TRATADO IV

La conciencia

Después del tratado de la ley, que es la norma remota, objetiva y extrínseca de los actos humanos, es preciso estudiar la norma próxima, subjetiva e intrínseca, que no es otra que la propia conciencia.

Dividimos la materia en los cuatro siguientes artículos:

    1. La conciencia en general.

    2. La conciencia en especial.

    3. Sistemas para la formación de la conciencia.

    4. La educación de la conciencia.

 

ARTICULO I
La conciencia en general


150. I. Concepto. Vamos a dar su noción etimológica y real.

ETIMOLÓGICAMENTE, la palabra conciencia parece provenir del latín cum scientia, esto es, con conocimiento. Cicerón y Santo Tomás le dan el sentido de «conciencia común con otros»: Unde conscire dicitur quasi simul scire.

REALMENTE puede tomarse en dos sentidos principales:

  1. Para expresar el conocimiento que el alma tiene de sí misma o de sus propios actos. Es la llamada conciencia psicológica. Su función es testificar, e incluye el sentido íntimo y la memoria.

  2. Para designar el juicio del entendimiento práctico sobre la bondad o maldad de un acto que hemos realizado o vamos a realizar. Es la conciencia moral, que constituye el objeto del presente tratado.

151. 2. Naturaleza. La conciencia moral puede definirse: el dictamen o juicio del entendimiento práctico acerca de la moralidad del acto que vamos a realizar o hemos realizado ya, según los principios morales.

Expliquemos un poco la definición:

EL DICTAMEN O JUICIO DEL ENTENDIMIENTO PRÁCTICO. La conciencia, en efecto, no es una potencia (como el entendimiento) o un hábito (como la ciencia), sino un acto producido por el entendimiento a través del hábito de la prudencia adquirida o infusa. Consiste ese acto en aplicar los principios de la ciencia a algún hecho particular y concreto que hemos realizado o vamos a realizar. Esta aplicación consiste en el dictamen o juicio del entendimiento práctico. La conciencia, pues, no es un acto del entendimiento teórico o especulativo ni de la voluntad.

ACERCA DE LA MORALIDAD DEL ACTO. En esto se distingue de la conciencia meramente psicológica. La conciencia moral es la regla subjetiva de las costumbres. Todo lo que la conciencia juzga como conforme a las justas leyes es un acto subjetivamente bueno o, al menos, no malo; lo que juzga, en cambio, disconforme con aquellas leyes es subjetivamente malo, aunque acaso no contenga en sí mismo ninguna inmoralidad objetiva.

QUE VAMOS A REALIZAR O HEMOS REALIZADO YA. El oficio propio y primario de la conciencia es juzgar del acto que vamos a realizar aquí y en este momento; porque, como hemos dicho, es la regla próxima y subjetiva a la que hemos de ajustar nuestra conducta. Pero, secundariamente, pertenece también a la conciencia juzgar del acto ya realizado. En este último sentido se dice que la conciencia nos da testimonio (con su aprobación o su remordimiento) de la bondad o maldad del acto realizado.

SEGÚN LOS PRINCIPIOS MORALES. La conciencia supone verdaderos los principios morales de la fe y de la razón natural y los aplica a un caso particular. No juzga en modo alguno los principios de la ley natural o divina, sino únicamente si el acto que vamos a realizar se ajusta o no a aquellos principios. De donde se sigue que la conciencia de ningún modo es autónoma (como quieren Kant y sus secuaces) y que es falsa aquella libertad de conciencia proclamada por muchos racionalistas, que consideran a la propia conciencia como el supremo e independiente árbitro del bien y del mal.

Con lo dicho pueden comprenderse fácilmente las diferencias entre la conciencia y algunas otras cosas que se le parecen. Y así se distingue :

a) DE LA SINDÉRESIS, que es el hábito de los primeros principios morales, cuyo acto propio es dictaminar en general la obligación de obrar el bien y evitar el mal. La conciencia, en cambio, dicta lo que hay que hacer u omitir en un caso concreto y particular. La sindéresis nunca yerra; la conciencia puede equivocarse.

Hermosamente comparaba San Jerónimo la sindéresis a una "centellita" encendida por Dios en nuestro entendimiento, que luce y arde al mismo tiempo. Luce, mostrándonos los principios generales de las costumbres; arde, impulsándonos al bien y retrayéndonos del mal. Esta centellita nunca se apaga, ni en la tierra, aunque el hombre se envilezca por el pecado; ni en el cielo, ni en el infierno. Santo Tomás dice expresamente que la centella de la razón no puede extinguirse por el pecado mientras permanezca la luz del entendimiento. Esta sindéresis permanece en los condenados y es la causa primaria de aquel »gusano roedor» de que nos habla el Evangelio (Me. 9,43), y que no es otra cosa que una perpetua acusación y remordimiento de los pecados cometidos, que atormenta la conciencia de aquellos desgraciados.

b) DE LA CIENCIA MORAL, que deduce de los principios las conclusiones objetivas. La conciencia, en cambio, es algo puramente subjetivo que puede concordar o no con la ciencia moral. Y así puede darse el caso de un moralista con mucha ciencia y poca conciencia, y un alma de conciencia muy delicada con poca ciencia moral.

c) DE LA PRUDENCIA, que es un hábito, mientras que la conciencia es un acto, como hemos dicho. El juicio de la prudencia coincide con la propia conciencia.

d) DE LA LEY NATURAL, que incluye los principios objetivos de la moralidad como participación que es de la ley eterna. La conciencia aplica esos principios para dictaminar sobre el acto a realizar u omitir.

152. 3. División. En el siguiente cuadro esquemático aparecen con claridad las principales divisiones de la conciencia.

ARTICULO II
La conciencia en especial

Estudiada la noción y divisiones de la conciencia, veamos ahora cada una de sus diferentes clases en especial.

Seguiremos el orden del esquema que acabamos de poner.

A) Conciencia antecedente y consiguiente

153. Antecedente. Como su nombre indica, es la que recae sobre un acto que no se ha realizado todavía, precisamente para dictaminar sobre su moralidad. La conciencia ejerce aquí el papel de guía que inclina al bien y aparta del mal.

El dictamen de la conciencia antecedente resulta de un silogismo expreso o tácito en el que la premisa mayor es un principio general de moralidad; la menor es la aplicación de ese principio al acto que se va a realizar; y la conclusión es el fallo o dictamen de la propia conciencia, que manda hacerlo si es bueno u omitirlo si es malo. Por ejemplo:

La mentira es ilícita (principio general de la ley natural).

Pero esa respuesta que vas a dar es mentira (aplicación del principio). Luego esa respuesta es ilícita (dictamen de la conciencia propiamente dicha).

Ya se comprende que este juicio se hace a veces de una manera espontánea y rapidísima; otras veces, con mayor lentitud y trabajo. Depende del grado de evidencia o claridad que posean las premisas del silogismo en la mente de cada uno.

154. 2. Consiguiente. Es la que recae sobre un acto ya realizado, desempeñando el papel de testigo y de juez. Si el acto fué bueno, lo aprueba llenándonos de tranquilidad y de paz; si malo, lo reprueba llenándonos de remordimiento y de inquietud. San Agustín dice hermosamente que »la alegría de la buena conciencia es como un paraíso anticipado», mientras que el remordimiento de la mala conciencia es como la antesala del infierno.

Nótese, sin embargo, que la conciencia consiguiente no influye para nada en la moralidad de un acto. Esta depende por entero de la conciencia antecedente. Y así, si se diera el caso de que sólo después de realizada una acción, y no antes, cayéramos en la cuenta de que era ilícita, no habríamos cometido pecado alguno y no estaríamos obligados a confesarla (a no ser que hubiera habido negligencia culpable en no haberlo advertido antes).

Dígase lo mismo con relación a la ciencia moral que se vaya adquiriendo. Esta ciencia no tiene efectos retroactivos, y, por lo mismo, hemos de juzgar de nuestras acciones pasadas según la conciencia antecedente que teníamos al tiempo de realizarlas; no según el mayor conocimiento de la ley que vayamos adquiriendo después.

B) Conciencia verdadera y errónea

Como es sabido, la verdad no es otra cosa que la adecuación del entendimiento a la realidad objetiva de las cosas. La falta de adecuación constituye el error.

Cuándo afirmamos que la mentira es ilícita, estamos en la verdad, porque ésa es, efectivamente, la realidad objetiva de las cosas; pero si dijéramos que el derecho nada tiene que ver con la moral, estaríamos en un error, porque nuestro juicio no coincidiría con la realidad objetiva de las cosas.

155. I. Nociones. Según estos principios elementales:

a) Conciencia verdadera es aquella que dictamina de acuerdo con los principios objetivos de la moralidad, rectamente aplicados al acto que se va a realizar.

b) Conciencia falsa o errónea es la que no coincide con la verdad objetiva de las cosas. Puede ser invencible o, venciblemente errónea.

a'. CONCIENCIA ERRÓNEA INVENCIBLE es aquella cuyo error no puede disiparse en modo alguno. Ya sea porque no vino a la mente del que obra, ni siquiera en confuso, la menor duda sobre la licitud de aquella acción, o porque, aunque le asaltó alguna duda, no pudo disiparla después de hacer todo cuanto pudo para ello.

b'. CONCIENCIA ERRÓNEA VENCIBLE es aquella cuyo error no se disipó por incuria o negligencia del que lo padecía, ya que advirtió de algún modo el error o, al menos, dudó si lo había, y, a pesar de ello, nada hizo, o demasiado poco, para disiparlo.

