LIBRO TERCERO

Los deberes para con el prójimo


Al abordar el conjunto de nuestros deberes para con el prójimo, es preciso establecer una triple relación: deberes individuales, familiares y sociales. Unicamente así se pueden recoger en toda su universalidad y amplitud, procediendo, a la vez, con orden, claridad y lógica. Vamos, pues, a subdividir este tercer libro de la segunda parte de nuestra obra en tres grandes tratados, correspondientes a aquellos tres aspectos fundamentales.


TRATADO I
Los deberes individuales

Todos los deberes para con el prójimo—individuales, familiares y sociales—giran en torno a dos virtudes fundamentales: caridad y justicia. Es evidente que nada tienen que ver con el prójimo la fe ni la esperanza entre las virtudes teologales, puesto que se refieren exclusivamente a Dios; ni tampoco la prudencia, fortaleza y templanza—con sus derivadas—entre las morales, puesto que están encargadas de regular directamente nuestra propia moralidad individual. Quedan únicamente, por lo tanto, la caridad y la justicia, en torno a las cuales giran todos nuestros deberes morales con relación al prójimo.

Vamos, pues, en primer lugar a estudiar, en dos secciones distintas, los deberes de caridad y los de justicia para con el prójimo, considerado como individuo particular.

 

SECCION I

Deberes de caridad


Dividimos esta sección en tres capítulos:

I) El precepto de la caridad para con el prójimo.
2)
Las obras de caridad.
3) Los pecados opuestos.


CAPITULO I
El precepto de la caridad

Sumario: Expondremos su existencia, extensión y orden que debe guardarse en el ejercicio de la misma.

516. I. Existencia. Vamos a establecerla en la siguiente

Conclusión: Existe un precepto especial de amar al prójimo con amor de caridad sobrenatural externo e interno.

PRENOTANDOS. Iº. Hay un amor puramente natural por el que se ama al prójimo por sus dotes o cualidades naturales, ya sean de tipo material (belleza, fortuna, etc.), ya de tipo espiritual (ciencia, ingenio, arte, etc.). Y hay otro amor estrictamente sobrenatural por el que se le ama por Dios y para Dios, o sea, en cuanto hijo de Dios, hermano en Cristo, templo del Espíritu Santo, etc. El amor puramente natural no es malo, con tal que no envuelva nada pernicioso o desordenado; pero aquí nos referimos exclusivamente al amor sobrenatural.

2º. Por prójimo entendemos todas las criaturas de Dios capaces de la gloria eterna; o sea, todos los hombres del mundo sin excepción (incluso pecadores, herejes, ateos, etc.), los bienaventurados del cielo y las almas del purgatorio. No los condenados del infierno, porque son irreparablemente enemigos obstinados de Dios e incapaces de la gloria eterna. Amarles a ellos equivaldría a odiar a Dios.

3º. Este amor sobrenatural al prójimo ha de albergarse siempre en el corazón (amor interno) y ha de manifestarse al exterior (amor externo) siempre que se presente la ocasión o lo requiera el caso.

Entendida en este sentido, he aquí las pruebas de la conclusión :

a) LA SAGRADA ESCRITURA. Consta expresamente tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento: *Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, Yavé» (Lev. 19,18); «El segundo, semejante a éste, es: amarás al prójimo como a ti mismo» (Mt. 22,39).

*Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Io. 13,34)•

*Hijitos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad» (1 Io. 3,18). Hay otros muchos textos.

b) EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA. La Iglesia ha condenado las siguientes proposiciones laxistas:

«No estamos obligados a amar al prójimo por acto interno y formal» (D I16o).

*Podemos satisfacer al precepto de amar al prójimo por solos actos externos» (D 1161).

No bastan, por consiguiente, los actos meramente externos de caridad, practicando, v.gr., las obras de misericordia o de beneficencia. Es menester que vayan acompañados de los actos internos, deseándole al prójimo sinceramente toda clase de bienes—sobre todo la salvación eterna de su alma—, alegrándonos de su prosperidad y compadeciéndonos de sus adversidades. No olvidemos que la religión cristiana no se reduce a una serie de actos y ceremonias externas, sino que ha de practicarse, ante todo, "en espíritu y en verdad» (lo. 4,23).

2. Extensión. El precepto de la caridad, como ya hemos dicho, se extiende o ha de recaer sobre todos aquellos que son capaces de la gloria eterna o gozan ya de ella. Por consiguiente, sólo excluye a los condenados del infierno, definitivamente enemigos y separados de Dios, y a los habitantes del limbo, incapaces también de la eterna bienaventuranza.

