LA LITERATURA HERÉTICA Y ANTIHERÉTICA DEL SIGLO II

 

Los gnósticos

Es posible que la literatura gnóstica del siglo ii tuviera un volumen mayor que la propiamente cristiana, pero después del triunfo del cristianismo desapareció, ya sea por destrucción directa o por falta de interés. Hasta hace poco tiempo, el movimiento gnóstico, de gran amplitud y con manifestaciones muy diversas, se conocía sólo a través de las obras de los escritores cristianos que lucharon contra él, obras que además nos habían llegado sólo en parte; pero ha aumentado mucho lo que sabemos de él desde que en el año 1946 se descubrió una biblioteca gnóstica en Nag Hammadi, una ciudad del Alto Egipto, compuesta por más de cuarenta obras hasta entonces desconocidas.

El nombre del gnosticismo viene de «gnosis», «conocimiento», pues una característica suya es la importancia que da a un conocimiento, profundo y reservado a la vez, que daría la clave del universo y con ella la salvación. Su lugar de nacimiento parece ser Siria y la orilla oriental del Mediterráneo. El movimiento es muy complejo, y en su origen no depende del cristianismo. Entre las características más constantes del gnosticismo se pueden enumerar las siguientes:

Los datos fragmentarios que tenemos sobre el gnosticismo precristiano citan el nombre de Simón Mago, que habría sido su último representante; sobre él nos dan algunos datos, además del conocido pasaje de los Hechos de los Apóstoles (8, 9-24), Justino e Hipólito. Se citan también otros dos nombres relacionados con él, los de Dositeo, que habría fundado una escuela en Samaria, y su discípulo Menandro, del que veremos algo más.

Hacia mediados del siglo II el movimiento gnóstico estaba en su pleno desarrollo, y fue principalmente entonces cuando se encontró con el cristianismo. La figura del Salvador, que comunicaba una nueva revelación, y un culto sencillo y atractivo, con ceremonias misteriosas que aseguraban la salvación, era en principio agradable a los gnósticos, y no es extraño que intentaran apropiarse también de estos elementos, fundiéndolos en sus diversos sistemas.

El peligro que esto constituyó para la Iglesia fue mucho más considerable que el procedente de la opinión pública contraria o el de las mismas persecuciones; pues este movimiento estaba extendido, era vigoroso, tenía un cierto prestigio intelectual, y decía aceptar la fe cristiana y darle su interpretación correcta y profunda; a un nivel más popular, daba respuestas aparentemente simples y parecidas a las cristianas; en resumen, podía atraer no sólo a muchos cristianos con poca formación, intelectuales o no, sino aun falsificar desde dentro el mensaje de la revelación.

La propaganda gnóstica entre los cristianos pretendía apoyarse en la misma revelación de Jesús, que se habría transmitido reservadamente; argumentaban que Jesús hablaba a las multitudes de manera velada y en parábolas, que luego explicaba sólo a sus discípulos; del mismo modo, decían, los discípulos habían transmitido sólo a algunos esas enseñanzas que habían recibido en secreto. Un secreto que poseían pocos, los que los gnósticos llamaban espirituales o pneumáticos, y que eran los únicos capaces de entender el mensaje y de alcanzar plenamente a Dios; los cristianos corrientes, los psíquicos, no se salvaban por el conocimiento, sino por la fe y las buenas obras, y sólo podían aspirar a una salvación incompleta; mientras que una tercera raza de hombres, los hylicos o materiales, era incapaz de cualquier salvación. Divisiones más o menos parecidas de los hombres en géneros diversos son también características de otros movimientos heréticos no gnósticos, como tendremos ocasión de ver casi enseguida, pero siempre se encuentran en los gnósticos propiamente dichos.

Un breve esquema histórico de las corrientes del gnosticismo mejor conocidas podría ser el que sigue.

