CAPITULO III

La virtud de la caridad

Hemos llegado al capítulo más importante de toda la teología moral. La caridad es la virtud cristiana por excelencia (1 Cor. 13,13), el fin de la misma Ley (1 Tim. 1,5) y el vínculo de toda perfección (Col. 3,14). El mismo Cristo nos dice en el Evangelio que la caridad constituye el primero y el mayor de todos los mandamientos (Mt. 22,38) y que de ella pende toda la Ley y los Profetas (Mt. 22,40).

Como es sabido, la caridad, aunque es una virtud en especie átoma o indivisible, abarca tres campos u objetos materiales muy distintos: Dios, nosotros mismos y el prójimo. En este capítulo vamos a estudiar únicamente la caridad para con Dios y sus pecados opuestos, después de unas consideraciones sobre la caridad en general. Los aspectos relativos a nosotros mismos y al prójimo los estudiaremos en sus lugares correspondientes de acuerdo con el plan general de nuestra obra. De donde tres artículos,

1º. La caridad en general.
2º. La caridad para con Dios.

3º.
Pecados opuestos a la caridad para con Dios.


ARTICULO I
La caridad en general

Vamos a resumir el pensamiento de Santo Tomás en su maravilloso tratado De caritate de la segunda parte de la Suma Teológica. Indicamos entre paréntesis el número de la cuestión y del artículo.

319. 1. Noción. La palabra caridad la derivan algunos del griego Xápis (gracia, benevolencia), y otros del latín carus (cosa grata, de mucho aprecio). Como quiera que sea, sugiere siempre la idea de amistad, de mutuo amor entre los que se aman.

Santo Tomás comienza su tratado De caritate preguntando si la caridad es amistad (II-II,23,1). Contesta afirmativamente, y explica de qué manera la caridad es una amistad entre Dios y el hombre, que importa una mutua benevolencia fundada en la comunicación de bienes. Por eso la caridad supone necesariamente y es inseparable de la gracia, que nos hace hijos de Dios y herederos de la gloria.

320. 2. Naturaleza. La caridad es una realidad creada, un hábito sobrenatural infundido por Dios en el alma (a.2). Puede definirse: una virtud teologal infundida por Dios en la voluntad, por la que amamos a Dios por sí mismo sobre todas las cosas y a nosotros y al prójimo por Dios.

Examinemos brevemente la definición:

UNA VIRTUD. La caridad es virtud específicamente una, con especie átoma o indivisible (a.5). Porque, aunque su objeto material recaiga sobre objetos tan varios (Dios, nosotros y el prójimo), el motivo del amor—que es la razón formal especificativa—es único: la divina Bondad. De donde se sigue que, cuando nos amamos a nosotros mismos o al prójimo por algún motivo distinto de la bondad de Dios, no hacemos un acto de caridad, sino de amor natural, filantropía, etc., o acaso de puro egoísmo, por las ventajas que nos puede traer.

TEOLOGAL. Lo es en sus tres aspectos: para con Dios, para con nosotros y para con el prójimo. Porque, aunque nosotros y el prójimo no seamos el mismo Dios, el motivo del amor ha de ser siempre Dios, so pena de salirnos del ámbito o esfera de la caridad. De ahí la excelencia soberana del amor de caridad: tiene siempre razón de virtud teologal, cualquiera que sea el objeto material sobre el que recaiga.

INFUNDIDA POR Dios. En cuanto virtud sobrenatural,. el hombre sólo puede llegar a poseerla por divina infusión. Jamás podría alcanzarla por sus propias fuerzas naturales, ya que el orden sobrenatural rebasa y trasciende infinitamente el poder y las exigencias de todo el orden natural. Por eso Dios la infunde en la medida y grado que le place, sin tener para nada en cuenta las dotes o cualidades naturales del que la recibe (24,2-3).

