La literatura cristiana antigua y la Tradición

Los escritos cristianos antiguos tienen interés para quien desea conocer en sus fuentes el desarrollo primero del cristianismo. No se puede olvidar que el cristianismo es uno de los elementos que más ha contribuido a configurar lo que después se ha llamado civilización occidental y que, unas veces a través de ella y otras directamente, ha influido considerablemente en la historia de la humanidad entera.

Para el cristiano, ese interés es mucho mayor, pues esos escritos contienen un gran caudal de información sobre la vida de la Iglesia en sus primeros siglos. En ellos se reflejan sus creencias, su culto y su liturgia; la vida moral, espiritual y proselitista de los cristianos; los afanes que los animaban y las dificultades con que tropezaban; los problemas creados por las herejías; los primeros ensayos de teología; las actitudes del poder civil ante la nueva religión, con las secuelas de las persecuciones y el martirio; la expansión geográfica y social de la Iglesia, junto con el desarrollo de su organización jerárquica y territorial; etc.

Pero su máximo interés reside en que atesoran una gran parte de la Revelación, pues son testimonios de la Tradición. Por eso, aunque el estudio de qué es la Revelación y de qué lugar ocupa en ella la Tradición no corresponde hacerlo aquí, pensamos que es conveniente dedicarles unas líneas que nos ayudarán a entender mejor el significado que para el cristiano tienen estos escritos antiguos.

Lo haremos siguiendo el esquema de la constitución dogmática Dei Verbum, en la que el concilio Vaticano II ha tratado especialmente de la Revelación, de sus fuentes, su conservación y su transmisión. Las afirmaciones que siguen están entresacadas de los números 7 al 10 de este documento.

Lo que los Apóstoles habían aprendido tanto de los hechos y dichos de Jesús como del Espíritu Santo, dice, lo transmitieron de palabra con su predicación, sus ejemplos y sus instituciones, y además ellos mismos y otros de su generación lo pusieron por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo; esa predicación apostólica, expresada de modo especial en aquellos libros sagrados, la Escritura, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin de los tiempos. A su vez esa Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; es decir, crece la comprensión de las palabras y de las instituciones transmitidas cuando los fieles las guardan y estudian en su corazón y cuando comprenden mejor lo que ya viven. «Las palabras de los Santos Padres atestiguan la presencia viva de esta Tradición, cuyas riquezas van pasando a la práctica y a la vida de la Iglesia que cree y ora», dice textualmente el documento.

La Tradición y la Escritura, continúa diciendo la constitución conciliar, están estrechamente unidas: manan de la misma fuente, confluyen en un mismo caudal y corren hacia el mismo fin. La Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto escrita bajo la inspiración del Espíritu Santo. La Tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los Apóstoles, y la transmite íntegra a sus sucesores, para que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación. Por eso la Iglesia no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado.

La Tradición y la Escritura, sigue diciendo ese documento, constituyen juntas el depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia y, por voluntad divina, ambas son interpretadas de manera auténtica por el Magisterio de la Iglesia, que presta este servicio en nombre de Jesucristo. Así, esos tres elementos, la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente de Dios, están entrelazados hasta el punto de que ninguno puede subsistir sin los otros; los tres, cada uno según su carácter y bajo la acción del Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas.

De estos textos que acabamos de parafrasear se entiende hasta qué punto el conocimiento de la Tradición nos ayuda a conocer el contenido de la Revelación. Ahora bien, tanto la Tradición como su manera de entender la Escritura y la interpretación que de una y otra haya hecho el Magisterio en los primeros tiempos, se reflejan en gran medida en los escritos cristianos de la antigüedad, sin que esto excluya la existencia de otros testimonios menores como, por ejemplo, los de la arqueología. De ahí la importancia de aquellos escritos.

Son escritos de índole diversa; algunos, como los símbolos de la fe, las actas de los concilios generales o particulares, y los textos de la liturgia o de la legislación canónica, se suelen estudiar en otras disciplinas. Los demás escritos, y a veces también algunos de los acabados de mencionar cuando pertenecen a los primerísimos tiempos, constituyen el objeto de la Patrología, la ciencia de los Padres, que podríamos definir como un conocimiento ordenado de la literatura cristiana antigua, que comprende la vida, obras y pensamiento de los Padres de la Iglesia. El término Patrística, más restringido en su alcance, se suele reservar para indicar preferentemente el pensamiento filosófico y teológico de estos autores.