Por la especial dificultad que pudiera haber en ello, vamos a examinar con más detalle de qué manera obliga el precepto de la caridad con relación a los pecadores y a los propios enemigos.

a) El amor a los pecadores

517. San Agustín dice hermosamente que «ningún pecador, en cuanto tal, es digno de amor; pero todo hombre, en cuanto tal, es amable por Dios». En efecto: el hombre, en cuanto pecador y culpable, no es digno de amor, sino más bien de odio, ya que, mientras permanezca en ese estado, es aborrecible a los ojos de Dios. Pero en cuanto criatura humana, capaz todavía de la gloria eterna por el arrepentimiento de sus pecados, debe ser amado con amor de caridad. Y precisamente el mayor amor y servicio que le podemos prestar es ayudarle a salir de su triste y miserable situación. Por eso, el apostolado sobre los pecadores para atraerles al buen camino es el acto más exquisito de caridad que con ellos podemos realizar.

Por lo mismo, no es lícito jamás desearle al pecador algún verdadero mal (v.gr., el pecado o la condenación eterna). Pero es lícito desearle algún mal físico o temporal bajo el aspecto de un bien mayor, como sería, por ejemplo, una enfermedad o adversidad para que se convierta, la corrección de un escándalo (v.gr., por el encarcelamiento o destierro del que lo produce) o el bien común de la sociedad (v.gr., la muerte de un escritor impío o de un perseguidor de la Iglesia para que no siga haciendo daño a los demás).

Corolario. Santo Tomás prueba, con su lucidez habitual, que los pecadores que se apartan de Dios por satisfacer sus pasiones (por lo que parece que se aman a sí mismos más que al mismo Dios), en realidad no se aman, sino que más bien se odian. Porque amarse es desearse y procurarse un verdadero bien, y odiarse es desearse o procurarse un mal. Ahora bien: el pecador, al procurarse desordenadamente un bien sensual para su propio cuerpo o naturaleza sensitiva (que es lo que el hombre tiene de común con los animales), se acarrea un gran daño espiritual para su alma o naturaleza racional (que le especifica y constituye en cuanto hombre). Luego en el amor desordenado que el pecador tiene a sí mismo late un inmenso error, que en el fondo equivale a un verdadero odio contra sí mismo.

b) El amor a los enemigos

518. PRENOTANDO. Bajo el nombre de enemigos se comprenden: a) todos aquellos que nos hicieron una verdadera injuria y no la han reparado todavía; b) los que nos odian; c) los que son dignos de una justa antipatía por motivo racional (v.gr., por sus escándalos o malos ejemplos). La enemistad se opone directamente al amor de benevolencia y suele nacer del odio y de la envidia.

Vamos a establecer en una serie de conclusiones las obligaciones fundamentales de caridad con relación a los enemigos.

Conclusión 1ª.: Hay que amar a los enemigos con verdadero amor de caridad; pero no en cuanto enemigos, sino en cuanto hombres capaces de la eterna bienaventuranza.

Esta conclusión tiene dos partes, que vamos a probar por separado. He aquí las pruebas de la primera:

a) LA SAGRADA ESCRITURA. Ya en el Antiguo Testamento, en el que imperaba la ley del temor, encontramos preciosas manifestaciones de amor a los enemigos en Job, José, Samuel, David, etc. Es cierto que en algunos lugares, sobre todo de los Salmos, se pide el castigo y exterminio de los enemigos; pero ello no obedece al deseo de venganza o al odio de enemistad contra ellos, sino al deseo de que resplandezca la justicia de Dios y se restablezca el orden conculcado por los pecadores. Por lo demás, aun en la Antigua Ley encontramos textos tan hermosos como los siguientes, de puro sabor evangélico:

"Si encuentras el buey o el asno de tu enemigo perdidos, llévaselos, *Si encuentras el asno de tu enemigo caído bajo la carga, no pases de largo; ayúdale a levantarlo» (Ex. 23,4-5)

"Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer, y si tiene sed, dale de beber» (Prov. 25,21).

Pero fué nuestro Señor Jesucristo quien elevó el perdón y amor a los enemigos a la categoría de ley fundamental de la Nueva Alianza:

*Habéis oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y buenos y llover sobre justos y pecadores» (Mt. 5,43-45)

*Porque si vosotros perdonáis a otros sus faltas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres las faltas suyas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados» (Mt. 6,14-15).