EN LA VOLUNTAD. Es el sujeto donde reside inmediatamente la caridad como hábito infuso, ya que se trata de un movimiento de amor hacia el sumo Bien, y el amor y el bien constituyen el acto y el objeto de la voluntad (24,1).

POR LA QUE AMAMOS A Dios. Es el objeto material primario sobre el que recae la caridad. Este amor ha de ser doble: afectivo y efectivo. El primero consiste en la explícita tendencia de la voluntad hacia Dios mediante el ejercicio de los actos de amor. El segundo coincide con el cumplimiento de la voluntad de Dios y observancia de sus divinos mandamientos.

POR SÍ MISMO. Es el objeto formal de la caridad. Pero el objeto formal es doble: el aspecto fundamental con que se mira al objeto material (formal quod) y el motivo por el que se le mira (formal quo). El primero es Dios como Sumo Bien en sí mismo y como fin último nuestro; el segundo es la Bondad increada de Dios en sí misma considerada, en cuanto abarca la esencia divina, todos los divinos atributos y las tres divinas Personas.

SOBRE TODAS LAS COSAS. Es una exigencia intrínseca de la caridad, brotada de la soberana excelencia de su objeto. Desde el momento en que se amara a alguna criatura más que a Dios o tanto como a Dios, la caridad quedaría ipso facto destruida. El amor a Dios ha de ser el motivo de todos los demás amores o, al menos, ha de prevalecer sobre ellos.

Y A NOSOTROS Y AL PRÓJIMO. Es el objeto material secundario, constituido por todas las criaturas racionales que han llegado o pueden llegar a la eterna bienaventuranza (ángeles, bienaventurados, almas del purgatorio y todos los hombres del mundo).

POR DIOS. Es el motivo formal de la caridad, que ha de subsistir siempre, aun cuando recaiga sobre nosotros mismos o el prójimo. Por falta de este motivo formal no constituyen verdaderos actos de caridad la inmensa mayoría de los actos de amor a nosotros o al prójimo que hacemos inconscientemente. Ni la simpatía, ni la compasión natural, ni siquiera la voz de la sangre es suficiente para que haya verdadero acto de caridad. O nos amamos a nosotros y al prójimo por Dios o no existe el amor de caridad sobrenatural (23,5)

321. 3. Excelencia. La caridad es la más excelente de todas las virtudes. No solamente por su propia bondad intrínseca (es la que más nos une a Dios), sino porque—como forma extrínseca de todas ellas—dirige y ordena al último fin sobrenatural los actos de todas las demás virtudes infusas, incluso los de la fe y esperanza, que sin la caridad serían muertas e informes, a pesar de conservar su propia forma específica (23, 5-8).

La excelencia soberana de la caridad consta en las fuentes mismas de la divina revelación. Lo dice expresamente San Pablo: Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza, la caridad; pero la más excelente de ellas es la caridad (r Cor. 13,13). Y si es más excelente que las otras virtudes teologales, a fortiori o con mayor motivo superará a todas las demás virtudes infusas, que son de categoría inferior a las teologales.

322. 4. Crecimiento. El estudio del crecimiento o desarrollo de la caridad es una de las cuestiones fundamentales de la teología moral, porque, no siendo otra cosa la moral cristiana que «el movimiento de la criatura racional hacia Dios»—como dice profundísimamente Santo Tomás (I,2 prol.)—, nada interesa tanto como conocer de qué manera se verifica ese movimiento ascensional, que coincide exactamente con el movimiento o desarrollo de la caridad, que arrastra consigo el de todas las demás virtudes.

Hemos estudiado ampliamente esta cuestión en otro lugar. Aquí nos limitamos a indicar brevísimamente los puntos fundamentales, que son los siguientes:

I.° La caridad puede aumentar en esta vida (24,4). Porque, siendo un movimiento de tendencia a Dios como último fin, mientras seamos viajeros es posible acercarse cada vez más al término; y este mayor acercamiento se verifica por el incremento de la caridad.