Las primeras manifestaciones del gnosticismo cristiano de que se tiene noticia aparecieron en círculos judíos y judeocristianos que habían esperado al Mesías, quien, según ellos, debía iniciar pronto un reinado de mil años de duración; ahora, después del año 70, con la conquista de Jerusalén por los romanos, reaccionaban contra el Dios creador que después de prometer el Mesías les había defraudado.

Se conocen dos focos iniciales; uno en Asia, representado por CERINTO, que según Ireneo era contemporáneo de San Juan. Sus preocupaciones eran más bien prácticas, bastante centradas en la rebelión contra la Ley judía, e iban unidas a una cierta tendencia amoral; esta corriente acabó por desaparecer con las últimas llamaradas del mesianismo judío.

El segundo foco estaba centrado en Antioquía. y su figura era MENANDRO, de Samaria, que según San Justino era discípulo del SIMÓN MAGO de los Hechos de los Apóstoles, y que fue sucedido por SATURNINO. Sus intereses eran más especulativos, y la corriente de pensamiento a que dio origen pasaría después a Alejandría. La visión de Menandro y Saturnino se puede resumir así: Dios creó los ángeles y eones del mundo superior; siete espíritus inferiores, el más alto de los cuales es Yahvé, crearon el mundo y el hombre, pero a éste no lo supieron hacer a imagen del Ser supremo; entonces, la virtud de lo alto le envió una chispa de vida, por la cual, después de la muerte, puede regresar a aquel mundo superior al que en realidad pertenece.

El gnosticismo cristiano fue recibido en Alejandría, a donde consta que Cerinto había hecho algún viaje, y experimentó allí un fuerte desarrollo. Sus principales exponentes en Alejandría fueron CARPÓCRATES, cuya doctrina se constata hacia el año 120; y su contemporáneo BASÍLIDES; al parecer este último era discípulo de Menandro, y señala el apogeo del gnosticismo, con una influencia que llegó hasta Roma.

Entre las muchas obras que escribió Basílides se encontraban himnos, oraciones y unos comentarios muy voluminosos sobre los evangelios. Afirmaba que su doctrina procedía de las enseñanzas que Jesús había dado secretamente a San Matías antes de la Ascensión. El núcleo de su doctrina lo constituyen un dualismo muy acentuado y una complicada serie de emanaciones, con ángeles innumerables repartidos por cuatro cielos y 365 firmamentos. Cristo, enviado a la tierra por el Padre para liberar del poder de algunos de estos ángeles a los que creen en él, fue visto bajo una apariencia humana, pero no fue él quien murió en la cruz, sino el Cireneo.

Hasta aquí, el elemento más constante del gnosticismo cristiano es la idea de una oposición fundamental entre el Dios trascendente, que se ha manifestado ahora en Cristo, y los ángeles que habían creado al mundo; entre estos ángeles se encuentra Yahvé; y son los responsables de que el espíritu del hombre, una chispa divina, se encuentre encerrado en un cuerpo material, que procede, como toda la materia, de un principio del mal.

En Roma, entre 136 y 140, el sirio CERDÓN oponía el dios malo del Antiguo Testamento al Dios bueno del Nuevo. Por las mismas fechas llegó allí Valentín, que antes había enseñando en Alejandría, a donde regresaría después de una estancia de unos 20 años en Roma.

VALENTÍN resultó ser un pensador profundo, y peligroso, y parece que incluso intentó que le hicieran obispo de Roma. Se puede resumir así su sistema: del Padre invisible y trascendente emanan treinta eones supremos, que forman el conjunto del mundo superior y espiritual, el «pleroma»; lo terreno surge del pleroma y aspira a regresar a él; tanto lo terreno como el mismo hombre son obra de un ser intermedio, el «demiurgo», «artífice», que es quien aprisionó al hombre en la materia al infundir en él un elemento psíquico. Pero, sin que el demiurgo lo advirtiera, el hombre recibió también un elemento pneumático o espiritual que, si es despertado por la verdadera gnosis traída por el Redentor, se salvará al final y se unirá de nuevo con la luz; por esto Jesús se hizo hombre, para que el mundo inferior pudiera ascender a la luz, y fue en su bautismo cuando el Espíritu descendió sobre él. El gnóstico, cuando se acerca el momento de la muerte, es preparado con una serie de ritos misteriosos que pretenden orientar su alma en el camino hacia la luz; en todo momento, la clave del éxito al recorrer este camino consiste en que sepa dar razón de que sabe de dónde viene y a dónde va.

