CAPITULO II

La virtud de la esperanza

 

Vamos a examinar en dos artículos la naturaleza de la esperanza y los pecados opuestos.


ARTICULO I

Naturaleza de la esperanza

Sumario: Dividimos este artículo en cuatro puntos: noción, sujeto, propiedades y necesidad de la esperanza.

307. 1. Noción. La esperanza cristiana es una virtud teologal, infundida por Dios en la voluntad, por la cual confiamos con plena certeza alcanzar la vida eterna y los medios necesarios para llegar a ella apoyados en el auxilio omnipotente de Dios.

El análisis de la definición nos dará a conocer la naturaleza íntima de esta importante virtud.

UNA VIRTUD TEOLOGAL, porque tiene por objeto directo e inmediato al mismo Dios, igual que la fe y la caridad.

INFUNDIDA POR DIos EN LA VOLUNTAD. La esperanza, como hábito, reside en la voluntad, ya que su acto propio es cierto movimiento del apetito racional hacia el bien, que es el objeto de la voluntad.

POR LA CUAL CONFIAMOS CON PLENA CERTEZA. La esperanza tiende con absoluta certeza a su objeto. No porque podamos saber con certeza que alcanzaremos de hecho la salvación eterna—a menos de una especial revelación de Dios (D 805), sino porque podemos y debemos tener la certeza absoluta de que, apoyados en la omnipotencia auxiliadora de Dios (motivo formal de la esperanza), no puede salirnos al paso ningún obstáculo insuperable para la salvación. Se trata, pues, de una certeza de inclinación y de motivo, no de previo conocimiento infalible ni de evento o ejecución infrustrable.

ALCANZAR LA VIDA ETERNA. Es el objeto material primario de la esperanza. El objeto formal quod es el mismo Dios, en cuanto bienaventuranza objetiva del hombre, connotando la bienaventuranza subjetiva o visión beatífica.

Y LOS MEDIOS NECESARIOS PARA LLEGAR A ELLA. Es el objeto material secundario. Abarca todos los medios sobrenaturales necesarios para la salvación (gracia, sacramentos, auxilios) y aun los mismos bienes naturales en cuanto puedan sernos útiles para conseguirla.

APOYADOS EN EL AUXILIO OMNIPOTENTE DE DIOS. Es el objeto formal quo, o sea, el motivo de la esperanza cristiana: la omnipotencia auxiliadora de Dios, connotando la misericordia y la fidelidad de Dios a sus promesas. Sin embargo, aunque sea éste el motivo propio y formal de la esperanza, no hay inconveniente en que pongamos también nuestra esperanza en ciertas criaturas, pero sólo como causas secundarias e instrumentales que obran bajo la acción principal de Dios. Tales son la humanidad adorable de Cristo, que fué el instrumento de Dios para nuestra redención; la Santísima Virgen María, a la que invocamos en la Salve con el dulce nombre de esperanza nuestra, por cuanto esperamos firmemente que, en su condición de Madre nuestra, de Corredentora de la humanidad y Mediadora universal de todas las gracias, nos alcanzará de Dios la perseverancia final y la felicidad eterna; los santos y bienaventurados del cielo, por su poderosa intercesión; y hasta los propios méritos que hemos contraído y las obras buenas que hemos practicado bajo el influjo de la divina gracia. Pero todos estos motivos secundarios deben subordinarse enteramente al auxilio omnipotente de Dios, que es el motivo propio y formal de la esperanza como virtud cristiana y teologal.

308. 2. Sujeto. El sujeto de una virtud puede entenderse de dos maneras: próximo y remoto. El próximo es la potencia o facultad donde reside; el remoto, la persona o personas a quienes afecta o puede afectar. Esto supuesto, decimos :

I.° SUJETO PRÓXIMO de la esperanza cristiana es la voluntad, como acabamos de decir en el número anterior.