Esta sublime doctrina fué confirmada por el ejemplo heroico del Salvador, perdonando a sus verdugos desde lo alto de la cruz (Lc. 23, 34), y por todos sus discípulos, comenzando por el protomártir San Esteban (Act. 7,6o).

b) LA RAZÓN TEOLÓGICA. La misma razón natural dicta que los miembros de una misma sociedad se amen y ayuden mutuamente, porque, de lo contrario, se seguirían muchos daños al bien común por las riñas y venganzas entre los hombres. Si a esto añadimos que la recta razón dicta que tratemos a los demás como quisiéramos que nos trataran a nosotros, estará fuera de toda duda la perfecta conveniencia del perdón y amor a los propios enemigos.

Sin embargo, no se nos manda amar a los enemigos precisamente porque lo son, sino únicamente a pesar de ello. Ni es lícito tampoco amar los vicios y defectos del prójimo, sino que es preciso «odiar el delito y compadecerse del delincuente». Tampoco se nos exige, finalmente, amar a los enemigos con afecto sensible como amamos al amigo; porque la caridad para con los enemigos es estrictamente sobrenatural y, por lo mismo, no es necesario sentirla en la parte sensitiva y pasional: basta que se anide de veras en el fondo del corazón y se manifieste exteriormente en la forma que concretaremos en seguida.

Conclusión 2.a: El amor a los enemigos obliga a deponer todo odio de enemistad y todo deseo de venganza.

PRENOTANDO. El odio de enemistad, llamado también de malevolencia, es el que desea algún mal a una persona por considerarla mala en sí misma. Se opone al amor de benevolencia y de amistad, y es la forma más extremista del odio a una persona.

Se prueba la primera parte:

a) LA SAGRADA ESCRITURA. Además de los textos citados, he aquí la expresa declaración del apóstol San Juan:

«Quien aborrece a su hermano es homicida, y ya sabéis que todo homicida no tiene en sí la vida eterna» (1 Io. 3,15).

*Si alguno dijese: «Amo a Dios», pero aborrece a su hermano, miente. Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve. Y nosotros tenemos de El este precepto: que quien ama a Dios ame también a su hermano» (L Io. 4,20-21).

b) LA RAZÓN TEOLÓGICA. El odio de enemistad se opone directamente a la caridad y constituye, por lo mismo, un grave desorden. Sin embargo, podría ser pecado leve por imperfección del acto (o sea, por falta de perfecta advertencia o consentimiento) y acaso también por parvedad de materia (v.gr., deseándole un pequeño daño).

Corolarios. 1º. Como el odio de enemistad es intrínsecamente malo no es lícito desearle al prójimo algún mal en cuanto mal; pero, como ya dijimos, se le podría desear algún mal físico o temporal (no espiritual) para su enmienda (v.gr., una enfermedad a un joven disoluto para que se arrepienta de su mala vida), o por el bien común (v.gr., la muerte de un perseguidor de la Iglesia para que deje de hacer daño, aunque mejor sería rogar por su conversión), o incluso por el bien de unos pocos, que prevalece sobre el bien de uno solo (v.gr., el castigo del padre que educa pésimamente a sus hijos).

2.° No siendo lícito desear el mal al enemigo, tampoco lo es maldecirle. La maldición es, de suyo, pecado mortal contra la caridad, a la que se opone directamente. Sin embargo, en la práctica, muchas veces no pasa de pecado venial, ya sea por parvedad de materia o por imperfección del acto. Con frecuencia esas maldiciones son efecto de una ira momentánea y no se dicen ni desean en serio. No obstante, es obligatorio abstenerse de ellas y corregir con energía esa mala costumbre, por razón del escándalo y de otros muchos inconvenientes que llevan consigo. Volveremos sobre esto al explicar el octavo mandamiento del decálogo (cf. n.823-24).

