina de las dos «procesiones» en la Trinidad. Con ello, a la verdad, se plantea una vez más el problema de por qué, sin embargo, el todo único de la existencia cristiana puede caracterizarse simplemente como a., tal como lo hace la tradición. En definitiva habrá que decir, partiendo de esta problemática, que el a. sólo representa la última palabra clave de la existencia cristiana, pero en tal caso la representa también realmente, en cuanto es dado como aquel a. que sana y perfecciona la totalidad de esa existencia (de acuerdo con el ordo de las «procesiones» trinitarias), sin que por eso haya de atribuirse al conocimiento «anterior» en el orden de las referencias transcendentales del hombre una mera función de medio, o el a. haya de entenderse como una mera aprehensión beatífica de la verdad.

2. Un paso más en la descripción del amor

Como no puede efectivamente ser nuestra intención dar una «definición» del a., lo dicho en ii/1 puede ya en gran parte pasar como descripción del a. Llamemos, pues, solamente la atención como complemento sobre algunos puntos que en la teología escolástica del a. se tratan acaso menos expresamente que lo dicho en rr/1.

a) Es conocido de siempre y de siempre resulta enigmático e impenetrable el dualismo entre esencia y ser, idea y realidad (existencia en sentido escolástico). Ambas magnitudes son incomprensibles sin referencia permanente entre sí, y, sin embargo, no pueden reducirse una a otra, ni entenderse una como mero momento de la otra. Puede desde luego pensarse el «ser» en el sentido de Tomás como la magnitud superior a la esencia (al ser ideal), para que el ente real no se reduzca a una mera presencia de una quideidad ideal, a una presencia de la cual ya no se sabe qué añade propiamente a la «verdad eterna» de la idea. Pero no se vence propiamente con ello el dualismo permanente, que debe reconocerse como realidad fundamental infranqueable, por mucho que haya de pensarse sobre él y, especialmente, sobre las muchas variaciones de la relación de estas dos magnitudes y sobre su unidad (sin muerta identidad). Ahora bien, con esta misteriosa incomprensibilidad de todo ente tiene que ver el a. de manera singular. Dondequiera y en la medida que la idea se hace realidad y la realidad se ilumina idealmente y llega a su esencia aceptada (sin esta aceptación se corrompe y a la postre se oscurece esa realidad misma), y la realidad es aceptada en su «facticidad» (la cual sigue siendo propia de Dios como el libre en su aseidad, que no puede reducirse a la de una «idea eterna»), acontece el amor (a la voluntad que lo emite y no se cierra a él). Amor es concordia o armonía de la realidad consigo misma en la no identidad positiva de esencia y ser, la cual implica un momento de actualidad (analógicamente distinto, naturalmente, en Dios y en la criatura).

b) El amor como palabra y respuesta. Lo que aquí ha de decirse, tiene acaso el más claro acceso en la antigua cuestión de si puede uno amar, aun cuando no sea amado por el amado. Si se dice que esto es posible, se pasa por alto que parejo a. no correspondido puede estar siempre sostenido por la esperanza de una correspondencia en lo futuro (aun cuando este futuro sea aún desconocido en su forma). Efectivamente, la teología escolástica tradicional funda ahí, desde Agustín, la posibilidad del amor al enemigo y explica que los condenados no pueden ser amados. Se mantiene, consiguientemente, en teoría el carácter dialogístico del amor. Sin él no sería ya tampoco comprensible la compenetración de eros y ágape, de a. desinteresado y «concupiscente» (cf. antes i/1). No puede uno entregarse radicalmente a otro (y, por tanto, amarlo) con su ser propio, válido y responsable en sí mismo, si este otro no afirma y acepta en principio y definitivamente (no quiere, por tanto, amar) ese ser del primero. Pero aquí hay que observar lo que se dirá en v acerca de la unidad del a. a Dios y del a. al prójimo: dondequiera se ofrece a. a otro, el Dios que ama es siempre (aunque por lo general indirectamente) el interlocutor dialogístico que hace razonable una abertura unilateral del diálogo, aunque con ello no se dice que toda forma de pareja oferta del a. entre hombres deba ser contestada por la misma forma de a., que tal vez es deseada egoístamente. Pero el llamamiento del a. por parte de una reclama siempre una respuesta. El a. es dialogístico. Y por eso el a. a Dios es siempre respuesta a un agape gratuito y no motivado de Dios (v. después). No por esto la correspondencia de a. deja de ser el prodigio de la libertad actualizada para el que ama en la oferta. Porque el a. no se mueve de antemano en la lógica concluyente del contexto de las ideas, sino en la dimensión de la libre facticidad de la realidad existente. El a. es siempre gracia, y la gracia real es amor.