La escuela que fundó Valentín continuó en Alejandría con su discípulo TEODOTO, en Asia con MARCOS EL MAGO y en Occidente con HERACLEÓN y PTOLOMEO. No fue sin embargo la única corriente gnóstica de la segunda mitad del siglo H. Pues junto a estas sectas y corrientes principales tenemos también noticias de otros brotes más populares, que a menudo poseen explicaciones y ritos de una gran exuberancia. De entre ellas, aparecen citadas con alguna frecuencia en los escritos antiguos los barbelognósticos, así llamados de Barbela, un elemento femenino que tiene importancia dentro de su sistema; los ofitas, en los que la serpiente, que les da nombre, juega un papel a veces maléfico y otras beneficioso; los naasenos, que vienen a ser una derivación de los anteriores; y los setitas, que reciben el nombre del profeta de su libro sagrado, un tal Set o Sem.

 

Marción

MARCIÓN, como se reconoce ahora, no fue propiamente un gnóstico, aun cuando su sistema ofrecía los parecidos suficientes para que los antiguos le consideraran como tal. Era un armador rico de Sínope, en el Ponto, y según Ireneo hijo del obispo de aquella ciudad. Parece que por sus doctrinas se encontró en dificultades con la Iglesia de Sínope y también con otras Iglesias de Asia; en concreto, con Papías de Hierápolis y Policarpo de Esmirna. Fue a Roma hacia el 140 y allí conoció a Cerdón, del que tomó sus ideas sobre el dios malo, el creador del Génesis. Después de una popularidad inicial entre los cristianos de Roma, se encontró poco a poco fuera de la Iglesia y entonces creó una organización propia, con obispos y presbíteros, externamente muy parecida a la de la Iglesia, y que engañó a muchos.

En síntesis, Marción sostiene que hay un dios malo, el demiurgo, que es el creador del mundo y de la materia, y que es precisamente Yahvé, el dios justiciero y vengativo del Viejo Testamento, el que impuso aquella Ley intolerable a los judíos. El Dios bueno era desconocido de todos hasta que envió a Cristo como redentor, para que lo diera a conocer a los hombres. San Pablo, que rechazó la Ley de los judíos, fue el único en entenderlo, y por eso los únicos libros de Nuevo Testamento que acepta Marción (los del Viejo Testamento, obra de Yahvé, los rechaza en bloque) son las epístolas de San Pablo y el evangelio que escribió su discípulo San Lucas, aun cuando éste ha de ser expurgado de sus adherencias extrañas; los otros evangelistas y apóstoles habrían pervertido el mensaje de Jesús, pues servían al dios de los judíos. Es probable que esta exaltación de los escritos paulinos fuera en su origen una mera exageración de la alta estima en que se les tenía en Sínope y en Grecia en general.

Todo esto lo exponía Marción en su obra Antítesis, de la que sólo nos quedan fragmentos. Decía también que Cristo no se encarnó realmente, pues si su cuerpo hubiera sido verdadero habría estado bajo el poder del demiurgo, el dios de lo material, y no habría podido redimir al hombre. Pero si Cristo había nacido sólo en apariencia, decían sus impugnadores, también habría padecido y muerto sólo en apariencia, y la realidad de la redención quedaba comprometida. Por esto su discípulo APELES corrigió en este aspecto la enseñanza de su maestro.

Los puntos de contacto entre Marción y los gnósticos son su enseñanza sobre la existencia de un Dios bueno y un Dios malo, y su identificación de la materia con el mal, lo que le llevaba también a condenar el matrimonio y a prohibirlo entre los bautizados. Pero Marción se diferencia de los gnósticos en que no participa de sus teorías sobre las emanaciones de eones y sus relaciones con cosmogonías complicadas, y en que no habla de la importancia de la gnosis para la salvación ni de las divisiones de los cristianos en pneumáticos y psíquicos.