Padres, escritores, doctores

Acabamos de emplear la expresión Padres de la Iglesia. Con ella se entiende, en sentido estricto, a aquellos autores cristianos antiguos, anteriores al año 750 según una fecha convencional pero que tiene su razón de ser, que poseen además ortodoxia de doctrina, santidad de vida y la aprobación al menos tácita de la Iglesia. Se aplica en cambio el nombre de escritores eclesiásticos a los que carecen de algunas de las tres últimas características; de entre ellos, algunos pueden ser hasta decididamente heréticos; no por eso dejan de interesarnos, pues a menudo nos ayudan a entender no sólo la ocasión sino aun el mismo alcance de las afirmaciones ortodoxas de la época.

Como se puede ver, la antigüedad es una característica común a unos y a otros, y es tanto más importante cuanto mayor sea, pues a causa de ella son testimonios de la fe y de la Tradición en aquellos primeros siglos en que se fija el dogma y nace la teología. Cosa que ocurre, en buena parte, gracias a su actividad; y, de manera especial, gracias a la de los Padres de la Iglesia en sentido estricto, que, precisamente por eso, reciben este nombre.

De todos modos, hay que tener en cuenta que al referirse de manera general al conjunto de todos esos autores, y a pesar de su heterogeneidad, es usual llamarlos indistintamente escritores eclesiásticos o Padres de la Iglesia; nosotros mismos acabamos de hacerlo un poco más arriba, al definir la Patrología.

Algunos de los Padres de la Iglesia en sentido estricto reciben desde antiguo el nombre de doctores de la Iglesia. En ellos, junto a las otras características propias de los Padres, se da una ciencia eminente y una declaración explícita por parte de la Iglesia. Tradicionalmente se suelen considerar bajo este nombre ocho Padres, cuatro de la Iglesia occidental (San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín y San Gregorio Magno) y cuatro de la oriental (San Atanasio, que sin embargo no es considerado como tal por los orientales, San Basilio el Grande, San Gregorio de Nacianzo y San Juan Crisóstomo). En tiempos más cercanos a nosotros han sido oficialmente declarados doctores de la Iglesia otros santos de doctrina eximia, pertenecientes tanto a la época de los Padres (así, San Isidoro de Sevilla, San Juan Damasceno y muchos otros) como a otras posteriores y en los que no se da por tanto aquella nota de antigüedad (así San Antonio de Padua y Santa Teresa de Jesús, por poner dos ejemplos de los muchos que se podrían elegir).

 

Autoridad doctrinal de los Padres de la Iglesia

De lo dicho hasta aquí se deduce fácilmente que la gran importancia doctrinal de los escritos cristianos antiguos reside en que son testigos de la Tradición. Por eso, interesa mucho distinguir entre la autoridad propia de cada escritor y la que tiene como testigo de esa Tradición.

La autoridad doctrinal de un escrito o de una afirmación no dependerá de que su autor sea un santo o un hereje, de que sea conocido o desconocido, de que el escrito circule bajo un nombre falso o auténtico. Aunque no quiere esto decir que en un primer momento no haya que conceder una especial atención a los autores que en general se muestran acertados y cuya vida respalda su doctrina: la presunción está en favor de ellos, como está en contra de los herejes; y la realidad suele confirmar esta presunción.

Pero como no se trata de escritos redactados bajo la inspiración del Espíritu Santo, a diferencia de lo que ocurre con las Sagradas Escrituras, puede haber afirmaciones erróneas en obras de Padres que sean por otra parte dignos de mucho respeto, como puede haber testimonios, directos o indirectos, de la fe de la Iglesia perdidos entre las obras de un hereje declarado. En la medida en que una afirmación parezca reflejar algo creído o practicado pacíficamente por la Iglesia, aceptado o enseñado universalmente por sus pastores, en esta misma medida, puesto que la Iglesia no puede errar, será un testimonio de la Tradición y, por tanto, de la Reveláción.

