INTRODUCCIÓN GENERAL


Creemos conveniente dar unas nociones preliminares sobre la naturaleza de la teología moral, sus relaciones con las ciencias afines, su importancia y necesidad, sus fuentes, método y división fundamental.

1. Naturaleza de la teología moral. Para determinar la naturaleza de una cosa suele darse en filosofía una doble definición: nominal y real. La primera es una mera explicación etimológica de la palabra que designa la cosa en cuestión. La segunda da a conocer su contenido intrínseco.

Definición nominal. La expresión teología moral contiene dos nombres: un substantivo y un adjetivo.

a) El substantivo teología (del griego theos = Dios y lógos = tratado) significa, en general, el estudio o conocimientos de Dios. En la terminología técnica eclesiástica significa el conocimiento de Dios bajo su propia razón de deidad, tal como nos lo da a conocer la divina revelación, procedente de El y ordenada a El. Por eso, un antiguo teólogo—Alejandro de Ales—pudo decir hermosamente que «la doctrina sagrada se llama divina o teología porque procede de Dios, trata de Dios y conduce a Dios».

b) El adjetivo moral lo derivan algunos del latín mos, morís = costumbre. Otros, al parecer más exactamente desde el punto de vista filológico, lo hacen provenir de la voz latina modo, o mejor, moderatio = moderación, templanza, justo medio. Como quiera que sea, sugiere inmediatamente algo relativo a las costumbres, que es menester moderar o atemperar según determinadas normas.

Definición real. La definición nominal nos ha puesto ya sobre la pista de su verdadera significación real. No en vano dice San Alberto Magno que «el nombre no es otra cosa que una implícita definición; y la definición es la explicación detallada del nombre».

La teología moral puede definirse esencialmente en la siguiente forma:

Es aquella parte de la teología que trata de los actos humanos en orden al fin sobrenatural.

Expliquemos un poco los términos de la definición:

AQUELLA PARTE DE LA TEOLOGÍA. No hay que perder nunca de vista este principio fundamental: la teología moral es una parte de la teología única. Si no se hubiera olvidado este principio tan fecundo, jamás hubiera decaído la teología moral hasta el abismo humillante de la casuística ni hubiera perdido jamás su orientación positiva—el movimiento de la criatura racional hacia Dios, dice profundísimamente Santo Tomás (I,2 prol.)—para convertirse en la ciencia de los pecados, en vez de la ciencia de las virtudes, como le corresponde por su propia naturaleza. Santo Tomás desconoció enteramente las múltiples divisiones y subdivisiones que se introdujeron posteriormente en la teología una, con tanto daño de la misma y desorientación de las inteligencias: dogmática, moral, ascética, mística, exegética, patrística, simbólica, litúrgica, catequética, positiva, pastoral, kerigmática, etcétera, etc. Santo Tomás concibió y escribió una sola teología, que abarca unitariamente todo el conjunto del dogma y de la moral con sus variadas y múltiples derivaciones. Solamente admite una división en especulativa y práctica, la primera de las cuales afecta principalmente al dogma, y la segunda a la moral; pero sin que ninguna de estas dos partes fundamentales pueda reclamar exclusivamente para sí ninguno de los dos aspectos. Toda la teología es, a la vez, especulativa y práctica. No hay un solo principio especulativo que no pueda y deba proyectar su luz en la vida práctica; ni ningún precepto normativo que no pueda y deba apoyarse en los grandes principios especulativos.

Con lo cual dicho está que la teología moral es una verdadera ciencia en todo el rigor de la palabra—exactamente igual que la dogmática—eminentemente positiva (ciencia de las virtudes, movimiento sobrenatural hacia Dios), y no un recetario prdctico de las costumbres cristianas—o algo menos todavía—a que la redujeron ciertos autores preocupados de señalar, ante todo, hasta qué punto podemos acercarnos al pecado sin pecar.

QUE TRATA DE LOS ACTOS HUMANOS. Es la materia especial que estudia y analiza la teología moral, no en su mera esencia o constitutivo psicológico (psicología) ni en orden a una moralidad puramente humana o natural (ética o filosofía moral), sino en orden a su moralidad sobrenatural, relacionada con el último fin, conocido por la divina revelación.