La gran capacidad organizativa de Marción contribuyó en gran manera al enorme éxito de su herejía. Un éxito que explica por qué casi todos los escritores eclesiásticos, desde Justino a Tertuliano, trataron de desenmascararlo y escribieron tratados contra su doctrina; la Iglesia tuvo que luchar más encarnizadamente contra Marción que contra los gnósticos, a pesar de que éstos tenían a menudo un vigor intelectual mucho mayor. A principios del siglo üi, la secta de Marción era muy fuerte en Mesopotamia, donde influyó en el nacimiento del maniqueísmo.

 

Los maniqueos

Aunque los comienzos de este movimiento, que juega su papel en la historia posterior de la Iglesia, pertenecen ya al siglo ni, nos interesa estudiarlo aquí por algunas afinidades que tiene con el gnosticismo, con el cual conviene sin embargo no confundirlo.

Su fundador, MANES, nació en 216, y al parecer estaba emparentado con la familia reinante, los partos Arsácidas, que precisamente a lo largo de la vida de Manes irían perdiendo terreno frente a la nueva dinastía, la de los persas Sasánidas; éstos a su vez irían reemplazando el sincretismo religioso del período parto por una vuelta a la religión tradicional del mazdeísmo, con el crecimiento consiguiente de la influencia de los magos, que eran sus dirigentes.

El padre de Manes se había dedicado ya a la vida ascética, y se había unido a una secta que practicaba un bautismo como rito de purificación. Durante su juventud en Babilonia, Manes perteneció a esta secta y conoció otras; conoció también el mazdeísmo de Irán; el bramanismo y el budismo; el judaísmo y el cristianismo que, junto con la secta de Marción, mostraban gran vitalidad en Babilonia. En el 240, después de una supuesta revelación, creyó que estaba llamado a continuar la misión de Zoroastro, Buda y Jesús, se fue a la India, donde permaneció unos veinte años y convirtió al rey de uno de sus estados; fue a su vuelta bien recibido por el sasánida Sapor I, pero, tras variadas vicisitudes, fue perseguido por los magos y acabó ajusticiado en el 277, bajo el reinado de Sapor II.

El fundamento de su nueva religión era un dualismo. que procedía tanto de la religión zoroástrica de Irán como del elaborado por el gnosticismo; tomó además muchos elementos de otras religiones, entre ellas el cristianismo. Jesús y el Espíritu Santo tienen un lugar importante en su doctrina, y aunque da a la pasión de Jesús un carácter mítico y no histórico, ésta juega un papel central en su mensaje de salvación; también divide a sus seguidores en «perfectos», los ascetas que adoptan totalmente sus enseñanzas, e imperfectos u «oyentes», que de momento las escuchan y las siguen sólo en parte.

El maniqueísmo no es una herejía cristiana, puesto que nació fuera del cristianismo y en oposición a él; pero en cierto modo se le podría considerar como tal, como a veces se ha hecho. Tuvo una gran expansión, que alcanzó desde África y Roma (San Agustín y San León Magno son buenos testigos de ello) hasta la misma China. Hubo también un monaquismo maniqueo, contemporáneo al cristiano, y que parece que contribuyó a que este último no degenerara en las exageraciones que veía en aquél.

Con muchas variaciones, el maniqueísmo volverá a aparecer durante la edad media en una serie de lugares: paulicianos en Oriente, bogomilas en los Balcanes y, sobre todo, los cátaros, que a fines del siglo xii y comienzos del xüi constituirán la herejía más peligrosa de Occidente en toda la edad media. Sin embargo, estas variaciones son tantas que parece que no se trata tanto de una transmisión continua de las creencias maniqueas como de la pervivencia de elementos que son característicos también de otras corrientes anteriores al maniqueísmo.