156. 2. Principios fundamentales. Los principios fundamentales que rigen el mecanismo y funcionamiento moral de estas dos clases de conciencia son éstos :

1º. La conciencia objetivamente verdadera es de suyo la única regla subjetiva y próxima de los actos humanos.

La razón es porque sólo esa clase de conciencia incluye el verdadero y auténtico dictamen de la ley eterna, origen y fuente de toda moralidad. Lo que se oponga a ella será siempre objetivamente malo, aunque pueda excusar de pecado formal una conciencia invenciblemente errónea.

De donde se sigue que el hombre tiene obligación de poner todos los medios a su alcance para adquirir una conciencia objetivamente verdadera. Los principales son:

a) Cuidadosa diligencia en enterarse de las leyes que rigen la vida moral. No se requiere, sin embargo, una diligencia suma o extraordinaria; basta la que se pone de ordinario en un negocio serio y de importancia.

b) Aconsejarse de los peritos (confesor o superior eclesiástico) en los casos dudosos. arduos o difíciles.

c) Oración, pidiendo con sinceridad a Dios que ilumine nuestra mente.

d) Remoción de los impedimentos que dificultan el juicio sereno e imparcial (v.gr., las pasiones desordenadas, el egoísmo, las malas costumbres, etc.).

2º. La conciencia invenciblemente errónea puede ser accidentalmente regla subjetiva de los actos humanos.

La razón es porque la conciencia invenciblemente errónea es subjetivamente recta (aunque objetivamente sea equivocada), y esto basta para que sea obligatoria cuando manda o prohibe y para que excuse de pecado formal cuando permite.

Esta conciencia errónea se dice que es recta accidentalmente (per accidens). En cuanto conciencia recta, obliga, aunque material u objetivamente fuese ilícito lo que manda hacer (v.gr., matar al tirano). La obligación le viene en virtud de una ley superior, de derecho natural, que nos manda hacer siempre lo que creemos obligatorio. O sea, no por sí misma (ya que no hay tal ley objetivamente), sino en virtud de esa otra ley superior de derecho natural. Y obliga hipotéticamente, o sea mientras esa persona permanezca en su error. Y en cierto sentido es incluso conciencia verdadera, porque hay adecuación o conformidad entre la mente y la ley que se cree de buena fe existir.

Unos ejemplos aclararán estas ideas. El que crea sin la menor duda que es obligatorio mentir para salvar a un inocente (error invencible), está obligado a mentir y peca si no lo hace. Si cree sin la menor duda que está prohibido tal espectáculo inocente, peca si asiste a él. Si, por el contrario, cree sin la menor duda que tal libro se puede leer, no peca leyéndolo aunque estuviera, acaso, incluido en el Indice de libros prohibidos.

Pero téngase en cuenta que, como ya hemos dicho, la conciencia invenciblemente errónea puede serlo por dos capítulos: o porque no vino a la mente del que obra, si siquiera en confuso, la menor duda sobre la licitud de aquella acción; o porque, aunque le asaltó alguna duda, hizo todo lo que pudo para disiparla (preguntando, reflexionando, etc.), sin poderlo conseguir.

En el primer caso valen los ejemplos que acabamos de poner. Pero en el segundo es obligatorio abstenerse de obrar (si se sigue dudando de la licitud de la acción) o de elegir lo más seguro para no quebrantar la ley, o, al menos, lo que parezca más probable, atendidas todas las circunstancias.

Por ejemplo: un viajero se encuentra de paso en un pueblo el día de la fiesta patronal. Le asalta la duda de si estará obligado a oír misa con los del pueblo. Pregunta a unos cuantos, y obtiene respuestas contradictorias. Puede hacer una de estas dos cosas: u oír misa, en cuyo caso no necesita seguir haciendo averiguaciones, o dejarla de oír si le parece más probable que aciertan los que le dicen que no tiene obligación.

3º. La conciencia venciblemente errónea nunca puede ser regla subjetiva de los actos humanos, sino que es obligatorio disipar el error antes de obrar.

Pueden ocurrir tres casos, según que la conciencia mande, prohiba o permita realizar una acción.

a) SI MANDA realizar una acción de cuya licitud se duda por otra parte, no se puede obrar en un sentido ni en otro hasta que se averigüe la verdad. Por ejemplo: el que cree, por una parte, que tiene obligación de mentir para salvar a un amigo, pero duda, por otra, si la mentira puede ser lícita jamás, peca si en esta situación de duda se decide por lo uno o por lo otro; porque en cualquiera de estos dos casos acepta la posibilidad de quebrantar la ley. Tiene obligación de averiguar la verdad antes de obrar, al menos echando mano de algún principio reflejo (como explicaremos al hablar de la cociencia dudosa) con el fin de llegar a una conciencia moralmente cierta en uno de los dos sentidos.

b) Si PROHIBE realizar una acción que, por otra parte, parece que es lícita, no se la puede realizar hasta que se averigüe la verdad al menos con certeza moral: porque, de lo contrario, se acepta la posibilidad de quebrantar una ley, y esto constituye ya un pecado contra la misma.

c) SI PERMITE realizar como lícita una acción, de cuya verdadera licitud se duda por otra parte, tampoco es lícito realizarla mientras permanezca la duda, por la misma razón que acabamos de indicar.

Regla práctica para el examen. En la práctica es muy fácil averiguar si se tuvo conciencia errónea vencible o invencible. Fue vencible: a) si se advirtió alguna indecencia en la tal acción; b) si la conciencia dictó que era menester preguntar al confesor o a una persona prudente; c) si se dejó de preguntar por miedo o vergüenza, etc. En cambio, fué invencible cuando no asaltó la menor duda sobre la licitud de tal acción o, habiendo surgido dudas, se hizo cuanto moralmente se pudo para disiparlas y se obró después lo más seguro o lo que parecía más probable con toda honradez y buena fe.

4º. La conciencia Invenciblemente errónea en la actualidad, pero venciblemente errónea en su causa, excusa del pecado actual, pero no del pecado en su causa.

Y así pecan más o menos en la causa: a) el confesor que resuelve mal un caso de conciencia por su negligencia en el estudio o repaso de la teología moral; b) el médico que perjudica o mata al enfermo por su desconocimiento culpable de la medicina; c) el juez que falla injustamente por no haberse tomado la molestia de estudiar mejor las leyes, etc.

El pecado no se comete por la acción realizada con conciencia en la actualidad invenciblemente errónea, sino por aquella antigua negligencia (y en la medida y grado de la misma) que persevera todavía mientras no se haga lo que se pueda para disiparla. San Alfonso María de Ligorio no vaciló en escribir las siguientes palabras: «Afirmo que se halla en estado de condenación el confesor que sin ciencia suficiente se aventura a oír confesiones» 5. Y lo mismo hay que decir, salvando las distancias y en la medida y grado de su negligencia, de todo aquel que ejerce sin la suficiente preparación técnica una profesión que puede perjudicar gravemente a los demás.

C) Conciencia recta y no recta

157. I. Nociones. Conciencia recta es la que se ajusta al dictamen de la propia razón, aunque no coincida, acaso, con la realidad objetiva de las cosas.

No recta es la que no se ajusta al dictamen de la propia razón, aunque coincida, acaso, con la verdad objetiva de las cosas.

Algunos autores identifican la conciencia recta con la conciencia verdadera, y la no recta con la errónea. Creemos que no es exacta esa identificación, que da, por lo mismo, origen a muchas confusiones. Una conciencia puede ser recta sin ser verdadera (v.gr., la conciencia invenciblemente errónea); y puede ser no recta siendo verdadera (v.gr., el que contra su conciencia omite una mentira que cree obligatoria para salvar a un inocente). Para la verdad se requiere la adecuación de la conciencia con la realidad objetiva de las cosas; para la rectitud basta la adecuación subjetiva, supuesta desde luego la absoluta buena fe.

158. 2. Principios fundamentales. He aquí los principios que regulan estas dos clases de conciencia:

1º. La conciencia recta siempre ha de ser obedecida cuando manda o prohibe, y siempre puede seguírsela cuando permite.

La razón de lo primero es porque el hombre está obligado en todas sus acciones a seguir el dictamen de su propia conciencia cuando le manda o prohíbe alguna cosa; y si no lo sigue, peca. Consta expresamente por:

a) LA SAGRADA ESCRITURA: Todo lo que no es según conciencia es pecado (Rom. 14,23). Como es sabido, San Pablo dice eso a propósito de los que creían que era pecado comer la carne ofrecida a los ídolos; y aunque declara él mismo que no hay tal pecado objetivo, porque el ídolo no es nada en el mundo (1 Cor. 8,4), sino tan sólo un pedazo de madera sin valor moral alguno, sin embargo peca el que la come contra el dictamen de su conciencia, porque ya no obra con rectitud (cf. Rom. 14,1-23; 1 Cor. 8,1-13; 10,14-33).

b) EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA. Inocencio III: «Todo el que obra contra su conciencia edifica para el infierno».

c) LA RAZÓN TEOLÓGICA. San Buenaventura expone hermosamente la razón cuando escribe: «La conciencia es como el pregonero y embajador de Dios; y lo que nos dice, no lo manda como de parte de sí misma, sino como de parte de Dios, como el pregonero cuando divulga el edicto del rey» .

De donde se deduce la primacía absoluta de la conciencia sobre la misma ley. En este sentido no hay inconveniente en admitir un cierto relativismo en la ley objetiva, porque en caso de conciencia invenciblemente errónea obliga la conciencia y no la ley.

Sin embargo, cuando la conciencia se limita a permitir alguna acción, no es obligatorio seguirla, porque nadie está obligado a hacer todo cuanto le está permitido. Sólo obliga su dictamen cuando manda o prohibe alguna cosa.