EN ORDEN AL FIN SOBRENATURAL. Esto es, como acabamos de decir, lo que constituye el aspecto principal o razón de ser (objeto formal) de nuestra teología moral. Dios mismo, bajo su propia razón de deidad, conocida por la divina revelación, es el objeto propio de toda la teología; pero la parte dogmática le estudia principalmente en Sí mismo y como principio de todo cuanto existe, y la parte moral le considera principalmente como último fin, al que nos encaminamos mediante los actos sobrenaturales. La teología—toda ella—parte siempre de los principios revelados, que constituyen su materia propia y tiene por objeto, precisamente, desentrañarlos con la razón natural iluminada por la fe, para arrancarles sus virtualidades teórico-prácticas. La parte dogmática se fija preferentemente en las verdades reveladas en cuanto constituyen el objeto de nuestra fe. La moral insiste sobre todo en el movimiento de la criatura racional hacia Dios a través principalmente de la virtud de la caridad. Por eso podría definirse brevísima y profundamente la teología dogmática diciendo que es «el desarrollo o explicación de la fe»; y la teología moral, diciendo que es «el desarrollo o explicación de la caridad». De donde se deduce, como corolario hermosísimo, que el acto moral por excelencia es el amor a Dios.

2. Relaciones con las ciencias afines. De la noción que acabamos de dar se desprenden fácilmente las relaciones íntimas de la teología moral con las otras partes de la teología y ciencias afines. He aquí las principales:

1) CON LA TEOLOGÍA DOGMÁTICA forma una ciencia única, a diferencia de las ciencias filosóficas, que se dividen en múltiples ramas específicamente diferentes. De la dogmática toma la moral la mayor parte de sus principios, de los que saca las consecuencias prácticas. El dogma es como el fundamento y la raíz de la moral, que proporciona •a ésta el jugo y la savia que debe transformarla en árbol espléndido que produzca frutos de vida eterna. Separada del dogma, la moral se desvanece y se seca, falta de fundamento y de vitalidad.

2) CON LA TEOLOGÍA ASCÉTICA Y MíSTICA se relaciona la moral como el todo con la parte. La moral abarca todo el conjunto de la vida cristiana, desde sus comienzos hasta el fin, aunque pueden distinguirse en esa vida tres etapas de un solo camino. La primera se preocupa principalmente de la caridad incipiente, o sea de lo lícito e ilícito (vía purgativa, moral casuística); la segunda, de la caridad proficiente acompañada del ejercicio de las demás virtudes infusas (vía iluminativa, teología ascética); y la tercera, de la caridad perfecta bajo el influjo de los dones del Espíritu Santo (vía unitiva, teología mística). No hay entre esas tres etapas ninguna diferencia específica, sino tan sólo una distinción modal y accidental, como la que hay entre la infancia, la juventud y la virilidad de un mismo hombre.

3) CON LA TEOLOGÍA PASTORAL se relaciona proporcionando al sacerdote, pastor de las almas, los principios fundamentales y normas prácticas que habrá de inculcarles para llevarlas a su eterna felicidad.

4) CON EL DERECHO CANÓNICO Y CIVIL. Ambos derechos contienen  leyes que, con las debidas condiciones, obligan en conciencia (como veremos en sus lugares correspondientes), y, por lo mismo, afectan a la teología moral, que debe recogerlas y explicarlas rectamente.

5. CON LA ÉTICA O FILOSOFÍA MORAL coincide en gran parte de su objeto material, aunque se distingue esencialmente de ella por su objeto formal y por su fin. Las dos tratan de los actos humanos; pero la ética los considera únicamente desde el punto de vista puramente humano, a la luz de la simple razón natural y en orden a un fin honesto puramente natural, mientras que la teología moral se apoya en los principios de la divina revelación, los considera a la luz de la razón iluminada por la fe y encamina los actos humanos al fin último sobrenatural.

3. Importancia y necesidad. La importancia excepcional de esta parte de la teología es manifiesta si tenemos en cuenta su objeto mismo y su propia finalidad. Se trata de encaminar los actos humanos a la conquista del último fin sobrenatural, que es la razón misma de la existencia del hombre sobre la tierra. No hemos nacido para otra cosa ni nuestra vida terrena tiene otra razón de ser que la conquista de la bienaventuranza eterna mediante la práctica de la virtud según las normas de la moral cristiana. Es imposible, por consiguiente, encontrar entre las ciencias prácticas alguna que tenga un objeto más noble y un fin más trascendental y supremo que nuestra teología moral.