c) Amor y esperanza. En los esquemas a base de los cuales se ha descrito hasta ahora el a., es aparentemente difícil señalar su lugar a la esperanza y definir, por tanto, su relación con el a., a pesar de la doctrina sobre las tres virtudes teologales. Pues estos esquemas fueron siempre dos: entendimiento y voluntad, esencia y ser, dos procesiones trinitarias, etc. Podría por de pronto decirse simplemente que la esperanza es el aspecto del amor concupiscentiae, mientras éste no está aún en posesión de su bien (bonum arduum), aunque tampoco tiene que desesperar todavía de alcanzarlo. Pero con esto no queda ciertamente dicho todo sobre la relación del a. con la esperanza. Precisamente porque el a. es dialogístico y por tanto está siempre pendiente de la respuesta libre y posible (o sea, que permanece libre aun como dada) del «otro», que por ser sujeto nunca admite un cálculo previo, lleva siempre en sí bajo todos sus aspectos - y no sólo como a. concupiscente- un factor de esperanza; y esto incluso en su consumación, en que «permanece» la esperanza (1 Cor 13, 13 ). Sobre la función mediadora de la esperanza entre la fe y la caridad cf. Rahner vitr, 551-579.

III. Amor de Dios al hombre

1. Por lo que se refiere al contenido (y al hecho) de la proposición según la cual Dios ama al hombre en forma de ágape, se ha dicho ya lo fundamental en otros lugares: -> creación, voluntad salvífica universal de Dios (-> salvación) --> providencia, -> gracia, -> revelación de Dios. Las afirmaciones bíblicas y las del magisterio sobre esta proposición pueden darse aquí por supuestas, ya que están contenidas en dichos artículos. Este ágape divino consiste a la postre en que Dios, no conformándose con ser el señor y garante de la creación, por amor se da a sí mismo al mundo en la criatura espiritual, se convierte por comunicación personal en el más íntimo misterio de la creación, así como de su historia y consumación, mientras el mundo abandonado a sus fuerzas permanecería siempre «fuera de Dios». Este a. pone diferencias por sí mismo y, sin embargo, las mantiene unidas en virtud de su relación a él, al «Uno». Tiene en sí mismo, análogamente, un ingrediente de «celo» (de deseo), porque el Dios que de nada necesita, quiso necesitar por libre a. de un mundo, el cual es su propia historia a causa de dicha comunicación por la -> gracia y la --> encarnación. Es dialogístico (funda -> alianza y es «nupcial»), pues constituye la razón y el principio del a. del hombre a Dios, de modo que, así como Dios puede considerar como palabra suya una palabra humana (-> fe, -> revelación), igualmente el hombre por la gracia puede amar divinamente a Dios, y en este sentido amando dice sí a Dios por obra del mismo Dios. De ahí se deduce que el a. de Dios al hombre sólo muy parcialmente puede describirse mediante la representación sugerida por el término «Padre». Únicamente cuando la «filiación» es entendida según la manera como jesús tiene conciencia de ser Hijo de Dios y como él sabe que nosotros somos «hijos» por participación, o sea, solamente en la radical intimidad de la comunicación divina por la gracia y la encarnación, queda superado el rasgo extrinsecista y paternal que va implicado en nuestra representación de la «paternalidad» del a. de Dios para con nosotros. Cuando este a. aparece como ley señorial que pide la obediencia humilde del «siervo», reflexiónese sobre todo lo que hay que decir acerca de la relación entre la -> ley y el Evangelio.

2. La predicación de que Dios ama al hombre y, por habérsele comunicado, es para él el a. simplemente, se encuentra hoy día en una situación difícil, que debe verse sin prevención y serenamente. Puesto que se ha hecho más claro (aun cuando se supo «de siempre») que Dios no es una parte del mundo, y no se encuentra como realidad particular junto a otras en el campo de nuestra experiencia, su «lejanía», su inefabilidad, el radical misterio de su realidad es el sello histórico que se ha impuesto a nuestra existencia. Que este Dios nos pueda < amar», que tenga una relación personal con cada uno como índividuo y que esa relación proteja la existencia, no es tan fácil de < verificar» como frecuentemente parece serlo en un inocuo charlar religioso.