2º. No es lícito jamás obrar con conciencia no recta, o sea, contra el dictamen de la propia conciencia.

Se demuestra por las mismas razones del principio anterior. El que obra contra su conciencia peca siempre, tanto si hace lo que su conciencia le prohíbe (aunque se trate de una cosa objetivamente lícita) como si omite lo que su conciencia le impone como obligatorio (aunque se trate de una cosa objetivamente ilícita). Porque, en cualquier caso, no obra con conciencia recta.

Según este principio, peca el que asiste a un espectáculo de suyo inocente si su conciencia se lo presenta como pecaminoso. Y peca omitiendo una mentira si su conciencia se la impone como obligatoria para salvar a un inocente.

D) Conciencia preceptiva, consiliativa, permisiva y prohibitiva

159. Como sus mismos nombres indican, la conciencia preceptiva es la que impone o manda alguna acción; la consiliativa, la que aconseja; la permisiva se limita a permitirla, y la prohibitiva impone la obligación de omitirla.

La primera y la última obligan siempre bajo pecado, grave o leve según la materia de que se trate o la conciencia del que obra. La segunda aconseja la realización de un acto bueno; pero, por lo mismo que no se trata de un precepto (ni siquiera leve), sino de un simple consejo, su omisión no constituye pecado alguno, aunque sí una imperfección. La tercera permite una acción de suyo lícita (v.gr., un paseo por el campo); pero, por lo mismo que ni lo manda ni lo aconseja, su omisión no constituye ni siquiera imperfección.

E) Conciencia cierta, dudosa y perpleja

Es una división importantísima que hay que estudiar detalladamente.

a) La conciencia cierta

160. 1. Noción y división. Conciencia cierta es la que emite su dictamen de una manera categórica y firme, sin miedo a equivocarse. Es la del que hace una buena acción estando seguro de que es buena, o una mala acción a sabiendas de que es mala.

La certeza puede dividirse de múltiples maneras. El siguiente esquema recoge las principales:

 

161. 2. Principios fundamentales. Teniendo en cuenta estas diversas clases de certeza, establecemos los siguientes principios fundamentales:

1.° Sólo la conciencia cierta es norma legítima del bien obrar.

La razón es porque el que duda si lo que va a hacer es bueno o malo, acepta la posibilidad de ofender a Dios y, por lo mismo, peca realizando con duda esa acción. Es preciso llegar a la conciencia cierta en una forma o en otra, como vamos a explicar en seguida.

2.° Basta, sin embargo, la certeza moral, práctica e indirecta sobre la licitud de la acción.

Lo mejor sería, naturalmente, llegar siempre a una certeza absoluta en la que no cupiera el error (metafísica), a menos de un milagro (física). Pero como en el orden moral esto es casi siempre imposible, por tratarse muchas veces de cosas variables y contingentes, para poder obrar con toda seguridad y tranquilidad de conciencia es suficiente llegar a una certeza moral que excluya toda duda prudente sobre la licitud de la acción.

Ni se requiere tampoco la certeza especulativa sobre la norma general que legitimaría aquella acción. Basta la certeza práctica sobre su licitud concreta en este caso, habida cuenta de todas las circunstancias que le rodean. Puede llegarse a esta certeza práctica a base de principios reflejos (como veremos en seguida al estudiar la conciencia dudosa), permaneciendo la duda sobre el principio especulativo.

Finalmente, no es necesaria tampoco la certeza directa a base de razones intrínsecas, que sólo los técnicos pueden de ordinario alcanzar. Basta la certeza indirecta fundada en razones extrínsecas (v.gr., en la autoridad del confesor que declaró lícita tal acción).

b) La conciencia dudosa

262. I. Noción y división. Conciencia dudosa es la que vacila sobre la licitud o ilicitud de una acción sin determinarse a emitir su dictamen. Propiamente hablando, no es verdadera conciencia, puesto que se abstiene de emitir un juicio, que es el acto esencial de la conciencia. Se trata más bien de un estado de la mente, que sólo en sentido impropio puede llamarse conciencia.

La duda admite también múltiples divisiones. He aquí las principales en cuadro esquemático:

163. 2. Principios fundamentales. Los principios fundamentales que regulan la conciencia dudosa son los siguientes:

1º. No es lícito jamás obrar con duda positiva práctica de la licitud de la acción.

Nótese bien el sentido del principio. Se trata de una duda positiva, o sea apoyada en graves razones *; y práctica, o sea que se refiere al hecho concreto que se va a realizar. En estas condiciones jamás es lícito realizar ese acto.
_______________
*
La duda meramente negativa que no se apoya en razón ninguna o en razones muy ligeras e inconsistentes puede y debe despreciarse en la práctica, por ser una duda imprudente. Lo contrario nos haría la vida imposible, llenándonos continuamente de inquietud y de angustia, ya que sólo en muy contadas ocasiones se puede llegar a una certeza tan clara y evidente que excluya en absoluto la posibilidad de toda duda incluso imprudente.

La razón la hemos indicado ya varias veces. El que obra con conciencia dudosa acepta la posibilidad de la ofensa de Dios y, por lo mismo, peca tanto si en el orden real y objetivo aquella acción es realmente mala como si es inocente y buena. El pecado cometido es el mismo que constituye el objeto de la duda, revestido con todas sus circunstancias especiales: mortal o venial, de esta especie o de la otra, según se le previó en la duda.

¿Qué debe hacer, pues, el que se encuentra con duda positiva y práctica de la licitud de una acción? Una de dos: o elegir la parte más segura, que es la favorable a la ley (en cuyo caso no necesita hacer ninguna investigación para salir de la duda, porque ciertamente excluye la posibilidad de pecar), o debe llegar a una certeza práctica sobre la moralidad de la acción en la forma que vamos a explicar inmediatamente.

2.° Cuando no se puede disipar la duda especulativa sobre la moralidad de una acción por principios intrínsecos, es lícito obrar con certeza moral práctica deducida por principios reflejos o extrínsecos.

Ocurre, en efecto, muchas veces que es imposible llegar a una certeza especulativa y directa apoyada en principios intrínsecos, ya sea porque no aparece con claridad el principio que la justifique directamente, ya porque la duda se establece precisamente en torno al principio especulativo.

Por ejemplo: está discutidísimo entre los moralistas si el testamento informe (o sea, el desprovisto de las formalidades jurídicas) es válido en conciencia. En estas condiciones es inútil invocar ese principio para fallar sobre la validez del testamento concreto que se nos presenta delante, porque precisamente lo obscuro y difícil es averiguar si es cierto o no el principio que declara válido en conciencia los testamentos informes.

¿Qué hay que hacer en estas circunstancias? No hay más remedio que echar mano de argumentos extrínsecos para llegar a una certeza moral en el orden práctico, aunque continúe la duda en el orden puramente especulativo. Antes de llegar a esta certeza práctica no es lícito obrar; pero con ella queda perfectamente a salvo la moralidad de la acción.

Esos argumentos extrínsecos son varios. Por de pronto, para el simple fiel sería suficiente el argumento de la autoridad (v.gr., la respuesta del párroco o del confesor). Pero, sin necesidad de consulta alguna, podría llegar por sí mismo a la certeza moral práctica echando mano de los llamados principios reflejos, que vamos a explicar a continuación.

164. 3. Principios reflejos o indirectos. Se llaman así ciertas normas generales de moralidad que no recaen directamente y de por sí sobre la cosa misma que se trata de averiguar, pero que reflejan sobre ella su propia luz, hasta el punto de conducirnos a una certeza moral de orden práctico, aunque no disipen del todo las tinieblas especulativas.

Los principales principios reflejos o indirectos son los siguientes:

1º. En caso de duda práctica, hay que seguir la parte más segura.

Ya hemos explicado este principio al hablar de la ilicitud de obrar con duda práctica. Si después de haberlo intentado por todos los medios a nuestro alcance (reflexión, consultas, etc.) permanece en pie nuestra duda práctica, es obligatorio seguir la parte más segura, o sea, omitiendo el acto de cuya licitud seguimos dudando, o practicando el que seguimos creyendo que quizás nos obligue. De lo contrario, aceptaríamos prácticamente la posibilidad de quebrantar la ley y pecaríamos de hecho por esta torcida disposición.

2.° En caso de duda se ha de estar por aquel a quien favorece la presunción.

La razón es porque la presunción engendra por sí misma, la mayor parte de las veces, una certeza moral de la rectitud de la acción.

Y así, v.gr., el religioso que duda si le obliga una orden de su superior que le parece excesiva, puede y debe obedecer, pues la presunción está de parte del superior, que tiene derecho a ser obedecido mientras no conste claramente que se ha excedido en sus atribuciones.

El que duda si ha consentido en una tentación interna (v.gr., en malos pensamientos), puede pensar que no consintió si se trata de una persona de conciencia delicada que ordinariamente suele rechazar con energía las tentaciones; al revés de si se trata de un pecador de conciencia muy ancha, que suele fácilmente consentir en la tentación.

3º. En caso de duda es mejor la condición del que posee actualmente la cosa.

Este principio es verdadero y muy útil en materia de justicia (v.gr., a favor del poseedor de buena fe, mientras no se demuestre perfectamente lo contrario). Por analogía se extiende también a todas las demás materias, pero su aplicación en esta otra zona no deja de tener sus dificultades. Volveremos sobre esto al hacer la crítica de los sistemas de moralidad.

4º. En caso de duda hay que juzgar por lo que ordinariamente acontece.

Es una norma prudente que los moralistas usan a cada paso. Y así, v.gr., se presume que un niño no ha llegado todavía al uso de razón antes de los siete años, porque eso es lo corriente y normal, aunque quepan excepciones. En cambio, a esa edad comienzan a obligarle ciertas leyes de la Iglesia (cf. cn.12 y 88), pues se presume que ya tiene uso de razón porque así suele ordinariamente acontecer.