2º. SUJETO REMOTO. La esperanza teologal es imposible en los infieles y herejes formales, porque ninguna virtud infusa subsiste sin la fe. Pueden tenerla (aunque muerta o informe) los fieles en pecado mortal, a no ser que hayan pecado directamente contra ella por la presunción o desesperación. Se encuentra propiamente en los justos de la tierra y en las almas del purgatorio. No la tienen los condenados del infierno (nada pueden esperar), ni los niños del limbo (por la misma razón), ni los bienaventurados en el cielo (ya están gozando del Bien infinito que esperaban). Por esta última razón, tampoco la tuvo Cristo acá en la tierra (era bienaventurado al mismo tiempo que peregrino en este mundo).

309. 3. Propiedades. Las principales son tres: honestidad, sobrenaturalidad y certeza.

1.a HONESTIDAD. Lo negaron Calvino, Bayo, jansenistas, kantianos, etc., al afirmar que cualquier acto de virtud realizado por la esperanza del premio eterno es egoísta e inmoral. Pero consta lo contrario :

a) POR LA SAGRADA ESCRITURA, donde con frecuencia se anima al justo a la práctica de la virtud, poniéndole delante la grandeza de la recompensa (Mt. 19,21 y 29; I Cor. 9,24; 2 Cor. 4,17; Eph. 1,18; Col. 3,24; 2 Tim. 4,8, etc.).

b) POR EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA, que ha condenado expresamente y repetidas veces la doctrina contraria (D 836 841 1300 1303).

c) POR LA RAZÓN TEOLÓGICA. Una cosa es desear algo para nosotros, y otra muy distinta desearla por nosotros. Cuando deseamos una cosa inferior (v.gr., el alimento material), la deseamos para nosotros y por nosotros: nobis et propter nos. En cambio, cuando deseamos a Dios con la esperanza cristiana, lo deseamos como un Bien infinito para nosotros, pero no por nosotros (o sea, a causa o por razón de nosotros), sino por El mismo: nobis, sed non propter nos. Dios no es objeto de la esperanza como un medio para el fin, sino como lo perfecto para el perfectible; somos nosotros los que nos ordenamos y subordinamos a El con la esperanza cristiana; no El a nosotros.

Corolario. Luego no hay en esta vida ningún estado de perfección que excluya habitualmente los motivos de la esperanza. Tal fue el error de quietistas y semiquietistas, condenados por la Iglesia (D 1227 1232 1327 ss.).

2.a SOBRENATURALIDAD. La esperanza cristiana es una virtud estrictamente sobrenatural, tanto por su principio (la divina infusión) como por el fin (la bienaventuranza eterna), como por su propio objeto formal (los auxilios sobrenaturales de Dios).

3.a CERTEZA. Lo hemos explicado al analizar la definición de la esperanza. Tiene de suyo una certeza firmísima en la ayuda omnipotente de Dios. Si nosotros no ponemos obstáculo a la gracia, podemos estar certísimos de que alcanzaremos la salvación eterna, ya que el auxilio de Dios no puede fallar. Pero, como no podemos estar ciertos de que no pondremos obstáculo a la gracia, la certeza de la esperanza se resuelve, como hemos dicho, en una certeza de inclinación y de motivo, no de previo conocimiento infalible ni de evento o ejecución infrustrable.

310. Escolio. El temor y la esperanza.

Como acabamos de decir, la esperanza, aunque es una virtud firmísima y segura por parte de Dios, es insegura por parte nuestra, ya que podemos ser voluntariamente infieles a la gracia y comprometer nuestra salvación eterna. Precisamente por esto, la esperanza está íntimamente relacionada con el temor; y por eso, entre los dones del Espíritu Santo, Santo Tomás no vacila en adjudicar a la esperanza el don de temor (II-II,19). Veamos, pues, brevemente la naturaleza del temor y sus diferentes clases.

NATURALEZA. En general, el temor es un movimiento del apetito sensitivo irascible procedente de un mal que amenaza caer sobre nosotros. Es una consecuencia del amor (por el peligro de perder el objeto amado) o de la esperanza (por la posibilidad de no alcanzar lo que deseamos). De ahí que el temor se relacione íntimamente con la esperanza, manteniéndola en sus justos límites contra la presunción; y la esperanza frena al temor para que no incida en la desesperación.

