CAPITULO II

La justicia distributiva


Sumarlo: Dividimos la materia en dos artículos: en el primero hablaremos de la justicia distributiva en sí misma, exponiendo brevemente su noción, objeto, sujeto, acto principal, excelencia y obligaciones que impone. En el segundo hablaremos de los pecados opuestos a la misma.


ARTICULO 1
La justicia distributiva en sí misma

875. 1. Noción. La justicia distributiva es una de las tres especies o partes subjetivas de la virtud de la justicia (cf. n.613), que tiene por objeto regular las relaciones de la sociedad—o del jefe que la representa—para con cada uno de sus miembros. Puede definirse: la virtud que inclina a los gobernantes a distribuir los bienes comunes entre los súbditos en proporción a sus méritos, dignidad y necesidades.

Expliquemos un poco la definición:

LA VIRTUD, puesto que inclina habitualmente a un bien.

QUE INCLINA A LOS GOBERNANTES. Es el principal sujéto de deberes de la justicia distributiva. En ellos reside de una manera "principal y arquitectónica*, como dice Santo Tomás; aunque reside también en los súbditos de una manera pasiva y participada, en cuanto se contentan con la justa distribución. Y nótese que, por extensión, compete también la función principal distribuidora a todos los jefes secundarios (de una empresa, de una familia, etc.) con relación a sus súbditos.

A DISTRIBUIR LOS BIENES COMUNES. En esto se distingue de la justicia conmutativa, que se refiere propiamente a los bienes particulares entre personas privadas. La justicia distributiva se refiere a los bienes comunes, cuya justa distribución a los particulares se encarga de regular. Cuáles sean esos bienes comunes lo precisaremos más abajo al señalar el objeto de la justicia distributiva.

ENTRE LOS SÚBDITOS, o sea, entre los miembros o personas particulares que constituyen la sociedad. Son el término o sujeto de derechos de la justicia distributiva, que coincide materialmente con el término o sujeto de derechos de la justicia conmutativa (las personas particulares), pero con una diferencia fundamental. Porque en la conmutativa son los individuos como partes, o personas privadas, en virtud de su dignidad humana; pero en la distributiva no son los individuos aislados, sino como solidarios entre sí o miembros de la sociedad. La distributiva se dirige necesariamente a una pluralidad de sujetos, cuyos méritos y necesidades debe comparar cuidadosamente para adjudicar a cada uno lo que le corresponda. No hay distribución sino entre muchos y formando una sociedad.

EN PROPORCIÓN A SUS MÉRITOS, DIGNIDAD Y NECESIDADES. Es el justo medio de la justicia distributiva, distinto por completo del que corresponde a la justicia conmutativa. En esta última, en efecto, el justo medio en el que consiste la virtud es una proporción aritmética de estricta igualdad (v.gr., si el objeto comprado vale cien pesetas, hay que pagar al vendedor cien pesetas, ni más ni menos). En la justicia distributiva, por el contrario, se establece una igualdad geométrica o proporcional. No se da a todos lo mismo —sería una injusticia, ya que no todos tienen los mismos méritos o necesidades—, sino a cada uno lo que le corresponde: más o menos según sus méritos, dignidad y necesidades.

876. 2. Objeto. Como es sabido, el objeto de toda virtud es doble: material y formal.

  1. EL OBJETO MATERIAL de la justicia distributiva son las cosas que se han de distribuir entre los miembros de la sociedad: beneficios, honores, cargas, etc. Volveremos más abajo sobre esto.

  2. EL OBJETO FORMAL lo constituyen esas mismas cosas, no en cuanto se distribuyen a los miembros de la sociedad como un bien particular que les pertenezca individualmente de una manera estricta (justicia conmutativa), sino en cuanto bienes comunes que les pertenecen en cierto modo y en proporción geométrica, porque el bien del todo es también bien de las partes y se hace suyo en cierta manera.

De aquí se desprende una consecuencia muy importante, a saber: que el fundamento de todos los derechos y obligaciones de la justicia distributiva es el bien común. Santo Tomás lo repite insistentemente, lo mismo que Pío XI en la Quadragesimo anno. Y es que el motivo formal y fundamento de toda justicia es algo debido a otro, quien, por lo mismo, tiene derecho a ello. Ahora bien, la razón de todas las obligaciones de distribución justa que la justicia distributiva impone a los gobernantes es el bien común o, más exactamente, las exigencias y derechos de los particulares respecto de éste. El título de dichas exigencias no está en el derecho privado y personal de los individuos, sino en el bien común, porque no se deben los bienes comunales a las personas como tales, sino como miembros de la comunidad .

877. 3. Sujeto. Esta expresión puede entenderse en dos sentidos: a) por la facultad o potencia del alma donde reside el hábito de la justicia distributiva (sujeto próximo), y b) por el sujeto a quien incumbe el ejercicio o cumplimiento de esa virtud (sujeto remoto).

  1. SUJETO PRÓXIMO de la justicia distributiva es la voluntad, lo mismo que el de las demás especies de justicia perfecta (conmutativa y legal).

  2. SUJETO REMOTO es el que gobierna o administra legítimamente los bienes que se han de distribuir entre los miembros de la sociedad. En primer lugar, el jefe del Estado o de la ciudad, y en su propia esfera, el jefe de un grupo social,. de una empresa o de una simple familia.

En éstos—los jefes—, la justicia distributiva reside de una manera principal y arquitectónica. Pero los miembros de la sociedad deben practicarla también «mostrándose satisfechos de la repartición justa*, como dice Santo Tomás. Claro que les asiste el derecho de crítica y hasta de resistencia positiva contra una distribución injusta, dejando siempre a salvo las exigencias del bien común, que, en bienes del mismo orden, ha de prevalecer siempre sobre el bien particular de algunos individuos.