Un criterio de importancia para averiguar si una afirmación refleja o no la Tradición es la unanimidad, al menos moral, de la enseñanza de los demás Padres respecto a aquel punto. Este criterio de unanimidad moral lo exponía ya en el año 434 San Vicente de Lerins en su Commonitorium:

«Hay que recibir las sentencias de aquellos Padres que, viviendo santa, sabia y constantemente en la fe y comunión católica, merecieron ya sea morir fielmente en Cristo ya sea ser felizmente muertos por Cristo. Pero hay que creerlas de acuerdo con esta norma: todo lo que todos, o muchos, afirmaron manifiesta, frecuente y perseverantemente, en uno y el mismo sentido, ya sea consintiendo en una reunión de maestros, recibiéndolo, manteniéndolo o transmitiéndolo, téngase por indudable, cierto y confirmado; pero todo lo que alguien opinare por su cuenta o en contra de todos, por santo y docto que sea, aunque sea confesor y mártir, guárdese entre las opiniones propias, ocultas y privadas, y sepárese de la autoridad de la sentencia común, pública y general; no vaya a ocurrir que, con gran peligro de la eterna salvación, según la costumbre sacrílega de los herejes y de los cismáticos, abandonando la antigua verdad del dogma universal, sigamos el error nuevo de un hombre» (PL 50, 675; RJ 2175).

En el campo concreto de la interpretación de la Escritura, el concilio Vaticano I sancionó esta doctrina:

«A nadie es lícito interpretar la Sagrada Escritura contra el consenso unánime de los Padres» (Dz 786).

Si el interés principal del estudio de los Padres se debe al testimonio que dan de la Tradición en sentido estricto, no hay que olvidar que sus explicaciones teológicas, más o menos vacilantes y acertadas, nos interesan también; pues no sólo nos dan a conocer los primeros pasos del desarrollo del pensamiento racional sobre la fe, lo que ya tendría su interés, sino que además estas especulaciones son a menudo hitos que conducen a aquella mejor comprensión de la Tradición a que se referían los textos de la constitución Dei Verbum antes aludidos, contribuyendo así a lo que se ha llamado evolución homogénea del dogma.

Es evidente que si la Tradición, como ya hemos dicho, es interpretada auténticamente por el Magisterio de la Iglesia, el valor doctrinal de las interpretaciones teológicas de los Padres vendrá indicado de una manera aún más directa por las sucesivas explicitaciones del dogma que haya podido ir haciendo el Magisterio ulterior.

El valor del legado de los Padres y su significado para la Iglesia ha sido expresado felizmente por el papa Juan Pablo II con estas palabras:

«Padres de la Iglesia se llaman con toda razón aquellos santos que con la fuerza de la fe, con la profundidad y riqueza de sus enseñanzas la engendraron y formaron en el transcurso de los primeros siglos.

»Son de verdad `Padres' de la Iglesia, porque la Iglesia, a través del Evangelio, recibió de ellos la vida. Y son también sus constructores, ya que por ellos –sobre el único fundamento puesto por los Apóstoles, es decir, sobre Cristo– fue edificada la Iglesia de Dios en sus estructuras primordiales.

»La Iglesia vive todavía hoy con la vida recibida de esos Padres; y hoy sigue edificándose todavía sobre las estructuras formadas por esos constructores, entre los goces y penas de su caminar y de su trabajo cotidiano.

»Fueron, por tanto, sus Padres y lo siguen siendo siempre; porque ellos constituyen, en efecto, una estructura estable de la Iglesia y cumplen una función perenne en pro de la Iglesia, a la largo de todos los siglos. De ahí que todo anuncio del Evangelio y magisterio sucesivo debe adecuarse a su anuncio y magisterio si quiere ser auténtico; todo carisma y todo ministerio debe fluir de la fuente vital de su paternidad; y, por último, toda piedra nueva, añadida al edificio santo que aumenta y se amplifica cada día, debe colocarse en las estructuras que ellos construyeron y enlazarse y soldarse con esas estructuras.

»Guiada por esa certidumbre, la Iglesia nunca deja de volver sobre los escritos de esos Padres -llenos de sabiduría y perenne juventud- y de renovar continuamente su recuerdo. De ahí que, a lo largo del año litúrgico, encontramos siempre, con gran gozo, a nuestros Padres y siempre nos sintamos confirmados en la fe y animados en la esperanza». (Carta apostólica Patres Ecclesiae, con ocasión del xvi centenario de la muerte de San Basilio, edición castellana del «Osservatore Romano», 27-I-1980.)