En cuanto al deseo de venganza, he aquí la luminosa doctrina que expone Santo Tomás:

«La venganza se ejerce por un mal penal impuesto al culpable, en la cual se debe tener en cuenta la intención del que la ejerce. Y así, si busca principalmente el mal del culpable y se alegra de él, esto es absolutamente ilícito, porque gozarse del mal del prójimo es odio, opuesto a la caridad que debemos tener para con todos los hombres. No vale excusarse con que el otro le infligió antes a él injustamente un mal, como tampoco es excusable odiar a quien nos odia. La razón de todo esto es que no podemos pecar contra quien primero nos ha inferido un mal, pues esto es lo que prohibe el Apóstol cuando dice: «No te dejes vencer del mal, antes vence al mal con el bien» (Rom. 12,21). En cambio, si la intención de quien ejecuta la venganza es conseguir el bien del culpable por medio del castigo, como lo sería logrando su enmienda, o, al menos, su cohibición, tranquilidad de los demás v ejercicio de la justicia y del honor debido a Dios, entonces puede ser lícita la venganza teniendo en cuenta otras circunstancias debidas» (II-II, 108, l).

Nada fundamental se puede añadir a esta magnífica exposición. Pero, para mayor abundamiento, nótese lo siguiente:

1º. Los buenos deben tolerar a los malos y soportar pacientemente las injurias que les irroguen a ellos, pero no así las injurias contra Dios o el prójimo. Como dice San Juan Crisóstomo, «ser paciente con las injurias propias es digno de alabanza; pero querer disimular las injurias contra Dios es impío» (ibíd., ad 2).

2.° No es lícito ejercitar la venganza por propia autoridad, a no ser en el caso de sorprender al delincuente in flagranti (v.gr., en el acto de cometer el robo); y aun entonces moderadamente, o sea, cuanto sea menester para reparar la injuria y frenar o cohibir al delincuente para el futuro. Si el delito se cometió hace ya tiempo, no es lícito al particular tomarse la justicia por su mano, a no ser que la legítima autoridad encargada de administrarla no pueda o no quiera imponer la debida reparación.

3.° Deponiendo todo odio interior y exterior y buscando únicamente el bien del culpable o la legítima reparación de los propios derechos conculcados, es lícito abrir pleito e incluso pedir a la autoridad pública el castigo del malhechor. San Alfonso era más riguroso en cuanto a este último punto (deseo del castigo), por parecerle que apenas puede hacerse sin que se mezcle algo de odio o enemistad, ya que no se suele sentir el mismo celo por el castigo de los demás culpables, sino sólo por los que nos han ofendido a nosotros, lo cual es muy sospechoso. Sin embargo, si se reunieran las debidas circunstancias, no podría tacharse de inmoral el deseo del justo castigo del culpable; porque, si quedaran siempre impunes, los malhechores se animarían a continuar sus fechorías y desmanes, lo que acarrearía graves trastornos a la sociedad y a la pacífica convivencia de los ciudadanos honrados.

Conclusión 3.a: El precepto de amar a los enemigos obliga a otorgarles ordinariamente los signos comunes de amistad y afecto, y, en determinadas circunstancias, incluso los signos especiales.

PRENOTANDO. Se entiende por signos comunes de amistad los que se ofrecen de ordinario entre vecinos, conocidos y personas de buena educación (el saludo, responder a sus preguntas, etc.). Signos especiales son los que no suelen ofrecerse a todos, sino únicamente a los familiares y amigos (conversar familiarmente, visitarse, escribirse, etc.). En la práctica hay que considerar como signos comunes todos aquellos cuya ausencia sería considerada por cualquier persona sensata y prudente como signo de enemistad.

a) LAS SEÑALES COMUNES de amistad y afecto no se le pueden negar al enemigo, porque ello equivaldría a manifestarle odio y a escandalizar a los demás (v.gr., no contestando a su saludo o negándose a responder cuando pregunta, etc.). No es necesario, sin embargo, adelantarse al saludo, a no ser que por la dignidad de la persona enemiga, por la costumbre o por el conjunto de circunstancias equivaliera esta omisión a un acto de positiva enemistad. Por la misma razón, jamás es lícito excluir al enemigo de las oraciones comunes que se hacen, v.gr., por la conversión de los pecadores.

b) LAS SEÑALES ESPECIALES que se reservan únicamente para los familiares y amigos no es necesario ofrecérselas a los enemigos; porque no es obligatorio ofrecérselas a todo el mundo, y, por consiguiente, no puede pretender el enemigo ser de mejor condición que los demás. Sin embargo, en especiales circunstancias (v.gr., cuando el enemigo se encuentra en necesidad tal que no puede salir de ella sino por nuestro especial auxilio o ayuda) estaríamos obligados a atenderle en esa forma especial; porque en estos casos es obligatorio ofrecer esas muestras especiales a cualquier prójimo, sea amigo o enemigo. En la práctica será suficiente tratar al enemigo como trataríamos a cualquier persona desconocida: con signos comunes o especiales, según los casos.