2.° La caridad—como todos los demás hábitos—no crece por adición o suma, sino por una mayor radicación en el sujeto (24, 5).

El crecimiento por adición sólo puede darse en las cosas cuantitativas, pero no en las cualidades, como son los hábitos. La razón es porque, para que una cosa pueda unirse por adición a otra, es necesario que se distinga realmente de ella (v.gr., el trigo que se añade a un montón es realmente distinto del que ya existía); en cuyo caso, más que de unión, hay que hablar de reunión (ya que el trigo sobreañadido no se ha unido intrínsecamente al otro, sino que se ha colocado al lado de él). Pero esta reunión es imposible en las formas cualitativas (v.gr., la blancura no puede sumarse a la blancura, la caridad no puede sumarse a la caridad). Sólo cabe un aumento por mayor radicación en el sujeto. El alma—en este caso la voluntad—va participando cada vez más de la caridad, en cuanto que cada vez se va arraigando y generando más profundamente en ella.

3.° La caridad—lo mismo que las demás virtudes—no aumenta o se arraiga más en el alma por cualquier acto imperfecto, sino sólo por actos más intensos que los anteriores.

Es una consecuencia del principio que acabamos de sentar sobre el modo con que crecen las cualidades. Si crecieran por adición, cualquier acto, por flojo e imperfecto que fuere, haría crecer el conjunto (como un solo grano de trigo aumenta el montón del mismo). Pero para el crecimiento por mayor radicación se requiere un acto más intenso que los anteriores (que ya dieron de sí todo lo que podían dar); de manera semejante a lo que ocurre con una escala termométrica, que solamente marcará un grado más cuando la temperatura del medio ambiente se caldee en un grado superior, y no antes; o como para hincar un clavo más profundamente en la pared se requiere un martillazo más fuerte que el anterior, que ya lo hincó todo cuanto podía hacerlo con su propia fuerza.

Este principio tiene enorme importancia práctica. El crecimiento de la caridad, y por consiguiente la perfección cristiana—que consiste especialmente en la perfección de la caridad—es imposible a base de actos tibios o imperfectos. Sólo el amor de Dios cada vez más intenso puede conducir al alma hasta la cumbre de la perfección. De donde se deducen claramente las siguientes consecuencias prácticas:

    1. Vale más un acto intenso que mil tibios o imperfectos.

    2. Un justo perfecto agrada más a Dios que muchos tibios o imperfectos.

    3. La conversión de un pecador a una gran perfección agrada más a Dios y le glorifica más que la conversión de muchos pecadores a una vida tibia e imperfecta.

4.° La caridad no puede encontrar tope en su crecimiento y desarrollo en esta vida. Porque, por mucho que crezca y se desarrolle, jamás podrá agotar la amabilidad infinita de Dios, ni la capacidad obediencias del alma, que puede aumentar indefinidamente la intensidad de su amor. No cabe hablar, por consiguiente, de una perfección absoluta de la caridad acá en la tierra, ya que siempre puede crecer o desarrollarse más.

Otra cosa será en la patria. El alma habrá llegado definitivamente al término de su carrera, y su grado de caridad permanecerá eternamente el mismo, sin que pueda aumentar ni disminuir (24,7).

5.° Sin embargo, puede alcanzarse en esta vida una perfección relativa de la caridad. No por parte del objeto amado (que es infinitamente amable) ni por parte del amor en su máxima tensión, siempre actual (que es lo propio de los bienaventurados), sino por exclusión de los impedimentos que retardan o aminoran la totalidad del amor a Dios. Esta es la perfección propia de los santos en esta vida (24,8 ; cf. 184, 2).

6º. En el crecimiento y desarrollo de la caridad pueden distinguirse tres etapas o grados fundamentales : incipiente, proficiente y perfecta. He aquí las características de cada uno de ellos con palabras textuales de Santo Tomás :

«En el primer grado, la preocupación fundamental del hombre es la de apartarse del pecado y resistir a sus concupiscencias, que se mueven en contra de la caridad. Y esto pertenece a los incipientes, en los que la caridad ha de ser alimentada y fomentada para que no se corrompa.