 

Los montanistas

El montanismo, muy distinto y en muchos aspectos opuesto al gnosticismo, es de aparición más tardía que éste. La «nueva profecía», como se llamaba al principio, nació en Frigia hacia el 170, se extendió rápidamente por el resto de Asia Menor y apareció luego en sitios tan distantes como la Galia (en las ciudades de Lyon y Viena) y África.

Su origen va unido a la conversión de MONTANO, quien comenzó enseguida a tener visiones, y a quien se asociaron pronto las videntes Priscila y Maximila. La idea fundamental de los montanistas era su firme convicción de que el fin del mundo era inminente; en consecuencia, eran necesarios unos ayunos más rigurosos que los usuales; no había que huir del martirio, lo que indicaría un apego insensato a un mundo que se acababa; había que despreciar los bienes materiales, que pronto no valdrían nada; y no se debía contraer matrimonio, pues no quedaba tiempo, y, además, obstaculizaba las visiones.

TERTULIANO, al que atraían las doctrinas rigoristas y extremas del montanismo, comenzó a aceptarlo alrededor del año 207, convirtiéndose después en su apasionado promotor. Parece que le atraía especialmente su apelación directa al profetismo, que dejaba de lado a la jerarquía; y, consecuente con esta idea, no tuvo inconveniente en dejar en la penumbra las enseñanzas de los fundadores del movimiento, que conocería así una segunda fase. Hizo suyas la insistencia en el ayuno y en que no había que huir de la persecución; pero no condenó el matrimonio aunque sí las segundas nupcias. Sin embargo, sus escritos debieron de influir sólo en los paganos o en los ya convencidos; no parece que crearan ningún problema en África, pues, treinta años más tarde, el obispo de Cartago San Cipriano no tendría que referirse para nada a los montanistas; de todos modos, debieron de quedar algunos, pues los había aún en tiempos de San Agustín.

 

La reacción de la Iglesia

Frente al montanismo la autoridad eclesiástica reaccionó al principio con debilidad, pues no parecía diferir mucho de otros movimientos proféticos y entusiastas, en los que se encontraba una mezcla de buena fe y de error, pero que no representaban ningún peligro y se solían resolver por sí mismos o incluso evolucionaban positivamente. Pero cuando, ante su radicalización progresiva trataron 'de investigarlo a fondo y de encauzarlo, y se encontraron con su resistencia, hubieron de condenarlo. Fue desapareciendo, aunque alrededor del año 400 se encuentra aún algún rastro de montanismo en España y en Roma, y en el siglo ix en Oriente.

Frente al gnosticismo hubo una reacción importante del Magisterio, de la que sin embargo nos ha llegado muy poco. Tenemos noticias de escritos de los papas SOTERO, ELEUTERIO, VICTOR I y CEFERINO, que cubren los años 166 al 217, y también de algunos obispos contemporáneos de ellos, DIONIsIO DE CORINTO, PINITO DE CNOSOS y SERAPIÓN DE ANTIOQUÍA.

La refutación teológica de esas herejías, en la que se mostraban sus errores y se exponía la doctrina ortodoxa, tuvo muchos representantes y originó numerosos escritos. Sin embargo, de todo esto no nos ha llegado tampoco mucho más que las noticias recogidas por Eusebio de Cesa rea referentes a doce autores; sólo de uno de ellos, HEGSIPO, que desde Oriente visitó Roma para recoger material contra los gnósticos, conocemos algo más y se conserva algún fragmento de sus obras. Casi todos los tratados de estos autores que menciona Eusebio están dirigidos contra los gnósticos, y cuatro de ellos contra Marción. También San Justino, del que ya hemos hablado, escribió contra la herejía gnóstica en los momentos en que ésta era más virulenta; y varios de los autores romanos y africanos del siglo ni, de los que trataremos más adelante, se enfrentaron con el gnosticismo.

 

San Ireneo de Lyon

Hay sin embargo una excepción notable en este panorama de escritos antiheréticos perdidos: la obra de SAN IRENEO DE LYON.