5º. En caso de duda se ha de suponer la validez del acto.

Este principio se puede aplicar únicamente cuando el hecho principal sea cierto y sólo se dude de alguna circunstancia del mismo. Por ejemplo: el que duda si se confesó con suficiente dolor de sus pecados puede pensar que sí, porque el hecho principal (la confesión) es cierto y sólo duda de la suficiente contrición.

6º. En caso de duda, lo odioso hay que restringirlo y lo favorable ampliarlo.

Se entiende por odioso: a) todo lo que tiene carácter de pena; b) lo que va contra el derecho de un tercero, y c) lo que se opone al derecho común. Y por favorable, todo lo que resulta en beneficio de la libertad o concede alguna gracia sin perjuicio de nadie.

La razón es porque se presume que el legislador no quiere gravar a nadie más de lo que expresa su ley odiosa, y acepta una interpretación benigna de su ley favorable en consonancia con la misma. El mismo Código de Derecho canónico recoge este modo de sentir cuando dice que alas leyes, aun irritantes e inhabilitantes, no urgen cuando la duda es de derecho» (cn.15) y cuando establece que »en las penas se ha de usar la más benigna interpretación» (cn.2.219,1.°).

7º. En la duda, el delito no se presume, sino que hay que probarlo.

Es otro principio muy en consonancia con los anteriores y con la simple equidad natural. Nadie ha de ser considerado malo o culpable mientras no se demuestre que lo es.

Otros muchos principios suelen utilizar los moralistas para resolver las dudas teóricas, convirtiéndolas en certezas prácticas que permitan obrar sin quebranto de la conciencia. A partir de la aparición del probabilismo, el más frecuente y socorrido de todos es el famoso aforismo la ley dudosa no obliga, que, si fuera cierto, resolvería efectivamente la casi totalidad de los casos prácticos; pero ha sido duramente combatido por gran número de moralistas eminentes, que ven en él una pura falacia altamente perjudicial para la moralidad de los actos humanos. Qué haya de pensarse, a nuestro juicio, acerca de él, lo diremos con serena imparcialidad en el capítulo siguiente, al hacer la crítica de los llamados sistemas de moralidad para la formación de la propia conciencia.

c) La conciencia perpleja

165. 1. Noción. Se llama así la del que cree pecar tanto si realiza como si omite una determinada acción. Por ejemplo, el encargado de cuidar a un enfermo grave que teme faltar a la caridad si le deja un rato para oír misa en domingo, o a la ley eclesiástica si no la oye. O el confesor que teme pecar si absuelve al penitente dudosamente dispuesto, lo mismo que si no le absuelve.

166. 2. Principios fundamentales. La conciencia perpleja se regula por los siguientes principios :

I.° Si no se trata de un caso urgente y se puede suspender su ejecución hasta consultar con personas competentes o estudiar por sí mismo la cuestión, debe hacerse así. La razón es porque tenemos obligación de emplear los medios a nuestro alcance para llegar a una conciencia verdadera y recta antes de obrar.

2.° Si esto es imposible, por tratarse, v.gr., de un caso urgente que no admite espera, debe elegirse lo que parezca menos malo; no con la intención de obrar el mal menor, sino con la de practicar el bien posible, teniendo en cuenta que la ley inferior ha de ceder el paso a la superior (v.gr., en el caso del que cuida al enfermo, la ley divina de la caridad prevalece sobre la eclesiástica de oír misa).

3.° Si el que se encuentra perplejo no acierta a distinguir o a decidirse sobre lo que será menos malo, puede elegir libremente lo que quiera, y no pecará (aunque a él le parezca que sí), porque nadie está obligado a lo imposible y nadie puede pecar necesariamente, pues todo pecado supone la libre voluntad de cometerlo.

Sin embargo, si esta perplejidad fuera culpable en la causa (v.gr., el caso del confesor que no sabe qué hacer por no haber estudiado suficientemente la teología moral), hay que aplicarle los principios que expusimos al hablar de la ignorancia vencible y culpable.

F) La conciencia escrupulosa, delicada, laxa, cauterizada y farisaica

Todas estas subdivisiones se refieren a la conciencia por razón de su modo habitual de juzgar. Vamos a examinarlas separadamente una por una.

a) La conciencia escrupulosa

167. I. Noción. La palabra escrúpulo viene del latín scrupulus, que significa pedrezuela. Se designaba con esa expresión una pesa pequeñísima que no hacía oscilar sino balanzas muy finas y sensibles, como las que se emplean en farmacia. Por extensión se ha trasladado al terreno moral para designar un tipo de conciencia que se deja vencer por razones fútiles y sin consistencia alguna. En este sentido, puede definirse la conciencia escrupulosa diciendo que es aquella que por insuficientes y fútiles motivos cree que hay pecado donde no lo hay o que es grave lo que sólo es leve.

Se distingue de la conciencia delicada en que ésta atiende a los detalles mínimos, pero con serenidad y verdad; y de la errónea, en que ésta emite un juicio falso, pero firme, mientras que la escrupulosa fluctúa continuamente, sin llegar a un juicio estable.

168. 2. Señales. La conciencia escrupulosa se manifiesta por multitud de signos. Los principales son los siguientes:

a) Miedo constante y perturbador a incurrir en un verdadero pecado si se permite ciertas cosas o acciones que ve realizar con toda tranquilidad de espíritu a otras personas prudentes y de buena conciencia.

b) Nimia ansiedad sobre la validez o suficiencia de una buena acción, principalmente acerca de las confesiones pasadas o de los actos internos.

c) Largas y minuciosas acusaciones de circunstancias que no vienen al caso y en las que el escrupuloso cree ver complementos indispensables, cuando no la misma esencia de su pecado.

d) Pertinacia de juicio en no tranquilizarse con las decisiones del confesor por miedo a no haberse explicado bien, a no haber sido comprendido, etc., lo que le obliga a mudar con frecuencia de confesor y a querer renovar sus confesiones generales o la acusación de pecados sometidos ya multitud de veces al tribunal de la penitencia, etc., etc.

169. 3. Clases. Los escrúpulos suelen revestir dos formas principales : una de tipo general, que abarca todo el campo de la conciencia y se refiere a toda clase de pecados; y otra especial, que se circunscribe a una determinada materia (v.gr., a la fe, la castidad, la validez de la confesión, etc.), dejando completamente en paz y tranquilidad todo el resto de la vida moral. A veces se da la increíble aberración de escrupulizar hasta minuciosidades ridículas en una determinada materia, al mismo tiempo que se cometen sin escrúpulo ninguno grandes pecados en otras materias mucho más importantes.

170. 4. Causas. Los escrúpulos pueden provenir de una triple fuente:

a) CAUSA NATURAL. La inmensa mayoría de las veces los escrúpulos obedecen a causas puramente naturales de tipo físico o moral.

Entre las causas físicas, unas son meramente fisiológicas, tales como la disposición patológica del paciente (perturbación del sistema nervioso, o cerebroespinal, por enfermedad o herencia, atavismo, etc.); la fatiga intelectual por exceso de trabajo, insomnio, etc.; la falta de alimentación, que produce una gran depresión nerviosa, y otras causas semejantes.

Otras son de tipo psicológico, tales como un temperamento melancólico predispuesto a la cavilosidad y al pesimismo; un espíritu misántropo y retraído, que huye del trato normal con la gente y de toda recreación honesta, reconcentrándose cada vez más en sus propios pensamientos; ciertas enfermedades psicológicas, tales como la psicastenia, la obsesión, las ideas fijas (de las que el escrúpulo es una simple variedad o forma), etc.

Entre las causas morales (íntimamente relacionadas con las psicológicas) hay que señalar una educación excesivamente rigorista, que, al sancionar severamente las menores faltas, atemoriza y encoge el espíritu del educando, empujándole hacia los escrúpulos; el trato con otras personas meticulosas y detallistas; la lectura de libros excesivamente rigoristas en materia de moralidad, que se complacen en pintar con negras tintas las acciones más inocentes; una oculta soberbia, que hace preferir el propio criterio al de otras personas sensatas y prudentes, etc.

b) CAUSA SOBRENATURAL. A veces, aunque muy pocas, los escrúpulos proceden de una disposición del mismo Dios (valiéndose de causas naturales o preternaturales) para ejercitar al alma en la paciencia, humildad y obediencia, o para efectos purificadores de sus pasadas faltas, o en vistas a un mayor incremento de perfección y santidad. Tal ocurrió con San Ignacio de Loyola, San Francisco de Sales y hasta con la angelical Santa Teresita del Niño Jesús. Pero tales escrúpulos no suelen durar largo tiempo—al menos no toda la vida—, y, superada la terrible crisis, renace en el alma la tranquilidad y la paz.

c) CAUSA PRETERNATURAL. Otras veces, permitiéndolo Dios, es el demonio la causa de los escrúpulos, actuando directamente sobre la imaginación y sensibilidad de sus pacientes. Trata con ello de perturbar la paz del alma para que no se entregue a los ejercicios de piedad o apostolado, o de vengarse de ella si se trata de un alma muy avanzada en los caminos de Dios. Tampoco estos escrúpulos suelen ser muy duraderos y cesan con tanta mayor prontitud y facilidad cuanto mayor sea la obediencia ciega al director espiritual, a pesar de todas las sugestiones diabólicas. Cuando el demonio se convence de que sus manejos resultan contraproducentes, abandona fácilmente un campo en el que tiene perdida la partida.