Casos prácticos. 1º. No peca el padre que, sin odio interior, y sólo como justo castigo y para enmienda de su hijo gravemente culpable, no le mira ni habla por algún tiempo (v.gr., por dos o tres días). Pero no debe prolongar su castigo si el hijo se humilla y pide perdón.

2.° Ordinariamente cometerán pecado grave dos alumnos de un mismo colegio, dos religiosos de una comunidad, etc., que rehuyan hablarse o saludarse durante largo tiempo, porque esto apenas puede hacerse sin algún odio interior y sin escándalo de los demás.

3º. Es pecado grave excluir al enemigo de las oraciones comunes o de las limosnas, venta de géneros comerciales, correspondencia en el saludo, etc.; o rehuir deliberadamente el encontrarse con él, por lo menos si él lo advierte y lo lleva muy a mal.

Conclusión 4ª: El precepto de amar a los enemigos obliga a procurar la reconciliación lo más pronto posible.

Hay que distinguir entre la reconciliación interior y la exterior. La puramente interior ha de producirse inmediatamente de recibir la ofensa, ya que no es lícito mantener en el alma un solo instante el odio o rencor al enemigo u ofensor. Pero la reconciliación exterior no siempre se puede realizar inmediatamente, ya que a veces sería contraproducente (v.gr., mientras el ofendido está dominado por la ira) y empeoraría la situación. Hay que esperar el momento y las circunstancias oportunas para asegurar el éxito.

En cuanto al orden con que debe hacerse la reconciliación, por lo regular deberá tomar la iniciativa el ofensor. Y si, como ocurre casi siempre, se ofendieron mutuamente, deberá iniciar la reconciliación el que ofendió primero, o el que ofendió mds gravemente, o la persona de menor dignidad si son de desigual condición. La persona ofendida no tiene obligación de tomar la iniciativa de la reconciliación si ella no ofendió en modo alguno al ofensor (aunque es muy fácil creerse falsamente en esta situación), si bien ha de dar a entender que, por su parte, no habrá inconveniente en llegar a ella. E incluso tendría obligación de tomar por caridad la iniciativa de la reconciliación si esta iniciativa fuera el único medio de que se arrepintiera el ofensor y saliera de su pecado.

No se requiere pedir expresamente perdón (aunque sería lo mejor y más perfecto si las circunstancias lo aconsejaran), sino que basta buscar la manera de restablecer la antigua armonía y amistad como si nada hubiera pasado (v.gr., conversando amablemente con él, invitándole a una fiesta, etc., o valiéndose, como intermediario, de un amigo de ambos).

El ofendido está obligado siempre a perdonar al ofensor que le pide perdón en forma directa o indirecta. Si se niega a hacerlo, comete un grave pecado contra la caridad, y regularmente no podrá ser absuelto mientras continúe en su obstinación. Si la muerte le sorprende en este estado, su suerte será deplorable: «Perdónanos nuestras culpas, así como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido», decimos en el Padrenuestro. Y Cristo recalcó expresamente que, si no perdonamos al prójimo, tampoco nos perdonará a nosotros nuestro Padre celestial (Mt. 6,15). Téngase en cuenta, además, que esta negativa de perdón lleva casi siempre consigo la circunstancia de grave escándalo para los demás.

Intentada infructuosamente la reconciliación, no tiene obligación el ofensor de reiterar continuamente su petición de perdón. Basta con que haga saber al ofendido que, por su parte, retira la ofensa inferida y está dispuesto a restablecer la antigua amistad en cuanto él quiera.

519. Escolio. ¿Es mejor y más meritorio el amor al enemigo que al amigo?

Santo Tomás se plantea expresamente esta cuestión (II-II,27,7) y la resuelve a base de unas distinciones. Si se ama al enemigo únicamente por Dios y al prójimo por Dios y por alguna otra razón humana, es mejor el primero, puesto que tiene a Dios por exclusiva causa. Si se ama a ambos únicamente por Dios, será más perfecto y meritorio el que se practique con mayor intensidad. Pero, si se les ama únicamente por Dios y con la misma intensidad, es más perfecto y meritorio amar al amigo qué al enemigo; porque es más meritorio amar a los mejores, y es mejor el amigo que nos ama que el enemigo que nos odia.