Al parecer, Ireneo había nacido en Asia, quizá en Esmirna, hacia la mitad del siglo. Había sido discípulo del obispo de Esmirna, San Policarpo. El año 177 le encontramos en Roma, enviado por los fieles de la Iglesia de Lyon, de la que era presbítero, para interceder ante el papa Eleuterio en favor de unos montanistas. Al regresar, había muerto mártir el obispo de Lyon, e Ireneo fue elegido como su sucesor. Aún tuvo que intervenir otra vez como pacificador en una controversia entre Roma y los obispos de Asia. No se sabe cuándo murió ni cómo, y aunque se le venera como mártir, no hay testimonios seguros de que lo fuera.

La obra más importante de Ireneo es la que escribió Contra las herejías, Adversus haereses, nombre con el que se la conoce. Redactada en griego, nos ha llegado sólo en una traducción latina que por lo general parece muy fidedigna y hasta servil. En los cinco libros de que se compone, expone primero las doctrinas gnósticas, con referencia a sus distintas sectas y escuelas, de modo que hasta hace poco era, y quizá aún lo es, una de nuestras mejores fuentes de información sobre el gnosticismo y sus diversas formas; luego pasa a refutar las versiones heréticas más importantes, las de Valentín y Marción, para lo que utiliza argumentos de razón, y aduce la doctrina de la Iglesia y las palabras del Señor; termina defendiendo la resurrección de la carne, escándalo máximo para los gnósticos, aunque nos deja ver por otra parte que él creía también en el milenio.

Otra obra de Ireneo es la Exposición de la enseñanza cristiana, escrito relativamente breve y cuyo contenido responde a su título. Escribió además otras muchas obras que se han perdido y de las que sólo nos queda el título o algún fragmento. Aun así, es muy importante el contenido de lo conservado.

Ireneo opone al gnosticismo su confianza ilimitada en la tradición, continua y públicamente expuesta por los obispos que han sucedido a los Apóstoles, especialmente el obispo de Roma; frente a ella, la pretendida revelación oculta y reservada a unos pocos que presentan los herejes, quienes, además, no pueden mostrar aquella sucesión ininterrumpida, tiene poco valor. Ireneo no es un innovador sino que dirige todo su esfuerzo a presentar la doctrina tradicional de la Iglesia, y a defenderla de las novedades gnósticas; pero a pesar de la desconfianza que siente hacia la especulación por el uso que de ella hacían estos herejes, expone la doctrina cristiana no sólo con gran claridad sino también muy bien estructurada en un armazón especulativo propio, escogiendo con acierto términos precisos; de modo que a su pesar es y se le suele considerar el primer teólogo.

El contenido doctrinal de los escritos de Ireneo que nos han llegado es ya amplio, como suele serlo también el de muchos de los Padres posteriores a él. De manera que después de subrayar el principal punto de apoyo de sus argumentos contra los gnósticos, la tradición, dejamos ahora los demás aspectos doctrinales para considerarlos más adelante, en un capítulo especial, junto a los Padres del siglo iii.

 

TEXTOS

 

SAN IRENEO DE LYON

Contra las herejías

La Escritura, la Tradición y los herejes:

Cuando a los herejes se les arguye con las Escrituras, se ponen a atacar las mismas Escrituras, afirmando que están corrompidas o que no son auténticas, o que no concuerdan, pretendiendo que no se puede sacar de ellas la verdad si no es que uno conozca la tradición que no fue transmitida por escrito, sino de viva voz. Ésta sería la razón por la que Pablo habría dicho: Hablamos de sabiduría entre los perfectos: una sabiduría que no es de este mundo. Cuando ellos hablan así de sabiduría, cada uno se refiere a la que él mismo por su cuenta se ha inventado, es decir, el fruto de su imaginación: y así, según ellos, no hay nada que objetar a que la verdad esté unas veces en Valentín, y otras en Marción, y otras en Cerinto... Cada uno de éstos, en un colmo de perversión, no se avergüenza de predicarse a sí mismo haciendo caso omiso de la regla de la verdad.