En el segundo grado, el hombre trata principalmente de adelantar en la virtud. Y esto pertenece a los proficientes, que se preocupan ante todo de aumentar y corroborar la caridad.

En el tercer grado el hombre tiende principalmente a unirse con Dios y gozar de El. Y esto pertenece a los perfectos, que desean morir para estar con Cristo (Phil. 1,23)" (24,9)

Como se deduce claramente, el primer grado coincide con la llamada vía purgativa, en la que el hombre se preocupa ante todo de conservar la caridad, evitando el pecado mortal. El segundo corresponde a la vía iluminativa, en la que el hombre trata de adelantar positivamente en la virtud, evitando además el pecado venial. Y en el tercero se identifica con la vía unitiva, en la que el hombre se ejercita en el amor y unión íntima con Dios, evitando incluso las imperfecciones voluntarias.

323. 5. Disminución y pérdida. Propiamente hablando, la caridad, considerada en cuanto hábito infuso, no puede disminuir jamás, como ya explicamos al hablar de las virtudes infusas en general (cf. n.216,8). Pero sí puede enfriarse el acto de la caridad, haciéndose cada vez más flojo y remiso a consecuencia de una vida tibia y relajada, que va predisponiendo el alma para el pecado mortal, que destruirá totalmente el hábito infuso de la caridad, reduciéndolo a cero (24,10-12).

Por eso es de grandísima importancia en la vida cristiana evitar cuidadosamente los pecados veniales, por muy pequeños que sean. No porque disminuyan el hdbito sobrenatural de la caridad o los méritos adquiridos, sino porque enfrían al alma y la predisponen a la catástrofe del pecado mortal, que le arrancará de raíz todos los hábitos infusos (excepto la fe y la esperanza, que quedarán en el alma, aunque informes o muertas).

324. 6. Objeto y orden de la caridad. En primer lugar hay que amar con amor de caridad y con todas nuestras fuerzas al mismo Dios (26,1-3), y después de El y por razón de El, a todos aquellos seres que son capaces de la eterna bienaventuranza, por el siguiente orden:

1º. Nuestra propia alma, que participará directamente de esa eterna bienaventuranza (25,4; 26,4).

2.° Nuestros prójimos (hombres y ángeles), compañeros nuestros en la bienaventuranza eterna, de la que participarán también directamente (25,1 y ro; 26,5).

3.° Nuestro propio cuerpo, que participará indirectamente de esa misma felicidad eterna por redundancia de la gloria del alma (25,5; 26,5).

4º. En cierto sentido, incluso las cosas o seres irracionales, en cuanto ordenables a la gloria de Dios y utilidad del hombre (25,3).

5º. Los pecadores no pueden ser amados en cuanto tales, pero sí en cuanto criaturas de Dios, capaces todavía de la bienaventuranza por el arrepentimiento y penitencia de sus pecados (25,6).

6º. Por su definitiva obstinación en el mal, que les hace absolutamente incapaces de la eterna bienaventuranza, no es lícito amar a los demonios y condenados del infierno. Amarles a ellos sería injuriar a Dios, a quien odian con todas sus fuerzas (25,11 c. et ad 2).

Otras cuestiones relativas al amor de los propios enemigos, al orden entre los diversos prójimos, etc., las estudiaremos al hablar en especial del amor al prójimo.

325. 7. Efectos de la caridad. El acto principal de la caridad es el amor (II-11,27). De él se derivan algunos efectos admirables, internos y externos.

LOS INTERNOS son tres :

1) El gozo espiritual de Dios (28,1-4), que puede compaginarse con alguna tristeza, por cuanto no gozamos todavía de la perfecta posesión de Dios, que nos dará la visión beatífica.

2) La paz (29,1-4), o sea la «tranquilidad del orden", que resulta de la concordia de nuestros deseos y apetitos, unificados por la caridad y ordenados por ella a Dios.