3. Orden de la caridad. En otro lugar hemos indicado ya el orden de la caridad entre Dios, nosotros mismos y el prójimo (cf. n.324). Pero vamos a insistir un poco más, estableciendo una triple relación: a) entre Dios y nosotros; b) entre nosotros y el prójimo; y c) entre los distintos prójimos.

a) Entre Dios y nosotros

520. Es evidente que Dios ha de ocupar el primer lugar en el orden de la caridad, ya que es en sí mismo la Bondad infinita y el origen fontal de donde proceden todos los bienes que han de ser amados con amor de caridad, principalmente el mayor de todos, que es la eterna bienaventuranza. Por consiguiente, hemos de amar a Dios más que a nosotros mismos, más que a nuestra propia vida e incluso más que a nuestra propia salvación, que hemos de querer y procurar no tanto por el bien inmenso que nos reportará a nosotros, cuanto porque con ella glorificaremos y amaremos eternamente a Dios con todas nuestras fuerzas.

Sin embargo, no se nos exige acá en la tierra que nuestro amor a Dios tenga mayor fuerza e intensidad subjetiva que el amor que tenemos, por ejemplo, a nuestros familiares. Basta que sea mayor objetiva y apreciativamente, o sea, según la elección de la voluntad (anteponiendo el amor de Dios a otro cualquiera en conflicto con él) y la estima intelectual (reconociendo que Dios es absolutamente el primero y más digno objeto de nuestro amor). La intensidad subjetiva, afectiva o sentimental no depende de la grandeza o excelencia del objeto, sino de su cercanía a nosotros y de la viveza con que lo aprehendemos. Por eso no es obstáculo al perfecto amor de Dios (objetivo y apreciativo) que amemos más a nuestros parientes o amigos subjetiva o sentimentalmente. Los santos, sin embargo, a medida que se unen más íntimamente a Dios, sienten que le aman más que a nadie, incluso subjetivamente; porque Dios—en efecto—va siendo para ellos el objeto cada vez más cercano y más vivamente aprehendido. En el cielo, finalmente, y por la misma razón, todos amaremos a Dios infinitamente más que a nadie, incluso con intensidad subjetiva, cumpliendo con ello perfectísimamente y en todos sus aspectos posibles el primer mandamiento de la ley divina: amar a Dios sobre todas las cosas, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas (Mt. 22,37-38)

b) Entre nosotros y el prójimo

521. Para mayor precisión y claridad, dados los distintos aspectos con que puede considerarse este orden, vamos a exponer la doctrina en forma de conclusiones.

Conclusión 1ª: En igualdad de órdenes y de circunstancias, el hombre tiene obligación de amarse a sí mismo más que a su propio prójimo.

SENTIDO. Decimos en igualdad de órdenes (v.gr., dentro del orden natural o del sobrenatural) y en igualdad de circunstancias (v.gr., padeciendo la misma necesidad que el prójimo), porque en distintos órdenes y circunstancias cambia completamente el orden de la caridad, como veremos en las conclusiones siguientes.

Se prueba la conclusión:

a) LA SAGRADA ESCRITURA. La ley de Dios, tanto Antigua como Nueva, nos manda amar al prójimo como a nosotros mismos (Lev. 19,18; Mt. 22,39). O sea, que el amor que nos debemos a nosotros mismos es como el ejemplar y la regla del que debemos al prójimo. Ahora bien: como explica Santo Tomás, el ejemplar está siempre sobre el ejemplado, y la regla sobre lo regulado por ella.

b) LA RAZÓN TEOLÓGICA. Santo Tomás expone egregiamente la razón al decir que el orden de la caridad se establece por relación a Dios y a la bienaventuranza eterna. Ahora bien: el prójimo será nuestro socio y compañero en la bienaventuranza eterna, de la que participaremos nosotros directamente. Y así como es más íntima y profunda la unidad que la unión, así es mayor la razón de amarse a sí mismo en cuanto partícipe directo de la eterna bienaventuranza que al prójimo que nos acompañará indirectamente en aquella suprema felicidad. Luego el hombre debe amarse a sí mismo con amor de caridad más que a su propio prójimo.

Conclusión 2.a: El hombre debe amar más su propio bien sobrenatural que el bien sobrenatural del prójimo.

Es un sencillo corolario de la conclusión anterior. Si, en igualdad de órdenes y de circunstancias, la caridad bien entendida empieza por uno mismo, síguese que estamos obligados a procurar nuestro bien sobrenatural antes que el bien sobrenatural del prójimo.