878. 4. Acto principal. El acto principal de la justicia distributiva es el juicio, o sea, la determinación de lo que es justo. Por eso corresponde al jefe y al juez, porque la función judicial es una prerrogativa de la soberanía.

Juzgar es el acto más importante de la justicia, porque es el que determina lo que es justo y debe darse a cada uno. Por eso, aunque es acto propio de la justicia distributiva, no falta nunca en las otras formas de justicia, incluso en la conmutativa. La determinación de lo justo corresponde siempre a la justicia distributiva.

Claro que no basta el solo acto de juicio para que se guarde o ejerza la justicia. Es menester que se realice de hecho lo propio de la justicia, que consiste en dar a cada uno lo que le corresponde. Este es el acto segundo, que perfecciona y completa el acto de juicio previo.

El acto de juicio se vicia por la acepción de personas, que es el pecado opuesto a la justicia distributiva, como veremos más abajo.

879. 5. Excelencia. La justicia distributiva no solamente constituye una de las tres especies de justicia perfecta, sino que es más excelente todavía que la justicia conmutativa. Y lo es por varios capítulos :

a) PORQUE ES LA VIRTUD DEL JEFE. Como dice Santo Tomás, el acto de la distribución que se hace de los bienes comunes pertenece solamente al que tiene a su cargo estos bienes» 4. Y su gran comentarista Domingo de Soto escribe textualmente: «La justicia distributiva es superior a la conmutativa, porque sobresale eminentemente en el príncipe que por ella adjudica los bienes comunes a cada uno de los ciudadanos».

b) POR SU TRASCENDENCIA SOCIAL. La justicia distributiva exige a los gobernantes que, mediante una acertada dirección de la economía, hagan que las riquezas, considerablemente aumentadas por el constante perfeccionamiento de la técnica, sean distribuidas debidamente, haciéndolas llegar, a través de la legislación e instituciones sociales, a todos los miembros necesitados de la sociedad. En este sentido puede decirse que la justicia distributiva es la virtud eminentemente social; más todavía, si cabe, que la misma justicia legal, porque hace llegar los bienes que ésta procura a sus naturales destinatarios, que son los particulares. Y es obvio que la equitativa distribución de los bienes creados entre los individuos, según las exigencias del bien común, constituye función capital de la justicia social, como dice expresamente Pío XI en la Quadragesimo anno. A la justicia distributiva incumbe, pues, la función por excelencia de la justicia social, el complemento y coronación de toda la obra de justicia legal y recta administración del Estado.

c) PORQUE ES LA JUSTICIA DE Dios, o sea la única que se encuentra en El, ya que, como es obvio, su trascendencia infinita y su soberana independencia hacen imposibles en El la justicia conmutativa y la legal.

6. Obligaciones que impone. Como hemos dicho, la justicia distributiva afecta principalmente a los jefes o gobernantes, pero también están sujetos a ella los mismos súbditos o gobernados. Vamos, pues, a examinar las obligaciones de ambos grupos.

A) A los jefes o gobernantes

880. Las principales exigencias de la justicia distributiva con relación a los jefes o gobernantes son las siguientes:

I.a TENER CONCIENCIA DE SUS RESPONSABILIDADES SOCIALES ante Dios y ante los hombres. La autoridad de que están investidos se ordena esencialmente al servicio del bien común. Toda desviación en provecho propio, de un grupo político o de una clase determinada, constituye una gran injusticia y una alta traición. Escuchemos a Pío XII:

«Únicamente la clara inteligencia de los fines señalados por Dios a toda sociedad humana, unida al sentimiento profundo de los deberes sublimes de la labor social, puede poner a los que se les ha confiado el poder en condición de cumplir sus propias obligaciones de orden legislativo, judicial o ejecutivo, con aquella conciencia de la propia responsabilidad, con aquella objetividad, aquella imparcialidad, aquella lealtad, aquella generosidad, aquella incorruptibilidad, sin las cuales un gobierno democrático difícilmente lograría obtener el respeto, la confianza y la adhesión de la mejor parte del pueblos i o.

2.a COMPETENCIA, PRUDENCIA Y ABSOLUTO DESINTERÉS. Muchas funciones gubernativas, hoy sobre todo, son muy delicadas y exigen conocimientos extensos sobre la mayor parte de los problemas. Asumir tales funciones a sabiendas de la propia incompetencia constituye una verdadera injusticia y un atentado al bien común. Es preciso, además, poseer un verdadero dominio de sí mismo y una visión exacta de los acontecimientos y de los hombres para fomentar eficazmente el bien común. Se requiere, finalmente, una gran abnegación, que muchas veces habrá de llegar hasta el heroísmo, para servir a los demás sin buscar el provecho o los honores propios y para anteponer siempre y en todas partes el interés común al interés particular.

3ª ESPÍRITU DE CARIDAD Y DE JUSTICIA para atender las necesidades de todos y rechazar todo favoritismo y toda forma de sectarismo. No olviden que los poderes que han recibido son un depósito sagrado que deben administrar con toda rectitud y justicia ante los hombres y, sobre todo, ante Dios, Juez supremo que les pedirá estrecha cuenta de su administración.

Puestos a concretar los principales aspectos que ha de abarcar esta rectitud y justicia de los gobernantes, podemos catalogarlos en cuatro grupos fundamentales:

Iº. CON RELACIÓN A LA RELIGIÓN. Deben, ante todo, rendir a Dios el culto público que le es debido en nombre de toda la sociedad. Si el pueblo es católico, deben proteger a la Iglesia, respetar su soberana independencia en su propia esfera espiritual, facilitar el ejercicio de su misión santificadora y ayudarla económicamente en compensación del enorme servicio que presta a la misma sociedad civil. Si el pueblo no es católico, deben mostrarse respetuosos con ella, garantizando la libertad del culto católico para los ciudadanos que lo deseen.