171. 5. Efectos. Pocas cosas resultan tan perjudiciales al cuerpo y al alma como la terrible enfermedad de los escrúpulos.

a) PERJUDICAN AL CUERPO, empujándole hacia las enfermedades mentales y nerviosas o agravándolas considerablemente si ya se padecen. Pueden llevar hasta el delirium tremens y la completa enajenación mental.

b) PERJUDICAN AL ALMA, impidiéndola entregarse con tranquilidad y paz al servicio de Dios, a quien ya no se mira como al mejor de los Padres, que acoge con infinita dulzura y misericordia al hijo pródigo que vuelve a la casa paterna cubierto de harapos, sino como Juez vengador de las menores injurias. El alma se vuelve egoísta, desconfía de todo el mundo, su trato se hace intolerable, pierde la devoción y la paz y, a veces, siente fuertes impulsos de echarlo todo a rodar o incluso de cometer la increíble locura del suicidio.

172. 6. Remedios. Hay que fijarse, ante todo, en la causa y origen de los escrúpulos para acertar con su verdadera terapéutica.

1.° CUANDO SON UN EFECTO DE LA PERMISIÓN DE DIos con vistas a la purificación del alma, lo mejor es la perfecta conformidad con la voluntad divina por todo el tiempo que sea de su beneplácito. Esfuércese el alma por obedecer en todo al director; renuncie a sus propias luces, aunque le parezca ver claro lo contrario de lo que el director le manda; humíllese en la presencia de Dios y una sus sufrimientos morales a los de Jesús y María por la salvación de las almas. Ya sonará la hora de Dios cuando El lo estime conveniente, y el alma saldrá de su dolorosa prueba vigorizada y mejorada.

2.° CUANDO PROCEDEN DE LA ACCIÓN DIABÓLICA, siga la misma línea de conducta que acabamos de indicar. Desprecie las sugestiones del enemigo, tranquilícese, humíllese, obedezca ciegamente al director y tenga paciencia, que no tardará en volver la calma y serenidad.

3.° CUANDO PROCEDEN DE CAUSAS PURAMENTE NATURALES (O sea en el noventa y cinco por ciento de los casos), hay que contrarrestar, en primer lugar, la influencia del mal en su doble aspecto fisiológico y psicológico.

a) FISIOLÓGICAMENTE se evitará con cuidado todo gasto inútil de energías vitales, sobre todo el exceso de trabajo: los obsesionados, en general, son seres rendidos de fatiga. Hay que evitar a toda costa la fatiga física, las emociones fuertes, la falta de sueño, la alimentación deficiente, la atmósfera malsana (locales cerrados, humo de carbón, etc.).

El enfermo debe someterse a un régimen altamente reparador de sus energías vitales destrozadas. Alimentación sana y abundante, reposo prolongado (de ocho a nueve horas de sueño), ejercicios respiratorios al aire libre, gimnasia moderada, hidroterapia, medicamentos tonificantes bajo el control del médico, etc.

b) PSICOLÓGICAMENTE tiene que rodearse de una atmósfera de tranquilidad y de paz, evitar el trato con personas meticulosas o rigoristas, no leer libro alguno que pueda excitarle, o emocionarle excesivamente, o aumentarle sus preocupaciones. Ha de evitar a todo trance el desdoblamiento de sus ideas, su excesiva prolongación o rumiadura, el querer llegar a la certeza absoluta en todo cuanto hace. Ha de entregarse a un trabajo moderado (manual o intelectual) que le entretenga provechosamente; se distraerá con recreaciones sencillas y agradables que no supongan esfuerzo o fatiga para sus nervios (nada de deportes violentos o de juegos absorbentes, como el ajedrez, etc.).

Presupuestos estos remedios neutralizadores, habrá que atacar directamente los escrúpulos mediante un acertado tratamiento de dirección espiritual. Para ello es indispensable la colaboración del enfermo, pero sin pedirle nunca que dé de sí más de lo que pueda dar en el momento concreto de evolución en que se encuentre actualmente. Las principales normas a que deben ajustarse director y dirigido son las siguientes:

El director procurará principalmente:

a) Inspirar confianza al enfermo. Déjele hablar largamente la primera vez. Interrúmpale tan sólo de vez en cuando con una pregunta fácilmente aclaratoria, para que el enfermo se convenza de que se le va entendiendo muy bien. Al terminar la larga conversación, dígale con dulzura: *Amigo mío: le he entendido a usted admirablemente. Veo su alma con toda claridad como a través de unos rayos X. Y estoy seguro de que su enfermedad es perfectamente curable, con tal que me obedezca ciegamente en todo».

b) Exigir obediencia ciega. Tiene que decirle al enfermo que el único procedimiento para curarle es la obediencia ciega, hasta creer que es blanco lo negro si el director se 10 dice así. Tiene que convencerse el enfermo de que lleva unas gafas de cristales negros que le hacen ver la realidad distinta de como es. El director no debe permitirle al enfermo que discuta sus órdenes o que pida el fundamento o las razones de las mismas. Debe limitarse a decirle que obedezca ciegamente, bajo la exclusiva responsabilidad ante Dios del director. A lo sumo puede explicarle el principio de que, para obrar con conciencia inculpable ante Dios, basta la certeza moral práctica de la honestidad de una acción por razones extrínsecas (la simple autoridad del confesor), aunque persistan en la propia conciencia toda clase de dudas especulativas. Háblele siempre con firmeza, empleando un lenguaje categórico, sin incurrir jamás en la torpeza de dejar escapatorias con un *quizás*, *tal vez», *sería mejora, etc., que, lejos de curar al enfermo, agravarían su dolencia.

El enfermo, por su parte, se esforzará con el mayor empeño y energía en colaborar a su curación en la siguiente forma:

a) Oración a Dios, pidiéndole el remedio de su triste situación, aunque con plena sumisión a su divina voluntad.

b) Obediencia ciega al director en el sentido y forma que acabamos de explicar. Fíese únicamente de él y no consulte a otros confesores ni consejeros. Haga brevísimamente su examen de conciencia y no se confiese sino de las faltas que pueda jurar haber cometido ciertamente.

c) Empleo de los remedios físicos y psíquicos que hemos indicado más arriba.

b) La conciencia delicada

173. I. Noción. Es aquella que juzga rectamente de la moralidad de los actos humanos extendiendo su mirada hasta los detalles más pequeños.

Se distingue de la conciencia escrupulosa, como ya hemos dicho, en que esta última ve pecado donde no lo hay, mientras que la delicada lo ve donde existe realmente, aunque sea muy pequeño. Y se distingue también de la conciencia rígida en que esta última se fija demasiado en la materialidad de la ley, esclavizándose a ella; mientras que la delicada sabe adaptarse a una sana y prudente epiqueya cuando se presentan especiales circunstancias no previstas por el legislador.

La conciencia delicada es altamente laudable y deseable. Mantenida dentro de sus justos límites (o sea sin dejarla desviar hacia la conciencia escrupulosa o rígida), presta grandes servicios al alma, ayudándola a evitar hasta los pecados más mínimos y empujándola hacia las grandes alturas de la perfección cristiana.

174. 2. Medios de fomentarla. Ante todo hay que avivar el espíritu de fe para darse cuenta de la grandeza y majestad de Dios, ante la que siempre será poco el cuidado y esmero que pongamos en evitar el pecado o complacerle hasta en los menores detalles de nuestra vida. Recordar con frecuencia, aunque sin angustia ni escrúpulo, que Dios nos pedirá cuenta hasta de una palabra ociosa (Mt. 12,36) y que nos ha recomendado en el Evangelio cumplir toda la ley hasta en sus detalles más mínimos (Mt. 5,18-19).

Cuídese, sin embargo, de no dar en un egoísmo demasiado meticuloso que haga girar al alma en torno de sí misma, preocupándose tan sólo de sus propias responsabilidades, en vez de entregarse a Dios con el corazón dilatado por el amor, buscando únicamente su mayor gloria y el cumplimiento perfecto de su divina voluntad.

c) La conciencia laxa

175. 1. Noción y división. La conciencia laxa es el extremo opuesto a la conciencia escrupulosa. Es aquella que, bajo fútiles pretextos o razones del todo insuficientes, considera lícito lo ilícito, o leve lo grave.

Cuando, como ocurre casi siempre, el que obra con tanta superficialidad y ligereza se da perfecta cuenta o sospecha seriamente la inanidad de los principios en que se funda, coincide enteramente con la conciencia venciblemente errónea y es responsable ante Dios en la medida y grado de su culpable negligencia.

a) POR RAZÓN DEL ACTO se divide en antecedente y consiguiente. La primera se refiere a una acción ilícita que se va a realizar juzgando que es lícita, o al menos no grave. La segunda dice relación a una obra mala ya realizada, estimando con ligereza que no tiene importancia objetiva o que se la ha realizado con imperfecta advertencia y consentimiento.

b) POR RAZÓN DE LA EXTENSIÓN. Puede ser general, si se extiende a toda clase de materias, o particular, si se ciñe o circunscribe a una sola o a unas pocas determinadas.

176. 2. Causas y efectos. Ya se comprende que la causa principal que conduce a este estado tan lamentable es la falta de fe viva en la grandeza de Dios y gravedad del pecado. Pero al lado de este fallo fundamental se encuentran otros muchos, entre los que pueden señalarse los siguientes:

  1. Una vida muelle y sensual, que embota la sensibilidad del alma.

  2. El descuido de la oración mental y la falta absoluta de reflexión.

  3. La excesiva solicitud por las cosas mundanas y terrenas (espectáculos, diversiones, negocios, etc., etc.).

  4. La costumbre de pecar, que va disminuyendo el horror al pecado.

  5. El ambiente frívolo y trato con personas superficiales y ligeras.

  6. La lujuria, sobre todo, que entenebrece la claridad del juicio.

Poco a poco la conciencia laxa conduce a un estado de insensibilidad espiritual tan absoluto, que hace muy difícil su curación y pone en grave peligro la salvación eterna. Volveremos en seguida sobre esto al hablar de la conciencia cauterizada.