3) La misericordia (30,1-4), que es una virtud especial, fruto de la caridad, aunque distinta de ella, que nos inclina a compadecernos de las miserias y desgracias del prójimo, considerándolas en cierto modo como propias, en cuanto contristan a nuestro hermano y en cuanto que podemos, además, vernos nosotros mismos en semejante estado. Es la virtud por excelencia de cuantas se refieren al prójimo; y el mismo Dios manifiesta en grado sumo su omnipotencia compadeciéndose misericordiosamente de nuestros males y remediando nuestras necesidades.

Los EXTERNOS son otros tres: la beneficencia, la limosna y la corrección fraterna, que estudiaremos al hablar de la caridad para con el prójimo.


ARTICULO II
La caridad para con Dios

326. Como hemos dicho, el objeto material primario de la caridad es el mismo Dios, infinitamente amable por sí mismo. Vamos a establecer la doctrina del amor a Dios en unas cuantas conclusiones.

Conclusión 1ª.: El hombre tiene obligación de amar a Dios con amor de caridad sobrenatural, o sea, por su propia e intrínseca bondad, infinitamente amable en sí misma.

Consta expresamente en la Sagrada Escritura. Nuestro Señor Jesucristo nos dice en el Evangelio que el primero y el mayor de todos los mandamientos es el de la caridad para con Dios: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente (Mt. 22,37-38).

La razón es porque Dios es infinitamente amable en sí mismo, como suprema y absoluta Bondad, de la que se deriva todo el bien de las criaturas. Por lo tanto, el hombre debería amar a Dios sobre todas las cosas, como origen fontal de todo bien, aunque este amor no le reportara ninguna ventaja personal. Y éste es, cabalmente, el amor de caridad.

Conclusión 2ª. El amor a Dios ha de ser objetiva y apreciativamente sumo, o sea, hay que amarlo y estimarlo sobre todas las demás cosas; pero no se requiere una mayor intensidad subjetiva o sensible.

Ello significa que hay que amar a Dios sobre todas las cosas, no sólo con el juicio intelectual, sino también por la elección de la voluntad, estando dispuestos a perder todas las cosas y aun la misma vida antes que separarnos de El por el pecado. Por eso dice el Señor en el Evangelio: El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí, y el que ama al hijo o a la hija más que a mí, no es digno de mí (Mt. 10,37)

Lo cual no es obstáculo para que podamos amar a los familiares o amigos con mayor intensidad subjetiva o sensible; con tal, sin embargo, de estar siempre dispuestos a renunciar a ellos si representan un obstáculo para nuestro amor a Dios o tratan de empujarnos al pecado, por leve e insignificante que sea. La razón es porque la intensidad subjetiva no responde a la dignidad del objeto amado, sino a la viveza de su percepción por su mayor proximidad o por la disposición natural del sujeto.

Conclusión 3ª.: Hemos de amar a Dios con todas las fuerzas y de todos los modos posibles con que se le puede amar.

Y así hemos de practicar:

1) EL AMOR PENITENTE, doliéndonos de haberle ofendido en el pasado y proponiéndonos no volver jamás a disgustarle.

2) EL AMOR DE CONFORMIDAD, cumpliendo exactamente sus divinos preceptos y aceptando de corazón las cruces y pruebas que tenga a bien enviarnos.

3) EL AMOR DE BENEVOLENCIA, por el que desearíamos proporcionarle a Dios, si posible fuera, un aumento de felicidad y dicha.

4) EL AMOR DE AMISTAD, que se funda en el de benevolencia y añade la mutua correspondencia y comunicación de bienes.