2º. CON RELACIÓN AL PODER LEGISLATIVO. LOS gobernantes han de tener siempre presente que la ley es una «ordenación de la razón dirigida al bien común» y que sería un manifiesto abuso y una verdadera injusticia hacerla servir al interés de un grupo o clase social con detrimento de los demás. Eviten la fácil tentación del «estatismo», por el cual se arroga el Estado abusivamente responsabilidades y funciones que pertenecen normalmente a los individuos, a las familias o a las sociedades privadas. No pretendan nunca substituir a las personas físicas o morales cuando es suficiente su propia actividad privada.

3º. CON RELACIÓN AL PODER EJECUTIVO. Ejerciten el poder con equidad y justicia, dando a cada uno lo que le corresponde. No exigirán de todos los ciudadanos la misma colaboración aritmética en las cargas del Estado—sería una gran injusticia, ya que no todos disponen de las mismas fuerzas o recursos materiales—, sino en la medida justa y proporcional que corresponda a cada uno. Como tampoco pueden pretender los ciudadanos que se les trate por igual en los honores, beneficios, etc., puesto que no todos tienen los mismos merecimientos o necesidades. Y así:

a) En cuestión de impuestos y contribuciones, los gobernantes señalarán las obligaciones proporcionalmente a los recursos de cada uno, y no exigirán a un padre con diez hijos la misma contribución que a otro de igual fortuna, pero con sólo dos o tres. Han de atender también cuidadosamente al amplio capítulo de las cargas sociales (subsidios, seguros, etc.) que derivan de los contratos de trabajo y de las relaciones de empresa. Estas han de ser dirigidas por los principios de la justicia distributiva, tanto por parte del Estado en su legislación social como por parte de las empresas particulares, que tienen obligación de coadyuvar a la distribución de los bienes comunes de la tierra entre los necesitados, en virtud de la función social de la propiedad y del destino natural de las riquezas.

b) En la concesión de cargos y funciones, los gobernantes deberán atender a la idoneidad de los candidatos, descartando a los indignos o incapaces, por muy amigos que sean. La justicia distributiva excluye en absoluto el nepotismo, el favoritismo, el espíritu de camarilla, el atender únicamente a la clase social de los candidatos, a su fortuna o a su color político. Si el oficio o cargo se confiere por oposición o concurso, la injusticia cometida contra el más digno sería monstruosa y obligaría, sin duda alguna, a restituirle los daños y perjuicios.

c) En la concesión de honores y recompensas hay que atender únicamente a los merecimientos reales del que los recibe, o sea, a los cargos desempeñados, servicios prestados, cantidad y calidad de la labor realizada. Cuando se trate de un ciudadano que haya prestado servicios insignes al bien común, no hay inconveniente en concederle algún privilegio singularísimo que le destaque por encima de todos los demás ciudadanos.

4º. CoN RELACIÓN AL PODER JUDICIAL. Han de confiarlo a magistrados competentes, concediéndoles plena autonomía en el ejercicio de sus funciones, sin entrometerse jamás en ellas por razones políticas o de cualquier otra especie. Los magistrados, a su vez, aplicarán con absoluta imparcialidad y justicia, de acuerdo con las normas jurídicas, las penas que merezcan realmente los delincuentes, ya sean de tipo vindicativo, para sancionar los crímenes; ya de tipo preventivo o ejemplar. para evitarlos; ya de tipo medicinal o educativo, para la corrección y enmienda de los culpables.

B) A los miembros de la sociedad

881. Aunque sea de una manera secundaria y participada, la justicia distributiva afecta también, como ya hemos dicho, a los miembros de la sociedad. Los ciudadanos están obligados a contribuir al bien común, no sólo por el amplio capítulo de la justicia legal (cumplimiento exacto de las leyes justas), sino también por el de la justicia distributiva, al menos facilitando la labor de los gobernantes en la recta administración de sus funciones con miras al bien común.

He aquí, brevemente expuestos, los principales deberes de los ciudadanos con relación a la justicia distributiva:

Iº. ACEPTAR LA DISTRIBUCIÓN JUSTA DE LOS BENEFICIOS Y CARGAS, aunque les corresponda justamente mayor cantidad de cargas y menores beneficios que a otros. No olviden nunca que la justicia distributiva no puede establecer jamás una proporción aritmética o de estricta igualdad entre todos—lo que sería manifiestamente injusto—, sino una proporción geométrica o de proporcionalidad, según los recursos y las necesidades de cada uno. Hemos hablado en otra parte de la obligación de contribuir a las necesidades del Estado mediante los tributos públicos (cf. n.783).

2º. ELEGIR PARA LOS CARGOS PÚBLICOS A LOS CANDIDATOS MÁS DIGNOS. Sea lo que fuere de las ventajas o inconvenientes del sufragio universal democrático desde el punto de vista filosófico, lo cierto es que funciona en gran número de países. El pueblo elige a sus representantes, y ello plantea a los ciudadanos un gravísimo problema de justicia distributiva, ya que tienen obligación estricta—con miras al bien común—de elegir a los candidatos más dignos. Si no lo hacen así, faltan gravísimamente a uno de sus mayores deberes sociales y sobre la conciencia de cada uno de los electores pesará la parte correspondiente de responsabilidad en la medida de su colaboración al desastre o daño común. Unicamente cuando ninguno de los candidatos sobre los que haya de decidirse reúna todas las condiciones que el cargo requiriría para su recto desempeño podría elegirse al menos indigno con el fin de evitar el triunfo del peor.