CLASES. Santo Tomás (II-II,19,2) distingue cuatro clases de temor: mundano, servil, filial e inicial.

a) El temor mundano es aquel que no vacila en ofender a Dios para evitar un mal temporal (v.gr., apostatando de la fe para evitar la muerte o los tormentos del tirano que la persigue). Este temor es siempre malo, ya que pone su fin en este mundo completamente de espaldas a Dios. Huye de la pena temporal, cayendo en la culpa ante Dios.

b) El temor servil es aquel que impulsa a servir a Dios y a cumplir su divina voluntad por los males que, de no hacerlo así, caerían sobre nosotros (castigos temporales, infierno eterno). Este temor, aunque imperfecto, es bueno en su substancia; pues, en fin de cuentas, nos hace evitar el pecado y se ordena a Dios como a su fin, no considerando la pena como al mal único (si fuera así, sería malo y pecaminoso). Huye de la culpa para evitar la pena*.
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La recta inteligencia de la moralidad del temor servil ofrece alguna dificultad. Para disiparla téngase en cuenta que el miedo a la pena puede influir de tres maneras en el que realiza una buena acción o deja de cometer un pecado: a) como causa única; v.gr.: «Cometería el pecado si no hubiera infierno». En este sentido se le llama temor servilmente servil, y es malo y pecaminoso, porque, aunque de hecho evita la materialidad del pecado, incurre formalmente en él por el afecto que le profesa; no le importaría para nada la ofensa de Dios si no llevara consigo la pena. b) Como causa remota sobreañadida a la próxima y principal; v.gr.: «No quiero pecar porque es ofensa de Dios y ademds redundaría en perjuicio míos. Es claro que en este sentido es bueno y honesto (es el llamado temor inicial). c) Como causa próxima, aunque sin excluir otra razón suprema; v.gr.: «No quiero cometer este pecado porque me llevarla al infierno, además de ser ofensa de Dios». Este es el llamado temor simplemente servil; imperfecto, sin duda alguna, pero honesto en el fondo, puesto que, aunque sea mds remotamente (por esto es imperfecto), rechaza como razón suprema la ofensa de Dios en cuanto tal. No hay inconveniente alguno en que un fin próximo inferior se relacione y subordine a otro fas remoto superior; son dos cosas perfectamente compatibles.

c) El temor filial (llamado también reverencial o casto) es el que im. pulsa a servir a Dios y a cumplir su divina voluntad, huyendo de la culpa sólo por ser ofensa de Dios y por el temor de ser separado de El. Se llama filial porque es propio de los hijos temer la pérdida y separación de su padre. Este temor, como es claro, es bueno y perfecto. Huye de la culpa sin tener para nada en cuenta la pena.

d) El temor inicial ocupa un lugar intermedio entre los dos últimos. Es aquel que huye de la culpa principalmente en cuanto ofensa de Dios, pero mezclando en esa huida cierto temor a la pena. Este temor es mejor que el servil, pero no tanto como el filial.

El don del Espíritu Santo llamado de temor recae propiamente sobre el temor filial; pero en sus manifestaciones incipientes e imperfectas recae también sobre el temor inicial (nunca sobre el servil). A medida que se perfecciona la esperanza y crece la caridad, se va purificando este temor inicial, perdiendo su modalidad servil, que todavía teme la pena, para fijarse únicamente en la culpa en cuanto ofensa de Dios.

311. 4. Necesidad. Ya vimos, al estudiar la fe, que hay dos clases de necesidad: de medio, absolutamente indispensable para la salvación, y de precepto, excusable en determinadas circunstancias. Apliquemos esta doctrina a la esperanza en unas breves conclusiones :

Conclusión 1ª. La esperanza habitual es necesaria con necesidad de medio para la salvación eterna.