El conocimiento profundo de la teología moral es absolutamente necesario al sacerdote, encargado oficialmente por Dios de conducir las almas a su eterna bienaventuranza por los caminos de la moral cristiana; y es convenientísimo al simple fiel, a fin de formar su conciencia cristiana del modo más completo y perfecto posible y asegurar con ello, más y más, el logro de sus destinos inmortales.

4. Fuentes. Como disciplina estrictamente teológica que es, la teología moral debe hacer suyos todos los lugares teológicos tradicionales e incorporarse, además, los grandes principios de las ciencias filosóficas afines. He aquí las principales fuentes de ambos grupos :

A) Fuentes propiamente teológicas

1) La Sagrada Escritura. Como dice hermosamente San Agustín, la Sagrada Escritura no es otra cosa que «una serie de cartas enviadas por Dios a los hombres para exhortarnos a vivir santamente» 1. En ella se contiene, en efecto, la palabra misma de Dios. Por eso dice San Pablo que «toda la Escritura es divinamente inspirada y útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y consumado en toda obra buena» (2 Tim. 3,16-17). Y el gran pontífice León XIII añade que la Sagrada Escritura nos ofrece a todos «prescripciones llenas de santidad, exhortaciones sazonadas de suavidad y de fuerza, notables ejemplos de todas las virtudes; a lo cual se añade, en nombre y con palabras del mismo Dios, la trascendental promesa de las recompensas y el anuncio de las penas eternas» 2.

La Sagrada Escritura será siempre, indiscutiblemente, la primera y principal fuente de la moral cristiana. Es preciso tener en cuenta, sin embargo, que los preceptos meramente ceremoniales y jurídicos del Antiguo Testamento fueron abrogados por el Nuevo, aunque permanecen en pie los morales, que se fundan en la ley natural. E incluso algunas prescripciones del Nuevo tuvieron una finalidad circunstancial y temporal que ya no obliga hoy. Tal ocurre, por ejemplo, con la prescripción de abst, erse de comer carne sofocada y de sangre, dada por los apóstoles e' el concilio de Jerusalén (Act. 15,29). Otros puntos concretos del Nuevo Testamento necesitan interpretación, tales como los relativos al juramento (Mt. 5,34), a la comunión con ambas especies (Mt. 26,27), al divorcio (Mt. 5,32), etc. Sólo la Iglesia católica, maestra infalible de la verdad, está comisionada oficialmente por el mismo Cristo para darnos la interpretación auténtica y verdadera de esos y de todos los demás lugares de la Sagrada Escritura (cf. D. 1787 y 1793)3.

2) El magisterio de la Iglesia. Por expresa disposición de Cristo, la Iglesia católica recibió en la persona de su primer pontífice, el apóstol San Pedro, las llaves del reino de los cielos y la potestad de atar y desatar en la tierra, quedando atado o desatado ante el mismo Dios (Mt. 16,18-19). En su consecuencia, la Iglesia tiene plena autoridad para imponer leyes a los hombres con la misma fuerza coercitiva que si provinieran directamente del mismo Dios. Y esto no sólo en el orden individual o privado, sino también en el público y social, interpretando el derecho natural y positivo y dando su fallo definitivo e infalible en materia de fe y de costumbres (D. 1831-1839).

La Iglesia ejerce este magisterio supremo, ya sea de una manera extraordinaria, en las solemnes declaraciones dogmáticas de los concilios ecuménicos o de los Romanos Pontífices, que exigen de todos los cristianos un asentimiento plenísimo e irrevocable; ya de manera ordinaria, por medio del papa en sus encíclicas, declaraciones doctrinales a través de las Sagradas Congregaciones, condenación de los errores, etc., etc., o por medio de la liturgia, de las instrucciones pastorales de los obispos, del sentido y práctica de la Iglesia, etc., etc.

3) La tradición cristiana. Es una fuente complementaria de la misma Sagrada Escritura. Como es sabido, no todas las verdades reveladas por Dios están contenidas en la Sagrada Biblia. Muchas de ellas fueron reveladas oralmente por el mismo Cristo o por medio de los apóstoles, inspirados por el Espíritu Santo, y han llegado hasta nosotros transmitidas como de mano en mano por el hilo de oro de la tradición cristiana (D. 178'j).