Este principio general tiene aplicación, guardando las debidas proporciones, a cualquier elección para un cargo directivo, ya sea de una empresa particular, de una comunidad o corporación, etc., etc.

Véase lo que hemos dicho en el n.767 referente a la restitución por este capítulo.

3º. COLABORAR HONRADA Y LEALMENTE AL BIEN COMÚN, sobre todo mediante el cumplimiento exacto de las leyes que tienen por objeto garantizar el bienestar general y la pacífica convivencia de todos los ciudadanos.

882. Escolio: La violación de la justicia distributiva, ¿obliga a restituir? He aquí una cuestión interesantísima, de enorme trascendencia y repercusión social. Vamos a examinarla con la serenidad que el caso requiere.

Para los teólogos clásicos, Cayetano, Vitoria, Soto, Molina, Báñez, etc., la respuesta afirmativa no ofrecía duda alguna. Era una consecuencia obligada del hecho de constituir la justicia distributiva una de las especies de justicia perfecta que establece en los términos de la misma una relación de verdaderos derechos y deberes (cf. n.613). Ello es indudable, según la doctrina de Santo Tomás, que asigna siempre un débito legal—derechos y deberes de justicia—a las tres formas clásicas sobre las que se asienta todo el orden jurídico (conmutativa, distributiva y legal), reservando el llamado débito moral—deberes morales, no fundados en riguroso derecho de otro, sino en la honestidad de la virtud—para el campo de las virtudes derivadas o partes potenciales de la justicia.

Ahora bien: todo derecho es por su propia naturaleza inviolable y va siempre respaldado por la exigencia de reparación cuando se le conculca. El débito legal no se extingue, y la justicia quedará incumplida mientras el deudor no haya satisfecho lo que es legítimamente de otro.

Pero ocurre que, en el campo de los derechos naturales, a una participación proporcional en los bienes comunes—objeto de la justicia distributiva—no determinados ni tasados todavía por la ley civil, el derecho permanece aún imperfecto e indeterminado, aunque se trata de un verdadero derecho y no de un débito moral.

Esta es la diferencia fundamental que distingue a la justicia conmutativa de la distributiva. En la conmutativa, el derecho estricto a la cosa está del todo claro y determinado (v.gr., si el comprador adquiere un objeto que vale cien pesetas, el vendedor tiene derecho estricto y clarísimo a recibir las cien pesetas a cambio del objeto), mientras que en la distributiva el derecho existe realísimamente, pero en proporción no bien determinada todavía. Los bienes de la comunidad no son aún propiedad de los individuos, pero éstos tienen derecho a reclamar una parte proporcional de los mismos. De igual suerte, los pobres y necesitados tienen ciertamente derecho, por ley natural, a las riquezas superfluas de los ricos—lo mismo que los obreros a los beneficios excesivos de la empresa—, pero en medida y proporción no bien determinada todavía.

¿Quiere esto decir que, en virtud de esta indeterminación, ese derecho ha de quedar en letra muerta y el quebrantamiento de la justicia distributiva no obligaría a restituir? Así lo han interpretado gran número de moralistas —sobre todo a partir de Billuart—, pero su teoría es insostenible, y, desde luego, se aparta manifiestamente del pensamiento genuino de Santo Tomás y de los grandes teólogos clásicos.

Santo Tomás, en efecto, habla de obligación estricta de restituir por el simple hecho de haber quebrantado la justicia distributiva. He aquí sus propias palabras:

«Uno puede impedir que otro obtenga una prebenda de muchas maneras. Una, justamente; por ejemplo, si para honra y utilidad de la Iglesia procura que la prebenda sea dada a una persona más digna; y en este caso en manera alguna está obligado a la restitución o a una compensación. Otra, injustamente; por ejemplo, intentando el perjuicio de aquel a quien se impide la adquisición de la prebenda por odio, venganza u otra causa de esta índole; y en este caso, si impide que la prebenda se dé al que es digno, aconsejando que no se le confiera antes de que se haya resuelto su adjudicación, está obligado a alguna compensación, atendidas las condiciones de las personas y del negocio según el juicio de un hombre sabio; pero no está obligado a restituirle un valor igual, porque aún no la había obtenido y podía por muchas causas haber quedado excluido de ella. Mas, si ya estaba resuelto que se diese la prebenda a alguien, y uno, por indebida causa, procura que se revoque la orden, es lo mismo que si, ya tenida, se la hubiese quitado, y, por consiguiente, está obligado a la restitución de un valor igual, aunque siempre según sus posibilidades» (II-II,6z,2 ad 4).

Este texto, tan claro y luminoso, que los teólogos clásicos supieron interpretar rectamente asignando al quebrantamiento de la justicia distributiva la obligación de restituir, es precisamente el que desorientó a Billuart y en pos de él a gran número de moralistas. Reconocen, sin discusión alguna, que en estos casos el mal distribuidor de los bienes comunes—o el responsable de la mala distribución—está obligado a restituir; pero no por haber quebrantado simplemente la justicia distributiva, sino porque se quebrantó también la justicia conmutativa, que establece un derecho estricto en el perjudicado y obliga siempre a restituir. Y citan en apoyo de su interpretación el siguiente texto de Santo Tomás:

«La compensación que el que distribuye hace a aquel a quien dió menos de lo que debía se determina comparando cosa a cosa, de modo que debe darle tanto más cuanto recibió menos de lo que debió recibir, y, por consiguiente, pertenece a la justicia conmutativa» (II-II,6z,i ad 3).