La razón es porque nadie puede salvarse sin la gracia, a la que acompañan inseparablemente todas las virtudes infusas. Y así la tienen los niños recién bautizados y todos los justificados (bautizados o no). Se trata, naturalmente, de la esperanza formada por la caridad; no de la informe, que supone al alma en pecado mortal.

Conclusión 2º. La esperanza actual es necesaria con necesidad de medio para la salvación a todos los adultos con uso de razón.

Porque la gloria eterna se da a todos los adultos no como pura herencia gratuita (como a los niños bautizados), sino también como recompensa de sus buenas obras, cuyo ejercicio supone la esperanza de la vida eterna. Luego, sin haber realizado ningún acto de esperanza, los adultos no se pueden salvar.

Conclusión 3ª. Por necesidad de precepto son necesarios también a los adultos algunos actos de virtud de la esperanza.

Cuántos o con qué frecuencia, es imposible determinarlo con exactitud matemática. Los moralistas suelen indicar los siguientes:

a) Al principio de la vida moral, o sea, cuando el niño llega al perfecto uso de razón y se da cuenta de que tiene obligación de salvarse.

b) En el artículo de la muerte.

c) Frecuentemente durante la vida. Pero hasta la esperanza implícita (v.gr., en el hecho de orar, de asistir a misa, etc.).

d) Cuando surge alguna tentación (v.gr., de desesperación) que no pueda vencerse sin un acto de esperanza (o sea, siempre que haya obligación de pedir el auxilio divino).

e) Cuando hay que cumplir algún precepto gete no pueda cumplirse sin la esperanza (v.gr., de confesar los pecados; si el pecador no esperara el perdón de Dios, sería inútil y sacrílega su confesión).


ARTICULO II
Pecados opuestos a la esperanza

Los principales son dos: uno por defecto, la desesperación, y otro por exceso, la presunción. A ellos hay que añadir la omisión de los actos de esperanza cuando están preceptuados en la forma que acabamos de explicar; el apego excesivo a las cosas de este mundo, y el deseo desordenado del cielo. Vamos a examinarlos brevemente uno por uno.

A) La desesperación

312. I. Noción y división. Desde el punto de vista teológico y en sentido estricto se entiende por desesperación la voluntaria renuncia a la bienaventuranza eterna por considerarla imposible de alcanzar.

Se distinguen dos clases de desesperación: positiva, o perfecta, y privativa, o imperfecta. La primera es la que acabamos de definir. La segunda coincide con cierta pusilanimidad del alma, que produce cierto abatimiento y como desconfianza de salvarse a causa de las tentaciones del demonio o de las dificultades de la virtud.

313. 2. Malicia. Vamos a precisarla en dos conclusiones:

1ª. La desesperación positiva o perfecta es un pecado gravísimo contra el Espíritu Santo.

La razón es porque injuria gravísimamente a Dios negando o poniendo en duda su inefable misericordia. Y es pecado contra el Espíritu Santo porque el que incurre voluntariamente en él renuncia de suyo a los medios que podrían conducirle al arrepentimiento y a la salvación.

En la escala jerárquica de los pecados, la desesperación ocupa el tercer lugar. El primero corresponde al odio a Dios, que se opone directamente a la caridad; el segundo, a la infidelidad positiva, que reniega de la fe, principio de toda justificación; y el tercero es la desesperación, por la que se renuncia a participar en los bienes de Dios. Sin embargo, como explica el Doctor Angélico, la desesperación es por parte nuestra el pecado más peligroso; porque por la esperanza nos apartamos del mal y practicamos el bien; por donde, perdida la esperanza, los hombres se lanzan desenfrenadamente a los vicios y rehuyen toda clase de buenas obras. Por eso dice San Isidoro: «Cometer algún crimen es muerte del alma; pero desesperarse es descender al infierno".

La desesperación positiva o perfecta no admite, de suyo, parvedad de materia; tan sólo podría ser venial por imperfección del acto (falta de la suficiente advertencia o consentimiento).

2ª. La desesperación privativa, o imperfecta, la mayor parte de las veces no pasa de simple pecado venial.