Esta divina tradición hay que buscarla en distintos lugares, y sólo ofrece garantías de absoluta certeza e infalibilidad cuando está reconocida y sancionada oficialmente por la Iglesia. Las principales fuentes de esta divina tradición, aparte de las enseñanzas directas de la misma Iglesia, son éstas:

a) Los SANTOS PADRES. Se entiende por tales en teología católica una serie de escritores de los primeros siglos de la Iglesia que por su antigüedad, su doctrina eminente, la santidad de su vida y la aprobación expresa o tácita de la Iglesia merecen ser considerados como testigos auténticos de la fe cristiana. Entre ellos destacan las figuras insignes de los cuatro grandes Doctores occidentales: San Ambrosio (+ 397), San Jerónimo (+ 420), San Agustín (+ 430) y San Gregorio Magno (+ 604); y los cuatro Doctores orientales: San Atanasio (+ 373), San Basilio (+ 379), San Gregorio Nazianzeno (+ 390) y San Juan Crisóstomo (+ 407). La época patrística occidental se cierra con San Isidoro de Sevilla (+ 636), y la oriental con San Juan Damasceno (+ 749).

En materia de fe y de costumbres, la enseñanza privada y aislada de algún Santo Padre da origen a una opinión probable, pero no completamente cierta ni obligatoria en conciencia. Pero el consentimiento unánime, o casi unánime, de los Santos Padres en torno a una verdad sagrada y en cuanto testigos de la tradición cristiana, da origen a un argumento irrefragable que a nadie es lícito rechazar.

b) Los TEÓLOGOS. La mayoría de los Santos Padres fueron a la vez insignes teólogos, pero comúnmente se reserva esta expresión para designar a los autores eclesiásticos posteriores a la época patrfstica que trataron de manera más científica y sistemática las verdades relativas a la fe y las costumbres. Iniciada en la alta Edad Media, la época teológica continúa todavía vigente y se perpetuará hasta el fin de los siglos. La figura más representativa de la teología católica en todas sus épocas, ramas y manifestaciones es el Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino (1225-1274), declarado por la Iglesia Doctor Común y Universal y cuya doctrina ha hecho suya la misma Iglesia de Cristo 4. En teología moral—sobre todo en la de índole práctica—goza también de gran autoridad San Alfonso María de Ligorio (1696-1787), cuya doctrina moral ha merecido, en su conjunto, la aprobación y recomendación de la Iglesia.

El consentimiento general de los teólogos ofrece un argumento de tal peso en favor de un principio de moral o norma de conducta, que nadie puede contradecirlo sin manifiesta imprudencia y temeridad.

c) EL SENTIR DEL PUEBLO CRISTIANO. También el sentir unánime del pueblo sencillo y fiel ofrece un argumento de gran peso en favor de una doctrina o norma de conducta. Es la fe de la Iglesia, que se manifiesta en el pueblo por la inspiración y gobierno invisible del Espíritu Santo. Por lo mismo, no podrían rechazarse sin gran temeridad e imprudencia los usos y costumbres tradicionales que han adquirido carta de naturaleza en todo el pueblo cristiano bajo la mirada vigilante de la Iglesia. Después de veinte siglos de cristianismo, toda innovación en materia de moralidad se hace fuertemente sospechosa. Caben, sí, ciertas adaptaciones a las circunstancias modernas—como hace la misma Iglesia, v. gr., en materia de ayunos y abstinencias, horario para la celebración del culto católico, etcétera, etc., pero conservando siempre incorrupto e intacto el espíritu del Evangelio.

B) Fuentes subsidiarias

La teología moral, como parte de la teología única, utiliza subsidiariamente los lugares teológicos secundarios o impropios, que son:

1) La razón natural. No sólo la razón iluminada por la fe (razón teológica), sino incluso la simple razón natural puede y debe prestar un gran servicio al moralista católico, haciéndole ver, entre otras muchas cosas, la maravillosa armonía entre las normas de moralidad sobrenatural contenidas en la divina revelación y las que propugna el orden ético puramente natural. La gracia no destruye jamás la naturaleza, sino que viene siempre a completarla y engrandecerla.