No advierten esos teólogos que una cosa es que la restitución misma sea acto de la justicia conmutativa—cosa de la que nadie duda y nadie discute—y otra muy distinta que ese acto de justicia conmutativa lo imponga el quebranto de la justicia distributiva, que es lo que se trata de demostrar. Toda restitución obligatoria, aun la realizada para reparar una injusticia distributiva, es siempre acto de la justicia conmutativa; porque dar una compensación igual al daño causado es papel de la conmutativa y no puede pertenecer a la distributiva, cuya misión es establecer una igualdad proporcional y no aritmética. Pero de esto no se puede concluir que la reparación del daño causado por una distribución injusta sea obligatoria solamente por haber quebrantado también la justicia conmutativa y no por el simple quebranto de la distributiva. Esto es completamente falso. La verdad es ésta: la justicia distributiva impone la restitución, y la conmutativa la ejecuta. Aquí, como en todas partes, la justicia distributiva está por encima y es más excelente que la conmutativa, precisamente porque el bien común es más importante y excelente que el particular.

Quede, pues, bien sentado que el culpable quebrantamiento de la justicia distributiva obliga a restituir. Muchas veces, sin embargo, será imposible hacerlo a los mismos perjudicados—a quienes se ha perdido ya de vista—o determinar con exactitud la cantidad y el modo de la restitución. En estos casos hay que hacer lo que se pueda; por ejemplo, corrigiendo la mala administración, substituyendo a los indignos, empleando en obras sociales y caritativas lo que se defraudó anteriormente, etc., etc., con el fin de que esos bienes comunes entren de nuevo en la corriente pública de la que nunca debieron salir.


ARTICULO II
Pecados opuestos a la justicia distributiva

A la justicia distributiva se opone como pecado todo aquello que se haga a sabiendas en detrimento del bien común, que ha de repartirse entre todos. El principal de estos pecados es el conocido con el nombre de acepción de personas, que reviste tres formas distintas: tiranía, partidismo y simple acepción de personas, según se refiera o recaiga sobre toda la sociedad, sobre alguno de sus grupos o sobre una determinada persona.

Esta clasificación afecta directamente a los gobernantes. Pero también los súbditos pueden pecar contra la justicia distributiva, principalmente con sus protestas injustificadas, con el abandono de los asuntos o negocios públicos en manos indignas y con la negligencia en las justas reivindicaciones sociales frente a un poder tiránico.

Vamos a examinar brevemente cada uno de estos pecados en sus dos grupos fundamentales.

1. POR PARTE DE LOS GOBERNANTES

A) La tiranía

883. La tiranía, en general, es una degeneración del poder monárquico, que consiste en gobernar no para el bien común, sino oprimiendo al pueblo en provecho exclusivo del gobernante.

Ya se comprende que tamaña inmoralidad atenta directamente contra la justicia distributiva y contra otras muchas virtudes: la caridad, la prudencia, etc.

En otro lugar hemos expuesto brevemente los derechos de los ciudadanos frente a un régimen tiránico (cf. n.866,3ª.).

B) El partidismo

884. Es una forma de injusta acepción de personas, que consiste en conceder a unos, negándoselo a otros, lo que debería repartirse equitativamente entre todos.

Es vicio frecuentísimo entre los grupos y partidos poliíticos de la mayoría de las naciones, que, al escalar las alturas del poder, suelen gobernar a gusto de su propio grupo, favoreciendo descaradamente a sus partidarios y vejando injustamente los derechos de los demás.

C) La acepción de personas

Es el pecado por antonomasia contra la justicia distributiva y, en realidad, el único que se opone directamente a ella, ya que todos los demás no son en el fondo sino formas o aspectos distintos de este pecado fundamental. Por eso vamos a estudiarlo con alguna mayor extensión.

885. 1. Noción. Se entiende por acepción de personas el pecado de los que, al distribuir las cosas comunes que deben adjudicarse por justicia, no atienden a los méritos, necesidades o aptitudes de los que las reciben, sino a la condición de la persona—amiga o enemiga—o a otras razones completamente ajenas al asunto de que se trata.

Expliquemos un poco los términos de la definición.

EL PECADO, puesto que se opone directamente a lo justo y razonable.

DE LOS QUE AL DISTRIBUIR LAS COSAS COMUNES, ya sean beneficiosas, como cargos bien retribuidos, subvenciones, honores, etc., ya onerosas, como tributos, contribuciones, castigos, etc.

QUE DEBEN ADJUDICARSE POR JUSTICIA, porque, si se trata de cosas propias que no se deben a nadie en justicia, sino que son de libre y espontánea donación, no se incurre en acepción de personas aunque no se atienda a los méritos o aptitudes del que las recibe, sino solamente a razones de amistad o de otro orden cualquiera.

No ATIENDEN A LOS MÉRITOS, NECESIDADES O APTITUDES DE LOS QUE LAS RECIBEN, que son las razones que hay que tener en cuenta por justicia distributiva, de suerte que los bienes, socorros y subverciones públicas se repartan atendiendo a las necesidades de los súbditos o a su función y actividad social; los honores, atendiendo a la dignidad y al mérito; y los cargos y oficios, a la idoneidad y aptitud para los mismos.

SINO A LA CONDICIÓN DE LA PERSONA—AMIGA O ENEMIGA—O A OTRAS RAZONES COMPLETAMENTE AJENAS AL ASUNTO DE QUE SE TRATA. En esto consiste, precisamente, el pecado de acepción de personas, que se opone directamente a la justicia distributiva.