Tanto el ateísmo que se concibe como un «callar sobre aquello de que no puede hablarse con claridad», como también el ateísmo de la desesperación trágica por los horrores de la existencia humana, son hoy día aun para los teístas cristianos los permanentes ataques, amenazadoramente provocantes, contra su fe en el a. de Dios, contra la fe en un Dios amante. Nunca nos es lícito actualmente hablar sobre el a. de Dios para con nosotros como si habláramos ante gentes que, cerrando los ojos a lo absurdo que las rodea, encuentran evidente desde su armonioso bienestar que el mundo en su totalidad está después de todo bien ordenado y regido por un Dios amante. Sólo en medio de una solidaridad incondicional con los «condenados de esta tierra», podemos atrevernos a hablar del a. de Dios para con nosotros. En tal caso, esta manera de hablar renuncia de suyo a ser meramente «filosófica»; apela de antemano en testimonio y acción a la última decisión del hombre por la fe y esperanza, que no tienen de ventaja ninguna seguridad forzosa. Después de Auschwitz, dijo alguien una vez, sólo se puede ser ateo. Ante los muertos de Auschwitz, dijo otro, tengo que creer y esperar en Dios y en su a., pues de otro modo no se los puede justificar y se los traiciona precisamente por la propia incredulidad.

En este punto ha de verse claro que la dicha (esperada y planeada dentro del mundo, y que se precipita una y otra vez a la muerte) de los que han de venir no justifica la desdicha de los que precedieron. Hay que decir desprevenida y duramente que: el a. de Dios es un misterio tan radical como Dios mismo; el mundo no se torna más lúcido por maldecir sus tinieblas; la impotencia de la fe en el a. de Dios fatalmente sufrida y la negación culpable de esta fe no son lo mismo, aun cuando se alojen una cerca de la otra; finalmente, el que ama de veras al prójimo -y lo ama «de obra y en verdad» sin ilusión ninguna- y acepta este a. como una absoluta obligación sagrada, en el fondo, sépalo o no reflejadamente, cree en Dios y en su amor al hombre.

IV. La teología del amor justificante del hombre a Dios

1. La Escritura

Para designar el a. a Dios, tanto el A. como el NT evitan los términos eros y storgué, rara vez emplean filía y usan constantemente agapé y agapan, términos que fueron introducidos por los Lxx en la lengua literaria y religiosa, llenándolos de sentido nuevo. Ágape significa no sólo el a. de Dios para con nosotros, sino también el a. al prójimo, al enemigo y a Dios mismo (esto último en Juan, pero también en Pablo: p. ej., 1 Cor 8, 3). Aquí sólo hay que hablar por de pronto del ágape del hombre a Dios y al prójimo, como elemento de la justificación (sobre la unidad de ambas v. después). Este acto es una actividad que integra la existencia entera del hombre («de todo corazón», etc.) (Mc 12, 30 par., con referencia a Dt 6, 4s), está sostenida por el pneuma de Dios (gracia) y es fruto suyo (Rom 15, 30; Gál 5, 22; Col 1, 8; 2 Tim 1, 7). El ágape es la esfera existencial en la cual hay que permanecer (Ef 5, 2; 1 Jn 4, 16). E1 que está en el ágape, está justificado (Rom 13, 9s; 1 Jn 4, 16; Gál 5, 6; 1 Cor 13, 13; Mt 22, 36-40; Lc 10, 25-28 ).

2. Magisterio eclesiástico

Las declaraciones decisivas del magisterio eclesiástico extraordinario sobre el a. o la caridad se hallan dentro del contexto de la doctrina sobre la justificación en la sesión sexta del concilio de Trento. Es fundamental la declaración de que la posesión de la justificación va inseparablemente unida a la posesión de la virtud infusa de la caridad (Dz 800 821; sin determinar más exactamente la relación entre la gracia santificante y la caridad), y la de que el libre proceso de la justificación del adulto sólo llega a su punto culminante y a su plena esencia en el acto de la caridad (Dz 800s, 819, 889); lo cual sigue en pie aun cuando se admita que la gracia de la justificación pueda ser infundida en el sacramento antes del acto de caridad a base de mera atrición y, en ciertas circunstancias, sólo más tarde se actualiza -pero necesariamente - en el acto de caridad (Dz 1101, 1155ss, 1289). Por tanto, para la terminología eclesiástica la fe y la esperanza, sin perjuicio de su propia tendencia a perfeccionarse en la caridad, son actos cuya esencia específica no implica todavía la plena unión del hombre con Dios por la gracia (Dz 801 819 839 1525), unión que, por otra parte, queda expresada recta y enteramente con la palabra caridad.