2) La autoridad de los filósofos. Precisamente por lo que acabamos de decir, grandes filósofos paganos, que carecían de las luces de la fe, construyeron admirables sistemas éticos que apenas necesitan otra reforma que su traslado y elevación al orden sobrenatural. En este sentido destacan como figuras de primera magnitud, entre los filósofos griego j,, Sócrates (t 399 a. C.), Platón (+ 347 a. C.) y Aristóteles (+ 322 a. C.) y entre los latinos, Cicerón (+ 43 a. C.) y, sobre todo, Séneca (+ 65 d. C), que es considerado como el mayor moralista de la antigüedad pagana.

3) La historia, tanto eclesiástica como civil, es otra fuente subsidiaria de la que debe aprovecharse el moralista. Se ha dicho con razón que la historia es la maestra de la vida, y ello no sólo en el orden teórico, sino también, y principalmente, en el práctico y normativo.

Aparte de estas fuentes primarias y secundarias, que son comunes a toda la teología, el teólogo moralista tiene que tener muy en cuenta, si quiere resolver con acierto un gran número de cuestiones que caen de lleno o rozan muy de cerca cuestiones altamente delicadas de la moral cristiana, otras ciencias humanas, entre las que destacan principalmente :

4) El derecho. Como tendremos ocasión de comprobar a cada momento en el decurso de nuestra obra, la moral se beneficia continuamente de los grandes principios jurídicos, que se apoyan directamente en la ley natural procedente de Dios. El conocimiento de la ley positiva humana es indispensable al moralista católico, ya que la moral cristiana se remite en muchas cuestiones jurídicas, no del todo perfiladas en la ley natural o divino-positiva, a las rectas prescripciones de la ley puramente humana o civil, que obliga en conciencia cuando va revestida de las debidas condiciones, como veremos en su lugar oportuno. Imposible dar un paso en gran parte de cuestiones morales sin tener en cuenta las aportaciones del derecho natural y positivo.

5) La medicina. Sin un conocimiento suficientemente amplio de gran número de cuestiones médicas, le será imposible al moralista valorar con acierto el grado de responsabilidad moral de ciertos enfermos (neuróticos y psíquicos principalmente), dilucidar algunas cuestiones relativas al sexto mandamiento, a las relaciones conyugales, a los ayunos y abstinencias, etc., etc. Entre las ciencias puramente humanas es la medicina —después del derecho—la más necesaria al moralista católico.

6) La psicología. Entre las disciplinas filosóficas es la psicología —después, naturalmente, de la ética o filosofía moral—la que se relaciona más directamente con nuestra ciencia. Muchas cuestiones relativas a los actos humanos, la conciencia, la libertad, el influjo de las pasiones en la moralidad, etc., etc., necesitan indispensablemente la ayuda y complemento de los datos proporcionados por la psicología racional y experimental. El teólogo moralista no podría prescindir de esta fuente subsidiaria sin peligro de llegar a conclusiones incompletas o inexactas.

7) La sociología. La vida moderna, cada vez más complicada, ha establecido una serie de nuevas relaciones entre los hombres en el triple ámbito individual, familiar y social que plantean, a su vez, gran número de cuestiones directamente relacionadas con la moral. Imposible resolverlas con acierto si el moralista ignora los grandes principios en que se apoya y fundamenta la moderna sociología.

8) Las ciencias políticas y económicas. En fin, para la recta solución de gran número de problemas sociales, políticos y económicos, cada vez más abundantes y complicados, se hace indispensable al moralista católico el conocimiento profundo de estas ciencias afines.

5. Método. Gran importancia tiene para el estudio de cualquier ciencia el método que se emplee en su exposición y desarrollo. En teología moral se conocen tres métodos principales:

1) EL ESCOLÁSTICO O ESPECULATIVO, que, fundándose en los principios de la divina revelación, estudia a fondo, con la razón iluminada por la fe (razón teológica), las verdades reveladas y desentraña sus virtualidades, principalmente con vistas a la vida normativa y práctica. Este es el método analítico-deductivo, empleado por los grandes teólogos escolásticos, tales como Santo Tomás, San Antonino, Cayetano, Billuart, Suárez, Lugo y otros insignes moralistas medievales y modernos.