886. 2. Malicia. Que la acepción de personas es un pecado de suyo grave contra la justicia—aunque admite, naturalmente, parvedad de materia—es cosa del todo clara e indiscutible. He aquí las pruebas:

a) LA SAGRADA ESCRITURA. Ofrece innumerables textos. He aquí algunos por vía de ejemplo:

«No hagas injusticia en tus juicios, ni favoreciendo al pobre ni complaciendo al poderoso; juzga a tu prójimo según justicia» (Les,. 19,15).

«No atenderéis en vuestros juicios a la apariencia de las personas» (Deut. 1,17).

«No tuerzas el derecho, no hagas acepción de personas...» (Deut. 16,19). «Pero, si obráis con acepción de personas, cometéis pecado, y la ley os argüirá de transgresores» (Iac. 2,9).

b) EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA. El Código canónico vuelve repetidas veces sobre el pecado de acepción de personas para alejarlo, principalmente, de la provisión de cargos y beneficios eclesiásticos y de la administración de justicia (cf., v.gr., cn.153 § 2; 157; 367 § 3; 459; 1624, etc.).

c) LA RAZÓN TEOLÓGICA. Es manifiesto que la acepción de personas envuelve una injusticia contra los particulares indignamente postergados o perjudicados y contra la misma sociedad en general por el daño que se le sigue de poner al frente de ella administradores indignos. En este sentido, la violación de la justicia distributiva por la acepción de personas es un pecado más grave y de peores consecuencias que la violación de la justicia conmutativa (v.gr., el robo a una persona particular), porque la influencia de la justicia distributiva sobre el bien común es mucho mayor que la de la conmutativa, y la salvaguarda del bien común es mucho más importante que la del bien particular.

El pecado de acepción de personas admite, sin embargo, parvedad de materia (v.gr., si se quebranta el derecho de precedencia en un desfile o procesión sin escándalo ni injuria para nadie).

887. 3. Materia de la acepción de personas. La materia sobre la que puede recaer el pecado de acepción de personas es amplísima, puesto que abarca todos los bienes comunes que se pueden distribuir y todas las cargas que se pueden imponer a los miembros de la sociedad; pero pueden reducirse a seis categorías fundamentales: a) los bienes espirituales; b) los bienes temporales; c) los oficios públicos, eclesiásticos y civiles; d) los honores; e) las cargas o contribuciones, y f) los juicios. Vamos a examinar brevemente cada una de estas categorías.

1a Los bienes espirituales. Con el nombre de bienes espirituales entendemos no solamente los de orden sobrenatural (v.gr., los sacramentos, la sagrada predicación, la dirección espiritual, los consejos e instrucción religiosa, etc.), sino también los de orden humano y temporal (v.gr., la cultura).

Dada la flaqueza de la naturaleza humana, a nadie debe extrañarle que el pecado de acepción de personas pueda infiltrarse incluso en esta clase de bienes espirituales. En las relaciones del párroco con sus feligreses, del confesor con sus penitentes, del superior religioso con sus súbditos, del maestro con sus novicios, del profesor con sus alumnos, etc., etc., puede darse el pecado de acepción de personas si alguno de ellos, sin justo motivo, muestra particular cuidado o solicitud hacia alguna o algunas personas determinadas, relegando a segundo término o descuidando casi por completo a las otras. Incurren en este pecado el párroco que visite casi exclusivamente a los nobles o ricos, con menoscabo de los pobres y enfermos, que tiene casi por completo abandonados; el confesor que tiene su camarilla de adeptos incondicionales, a quienes atiende largamente, mientras despacha a los demás de prisa y con mal humor; el superior que trata a sus amigos con continua y empalagosa benignidad, en contraste con la dureza o fría indiferencia con que trata a los que no le son tan gratos; el profesor que se vuelca sobre alguno o algunos de sus alumnos favoritos, descuidando a los que quizá lo necesiten o lo merezcan más, etc., etc. No obraba así San Pablo, el gran enamorado de Cristo y de las almas, que en su gran corazón acogía con inmenso amor a todos los hombres, sin acepción de personas, hasta el punto de poder decir con toda verdad: Me debo tanto a los griegos como a los bárbaros, tanto a los sabios como a los ignorantes (Rom. 1,14), y Me hago con los flacos flaco, para ganar a los flacos; me hago todo para todos, para salvarlos a todos (1 Cor. 9,22).

2ª. Los bienes temporales. En las familias, colegios, comunidades religiosas, sociedades, provincias y naciones, ocurre a cada momento que los respectivos jefes o gobernantes tengan que distribuir entre sus súbditas. multitud de bienes temporales. Y con demasiada frecuencia, por desgracia, esa distribución se hace de una manera absolutamente injusta, en cuanto que no se atiende a los verdaderos merecimientos o necesidades de los súbditos, sino a otras razones completamente extrañas y bastardas, tales como la simpatía personal, la amistad, hermosura, nobleza, nacionalidad, esperanza de lucro, etc., etc.

Para precisar un poco más el alcance de este deber y la injusticia de su quebrantamiento ténganse en cuenta las siguientes observaciones:

a) Los bienes pertenecientes al tesoro común deben distribuirse, ante todo y sobre todo, según las exigencias del bien común, que está mil veces por encima del interés particular.

b) Las recompensas asignadas a los merecimientos de los ciudadanos o a las instituciones que trabajan en el desenvolvimiento de la instrucción, de las letras, ciencias, artes, virtudes sociales (sobriedad, economía, previsión, patriotismo, etc.), deben distribuirse en proporción al verdadero mérito y a los servicios realmente prestados. Las que tienen por objeto excitar al trabajo (becas para estudios superiores, etc.) deben asignarse a los que ofrezcan mayores esperanzas: lo exige así el bien común. Hay que evitar a todo trance los despilfarros legales, que desaniman el libre esfuerzo al conceder primas a la imprevisión y a la pereza.

c) Los subsidios destinados a los indigentes deben distribuirse proporcionalmente a sus necesidades, de manera que se ofrezca a todos la posibilidad y el medio de llegar a un modesto bienestar en relación con la prosperidad general. En este sentido, peca gravemente el alcalde de una ciudad, encargado de repartir subsidios y socorros a los pobres en la medida de sus justas necesidades, si en la distribución de esos subsidios se deja llevar por razones políticas, recomendaciones, amistades, etc., en vez de fijarse única y exclusivamente en las necesidades reales de los indigentes.