La razón es porque, la mayor parte de las veces, ese abatimiento o pusilanimidad del ánimo procede de tentación del demonio contra la voluntad del alma, o de melancolía y pesimismo temperamental, o de una enfermedad o trastorno patológico, o de nimia escrupulosidad del alma; o sea, de causas involuntarias que se rechazan en realidad. Si hubiera alguna negligencia culpable en reaccionar contra ese abatimiento, podría darse un pecado venial; rarísima vez mortal.

No siempre es fácil distinguir en la práctica la desesperación positiva de la privativa. Sin embargo, un signo bastante claro lo tendremos en el hecho de haber abandonado por completo toda práctica religiosa, juzgando que es inútil intentar salvarse (desesperación positiva), o de no haber omitido del todo la oración y demás prácticas religiosas (desesperación privativa). En general, el que se confiesa de desesperación no suele haber llegado a la positiva o perfecta, porque en ese caso hubiera caído también en la apostasía de la fe y ya no intentaría ni siquiera confesarse. Aunque también puede ocurrir que, después de una larga temporada de abandono y verdadera desesperación, sobrevenga el arrepentimiento por una especie de milagro de la divina gracia, como dijimos al hablar de los pecados contra el Espíritu Santo.

314. 3. Causas. Santo Tomás prueba hermosamente que la desesperación procede de dos pecados capitales: la lujuria y la acedia o pereza. Porque:

a) LA LUJURIA y demás deleites corporales hunden al hombre cada vez más en el fango de la tierra y producen en su alma el fastidio de las cosas espirituales y ultraterrenas.

b) LA ACEDIA o pereza abate fuertemente el espíritu y le quita las fuerzas para continuar la lucha contra los enemigos de la salvación, empujándole, por lo mismo, a desesperar de conseguirla. A estas dos causas fundamentales podría añadirse la falta de fe viva en el amor y la misericordia infinita de Dios. En la práctica se advierte claramente que el hombre de escasa fe es también débil en la esperanza; y el que pierde del todo la fe, cae en el abismo de la desesperación.

315. 4. Remedios. Ante todo hay que combatir sus causas. Abandone el lujurioso sus bestiales deleites; estimúlese el perezoso a trabajar en el gran negocio de su salvación; avívese la fe en la bondad y misericordia de Dios. Y después recuérdese la inefable misericordia que se transparenta en el Evangelio: parábolas del Buen Pastor, de la oveja perdida, del hijo pródigo; el perdón concedido a la Magdalena, a la adúltera, a Zaqueo, al buen ladrón, a Pedro..., y ofrecido al mismísimo Judas (Mt.26,5o). Dios no rechaza jamás al pecador arrepentido, por innumerables y gravísimos que sean lós pecados y crímenes cometidos,

Las almas atormentadas con escrúpulos y tentaciones de desesperación tengan una gran confianza en la bondad del Corazón de Jesús, practiquen la devoción de los nueve primeros viernes, lean libros piadosos que hablen de la bondad y misericordia de Dios. Invoquen, finalmente, a la dulce Virgen María, madre de misericordia y abogada y refugio de pecadores, y ella les devolverá maternalmente la tranquilidad y la paz.

B) La presunción

316. I. Noción y división. Como vicio o pecado opuesto a la esperanza por exceso, la presunción es la temeraria confianza de obtener la salvación del alma por medios no ordenados por Dios.

Se distinguen dos clases principales de presunción: la heretical y la simple.

1ª. LA HERETICAL es aquella que incluye un error en la fe. Son tres sus formas principales:

  1. La pelagiana, que presume obtener la bienaventuranza por las propias fuerzas naturales, sin ayuda de la gracia.

  2. La luterana, que lo espera todo de la fe, sin las buenas obras.

  3. La calvinista, que espera la salvación por la predestinación absoluta de Dios, con buenas o malas obras.

2ª. LA SIMPLE PRESUNCIÓN es la que hemos definido más arriba.

317. 2. Malicia. He aquí los principios fundamentales:

1º. La presunción heretical es un pecado gravísimo en toda su extensión, y no admite, por lo mismo, parvedad de materia.