177. 3. Remedios. Es difícil reformar la conciencia laxa, pues afecta casi siempre a sujetos de una ligereza y superficialidad tan grandes, que es casi imposible hacerles reflexionar en serio sobre el gravísimo peligro a que se exponen. De todas formas, he aquí los principales remedios contra tan grave dolencia:

  1. Estudio serio de sus deberes y obligaciones en autores de toda responsabilidad y solvencia, excluida en absoluto la lectura de novelas frívolas y mundanas.

  2. Huida de las ocasiones peligrosas y del trato con personas superficiales y ligeras. Trato con gente de buena conciencia.

  3. Examen cotidiano de conciencia, frecuencia de sacramentos, lectura de libros piadosos, oración humilde y perseverante, meditación de los novísimos.

  4. Lo mejor, acaso, sería practicar una tanda de ejercicios espirituales internos bajo la dirección de un competente director. La experiencia ha demostrado muchas veces que es éste el procedemiento más eficaz para detener a uno de estos infelices en su loca carrera hacia el abismo y hacerle emprender una vida seriamente cristiana.

d) La conciencia cauterizada

178. Cuando el estado de cosas que acabamos de denunciar llega a su colmo y paroxismo, da origen a la llamada conciencia cauterizada. Es aquella que, por la costumbre inveterada de pecar, no le concede ya importancia alguna al pecado y se entrega a él con toda tranquilidad y sin remordimiento alguno.

El pecador ha descendido hasta el último extremo de la degradación moral. Peca con cínica desenvoltura, alardeando a veces de «despreocupación», «amplitud de criterio» y otras sandeces por el estilo. Se ríe de la gente honrada y piadosa. Es del todo insensible a toda reflexión moral, que ni siquiera suele irritarle: se limita a despreciarla cínicamente, lanzando una sonora carcajada.

Sólo un milagro de la divina gracia, que Dios realiza raras veces, podría salvar a este desdichado de la espantosa suerte que le espera más allá del sepulcro. La Sagrada Escritura dice de él que es un «ser odioso y corrompido que se bebe como agua la impiedad» (Iob 15,16) y que, «conforme a la dureza e impenitencia de su corazón, va atesorando ira para el día del justo juicio de Dios» (Rom. 2,5; cf. I Tim. 4,2-3).

e) La conciencia farisaica

179. Es una extraña mezcla de la conciencia escrupulosa y de la laxa, que parecen incompatibles entre sí. Es aquella que hace grande lo pequeño y pequeño lo grande. A imitación de los fariseos del Evangelio, cuela un mosquito y traga un camello (Mt. 23,24). No tiene inconveniente, v.gr., en lanzar una calumnia o en cometer el gravísimo crimen del aborto voluntario, pero le ocasionaría gran preocupación no asistir a misa el día de la Virgen del Carmen, aunque caiga en día de trabajo.

Salvando las distancias y acaso también su buena fe, aliada con su ignorancia, se parecen mucho a esta clase de fariseos ciertos falsos devotos que no podrían conciliar el sueño si no hubieran asistido a la novena o a la procesión y no tienen inconveniente en faltar continuamente a la caridad fraterna y a la justicia con críticas, murmuraciones, etc., que tienen bastante más importancia que aquellas prácticas exteriores. La fórmula serena y equilibrada nos la dió el Señor en el Evangelio: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que diezmáis la menta, el anís y el comino, y no os cuidáis de lo más grave de la Ley: la justicia, la misericordia y la lealtad! Bien sería hacer aquello, pero sin omitir esto» (Mt. 23,23).

 

ARTICULO III
Los sistemas de moralidad

Como hemos indicado al hablar de la conciencia dudosa, en los últimos tiempos, a partir concretamente del siglo XVI, han propuesto los moralistas unos cuantos sistemas de moralidad que tienen por objeto facilitar la ruda labor de transformar una duda especulativa o práctica en una certeza moral, al menos de orden práctico, que garantice la moralidad de una determinada acción.

El hecho de que estos sistemas fueran enteramente desconocidos de la antigüedad clásica, los hace sospechosos o, al menos, pone ya fuera de toda duda que no son absolutamente necesarios. La Iglesia católica rigió la conciencia de los hombres durante dieciséis siglos sin ninguno de estos sistemas. Y no sería difícil precisar si su invención y empleo favoreció las buenas costumbres o contribuyó más bien a rebajar el nivel de las mismas y la sublime elevación y grandeza de la teología moral tal como la concibieron los grandes teólogos medievales, con Santo Tomás a la cabeza.

De todas formas, vamos a exponer brevemente los diferentes sistemas de moralidad que han ido apareciendo en estos últimos siglos y el juicio crítico que nos merece cada uno de ellos. Al final daremos la norma prdctica que nos parece debe emplearse para la recta formación de la propia conciencia en caso de duda teórica o práctica sobre la moralidad de una acción.

A) Los sistemas

180. Descendiendo de mayor a menor rigorismo, he aquí el orden de los diferentes sistemas de moralidad:

I.° TUCIORISMO ABSOLUTO. Es obligatorio seguir siempre la sentencia más segura, que es la que favorece a la ley, a no ser que la sentencia favorable a la libertad sea completamente cierta.

2.° TUCIORISMO MITIGADO. Hay que seguir siempre la sentencia favorable a la ley, a no ser que la que favorece a la libertad sea probabilísima.

3º. PROBABILIORISMO. Hay que seguir siempre la sentencia favorable a la ley, a no ser que la que favorece a la libertad sea mds probable que la otra.

4º. EQUIPROBABILISMO. Para seguir la opinión favorable a la libertad es preciso, al menos, que sea igualmente probable que la que favorece a la ley.

5º. COMPENSACIONISMO. Es lícito seguir la opinión menos probable (con tal que sea verdaderamente probable) si hay causa suficientemente proporcionada para exponerse al peligro de quebrantar la ley según las reglas del voluntario indirecto. De lo contrario, es obligatorio seguir la opinión más probable.

6.° PROBABILISMO. Puede seguirse la opinión menos probable, con tal que sea verdaderamente probable.

7º. LAXISMO. Puede seguirse cualquier opinión probable, aunque sea tenuemente probable.

B) Crítica de los sistemas

181. Como se ve, todos estos sistemas están organizados en torno a la mayor o menor probabilidad que presente una sentencia u opinión, a excepción del primero, que rechaza toda probabilidad y exige la sentencia cierta. Ello nos obliga a establecer, como prenotandos indispensables, los diversos estados en que puede encontrarse la mente humana con relación a la verdad, y la teoría de la opinión con sus diferentes grados de probabilidad.

Con estos prenotandos a la vista, he aquí la crítica de cada uno de los sistemas de moralidad que hemos recordado más arriba.

1. Tuciorismo absoluto

182. La Iglesia ha condenado expresamente este sistema, defendido por los jansenistas. He aquí la proposición tercera de los errores jansenistas condenados por Alejandro VIII 2n 169o:

*No es lícito seguir ni siquiera la opinión probabilísima entre las probables» (D 1293).

Se explica muy bien la condenación eclesiástica. Si solamente fuera lícito actuar cuando tuviéramos certeza absoluta de la moralidad de una acción, la vida moral se nos haría prácticamente imposible. En las cosas contingentes, sobre las que recaen de ordinario los actos humanos, muchas veces es del todo imposible llegar a la certeza teórica o especulativa. Es preciso contentarse con una certeza práctica, moral, fundada en una sólida probabilidad teórica.

Nótese, sin embargo, que la Iglesia no condena seguir siempre y en todas partes el partido favorable a la ley, aunque no conste con certeza su obligatoriedad. El que quiera seguir siempre lo más seguro es muy dueño de hacerlo, pues de esta forma no hay peligro de quebrantar nunca la ley, ni siquiera materialmente. Lo que la Iglesia condena es la afirmación de que sea obligatoria esa actitud, de tal suerte que incurra en pecado el que siga una opinión simplemente más probable o incluso probabilísima. Esto es lo que no se puede decir.

2. Tuciorismo mitigado

183. Aunque no recaiga sobre él la condenación eclesiástica del anterior sistema—ya que éste admite la licitud de la opinión probabilísima—, se parece, sin embargo, mucho a él. A veces es imposible llegar a la opinión probabilísima. Basta con llegar a una mayor probabilidad y, según los probabilistas, a la simple probabilidad sólida.

Con razón este tuciorismo mitigado ha sido abandonado por la casi totalidad de los moralistas.

3. Probabiliorismo

184. Enseña, como ya vimos, que es lícito seguir la opinión que favorece a la libertad con tal que sea más probable que la que favorece a la ley.

Creemos que éste es el sistema que más se acerca a la verdad objetiva entre todos los propuestos, por coincidir casi del todo con el dictamen de la prudencia cristiana en el obrar. Es, desde luego, el sistema que ha recibido mayor número de alabanzas y recomendaciones de la Iglesia.

Volveremos sobre él al establecer la solución que estimamos verdadera en torno a la recta formación de la conciencia en caso de duda práctica.

4. Equiprobabilismo

185. Se apoya en estas dos proposiciones, que son las leyes fundamentales del sistema:

1º. No es lícito seguir la opinión menos probable que favorezca a la libertad, abandonando la más probable, que favorece a la ley.