5) EL AMOR DE COMPLACENCIA, que es el amor puro y sin mezcla alguna de interés, por el que nos complacemos de que Dios sea Dios, infinitamente feliz en sí mismo, sin tener para nada en cuenta las ventajas que de esa su dicha y felicidad pueden refluir sobre nosotros. Este amor puro no puede darse en forma o estado habitual (D 1327), porque no podemos ni debemos prescindir de la esperanza y deseo de nuestra propia felicidad, que encontraremos en Dios; pero sí en forma de acto aislado y transitorio, como lo experimentaron todos los santos.

Conclusión 4ª.: La caridad habitual es necesaria absolutamente a todos los hombres con necesidad de medio para la salvación.

La razón es porque nadie absolutamente puede salvarse sin la gracia de Dios, que lleva siempre consigo, inseparablemente, el hábito infuso de la caridad sobrenatural.

Conclusión 5ª.: La caridad actual (o sea, el acto de amor de Dios) es necesaria con necesidad de medio para la salvación a todos los pecadores adultos que no puedan recibir el sacramento del bautismo o de la penitencia.

La razón es porque el que se encuentra en pecado mortal no puede salir de su triste estado—ni, por consiguiente, salvarse—sino por uno de estos tres procedimientos: o por el bautismo con atrición (si se trata de un infiel no bautizado todavía), o por la absolución sacramental con atrición, o por el acto de perfecta contrición que supone y brota de la caridad sobrenatural bajo el influjo de una gracia actual.

Conclusión 6ª.: La caridad actual es necesaria por precepto divino a todos los adultos con uso de razón.

Consta expresamente en la Sagrada Escritura. Es el primero y el mayor de todos los mandamientos (Mt. 22,37-38). La doctrina contraria está condenada por la Iglesia (D 1101).

Puestos a precisar cuántas veces o con qué frecuencia es obligatorio realizar actos de amor a Dios, los moralistas suelen dar las siguientes normas:

1) Es OBLIGATORIO DE SUYO (per se):

a) Al comienzo de la vida moral, o sea cuando el niño llega al suficiente uso de razón y se da cuenta de que Dios es infinitamente bueno y amable.

Lo contrario supondría un desprecio de Dios y, por consiguiente, un verdadero pecado mortal (D 1280).

b) Varias veces durante la vida. Cuántas sean concretamente, es difícil precisarlo. San Alfonso opina que es obligatorio bajo pecado mortal hacer mensualmente, al menos, un acto de amor a Dios; otros lo exigen semanalmente (v.gr., los domingos al asistir a misa). La Iglesia ha condenado algunas opiniones laxistas, según las cuales no obligaría ni siquiera cada cinco años (D 1156), ni acaso más de una sola vez en la vida bajo pecado mortal (D 1155), a no ser que sea preciso justificarse y no haya otro medio para ello (D 1157).

c) A la hora de la muerte, como preparación para la entrada en la eternidad. Es sentencia probabilísima, ya que nadie puede estar seguro de hallarse en estado de gracia y es obligatorio hacer todo lo que se pueda para conseguirlo.

2) Es OBLIGATORIO EN VIRTUD DE ESPECIALES CIRCUNSTANCIAS (per accidens) :

a) Cuando surjan tentaciones contra la misma caridad u otras virtudes que no puedan superarse sino por actos fervientes de amor a Dios.

b) Cuando sea preciso ponerse en gracia y no sea posible confesarse (v.gr., un moribundo que no puede hablar).

c) Después de cualquier pecado grave. Porque la caridad para con Dios y para consigo mismo exige no permanecer en ese peligrosísimo estado. que puede arrebatarnos la salvación eterna en el momento menos pensado, El acto de perfecta contrición supone siempre el de caridad o amor de Dios.

ARTICULO III
Pecados opuestos a la caridad para con Dios

Además de los pecados de omisión contra el precepto afirmativo del amor, existen tres pecados opuestos directamente a la caridad para con Dios: el odio, la acedia y el amor desordenado a las criaturas.