Las aplicaciones de este principio son innumerables y pueden referirse de mil modos a los gobernantes, magistrados, superiores religiosos, empresarios, etc., etc. ¡Cuántos pecados de injusta acepción de personas, de los que tendrán que dar estrecha cuenta a Dios, aunque nunca se hayan acusado de ellos era el tribunal de la penitencia 1

3.a Los oficios públicos eclesiásticos y civiles. Para la provisión de un cargo u oficio público eclesiástico o civil, el jefe a quien incumba el nombramiento ha de escoger, con miras al bien común, al candidato que sea positivamente digno de tal cargo u oficio, o sea, al que reúna las cualidades de ciencia, honorabilidad, espíritu de trabajo, desinterés, celo por el bien común, etc., que el caso requiere. El incumplimiento culpable de esta regla ocasionaría al jefe la obligación de restituir los daños y perjuicios causados a la sociedad y a los particulares por el funcionario incapaz o inmoral, o por haber privado al candidato más digno del cargo a que tenía derecho si la provisión se hizo por concurso u oposición.

La historia profana e incluso la eclesiástica ofrece innumerables ejemplos de este pecado de acepción de personas en la provisión de los cargos públicos. Con frecuencia se nombran o eligen como ministros, gobernadores, diputados, alcaldes, maestros y hasta—sobre todo donde interviene también el poder civil—prelados eclesiásticos, párrocos, superiores religiosos, etc., no a los que sobresalen por su virtud, prudencia y sabiduría, sino a los amigos, familiares, consanguíneos, recomendados, etc., etc., o sea, por razones enteramente extrañas al bien común y a los verdaderos intereses de la sociedad.

Téngase en cuenta, sin embargo, que no siempre se requiere la elección del más digno según el conjunto total de cualidades. Basta que sea el más apto para desempeñar honesta y rectamente el cargo en cuestión. Puede ocurrir, en efecto, que una persona menos recomendable en conjunto que otra reúna, sin embargo, mejores condiciones para desempeñar, v.gr., un cargo técnico. No habría injusticia alguna en nombrar para ese cargo a esta persona menos digna, pero más apta para su recto desempeño 16. Sin embargo, habría que rechazar en absoluto al candidato más apto que, por su conducta inmoral y escandalosa, representara para la sociedad un peligro moral mucho mayor que la desventaja temporal de confiar aquel cargo público a una persona menos apta, pero más digna y honorable. Lo contrario equivaldría a una confusión lamentable y a una auténtica subversión de los verdaderos valores al anteponer el bien material al espiritual, lo temporal a lo eterno.

Esta obligación de elegir a los candidatos más dignos incumbe no solamente al jefe o gobernante, sino también a los súbditos cuando se les concede el derecho de elección. Al elegir a los diputados, alcaldes, maestros, etcétera—y en lo religioso, al superior, provincial, vicario capitular, etc., han de fijarse únicamente en las cualidades que adornan al candidato, sin tener para nada en cuenta razones de amistad, parentesco, nacionalidad, grupo político, etc., etc., si no quieren hacerse reos del pecado de acepción de personas con la grave responsabilidad que lleva consigo.

4.a Los honores. Escuchemos al Doctor Angélico explicando maravillosamente este punto:

*El honor es cierto testimonio de la virtud del que es honrado, y por esta razón, solamente la virtud es causa legítima del honor. Debe, sin embargo, saberse que una persona puede ser honrada no sólo por su propia virtud, sino también por la virtud de otro, como los príncipes y los prelados son honrados, aunque sean malos, en cuanto representan a Dios o a la comunidad que presiden...

Por la misma razón se debe honrar a los padres y a los amos, ya que participan de la dignidad de Dios, que es Padre y Señor de todos. Los ancianos, a su vez, deben ser honrados, porque la ancianidad es signo de virtud, aunque este signo engañe algunas veces, por lo cual dicen las Sagradas Escrituras que la honrada vejez no es la de los muchos años, ni se mide por el número de días. La prudencia es la verdadera canicie del hombre, y la verdadera ancianidad es una vida inmaculada (Sap. 4,8-9).

Por último, los ricos deben ser honrados, porque ocupan en la comunidad un puesto más importante; pero si sólo son honrados en vista de sus riquezas, se cometerá el pecado de acepción de personas" (II-II,63,3).