De este principio se desprenden consecuencias importantísimas. He aquí las principales :

1ª. No es lícito jamás cometer el más ligero pecado so pretexto de socorrer espiritualmente al prójimo, aunque se diera el caso absurdo de que con ese pecado pudiéramos proporcionarle la gloria eterna 8.

2ª. No es lícito exponerse a peligro próximo de pecado por socorrer espiritualmente al prójimo, porque la doctrina contraria va contra la caridad para consigo mismo y está expresamente condenada por la Iglesia (D 1213), a no ser que se tomaran tales cautelas y precauciones que prácticamente convirtieran en remoto el peligro de pecar y se tratare de una gravísima necesidad espiritual del prójimo (v.gr., bautizar a un moribundo).

3ª. Cuando el bien sobrenatural nuestro no es obligatorio, sino únicamente conveniente (v.gr., oír misa en día laborable), podemos—y a veces debemos—dejarlo por el bien sobrenatural del prójimo (v.gr., para evitarle con nuestra presencia la ocasión de cometer un pecado). En este caso, en realidad, no se antepone el bien del prójimo al nuestro, sino que cambiamos el objeto de nuestro bien sobrenatural, ejercitando un acto de caridad en vez de aquel acto de devoción, con lo que salimos ganando nosotros mismos. La caridad está por encima de todo.

4ª. Es lícito y laudable el llamado «acto heroico de caridad» en favor de las almas del purgatorio; pues, aunque parece a primera vista que va contra la caridad para consigo mismo—al regalarles todo el fruto satisfactorio de nuestras obras en vida y todos los sufragios que se nos apliquen después de la muerte—, en realidad beneficia enormemente al que lo hace, por su alto valor meritorio, que se traducirá en un gran aumento de gloria eterna en el cielo aunque tenga que padecer previamente un purgatorio más largo.

Conclusión 3.a: En desigualdad de bienes, el bien sobrenatural del prójimo debe prevalecer sobre nuestro propio bien natural.

La razón es clarísima. El orden sobrenatural es de tan soberana elevación y grandeza, que Santo Tomás no duda en afirmar que «el bien sobrenatural de un solo individuo está por encima del bien natural de todo el Universo» Se comprende fácilmente, por tratarse de un bien divino y eterno, infinitamente superior al bien humano y temporal de todos los hombres y aun de toda la creación universal. Por consiguiente, sería un desorden monstruoso anteponer nuestros intereses temporales (riquezas, comodidad, etc.), y aun nuestra misma vida, al bien sobrenatural del prójimo.

Este principio tiene infinidad de aplicaciones (v.gr., en la asistencia espiritual a enfermos contagiosos, apestados, etc., y en multitud de casos de ginecología). Es un crimen el aborto directo y voluntario, aun el llamado terapéutico, para salvar la vida de la madre, puesto que se sacrifica la vida eterna del niño (que muere sin bautismo) por salvar la vida temporal de la madre, que vale infinitamente menos.

Conclusión 4.a: Nuestros deberes de caridad para con el prójimo están en proporción directa con la importancia de los bienes a que se refieran y con el grado de necesidad en que se encuentre.

PRENOTANDOS. I.° Es evidente, como ya hemos dicho, que el bien sobrenatural de cualquier persona debe prevalecer siempre sobre el bien natural propio o ajeno.

2.° La necesidad puede ser:

  1. EXTREMA, Si, faltando el auxilio ajeno, no se puede evitar la muerte espiritual o temporal (v.gr., la del niño que va a morir sin bautismo o la del que se va a ahogar si no le ayudan).

  2. GRAVE, si no se puede evitar sin el socorro ajeno un grave daño espiritual (v.gr., el peligro cierto de pecar gravemente) o temporal (v.gr., una mutilación corporal, un robo o atraco, etc.).

  3. COMÚN, si el daño que amenaza es leve, o, si es grave, puede evitarlo fácilmente el propio interesado (v.gr., no metiéndose voluntariamente en una ocasión peligrosa, pidiendo ayuda a su propia familia, defendiéndose por sí mismo, etc.).