A) El odio a Dios

327. Es absolutamente el primero y el mayor de todos los pecados que se pueden cometer, porque la gravedad de una culpa se mide por el grado de aversión a Dios, que es máxima en el pecado de odio, por cuanto se da en él directamente y per se, mientras que en los demás pecados se da tan sólo de una manera indirecta y per accidens. Por eso el odio a Dios es también el mayor de los pecados contra el Espíritu Santo que se pueden cometer, si bien —como advierte Santo Tomás—no se le enumera entre las especies de pecados contra el Espíritu Santo, porque se le encuentra en todas las correspondientes a esa clase de pecados (II-II,34,2 ad I). Más que una de sus especies es como el género que las abarca todas.

Nótese, sin embargo, que hay dos clases de odio: el de enemistad y el de abominación.

a) EL ODIO DE ENEMISTAD, llamado también de malevolencia, es el que considera a una persona como mala en sí misma, o le desea algún mal. Se opone directamente al amor de benevolencia y de amistad; y cuando recae sobre Dios, es un pecado gravísimo—el mayor de todos los posibles—, que destruye totalmente la caridad al oponerse directamente a la infinita Bondad de Dios en sí misma.

b) EL ODIO DE ABOMINACIÓN, llamado también de aversión, es el que rechaza a una persona, no por sus malas cualidades, sino porque resulta nociva para nosotros (v.gr., el ladrón abomina a la policía). Se opone directamente al amor de concupiscencia; y cuando recae sobre Dios (v.gr., por los castigos que nos inflige o con que nos amenaza), constituye también un pecado gravísimo, aunque no tanto como el anterior, que recaía directamente sobre su propia infinita Bondad.

N. B. Del odio a Dios pueden proceder muchas blasfemias, execraciones, maldiciones, sacrilegios, persecuciones a la Iglesia, etc., en cuyo caso todos estos pecados, además de su propia malicia específica, adquieren la satánica del odio contra Dios.

B) La acedia

328. Hemos aludido ya a ella al hablar de los pecados capitales (n.265,7. °). Consiste en el tedio o pereza espiritual (que se opone al gozo del bien divino procedente de la caridad), y proviene del gusto depravado de los hombres, que no encuentran placer en Dios y consideran las cosas que a El se refieren como cosa triste, sombría y melancólica. Cuando no se trata de una simple tentación o estado involuntario de abatimiento y desgana, sino de una positiva y voluntaria resistencia a las cosas divinas, constituye un grave pecado contra la caridad para con Dios. De él proceden—como de vicio o pecado capital que es—otros muchos desórdenes, entre los que destacan la malicia, el rencor, la pusilanimidad, la desesperación, la torpeza o indolencia en observar los mandamientos y la divagación de la mente hacia las cosas ilícitas.

C) El amor desordenado a las criaturas

329. Todo amor desordenado a las criaturas, que nos lleva a anteponerlas al mismo Dios o al cumplimiento de su divina voluntad, es pecado mortal contra la caridad o amor de Dios, por el grave desprecio que supone del sumo e infinito Bien. Este desorden late de una manera general en todo pecado grave—en todos ellos se antepone la criatura al Creador—; pero únicamente constituye un pecado especial contra la divina caridad cuando alguien voluntariamente y a sabiendas ama tan desordenadamente a una criatura que está dispuesto a quebrantar cualquier precepto divino antes que renunciar a ella, aunque no lo quebrante de hecho. Esa perversa disposición habitual o actual no se opone a ningún otro precepto —ya que, por hipótesis, no quebranta, de hecho, ninguno—, sino sólo al precepto de amar a Dios sobre todas las cosas; por eso constituye un pecado especial contra la divina caridad.

Más aún. Esta perversa disposición, que coincide con el egoísmo más repugnante, es la causa de todos los demás pecados, incluso del odio a Dios. Porque si el hombre no se amara desordenadamente a sí mismc y a las criaturas, jamás se determinaría a ofender a Dios quebrantando su santa ley. Y, una vez quebrantada, el recuerdo del castigo divino que le amenaza puede llevar al desventurado pecador hasta el odio de abominación contra Dios.