La cuestión de si la caridad se infunde también en el niño por el bautismo (cuestión antes abierta: Dz 410 483), está resuelta después del Tridentino (Dz 799s con 791s), aun cuando con ello no se niega que la libre aceptación de la gracia de la justificación por el acto de caridad califica en el adulto la posesión de la gracia misma. La virtud infusa de la caridad, a diferencia de la fe, se pierde por todo pecado mortal (Dz 808 837s). No se ofrece una descripción más concreta de esta caridad. Se la distingue del a. «natural», que como tal es teóricamente posible (Dz 1034 1036); e igualmente de las formas imperfectas e iniciales (salvíficas) del a. a Dios (798 889 1146). Se insinúa que puede concebirse como «amistad con Dios (Dz 799, 803). No se define con mayor precisión la relación entre el a. a Dios y el a. al prójimo. Que en ambos modos del a. se da exactamente el mismo objeto formal, pudiera ser libre opinión teológica (PSJ mz n .I> 240).

Naturalmente, del hábito y del acto de esta caridad cabe decir lo que el magisterio eclesiástico dice en general sobre las -> virtudes sobrenaturales y los actos salvíficos, sobre la pérdida, el aumento y la experiencia de la gracia. Si es cierto que el a. aparece como elemento universal y total que integra en sí mismo todo lo demás de la existencia cristiana, el magisterio rechaza, sin embargo, enérgicamente la idea de que así se niege todo pluralismo relativo de lo moral y de lo salvífico. Pues, no sólo hay actos positivamente salvíficos que no son simplemente a. (Dz 915, 898, 817s, 798), sino que, además, el justificado, el cual es un ser creado, finito, todavía peregrino y, por tanto, no puede integrarse adecuadamente a sí mismo, conoce con razón otros motivos morales que son distintos de la caridad (Dz 508, 1327s, 1349, 13941408, 1297).

V. Unidad y diferencia entre el amor a Dios y el amor al prójimo

1. Esta cuestión requiere hoy día atención particular. En tiempos de un ateísmo socialmente manifiesto, es obvia la tendencia a declarar a Dios y el a. a Dios como mera cifra del carácter absoluto del hombre y del a. al prójimo, la tendencia a «desmitificar» la oración en un diálogo interhumano, etc. Esta situación obliga al cristiano a una confesión inquebrantable de Dios, que no es el mero carácter absoluto del hombre, y del a. a Dios, que sigue siendo el «primer mandamiento» (Mt 22, 38); pero obliga también a una inteligencia interna de la verdadera unidad (lo cual no significa indistinción) del a. a Dios y del a. al prójimo; inteligencia que resuelve desde dentro el problema de un a. ateo al prójimo, sabiendo que un -> a. al prójimo realmente absoluto encierra ya un teísmo (no hecho tema) e implícitamente el a. a Dios y que, precisamente por eso, el a. a Dios como el misterio oculto y más alto de la existencia humana debe convertirse en tema explícito.

2. En favor de esta unidad hay que remitir a la Escritura y la Tradición. Los dos mandamientos (de a. a Dios y al prójimo) son iguales o semejantes y de ambos penden la ley y los profetas (Mt 22, 39s; Lc 10, 28; Mc 12, 31); más aún, Pablo puede sencillamente decir que el que ama al prójimo ha cumplido la ley (Rom 13, 8-10; Gál 5, 14). En los discursos escatológicos, donde jesús amenaza con el juicio, el a. al prójimo es en Mt el único criterio expresamente mentado según el cual se juzga al hombre, y el enfriamiento de la caridad equivale a la rebelión de los últimos tiempos contra Dios (Mt 25, 34-46; Mt 24, 12). El a. al prójimo es el mandamiento regio (Sant 2, 8) y la forma definitiva de la existencia cristiana (1 Cor 12, 31-13, 13 ). En Juan encontramos luego una primera reflexión sobre la justificación de este radicalismo del a. al prójimo por el que ese a. se convierte en el todo de la existencia cristiana, radicalismo que pudiera parecer en otro caso una exageración piadosa, como efectivamente se atenúa en la reflexión de la parénesis cristiana en el sentido de que el a. al prójimo es un punto particular de la exigencia cristiana, sin el cual, a pesar de su dificultad, se malograría cabalmente la salud eterna. Según Juan, somos amados por Dios (Jn 14, 21) y por Cristo para que nos amemos los unos a los otros (Jn 13, 34), amor que es el nuevo mandamiento de Cristo (Jn 13, 34), el mandamiento especificamente suyo (Jn 15, 12) y el encargo que se nos ha dado (Jn 15, 17). Y de ahí, de que siendo Dios el amor (1 Jn 4, 16) nos ha amado a nosotros, Juan saca como consecuencia, no precisamente que también nosotros hemos de amarle, sino que nosotros nos amemos mutuamente (1 Jn 4, 7, 11). Pues nosotros no vemos a Dios, él no es verdaderamente asequible por el camino exclusivo de una intimidad mística de tipo gnóstico, como si así se convirtiera en objeto directo del a. (1 Jn 4, 12), y, por eso el «Dios en nosotros» es, en el a. recíproco, el único Dios al que nosotros podemos amar (1 Jn 4, 12), hasta tal punto que es realmente verdad y constituye un argumento - ordinariamente falto de evidencia para nosotros, pero radicalmente contundente para Juan -que «el que no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn 4, 20).