2.° Entre dos opiniones igual o casi igualmente probables, es lícito seguir la que favorece a la libertad si la duda se refiere a la existencia o no existencia de una ley; pero hay que seguir la que favorece a la ley si la duda se refiere a la cesación de una ley ciertamente existente. Se apoya en el principio de que «es mejor la condición del que posee». Si no se tiene certeza de la existencia de una ley, posee la libertad; y si no se tiene certeza de que haya cesado la ley ciertamente existente, posee la ley.

Como se ve, el primer principio coincide enteramente con el probabiliorismo, y hay que juzgarle lo mismo que a él. Pero el segundo principio tiende su mano al probabilismo y presenta casi los mismos inconvenientes que veremos en él.

5. Compensacionismo

186. Es también un sistema mixto, como el anterior, aunque se acerca más al probabiliorismo. No permite seguir la sentencia menos probable, que favorece a la libertad, a no ser que haya una razón proporcionada para exponerse al quebranto material de la ley, según las reglas del voluntario indirecto (cf. n.36,5.°). Es un sistema muy justo y equilibrado, que puede seguirse con toda seguridad de conciencia.

6. Probabilismo

187. Enseña, como ya hemos dicho, que puede seguirse la sentencia que favorece a la libertad aunque sea menos probable que la que favorece a la ley, con tal que sea sólidamente probable.

El principio fundamental en que se apoya para llegar a esta conclusión es el conocido aforismo la ley dudosa no obliga. He aquí cómo lo justifica: toda ley contra la que milita una opinión sólidamente probable es dudosa e incierta; luego no obliga. La razón es porque toda ley obliga únicamente cuando se posee el conocimiento cierto de la misma, ya que antes de llegar a este conocimiento cierto no está suficientemente promulgada. Luego puede seguirse con toda tranquilidad de conciencia la opinión menos probable, que favorece a la libertad, contra una ley de cuya existencia no consta con certeza.

Crítica. A muchos teólogos eminentes les parece que no concluye este argumento, por apoyarse en un principio falso y por ser falso también el modo de argüir.

a) Es FALSO EL PRINCIPIO. No es cierto que la ley dudosa no obligue a nada en absoluto. Lo más que se puede decir es que obliga dudosamente, en cuyo caso no podemos eximirnos de ella, a no ser que, según las normas del voluntario indirecto, haya razones proporcionalmente graves para permitir su posible quebranto material (sistema compensacionista).

b) Es FALSO EL MODO DE ARGÜIR. Porque, en primer lugar, es difícil comprender cómo pueda ser sólidamente probable una opinión que tenga en contra otra ciertamente mds probable. ¿Qué grado de solidez es ésa? ¿Hasta qué porcentaje de probabilidades podría mantenerse la llamada solidez? ¿Hasta el cuarenta, el treinta, el veinte por ciento? ¿Y qué criterio hay que seguir para medir esos grados? He aquí una serie de problemas de casi imposible solución.

En segundo lugar, no es cierto tampoco que la ley no esté suficientemente promulgada hasta que se posee el conocimiento cierto de la misma 12. Ello equivaldría a confundir con la pura ignorancia todos los grados del conocimiento inferiores a la certeza. En ese caso no obligaría ni siquiera la ley conocida como probabilísima, pues sería equivalente a ley ignorada por el solo hecho de no ser enteramente cierta. La promulgación es un acto del legislador que da existencia objetiva a la ley con anterioridad al conocimiento del súbdito e independiente de él. Es verdad que el conocimiento es necesario para que la ley tenga fuerza obligatoria en el súbdito; pero la falta de conocimiento cierto no puede eximirle totalmente de ella, sino a lo sumo obligarle en mayor o menor grado, según sea el grado de ese conocimiento.

Además de estos argumentos, que destruyen por su base—nos parece—los principios fundamentales del probabilismo, puede ponerse de manifiesto su flojedad o inconsistencia con nuevas y sólidas razones. He aquí algunas de ellas:

. LAS MUCHAS EXCEPCIONES a la validez del principio fundamental («la ley dudosa no obliga»), que sus mismos partidarios tienen que aceptar empujados por sendas declaraciones de la Iglesia. Y así reconocen que ese principio no es lícito aplicarlo:

a) En el uso de los medios necesarios para salvarse, en los que es obligatorio seguir la sentencia más segura (D 1154 1171).

b) Tratándose de la validez de los sacramentos (D 1151).

c) En materia de justicia, cuando se interpone el derecho cierto de un tercero (D 1126 y 1152; en este último número se prohibe a los jueces seguir una opinión menos probable).

d) Cuando es obligatorio conseguir un bien espiritual o evitar un grave daño propio o ajeno. Y así, v.gr., el médico no puede emplear un remedio dudoso (o menos probable) que pueda perjudicar gravemente al enfermo.

Ahora bien, un sistema cuyo principio fundamental o piedra angular donde descansa ha de sufrir tantas excepciones obligatorias no merece mucha confianza en sí mismo.

2ª. LA IGLESIA JAMÁS HA APROBADO EL SISTEMA PROBABILISTA, directa ni indirectamente, mientras ha prodigado sus elogios al sistema probabiliorista. Es cierto que tampoco ha condenado el probabilismo; pero con su actitud inequívoca frente a los dos sistemas ha dado claramente a entender cuáles son sus preferencias. En su legislación oficial jamás usa el probabilismo, ni siquiera en el famoso canon 15, que no tiene aplicación ninguna al sistema probabilista—como reconocen noblemente muchos de sus partidarios—por tratarse simplemente de una disposición positiva del legislador que no ha querido urgir la obligación de su ley en caso de duda jurídica. De ningún modo se puede trasladar esta disposición positiva, procedente de la libre voluntad del legislador, al probabilismo universal por cuenta y razón del súbdito.

3ª. EL PROBABILISMO PURO CONDUCE CASI INEVITABLEMENTE AL LAXISMO Y RELAJACIÓN DE LAS COSTUMBRES. Cada vez se aceptan con mayor facilidad las opiniones menos probables, por muy escaso que sea el fundamento en que se apoyan. Uno de los autores modernos más partidarios del probabilismo reconoce con noble franqueza esta verdad cuando escribe textualmente: «Si un cristiano no hiciera en el servicio de Dios sino lo que estrictamente exige la ley según los principios del probabilismo, ciertamente que llevaría una vida poco digna del cristiano. Al menos ya puede despedirse de alcanzar la perfección cristiana.

4.a Es DIFICILíSIMA SU RECTA APLICACIÓN POR EL PUEBLO CRISTIANO, aun suponiendo que los principios del probabilismo fueran verdaderos. La inmensa mayoría de los hombres de buena conciencia no se decidirían jamás a obrar con toda tranquilidad práctica a sabiendas de que tienen en contra una opinión más probable que la que están utilizando al obrar. Les quedaría una fuerte duda y una gran angustia, por el fundado temor de estar quebrantando la ley. Cosa imposible en el sistema probabiliorista, puesto que en él se tiene en cada caso conciencia práctica de que se está realizando lo mds probable (al menos subjetiva y honradamente apreciado) y, por lo mismo, no queda lugar a la menor inquietud o angustia.

7. Laxismo

188. Este sistema ha sido expresamente rechazado por la Iglesia, y, por lo mismo, no puede defenderlo ningún moralista católico. Inocencio XI condenó en 1679 una serie de 65 proposiciones Taxistas (D 1151-1215), entre las que figura la siguiente, que afecta a todo el conjunto del sistema:

«Generalmente, al hacer algo confiados en la probabilidad intrínseca o extrínseca, por tenue que sea, siempre obramos prudentemente mientras no se salga de los límites de la probabilidad* (D 1153).

C) La verdadera solución

189. Examinando con serena imparcialidad los argumentos invocados por los distintos sistemas de moralidad y contrastándolos con los grandes principios de la teología clásica en torno a la formación de la conciencia, nos parece que se debe llegar a las siguientes conclusiones, que recogen los mejores elementos de los sistemas probabiliorista y compensacionista:

Conclusión 1.a: En concurso de diversa probabilidad, la opinión más probable constituye por sí misma la norma recta y prudente de obrar; y no es lícito seguir la menos probable en favor de la libertad sino por causa grave y proporcionada o por una mayor probabilidad extrínseca.

Esta conclusión tiene dos partes, que vamos a probar por separado:

PRIMERA PARTE. En concurso de diversa probabilidad, la opinión más probable constituye por sí misma la norma recta y prudente de obrar.

Se prueba:

1º. POR LA AUTORIDAD DE LA IGLESIA. No podemos hacer aquí un recorrido histórico recogiendo los elogios pontificios a las doctrinas probabilioristas, que representan un plebiscito abrumador en favor de ese sistema. Como resumen y compendio de todas ellas, trasladamos el decreto del Santo Oficio publicado el 26 de junio de 168o por mandato de Inocencio XI, en el que se dice textualmente :

*Hecha relación por el P. Láurea del contenido de la carta del P. Tirso González, de la Compañía de Jesús, dirigida a nuestro Santísimo Señor, los Eminentísimos Señores dijeron que se escriba por medio del Secretario del Estado al Nuncio apostólico de las Españas, a fin de que hagan saber a dicho P. Tirso que Su Santidad, después de recibir benignamente y leer totalmente y no sin alabanza su carta, le manda que libre e intrépidamente predique, enseñe y por pluma defienda la opinión más probable y que virilmente combata la sentencia de aquellos que afirman que en el concurso de la opinión menos probable con la más probable, conocida y juzgada como tal, es lícito seguir la menos probable; y que le certifique que cuanto hiciere o escribiere en favor de la opinión mds probable será cosa grata a Su Santidad. Comuníquese al Padre General de la Compañía de Jesús, de orden de Su Santidad, que no sólo permita a los Padres de la Compañía escribir en favor de la opinión más probable e impugnar la sentencia de aquellos que afirman que en el concurso de la opinión menos probable con la más probable, conocida y juzgada como tal, es lícito seguir la menos probable; sino que escriba también a todas las Universidades de la Compañía ser mente de Su Santidad que cada uno escriba libremente, como mejor le plazca, en favor de la opinión más probable e impugne la contraria predicha, y mándeles que se sometan enteramente al mandato de Su Santidad". (D 1219).