 

La lengua de los Padres

Los cristianos de los primeros tiempos escribieron casi exclusivamente en griego. Todos los originales del Nuevo Testamento fueron escritos en esta lengua, con la excepción del evangelio según San Mateo, que se redactó primero en arameo.

El griego fue la lengua exclusiva de los Padres hasta finales del siglo II. A partir de esta fecha, en Oriente se le añadió el sirio, el copto (la lengua de Egipto) y el armenio. El sirio era un dialecto del arameo, que a su vez había sido la lengua común en el territorio del imperio asirio entre los siglos ix y vii (antes de Cristo, naturalmente); el arameo debía de seguir estando muy extendido en los primeros siglos de nuestra era, pues, a finales del primer siglo de ella, escribía Flavio Josefo que su primera versión Sobre la guerra judía, escrita en arameo, había servido para informar a los partos, babilonios, árabes del sur, judíos de Mesopotamia y asirios. En Occidente la evolución fue distinta y el griego fue completamente substituido por el latín, como tendremos ocasión de ver.

 

Estudios, ediciones y traducciones de los Padres

No es reciente el interés por la literatura cristiana antigua. El primero en presentar una visión sistemática de lo que ahora llamamos Patrología (término que fue acuñado en el siglo XVll) fue Eusebio de Cesarea quien, en su Historia eclesiástica, escrita hacia el primer cuarto del siglo iv, enumera todos los escritores y escritos de que tiene noticia, y cita amplios pasajes de muchos de ellos; esta obra es una de las fuentes de información más importantes de la Patrología antigua, pues muchos de estos escritos se han perdido, y los únicos datos que tenemos sobre ellos son los que nos da Eusebio.

Más tarde, San Jerónimo se propuso expresamente hacer un catálogo detallado de los escritores cristianos antiguos con su obra De viris illustribus (escrita el 392). Con el mismo título y con fortuna diversa fue seguido en su empeño por Genadio de Marsella (hacia el 480), San Isidoro de Sevilla (entre el 615 y el 618), San Ildefonso de Toledo (que murió el 667) y Sigeberto de Gembloux, en Bélgica, (que murió el 1112). En Constantinopla, Focio (muerto hacia el 891) compuso un Myriobiblon o Biblioteca, en la que da cuenta de. unas 280 obras paganas y cristianas.

En todo el medioevo circularon también antologías breves de textos de los Padres que llevaban los nombres de florilegia o catenae. Pero es en el siglo xvi cuando renacen con vigor los estudios de los Padres y se hace un esfuerzo consciente de salvación y recuperación de sus escritos para su ulterior estudio. En el campo protestante, este interés renovado obedece a su opinión de que la Iglesia ha perdido la tradición de los Padres aunque, por otra parte, esa postura es un tanto incongruente con su criterio de que sólo la Escritura es fuente de Revelación. En el campo católico, ese interés responde, más que al deseo de salir al paso de esta acusación, al de profundizar, también con la ayuda que ahora ha supuesto la imprenta, en el conocimiento de la Tradición que, con la Sagrada Escritura entendida desde ella, constituye el depósito de la Revelación.

Como ha ocurrido con la mayor parte de la literatura antigua, muchos de los escritos de los Padres se han perdido. A los accidentes de los tiempos hay que añadir sobre todo la disminución en el hábito de leer y la correspondiente disminución en el ritmo de producción de nuevas copias. Esta última se vería también influida alguna vez por las sospechas de herejía en que podía haber caído algún autor, sospechas y aun condenaciones explícitas que, en algún caso extremo, pudieron llevar hasta la destrucción de muchas obras; de hecho algunos de los escritos, en general ortodoxos, de autores condenados, nos han llegado a menudo refugiados bajo otros nombres, de autores de prestigio ordinariamente prolíficos, y de donde van siendo rescatados por la crítica moderna.

Las noticias de obras perdidas o de aquellas de las que sólo existen fragmentos menores no son sin embargo despreciables, pues son indicios del interés que una determinada temática podía despertar en una época concreta, y además pueden facilitar la identificación de una obra que se redescubre, tal vez a través de una traducción, como de hecho sigue ocurriendo.

De las colecciones editadas en la alta edad moderna, la única que conserva aún un interés actual es la de los padres benedictinos de la Abadía de San Mauro, en Francia, elaborada a lo largo de los siglos xvü y xvüi, y que contiene algunos textos que aún no han sido mejorados.