2) EL CASUisTICO trata de precisar ante todo la solución práctica que haya de darse a los múltiples problemas que plantea la vida diaria. Es un método sintético-inductivo, que, aunque no puede despreciarse del todo y en absoluto, ofrece, sin embargo, grandísimos inconvenientes cuando se abusa de él. Al prescindir o conceder importancia secundaria a los grandes principios positivos, minimiza la sublime elevación de la moral cristiana, convirtiendo la ciencia de las virtudes a practicar en la ciencia de los pecados a evitar; y ello con gran peligro de deformar las conciencias y empujarlas a soluciones erróneas, ya que el cambio de una simple circunstancia al producirse un nuevo caso parecido al ya resuelto puede dar al traste con la solución anterior, que sería francamente errónea aplicada al segundo.

3) EL ASCÉTICO-MíSTICO. Convencidos muchos autores de que la moral cristiana es eminentemente positiva y tiene por objeto principal adiestrarnos en la práctica de las virtudes, orientan sus tratados de moral hacia esta noble y elevada finalidad, estudiando los pecados a evitar tan sólo de una manera secundaria y en mero contraste con las virtudes opuestas. Así procedieron Contenson, Vallgornera, Felipe de la Santísima Trinidad y otros muchos antiguos escolásticos. Hoy día las doctrinas ascético-místicas suelen estudiarse en rama aparte, que constituye la llamada «teología de la perfección cristiana».

Estos son los principales métodos propuestos. Teniendo en cuenta la índole de nuestra obra y el público a que va dirigida, nosotros utilizaremos con preferencia el primer método, exponiendo ampliamente los grandes principios de la moral cristiana en todo el rigor científico, aunque perfectamente adaptados a la mentalidad del público seglar. Cuando el caso lo requiera, ilustraremos los principios con alguna aplicación concreta a los principales casos que pueden presentarse en la práctica. Las derivaciones ascético-místicas las omitiremos casi por completo, ya que su importancia es extraordinaria y requieren un comentario amplio que aquí no podríamos ofrecer al lector, y al que hemos dedicado un volumen entero de esta misma colección de la BAC 5, que consideramos, por lo mismo, como un complemento indispensable de la obra que hoy tenemos el gusto de ofrecer a nuestros lectores.

6. División. Es clásica la división de la teología moral en dos partes principales: moral fundamental y moral especial, a las que se añade como complemento indispensable el amplio tratado de los sacramentos. Veamos cómo se desarrolla cada una de estas partes.

1) Moral fundamental. No suele haber grandes diferencias entre los moralistas católicos en la exposición de esta primera parte de la teología moral. Casi todos siguen más o menos de cerca el esquema de Santo Tomás de Aquino en la Prima secundae de su maravillosa Suma Teológica.

Comienza esta parte con el tratado del último fin, que, aunque es lo último en la consecución, tiene que ser lo primero en la intención, como blanco y finalidad fundamental a que conduce la moral cristiana.

A continuación se estudian los actos humanos, no en su aspecto psicológico ni puramente ético natural, sino en orden a la moralidad sobrenatural de los mismos.

Luego vienen los tratados de la ley, que es la norma objetiva, externa y remota de la moralidad, y de la conciencia, que representa la norma subjetiva, interna y próxima de la misma.

A estos tratados normativos hay que añadir el estudio del principio intrínseco de donde proceden nuestros actos sobrenaturales, que no es otro que la gracia santificante, que obra a través de sus potencias operativas, que son las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo, considerados en general. Muchos autores omiten por completo el tratado de la gracia —que consideran como perteneciente a la teología dogmática—, limitándose al estudio de las virtudes en general, con ligerísimas alusiones a los dones del Espíritu Santo, que a veces omiten por completo. A nuestro juicio, este criterio ofrece no pocas desventajas e inconvenientes, al privar a la moral del maravilloso tratado de la gracia—que es el fundamento de toda la moral positiva y, por lo mismo, pertenece de lleno a ella, según el esquema de Santo Tomás de Aquino—y orientándola con ello hacia la moral negativa o ciencia de los pecados a evitar, más que de las virtudes a practicar. Creemos sinceramente que una vuelta al esquema completo del Doctor Angélico devolvería a esta primera parte de la moral toda su elevación y grandeza tal como aparece en la Suma Teológica.