Si, por el contrario, apelamos a la tradición que viene de los apóstoles y que se conserva en las Iglesias por la sucesión de los presbíteros, entonces ellos se oponen a esta tradición, afirmando que ellos saben más no sólo que los presbíteros, sino aun que los mismos apóstoles, pues ellos han encontrado la verdad pura. Porque, según ellos, los apóstoles mezclaron con las palabras del Salvador los preceptos de la ley; y no sólo los apóstoles, sino que aun el mismo Señor hablaba a veces como demiurgo (es decir, como el Dios del Antiguo Testamento), a veces como ser intermedio y a veces como Ser supremo. Ellos, en cambio, sin lugar a dudas y sin ninguna contaminación ni impureza, han llegado a conocer el misterio escondido. Tal es la suma impudencia con que blasfeman del Creador. En realidad, lo que sucede es que no están de acuerdo ni con la Escritura ni con la tradición (...)

Pero la tradición de los apóstoles está bien patente en todo el mundo y pueden contemplarla todos los que quieran contemplar la verdad. En efecto, podemos enumerar a los que fueron instituidos por los apóstoles como obispos sucesores suyos hasta nosotros: y éstos no enseñaron nada semejante a los delirios (de los herejes). Porque si los apóstoles hubiesen sabido «misterios ocultos» para ser enseñados exclusivamente a los «perfectos» a escondidas de los demás, los hubiesen comunicado antes que a nadie a aquellos a quienes confiaban las mismas Iglesias, pues querían que éstos fuesen muy perfectos e irreprensibles en todos los aspectos, como que los dejaban como sucesores suyos para ocupar su propia función de maestros. De su recta conducta dependía un gran bien; en cambio, si ellos fallaban, se había de seguir una gran ruina.

(3, 2, 1; Vives 159)

La unidad de la Iglesia y la división de los herejes:

Todos estos herejes son muy posteriores a los obispos a los cuales los apóstoles entregaron las Iglesias... Y puesto que son ciegos para la verdad, esos herejes tienen necesidad de salirse del camino trillado y de buscar andando por caminos siempre nuevos. Ésta es la razón por la que los elementos de su doctrina no concuerdan y están dispersos sin orden alguno. En cambio el camino de los que están en la Iglesia da la vuelta al mundo entero y tiene la tradición segura que procede de los apóstoles: en ella se puede ver que todos tienen una única e idéntica fe, que todos admiten un mismo y único Dios Padre, todos creen en la misma economía de la encarnación del Hijo de Dios, todos tienen la misma conciencia de que les ha sido dado el Espíritu Santo, todos practican los mismos mandamientos y guardan de la misma manera las ordenaciones eclesiásticas, todos esperan la misma venida del Señor y esperan la misma salvación de todo el hombre, es decir, del alma y del cuerpo.