El apóstol Santiago tiene frases enérgicas contra este pecado de acepción de personas en torno a los honores. He aquí sus palabras:

*Hermanos míos: No juntéis la acepción de personas con la fe de nuestro, glorioso Señor Jesucristo. Porque si entrando en vuestra asamblea un hombre con anillos de oro en los dedos, en traje magnífico, y entrando asimismo, un pobre con traje raído, fijáis la atención en el que lleva el traje magnífico, y le decís: Tú siéntate aquí honrosamente; y al pobre le decís: Tú quédate' ahí en pie o siéntate bajo mi escabel, ¿no juzgáis por vosotros mismos y venís, a ser jueces perversos? Escuchad, hermanos míos carísimos: ¿No escogió, Dios a los pobres según el mundo para enriquecerlos en la fe y hacerlos herederos del reino que tiene prometido a los que le aman? Y vosotros afrentáis al pobre. ¿No son los ricos los que os oprimen y os arrastran ante los tribunales? ¿No son ellos los que blasfeman el buen nombre invocado sobre vosotros? Si en verdad cumplís la ley regia de la Escritura: Amards al prójimo como a ti mismo, bien hacéis; pero si obráis con acepción de personas, cometéis pecado, y la Ley os argüirá de transgresores* (Iac. 2,I-9).

Y no solamente se incurre en la acepción de personas cuando se honra al rico únicamente en atención a sus riquezas, sino cuando se ofrecen a cualquier hombre signos y testimonios de honor y reverencia desproporcionados, por exceso o por defecto, a su dignidad o virtud. Y con mayor razón todavía si esos honores y reverencias se ofrecen a los malvados y perversos, como tantas veces ocurre, para granjearse su amistad o por otros motivos inconfesables.

5.a Las cargas o contribuciones. Como ya dijimos, no solamente los bienes comunes, los oficios públicos y los honores constituyen el objeto de la justicia distributiva, sino también las cargas y contribuciones que impone a todos el bien común de la sociedad. Estas cargas y contribuciones son principalmente de tres clases:

a) TRIBUTOS directos o indirectos, que son del todo indispensables para el fomento del bienestar social y mantenimiento del orden. Sin embargo, muchas veces se comete por los jefes el pecado de acepción de personas imponiendo los mismos tributos a los pobres y a los ricos—con manifiesta injusticia—o estableciendo una desproporción que está muy lejos de adaptarse a las verdaderas posibilidades de cada uno. Hemos hablado de la obligación de pagar los tributos en otro lugar, adonde remitimos al lector (cf. n.783).

b) SERVICIOS PERSONALES, entre los que destaca el servicio militar obligatorio en defensa de la patria (cf. n.784). En toda comunidad, familia, colegio, etc., hay que realizar una serie de trabajos indispensables para el bien común. Los jefes de esa comunidad incurren en el pecado de acepción de personas cuando dan a sus súbditos un trato desigual, gravando a unos pocos con trabajos continuos„ mientras otros disfrutan de una serie de privilegios  y excepciones ventajosas sin más fundamento ni razón que su personal simpatía y amistad con los superiores.

c) CASTIGOS. Pertenece a la justicia distributiva—que toma en este caso el nombre de justicia vindicativa—asignar al delincuente la pena o justo castigo que merece por su delito. Cuando la pena impuesta es desproporcionada al delito cometido, se comete el pecado de acepción de personas, al menos si la falta de ajuste es por exceso, ya que el desajuste por defecto puede obedecer a razones de compasión y de misericordia, colocadas al margen de toda consideración injusta o meramente personal.

6.a Los juicios. La acepción de personas es uno de los pecados más graves que puede cometer el juez en el desempeño de su cargo, ya que con ello quebranta directamente la obligación primordial de su oficio, que es administrar justicia, pronunciando el derecho y mandando dar a cada uno lo suyo. El incumplimiento culpable de este gravísimo deber envuelve una gran injusticia y lleva consigo, sin duda alguna, la obligación de restituir al perjudicado todos los daños y perjuicios que se le hayan ocasionado. No puede concebirse mayor perversión que el quebrantamiento de la justicia precisamente por el encargado de custodiarla y defenderla ante toda la sociedad.

Y nótese que este pecado puede cometerse no solamente en los tribunales civiles o eclesiásticos, sino también en cualquier cargo u oficio que lleve consigo el derecho de juicio o de voto. El catedrático al calificar los exámenes de sus alumnos, el religioso capitular al admitir o rechazar a un novicio para la profesión, etc., etc., incurren en este pecado si se dejan llevar de razones de simpatía o antipatía, de amistad o enemistad, y no por las cualidades objetivas que concurran en el candidato.

II. POR PARTE DE LOS SÚBDITOS

888. Como ya dijimos, también los súbditos, aunque secundaria y participadamente, están obligados a practicar la justicia distributiva, y, por lo mismo, pueden pecar contra las obligaciones que impone. Las principales formas que reviste este pecado en los súbditos son éstas:

Iª. LAS PROTESTAS INJUSTIFICADAS contra la actuación de los gobernantes cuando éstos les exigen el pago de tributos, contribuciones, servicios, etc., dentro de los límites justos a que tienen estricto derecho.

2ª. EL ABANDONO DE LOS NEGOCIOS O FONDOS PÚBLICOS A ADMINISTRADORES INICUOS, que se aprovechan de su gestión pública para su interés personal o el de sus amigos. Muchas pasividades, votos dados a la ligera, presiones sobre los jefes, recomendaciones políticas y otras inmoralidades por el estilo dan muchas veces por resultado que los asuntos públicos vengan a caer en manos inexpertas o indignas, con grave quebranto del bien común.

3ª. LA NEGLIGENCIA EN EXIGIR LAS JUSTAS REIVINDICACIONES SOCIALES frente a un poder tiránico o mal administrador. Es muy cómodo encogerse de hombros y ano querer meterse en nada* para evitarse complicaciones. A veces es obligatorio dar la cara con valentía y enfrentarse con los poderes tiránicos para exigirles la rectificación total de procedimientos con miras al bien común, llegando, si el caso lo requiere y es imposible otra solución pacífica, hasta el conflicto armado y la rebelión abierta contra la tiranía. Hemos hablado más arriba de esto (cf. n.866,3ª.).