En contraste con el tratado de las virtudes, suele estudiarse, finalmente, en esta primera parte, el de los pecados en general.

a) Moral especial. Esta segunda parte abarca el estudio especial y pormenorizado de cada una de las virtudes infusas y, en contraste con ellas, el de los pecados opuestos. Pero en el desarrollo de este amplísimo panorama se han seguido a través de la historia dos criterios principales muy distintos entre sí:

a)Santo Tomás y la gran mayoría de los teólogos escolásticos disponen esta materia a base de las virtudes teologales y cardinales con todo el cortejo de sus derivadas, considerando en particular cada una de esas virtudes, sus actos correspondientes, los vicios y pecados opuestos, los dones del Espíritu Santo, que las perfeccionan, y los preceptos afirmativos y negativos con ellas relacionados. Con ello se consigue una visión exhaustiva y verdaderamente científica de todo el inmenso panorama de la moral especial.

b)Otros moralistas, en torno principalmente a San Alfonso María de Ligorio, organizan esta segunda parte de la moral a base del estudio de las virtudes teologales y de los preceptos del decálogo y de la Iglesia. Buscan con ello una finalidad de índole práctica, menos científica y sistemática, pero más fácil y sencilla y, por lo mismo, más utilizable en la instrucción de los fieles y en el desempeño del oficio pastoral del sacerdote.

Pero, en oposición y contrapeso a estas ventajas prácticas, ofrece este método serios inconvenientes. Es imposible agrupar en torno al decálogo —como no sea de una manera del todo arbitraria y sin fundamento alguno—gran número de virtudes cuya práctica es indispensable y de gran importancia en la vida moral. ¿A qué mandamiento pertenecen, por ejemplo, las virtudes de la prudencia y de la fortaleza con todo el conjunto de sus derivadas y anejas? ¿Qué relación tienen con el cuarto mandamiento los deberes profesionales, que, sin embargo, en él los colocan la mayoría de los autores que siguen este sistema? ¿En qué precepto del decálogo se nos habla de los grandes deberes sociales y políticos, que tanta importancia tienen, sin embargo, en la moral cristiana? He aquí algunos problemas de imposible solución a base de este método.

En el número siguiente, al trazar el plan que vamos a seguir en esta obra, expondremos la manera de evitar—a nuestro juicio—los inconvenientes teóricos de este enfoque, sin incurrir en los inconvenientes prácticos del primero, que es, acaso, demasiado científico y especulativo para una obra dirigida al gran público seglar.

3) Los sacramentos. Aunque el tratado de los sacramentos pertenece en gran parte a la teología dogmática, ofrece, sin embargo, innumerables aspectos de índole práctica que caen de lleno dentro del campo de la teología moral. Son los grandes auxilios sobrenaturales puestos a disposición del hombre por el mismo Cristo, con los que—corno dice la misma Iglesia—«toda verdadera justicia empieza, o empezada se aumenta, o perdida se repara» (D. 843 a). Apenas hay diversidad de criterios entre los moralistas al exponer esta tercera parte de la moral, como no sea en la mayor o menor extensión que concedan a alguna cuestión particular.

7. Nuestro plan. En el desarrollo de nuestra obra vamos a seguir el criterio de la mayoría de los moralistas en la tercera parte, relativa a los sacramentos—aunque recogiendo con frecuencia sus magníficas derivaciones ascético-místicas, y aun en la primera, o moral fundamental, como no sea en la restitución a esta última del tratado de la gracia, aunque con la brevedad a que nos obliga la índole y finalidad de nuestra obra. Pero en la segunda parte, relativa a la moral especial, vamos a intentar un nuevo esquema que evite en lo posible los inconvenientes del que siguen los grandes teólogos escolásticos—demasiado científico y ajeno a la mentalidad del público seglar—y los que resultan de agruparlo todo en torno a los preceptos del decálogo y de la Iglesia.

El esquema que proponemos nos parece fácilmente asimilable por cualquier persona culta, aunque carezca enteramente de formación escolástica, y, a la vez, perfectamente lógico y adecuado para recoger sin violencia alguna todo el panorama de la moral especial. Consiste en establecer una triple relación de deberes: para con Dios, para consigo mismo y para con el prójimo, subdividido este último en el triple aspecto individual, familiar y social. Vamos a explicar un poco estas ideas.

I) Con relación a Dios. Todos nuestros deberes para con El están encerrados en las tres virtudes teologales—que se refieren directamente al mismo Dios, como primer principio y último fin—y en la virtud de la religión, que tiene por objeto el culto divino. No hay más.

Dentro de la virtud de la religión pueden recogerse los tres prima os mandamientos de la ley de Dios y los preceptos de la Iglesia, que se refi ren al culto divino o a otros aspectos de la virtud de la religión.