La razón es porque, en cualquier forma que pueda presentarse, infiere gravísima injuria a la divina justicia.

Sin embargo, hay que advertir que, como muchos luteranos y calvinistas están de buena fe en el error, su presunción no pasa de simple pecado material.

2º. La simple presunción es pecado grave de suyo, pero admite parvedad de materia.

La razón es la misma. Este tipo de presunción envuelve también grave injuria a la divina justicia y causa grave daño al alma.

Son varios, sin embargo, los grados de gravedad, según la clase de presunción de que se trate. Y así:

I) Es pecado gravísimo pedir o esperar la ayuda de Dios para cometer un pecado o hacer alguna cosa ilícita. Pero no lo sería pedir la ayuda de Dios para escapar de las consecuencias del pecado ya cometido (v.gr., para no caer en manos de la policía).

2) Es pecado grave apoyarse en la misericordia de Dios para pecar tranquilamente o para aumentar el número de pecados, pensando que lo mismo nos perdonará diez que veinte o cuarenta.

Pero cabe distinguir un doble aspecto en este tipo de presunción. Y así:

a) Si se peca con intención de perseverar después en el pecado, esperando salvarse de todas formas por la misericordia de Dios, se comete un pecado gravísimo contra el Espíritu Santo, porque supone un grave desprecio de la gracia de Dios para salir del estado de pecado.

b) Si se peca por fragilidad o pasión, confiando en la misericordia de Dios, pero con el propósito de arrepentirse en seguida y confesar el pecado se comete un grave abuso de la divina misericordia (pecado mortal en materia grave); pero el pecado es menor que en el caso anterior, porque supone, una voluntad menos aferrada al pecado. Así lo enseña expresamente Santo Tomás y es doctrina corriente entre los moralistas. Más aún: en este caso no hay verdadero pecado de presunción, porque la esperanza del perdón no es el motivo que impulsa al pecado (aunque le acompaña), sino el ímpetu pasional; pero es difícil que pueda excusar de pecado grave contra la caridad para consigo mismo (si se trata de un pecado mortal), por el grave peligro de condenación a que se expone.

3) Es pecado de presunción esperar la ayuda de Dios por medios extraordinarios (v.gr., a base de un milagro), aunque puede pedirse humildemente con entera sumisión a la voluntad de Dios (v.gr., los enfermos en Lourdes o Fátima); o sin poner de nuestra parte las debidas diligencias (v.gr., el predicador que sube al púlpito sin prepararse—habiéndolo podido hacer—confiado en la ayuda de Dios, que no suele conceder a los perezosos); o para cosas que rebasan el orden normal de su providencia (v.gr., para convertir al mundo entero o alcanzar una gloria semejante a la de tal o cual santo concreto). Pero todas estas presunciones no suelen pasar de pecado venial, porque, más que de verdadera presunción, suelen proceder de ligereza, vanidad, ignorancia, etc.

C) Otros pecados contra la esperanza

318. Se peca también contra la esperanza cristiana:

1º. OMITIENDO los actos de la misma necesarios con necesidad de medio o de precepto, en la forma que hemos explicado más arriba.

2º. POR APEGO EXCESIVO a esta vida terrena, que no es más que un tránsito para la otra, donde se encuentra el cielo, nuestra verdadera patria. Ordinariamente no suele pasar de pecado venial, por la ignorancia y estupidez que ese pecado supone; pero sería pecado mortal si alguno deseara en serio vivir eternamente en este mundo (si le fuera posible) renunciando a la bienaventuranza eterna.

3º. POR EL DESEO DESORDENADO DEL CIELO, O sea, para verse libre delas molestias y trabajos de esta vida. No pasa de venial, a no ser que haya verdadera rebeldía contra la providencia o voluntad divinas. Es lícito, en cambio, desear la muerte por algún motivo sobrenatural: v.gr., para verse libre del pecado, o para unirse con Cristo (Phil. 1,23), glorificar mejor a Dios, etc.