Porque la predicación de la Iglesia es verdadera y firme y en ella se propone al mundo entero un único e idéntico camino de salvación. A ella, en efecto, le fue confiada la luz de Dios, y por esto la sabiduría de Dios con la que salva a todos los hombres es proclamada por los caminos, actúa con libertad en las plazas, se predica desde lo alto de los muros y no cesa de hablar en las puertas de la ciudad. Porque por todas partes predica la Iglesia la verdad. Ésta es la lámpara de siete brazos, que lleva la luz de Cristo. Los que abandonan la predicación de la Iglesia acusan de ignorancia a los santos presbíteros, sin observar que vale mucho más un hombre religioso aunque ignorante, que un sofista blasfemo e insolente. Esto es lo que son todos los herejes y los que creen haber encontrado algo más allá de la verdad. Empezando como hemos dicho, van siguiendo su camino, cada uno distinto y a su manera y a ciegas, cambiando de opinión sobre unas mismas cosas, como ciegos que se dejan guiar por ciegos, que han de caer necesariamente en la hoya de la ignorancia que les acecha. Siempre andan inquiriendo, pero jamás encuentran la verdad. Por esto hay que evitar sus opiniones, y hay que precaverse cuidadosamente, no sea que nos hagan algún daño. Por el contrario, hemos de refugiarnos en la Iglesia, para educarnos en su seno y alimentarnos con las Escrituras del Señor. La Iglesia ha sido plantada como un paraíso en este mundo: y el Espíritu de Dios dice que podemos comer los frutos de cualquier árbol del paraíso, es decir, de cualquier Escritura del Señor: pero no comáis del árbol de la autosuficiencia, ni toquéis para nada la disensión de los herejes. Porque ellos mismos proclaman que tienen el conocimiento del bien y del mal, y levantan sus ideas impías por encima de Dios que los creó. Sus pensamientos se levantan por encima de lo que es dado pensar, y por esto dice el Apóstol: No saber más de lo que conviene saber, sino saber la prudencia. No hemos de comer su ignorancia, que quiere saber más de ló que conviene, no sea que seamos arrojados del paraíso de la vida. Porque Dios introduce en el paraíso a los que obedecen a su mandato, recapitulando en sí mismo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra: ahora bien, las de los cielos son espirituales, pero las de la tierra son de condición humana. Él recapituló, pues, en sí mismo estas cosas, juntando al hombre y al espíritu y poniendo el espíritu en el hombre, haciéndose a sí mismo cabeza del espíritu y haciendo que el espíritu sea cabeza del hombre: porque por él vemos y oímos y hablamos.

(4, 20, 1 ss; Vives 165)

La dignidad del hombre está en servir a Dios:

Nuestro Señor, aquel que es la Palabra de Dios, primero nos ganó como siervos de Dios, mas para liberarnos después, tal como dice a sus discípulos: Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; os he llamado amigos, porque todo cuanto me ha comunicado el Padre os lo he dado a conocer. Y la amistad divina es causa de inmortalidad para todos los que entran en ella. Así, pues, en el principio Dios plasmó a Adán, no porque tuviese necesidad del hombre, sino para tener en quien depositar sus beneficios. Pues no sólo antes de la creación de Adán, sino antes de toda creación, el que es la Palabra glorificaba a su Padre, permaneciendo en él, y él, a su vez, era glorificado por el Padre, como afirma él mismo: Glorifícame tú Padre con la gloria que tenía junto a ti antes que el mundo existiese.

Y si nos mandó seguirlo no es porque necesite de nuestros servicios, sino para que nosotros alcancemos así la salvación. Seguir al Salvador, en efecto, es beneficiarse de la salvación, y seguir a la Luz es recibir la luz. Pues los que están en la luz no son los que iluminan a la luz, sino que la luz los ilumina y esclarece a ellos, ya que ellos nada le añaden, sino que son ellos los que se benefician de la luz.

Del mismo modo, el servir a Dios nada le añade a Dios, ni tiene Dios necesidad alguna de nuestra sumisión; es él, por el contrario, quien da la vida, la incorrupción y la gloria eterna a los que lo siguen y sirven, beneficiándolos por el hecho de seguirlo y servirlo, sin recibir de ellos beneficio alguno, ya que es en sí mismo rico, perfecto, sin que nada le falte.

La razón, pues, por la que Dios desea que los hombres lo sirvan es su bondad y misericordia, por las que quiere beneficiar a los que perseveran en su servicio, pues, si Dios no necesita de nadie, el hombre, en cambio, necesita de la comunión con Dios

En esto consiste la gloria del hombre, en perseverar y permanecer en el servicio de Dios. Por esto el Señor decía a sus discípulos: No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, queriendo indicar que no eran ellos los que lo glorificaban al seguirlo, sino que, siguiendo al Hijo de Dios, él los glorificaba a ellos. Por esto añade: Quiero que ellos estén conmigo allí donde yo esté, para que contemplen mi gloria.

(4, 13. 4-14, 1; Liturgia de las Horas)

ENRIQUE MOLINÉ