Teniendo en cuenta estas nociones, he aquí los principios fundamentales en torno a la caridad para con el prójimo:

1.° Al que se encuentra en extrema necesidad espiritual se le debe socorrer, bajo pecado mortal, aun con peligro de la propia vida, con tal que la ayuda se estime necesaria y ciertamente eficaz. La razón es porque, como ya hemos dicho, el bien espiritual del prójimo debe prevalecer sobre nuestro propio bien corporal, incluso sobre la misma vida si depende de ello la salvación eterna del prójimo.

2.° Si el prójimo se encuentra en extrema necesidad temporal (v.gr., se ahogará si no nos lanzamos a salvarle), estamos obligados a ayudarle aun con grave incomodidad, pero no con peligro de la propia vida. La razón es porque, en igualdad de bienes (vida corporal por vida corporal), prevalece nuestro derecho sobre el del prójimo.

3.° En grave necesidad espiritual o temporal es obligatorio ayudarle aun con alguna incomodidad, pero no con grave sacrificio, a no ser que medien otras razones de oficio (v.gr., el soldado o policía), de justicia (v.gr., el párroco o el médico) o de piedad (cuando se trata de familiares) que obliguen gravemente aun con notable incomodidad o sacrificio.

4.° En necesidad común, espiritual o temporal, no es obligatorio buscar la ocasión de socorrer al prójimo. Basta con ejercitar de vez en cuando la caridad para con semejantes personas (v.gr., eón los pobres ordinarios) y hacer todo el bien e impedir todo el mal que podamos, cuando se nos presente la ocasión u oportunidad para ello.

Conclusión 5.a: Entre los distintos prójimos debe guardarse un cierto orden y jerarquía, según su excelencia propia y el grado de proximidad a nosotros.

Recogemos a continuación la doctrina de Santo Tomás (Cf. II-II,26,6-13):

1.° Entre los diversos prójimos existe una jerarquía en el amor de caridad que les debemos, porque no todos participan igualmente de la divina bondad ni todos están unidos a nosotros con los mismos lazos. Y así, en cuanto al amor de complacencia, con que nos alegramos del bien del amado, los más santos deben ser los preferidos, porque son los que se encuentran más cerca de Dios; en el de benevolencia, con que pedimos o procuramos bienes para nuestros prójimos, debemos preferir los más allegados (parientes, amigos, compatriotas, etc.), y en el de beneficencia, con el que socorremos al prójimo, hemos de atender ante todo a los más necesitados según la naturaleza y medida de la necesidad, y, en igualdad de condiciones, a los más próximos o allegados a nosotros.

2.° Entre los parientes, el orden objetivo reclama el primer lugar para los padres, que son nuestro principio, al que después de Dios debemos el ser; y entre ellos es antes el padre que la madre, porque el principio activo de la generación es más excelente que el pasivo. Pero pueden darse en una buena madre razones especiales (mayor abnegación, solicitud por la educación de los hijos, etc.) que la hagan más amable que a un mal padre.

Fuera del caso de extrema necesidad—en el que deben prevalecer los padres, por la razón que acabamos de indicar—, el orden normal de la caridad ordinaria entre parientes es el siguiente: 1) la mujer, unida al varón en una sola carne; 2) los hijos, que son una prolongación de sí mismo; 3) el padre; 4) la madre; 5) los hermanos; 6) los demás consanguíneos y afines, según el grado de su parentesco.

3º. Objetivamente debemos amar más a nuestros bienhechores que a nuestros beneficiados, porque aquéllos tienen para nosotros razón de principio de los bienes recibidos; pero subjetivamente solemos amar más a nuestros beneficiados, porque en el beneficio vemos una como prolongación de nosotros mismos.

4º. El orden que la caridad señala en la tierra permanecerá en lo substancial en el cielo. Pero, como allí será Dios todo en todas las cosas (1 Cor. 15, 28), el orden se tomará exclusivamente con relación a Dios, no con relación a nosotros. Y así amaremos más—no sólo en la apreciación objetiva, sino incluso en la intensidad subjetiva—a los más cercanos a Dios (los más santos) que a los más cercanos a nosotros (parientes, amigos...), si bien a estos últimos les amaremos—en la medida y grado que les corresponda según su cercanía a Dios—por un doble título.

LA INVERSIÓN DEL ORDEN de la caridad entre los prójimos no suele pasar ordinariamente de pecado venial. Pero sería mortal si se tratase de extrema necesidad o fuese muy notable y se hiciese sin causa alguna. No es notable la inversión entre la mujer, los hijos y los padres; pero sí lo es entre los completamente extraños y los muy parientes constituidos en idéntica necesidad.