Pero es en el siglo xix cuando comienzan a editarse las colecciones de textos de los Padres que nos resultan actualmente de utilidad en el estudio de la Patroloda. Las más importantes de estas colecciones son:

La colección de J. P. Migne (1875), editada en París, que recoge todos los textos publicados hasta entonces y que se encontraban más o menos dispersos, con objeto de hacerlos accesibles. No es por tanto una edición crítica, y el valor de cada texto es el del original impreso en que se basó, aunque frecuentemente disminuido por errores de imprenta. A pesar de todo, su importancia continúa siendo fundamental, pues sigue cumpliendo el papel que pretendió llenar, el de hacer accesibles aquellos textos dispersos; para bastantes de ellos sigue siendo la única fuente fácilmente consultable y en algún caso la única, ya que alguno de los textos en que se basó se ha perdido después. Comprende una serie latina (citada frecuentemente PL, de Patrología Latina), publicada entre 1844 y 1855, con 221 volúmenes y con índices, y que alcanza hasta el año 1216; y una serie griega (PG), publicada entre 1857 y 1866, con 161 volúmenes, en los que el texto griego va acompañado de una traducción latina, que llega hasta 1439, y a la que hay que añadir unos índices publicados mucho más tarde; últimamente, A. Hamman ha publicado un Suplementum de 4 volúmenes.

Otra colección es el Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum (CSEL), con una serie latina y otra griega, publicados a partir de 1866 por la Academia de Viena, con gran esmero y acierto crítico; hasta el presente consta de unos 90 volúmenes.

El Corpus Scriptorum Christianorum Orientalium (CSCO), comenzado a editar en 1903 en París y continuado luego en Lovaina y Washington, con series etiópica, árabe, armenia, copta, ibérica (de la Iberia asiática) y siria; el texto suele ir acompañado de la traducción a una lengua moderna. Hasta ahora han aparecido unos 400 volúmenes.

El Corpus Christianorum (CC) está preparado por los padres benedictinos de la Abadía de San Pedro de Steenbrugge, en Bélgica; su proyecto comprende tres series, latina, griega y siríaca, e incorpora los textos de los Padres propiamente dichos y también todos los demás textos de los ocho primeros siglos (es decir, los textos de los concilios, hagiográficos, litúrgicos, inscripciones funerarias, etcétera); se comenzó a publicar en 1953 y hasta la fecha cuenta con unos 160 volúmenes.

También algunas otras colecciones de documentos antiguos incorporan algunos textos de literatura cristiana. Así por ejemplo, en la colección Monumenta Germaniae Historica, auctores antiquissimi (Berlín, 1877-1898) hay escritos de los autores latinos hasta la edad media.

Respecto a las traducciones modernas de los Padres las más accesibles en castellano son las publicadas por la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC, Madrid), que hasta este momento cuenta con unos 45 volúmenes sobre los Padres, muchos de ellos bilingües y en general con introducciones amplias. La editorial Excelsa (Madrid) publicó 36 volúmenes de los Padres, básicamente con un propósito de divulgación de sus obras. La editorial Rialp (Madrid), en la colección Neblí, ha publicado algunas traducciones de los Padres, a los que hasta ahora ha dedicado un total de 9 volúmenes.

Las más asequibles en catalán son seguramente las que componen la sección de escritores cristianos de la edición de autores clásicos de la Fundació Bemat Metge (Barcelona), con 5 volúmenes de momento, también bilingües y con introducciones detalladas.

Hay que hacer especial mención de una colección francesa, publicada en París a partir de 1942 por Editions du Cerf, Sources chrétiennes (SC), con textos generalmente bilingües y muy cuidados y con introducciones amplias; cuenta hasta el momento con unos 260 volúmenes.

Son también abundantes las antologías de textos, en versión original o en traducciones, juntas o no. En latín, es muy conocida la obra de J. J. Rouét de Journel (citada a menudo RJ), Enchiridion Patristicum (Barcelona, Herder, 24 ed., 1969); consta de textos, en general breves, dispuestos en orden cronológico y escogidos por su interés para el dogma o la historia; los textos griegos van acompañados de su traducción latina. Del mismo autor es el Enchiridion Asceticum (Barcelona, Herder, 6a ed., 1965), con textos de los Padres referentes a la ascética; los Padres elegidos son muchos menos que en la obra anterior, y los textos citados mucho más largos; los textos griegos se acompañan también de su traducción al latín.