La tradición escolástica sostiene por lo menos que la caridad infusa, la virtud teologal que une con Dios (virtus caritatis in Deum) es también la virtud con que se ama al prójimo, aun cuando la tradición conoce muchas otras virtudes (teologales y morales), que son distintas de la virtud teologal de la caridad, y de suyo no le sería difícil a la teología escolástica el concebir una virtud propia y subordinada como raíz del a. al prójimo. Hay que conceder que, desde el punto de vista de la Escritura y la Tradición, quedan muchos puntos oscuros en esta unidad y es obvia la tentación de pensar después de todo el a. al prójimo únicamente como una consecuencia obligatoria, piedra de toque y prueba del a. a Dios.

3. Sin embargo, puede decirse que existe una auténtica unidad radical entre los dos modos del a., siempre bajo el supuesto de la comunicación de Dios por la gracia al hombre a quien se debe amar, y no por razones puramente «filosóficas».

Si: a) se distingue entre una afirmación de carácter explícito y temático en los conceptos y una afirmación de una realidad de carácter atemático que está dada en la realización de un acto dirigido intencionalmente a otro objeto (cf. -> ateísmo, -> transcendencia, -> revelación, --> acto moral y religioso); b) se entiende que todo conocimiento metafísico es transmitido por la inmanente experiencia histórica, de modo que sólo en ella y desde ella cabe aprehender originalmente y entender las declaraciones sobre las realidades transcendentes; c) la experiencia amorosa del prójimo queda esclarecida, no como una experiencia cualquiera, sino como aquella realización personal e intramundana de la existencia humana que integra en sí la totalidad de la experiencia del mundo; d) toda decisión absoluta, positivamente moral es estimada como teísmo implícito y «cristianismo anónimo»; supuesto todo eso, en principio puede decirse sin reserva que el acto de a. al prójimo es realmente el acto más originario (todavía atemático) del a. de Dios. Esto no excluye, sino que incluye el hecho de que también se debe amar a Dios bajo una explícita temática «categorial». Pues la referencia implícita a Dios, que se da en todo acto moral y, por tanto, primariamente en el a. al prójimo, siendo la suprema y última profundidad y fuerza de esa central experiencia intramundana (del a. al prójimo), ha de hacerse tema explícito en la palabra e historia del hombre. El a. a Dios y el a. al próijmo viven recíprocamente uno de otro, porque a la postre son una sola cosa («sin separación y sin mezcla»). El a. a Dios sólo se hace existencialmente real cuando es también a. al prójimo, y el a. al prójimo sólo aprehende su último misterio, su carácter absoluto y la posibilidad de ese carácter absoluto, con relación a un hombre finito y pecador, cuando «desemboca» en el a. a Dios.

4. El punto culminante dentro de la historia de la salvación y la última garantía de la unidad del a. a Dios y del a. al prójimo son alcanzados en el a. a jesucristo en su unidad de Dios y hombre (-> encarnación). Como «Hijo del hombre» sabe que es el compañero misterioso que es juntamente amado en todo a. efectivo a un hombre (Mt 25, 34-40), de tal suerte que en la unidad del a. a él y al prójimo se decide el destino de todo hombre, aun en el- caso de que no se tenga conciencia de esta unidad (Mt 25, 37ss). Esto se comprende mejor si pensamos que: a) el auténtico a. a una persona determinada abre al hombre para el a. a todos, y b) el a. dialogístico, dado en respuesta, a un hombre finito e inevitablemente pecador (eventualmente enemigo) afirma juntamente como fundamento y garante a un Dios-hombre como presencia o futuro esperado, si ese a. ha de tener aquel carácter incondicional con que debe realizarse por la gracia. Así, Jesús exige también a. expreso a él (Jn 8, 42; 14, 15 21 23 28), para que el a. del Padre al Hijo (Jn 3, 35, etc.) se extienda a quellos que aman al Hijo (Jn 14, 21 23; 17, 23 26) y «permanecen en su amor» (Jn 15, 9s; 1 Jn 4, 7 ), que lo comprende todo: a Dios, al Dios-hombre, a los hombres, todos los cuales son a par sujetos y destinatarios de este a. único.

Karl Rahner