2) Con relación a nosotros mismos. Los deberes para con nosotros mismos se reducen a la virtud de la caridad, en uno de sus aspectos, y a tres de las virtudes cardinales: prudencia, fortaleza y templanza con todas sus derivadas. No hay más.

Es evidente, en efecto, que entre las virtudes teologales sólo la caridad tiene un aspecto que se refiere a nosotros mismos; no la fe ni la esperanza, que se refieren exclusivamente a Dios. Y entre las cardinales, sólo nos afectan directamente a nosotros mismos la prudencia, fortaleza y templanza (con sus anejas y derivadas), no la justicia, que se refiere siempre al prójimo por ser una virtud esencialmente ordenada a otros (ad alterum, dicen los teólogos). No hay, pues, ningún aspecto de moralidad individual que no pueda recogerse y tenga su lugar propio en alguna de esas cuatro virtudes o en alguna de sus anejas y derivadas.

3) Con relación al prójimo. Este es el aspecto que presenta mayor número de derivaciones, aunque todas ellas giran en torno a sólo dos virtudes : la caridad entre las teologales y la justicia (con sus derivadas) entre las cardinales. Tampoco aquí hay más.

Entre las teologales, sólo la caridad ofrece un aspecto que dice relación al prójimo; no la fe ni la esperanza, como es obvio. Y entre las cardinales, sólo la justicia es una virtud esencialmente ordenada al prójimo; las otras tres se refieren a nosotros mismos.

Pero en el prójimo cabe distinguir un triple aspécto: el puramente individual, el familiar y el social. De ahí que, al recorrer el conjunto de nuestras obligaciones relativas al prójimo, sea preciso tener en cuenta esa triple relación. Y así:

a) CONSIDERADO COMO INDIVIDUO, se establecen entre nosotros y el prójimo vínculos de caridad y justicia, esta última subdividida en cuatro aspectos fundamentales: respetar su vida, su cuerpo, su hacienda y su honor. Es, cabalmente, la materia preceptuada en el quinto, sexto, séptimo y octavó mandamientos del decálogo.

b) COMO MIEMBRO DE NUESTRA FAMILIA, el prójimo se hace acreedor (además de los deberes de caridad que afectan a la triple manifestación que venimos exponiendo) de ciertas obligaciones de justicia a través de la virtud de la piedad, que es una de sus anejas o derivadas. Y en el seno de la familia cristiana cabe distinguir los deberes de esposos, padres, hijos y amos. Con lo cual se recoge, en su lugar propio, toda la materia perteneciente al cuarto mandamiento del decálogo.

c) AL PRÓJIMO ORGANIZADO EN SOCIEDAD se refiere directamente la virtud de la justicia en dos de sus formas perfectas (legal y distributiva) y en sus modalidades secundarias o imperfectas (virtudes sociales y deberes profesionales).

Tal es, nos parece, el mejor encasillado con que puede distribuirse el inmenso panorama de la moral especial si querernos evitar los inconvenientes prácticos del primer esquema—demasiado técnico y especulativo para los no iniciados en teología escolástica—y los del segundo, que resulta incompleto y arbitrario.

Nosotros vamos a seguir este plan, recogiendo en este primer volumen de nuestra obra la materia perteneciente a la moral fundamental y especial, dejando para el segundo el amplio tratado de los sacramentos. He aquí, en cuadro sinóptico, el panorama completo de este primer volumen:

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1 In Ps. 90: ML 37,1159.

2 LEÓN XIII, encíclica Providentissimus Deus: ASS 26 (1893-94) 272.

3 La sigla D. significa el Enchiridion Symbolorum de DENZINGER, en el que se recoge el texto de las declaraciones dogmáticas de la Iglesia a través de los siglos.

4 *Y Nos, al hacernos eco de este coro de alabanzas tributadas a aquel sublime ingenio, aprobamos no sólo que sea llamado Angélico, sino también que se le dé el nombre de Doctor Universal, puesto que LA IGLESIA HA HECHO SUYA LA DOCTRINA DE ÉL, como se confirma con muchísimos documentos* (Pío XI, encíclica Studiorum ducem, del 29 de junio de 1923: AAS 15 [1923] 309-324)

5 Cf. nuestra Teología de la perfección cristiana, 3•' ed. (1958).