Una antología con los textos en castellano es la de S. Huber, Los Santos Padres (Buenos Aires, Desclée, 1946, 2 tomos), en que se recogen relativamente pocos escritores, con presentaciones generales de los períodos e indicaciones breves sobre cada uno de los autores, seguidas de textos por lo regular largos y elegidos con un criterio más general que el estrictamente dogmático o histórico. Otra antología de textos en versión castellana es la de J. Vives, Los Padres de la Iglesia (Barcelona, Herder, 1971); el número de Padres escogidos no es tampoco muy grande, pero cada uno de ellos se trata con cierta extensión y los fragmentos citados son amplios; los textos han sido elegidos con un criterio dogmático y se presentan ordenados sistemáticamente bajo epígrafes doctrinales; a diferencia de las otras antologías que hemos citado hasta aquí y que llegan hasta el siglo vül, ésta termina en el iv con San Atanasio.

Además del Enchiridion Asceticum, ya aludido, se pueden mencionar también otras tres antologías de textos sobre temas específicos. Son: con referencia a la Eucaristía, Textos eucarísticos primitivos (J. Solano, BAC 88 y 118, Madrid 1952 y 1954; llega hasta el siglo viii); sobre las vírgenes, Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva (E de B. Vizmanos, BAC 45, Madrid 1949); sobre la Santísima Virgen, María en la patrística de los siglos I y II (A. de Aldama, BAC 300, Madrid 1970).

Por último, la nueva ordenación de la Liturgia de las Horas (Liturgia horarum, editio typica, Typis polyglottis Vaticanis, 1971), preparada de acuerdo con las directrices generales del concilio Vaticano II, ofrece en sus oficios de lectura una abundante selección de textos de los Padres relativamente largos, elegidos con un criterio litúrgico, doctrinal y devocional. Estos textos están ahora traducidos a un gran número de lenguas en los respectivos libros aprobados para el rezo en vernáculo de la liturgia de las horas.

Los grandes períodos de la literatura cristiana antigua

Siguiendo la costumbre, hemos dividido la patrología en tres grandes períodos, de duración desigual. El primero va desde sus inicios hasta la paz de la Iglesia (313); el segundo, el siglo de oro de la patrología, sigue hasta el concilio de Calcedonia (451); y el tercero llega hasta la mitad del siglo viii; en conjunto se abarcan pues los primeros setecientos años de literatura cristiana.

Esta división obedece a los cambios profundos que, dentro de la continuidad que siempre muestra la historia, se dan alrededor de aquellas fechas, tanto en la vida de la Iglesia en general como, de una manera muy acusada también, dentro de la actividad literaria que es el objeto de la patrología.

En efecto, el año 313, con la llegada de la paz a la Iglesia dentro del Imperio romano, marca una gran línea divisoria. A partir de esta fecha, se da un crecimiento espectacular del número de los cristianos; en el seno de la Iglesia aparecen profundas discrepancias que se convertirán en herejías, con la consiguiente necesidad de buscar fórmulas que expresen de manera más precisa el contenido de la fe (dogmas); y hay una intensa actividad pastoral y conciliar, que es causa y efecto a la vez de todo lo anterior. Todo ello generará una multitud de éscritos de valor desigual, pero en general de gran altura, que hará que el siglo largo comprendido entre el concilio de Nicea (325) y el de Calcedonia (451) reciba el nombre de siglo de oro de la patrística, y que en él se realice una gran clarificación de los dogmas trinitarios y cristológicos.

A partir de la fecha del concilio de Calcedonia, la aceleración del desmoramiento político de la mitad occidental del Imperio romano (a grandes rasgos, su mitad latino parlante) y luego la irrupción del Islam, primero en Oriente y después en Occidente, darán origen a unas literaturas que, aunque apreciables, son de menor interés; ha terminado la época de los cuatro grandes concilios ecuménicos y, en líneas generales, del desarrollo del dogma. Este período se suele considerar cerrado con la muerte de San Juan Damasceno, en los alrededores del año 750, cuando Damasco lleva ya más de un siglo bajo la dominación musulmana.

ENRIQUE MOLINÉ