No cabe hablar más claro y de manera más rotunda. Hay muchísimos testimonios pontificios, entre los que llama la atención uno de Clemente XIII, en el que, por decreto del Santo Oficio de fecha 26 de febrero de 1761, condena varias tesis favorables al probabilismo, entre las que figura la siguiente, especialmente condenada como errónea y próxima a la herejía: «El probabilismo fué sumamente familiar a Cristo».

2º. POR RAZÓN TEOLÓGICA. Pueden aducirse muchos argumentos de razón. He aquí algunos de los más importantes en el orden práctico:

a) Cuando no se puede llegar a la certeza plena, la prudencia cristiana se inclina instintivamente hacia lo más probable. Sólo haciendo un gran esfuerzo podría decidirse por la opinión menos probable, y ello acumulando principios reflejos para convertirla prácticamente en más probable. Seguir la menos probable a sabiendas de que lo es, es completamente ajeno y extraño a la más elemental prudencia cristiana.

b) La sentencia más probable tranquiliza plenamente al espíritu dándole la seguridad de que obra rectamente. Apartarse de ella significa la intranquilidad y la duda, al menos para el pueblo sencillo y fiel, que no acertará nunca a convencerse de que es lícito seguir lo menos probable a sabiendas de su menor probabilidad.

c) Es más fácil y sencillo para todos seguir un camino determinado, o sea, el que honradamente nos parezca más probable, que perderse en la encrucijada de varios caminos posibles, como presenta el probabilismo. No hace falta ser un técnico en teología moral para percibir con claridad cuál es el camino que se presenta a nuestra conciencia como más probable. Hay en toda alma cristiana—y cuanto más simple y sencilla acaso en mayor grado—una especie de instinto sobrenatural ("sensum Christi», decía San Pablo) que empuja casi insensiblemente hacia la verdad. Téngase en cuenta, además, que no se requiere necesariamente el acierto objetivo (cosa que muchas veces sólo es posible a los técnicos), sino que basta la honradez subjetiva que cree con toda sinceridad y buena fe que aquél es el camino mejor.

Nótese, sin embargo, que no es lo mismo sentencia más probable que sentencia más segura. Lo más seguro es siempre el cumplimiento íntegro de la ley, sea cierta o dudosa; porque, cumpliéndola (aunque acaso no nos obligue), es evidente que no se expone uno a quebrantarla ni siquiera materialmente. Pero a veces lo menos seguro puede ser lo mds probable (v.gr., si tenemos tres razones a favor de la libertad y sólo dos a favor de la ley, lo más probable es que no nos obliga la ley, aunque fuera más seguro cumplirla). El probabiliorismo se inclina siempre a lo más probable, coincida o no con lo más seguro. Unas veces lo más probable estará a favor de la ley, y otras veces a favor de la libertad. No hay derecho a acusar al probabiliorismo de sistema rigorista, porque no se inclina de suyo al rigor, sino únicamente al dictamen de la prudencia cristiana, coincida o no con la sentencia más severa.

SEGUNDA PARTE: No es lícito seguir la opinión menos probable que favorece a la libertad, a no ser con causa proporcionadamente grave o por una mayor probabilidad extrínseca.

Nótese que no hay inconveniente en seguir siempre que se quiera la sentencia menos probable que favorece a la ley, como es cosa clara. Lo que se niega es la licitud de la menos probable en favor de la libertad, a no ser en los dos casos siguientes:

a) QUE HAYA CAUSA PROPORCIONADAMENTE GRAVE para exponerse al quebranto material de la ley. Es una sencilla aplicación de las reglas del voluntario indirecto, que hemos expuesto más arriba (cf. n.36,5.0).

b) O POR UNA MAYOR PROBABILIDAD EXTRíNSECA. No hay inconveniente (sobre todo para los simples fieles; otra cosa sería tratándose de teólogos) en abdicar el propio criterio para fiarse del de otras personas de toda solvencia y garantía moral. Y así, un feligrés puede seguir con toda tranquilidad de conciencia la norma moral que le haya dado su párroco o confesor (a no ser que le conste su incompetencia teológica) en torno a un asunto cuya moralidad no acaba de ver con toda claridad. Porque el argumento extrínseco (o sea, la autoridad de su párroco o confesor) puede considerarlo como una razón decisiva hacia esa opinión, que se presenta, por lo tanto, como mds probable que la que se apoyaba en razones intrínsecas insuficientes. Este modo de juzgar no constituye una excepción al sano probabiliorismo, sino que viene a ser una nueva confirmación de él.

Con lo cual aparece claro cuán inconsistente es el argumento que suelen presentar algunos probabilistas acerca de supuestos conflictos prácticos entre un confesor probabiliorista y un penitente probabilista. El confesor probabiliorista puede absolver con toda tranquilidad a su penitente probabilista (si le consta, por otra parte, su suficiente disposición para ser absuelto), fundándose en dos argumentos muy sencillos: en primer lugar, porque no es infalible ningún sistema moral (ni siquiera el probabiliorista) y, por lo mismo, nadie puede imponer a los demás el suyo propio, por muy convencido que esté de su legitimidad; y en segundo lugar, porque el probabilista que sigue su sistema creyendo que es legítimo con absoluta buena fe, subjetivamente obra con rectitud aunque esté objetivamente equivocado. Y esto basta para poder ser absuelto.

Conclusión 2.°: En concurso de dos opiniones igualmente probables (duda positiva estricta) hay obligación de seguir la parte más segura, que es la que favorece a la ley; y no es licito desviarse de ella a no ser por una causa justa y proporcionada que compense el peligro de pecar o por una legítima presunción que esté a favor de la libertad.

Esta conclusión tiene por objeto corregir la ligera desviación del sistema equiprobabilista, haciéndola entrar en los límites de la verdadera rectitud moral. Vamos a probarla en sus dos partes a la vez.

El fundamento racional de esta regla no puede ser más sencillo. No es lícito exponerse a peligro de pecar sino con causa justa y proporcionada. El que sin ella se aventura a hacer algo que probablemente es ilícito, se expone evidentemente a pecar y, por lo mismo, peca ya sin más.

Y no vale decir que, en caso de equivocación, el pecado sería puramente material. No es así. Porque el pecado material tiene lugar cuando la transgresión de la ley es del todo inculpable (v.gr., por una distracción involuntaria o por ignorancia invencible), pero no cuando se la ha previsto de algún modo. En nuestro caso existe previsión parcial: se consideraba probable la infracción (por lo menos tanto como la no infracción), y, sin embargo, nada se hizo para evitarla. No puede, por lo mismo, justificarse tal conducta, a no ser en virtud de las reglas del voluntario indirecto, por la previsión de otro efecto bueno (v.gr., de un daño grave que se evita, un mayor bien que se consigue o la urgencia o necesidad de realizar tal acción) que compense el riesgo de la infracción de la ley y haga que la posible transgresión sobrevenga como efecto simplemente permitido y no intentado.

No vale la distinción equiprobabilista entre la duda sobre la existencia de la ley o su mera cesación, como si en el primer caso estuviera en posesión la libertad y en el segundo la ley. El que duda de la existencia de una ley, por el mismo hecho duda de su libertad. Hasta ese momento poseía ciertamente la libertad; pero, a partir de él, ya no se sabe quién posee. Los autores que defienden lo contrario dan la sensación de que consideran a la libertad humana como un tesoro inapreciable, que debemos defender a toda costa contra los asaltos de la ley que se presenta como un injusto agresor. La libertad no es eso. No es más libre el que tiene la potestad física de desviarse del bien (Dios no la tiene y es el ser libérrimo por excelencia), sino el que encuentra menos obstáculos para mantenerse dentro de la línea del bien. La ley verdadera—divina o humana—no viene a destruir nuestra libertad, sino a encauzarla honestamente. No se hable, pues, de previa posesión de la libertad contra la ley cuya existencia se presenta como dudosa. En caso de conflicto entre ambas, averigüese con diligencia hacia dónde se inclina la balanza de las probabilidades; y si después de intentarlo permanece la balanza en el fiel (duda positiva estricta), la prudencia cristiana dicta inclinarse a favor de la ley, a menos que una razón justa y proporcionada, según las reglas del voluntario indirecto, venga a compensar el peligro de quebrantar materialmente la ley, inclinando la balanza a favor de la libertad.

Otras veces podrán existir presunciones prácticas, sólidas y legítimas, que, si están a favor de la libertad, convierten esta alternativa en más probable y, por consiguiente, en norma prácticamente segura de obrar. Pero esto habrá que verlo en cada caso, ya que no es lícito establecer a priori y de manera general una pretendida posesión de la libertad anterior a la ley dudosa.

 

ARTICULO IV
La educación de la conciencia


Siendo la conciencia la regla próxima de nuestros actos morales y dependiendo nuestra felicidad temporal y eterna de la moralidad de nuestras acciones, es de capital importancia la recta y cristiana educación de la conciencia. Imposible explanar aquí este asunto con la amplitud que su importancia exigiría en una obra monográfica, pero vamos a recordar brevísimamente algunos principios fundamentales.

Ante todo notemos que la educación de la conciencia se ha de hacer a base de una feliz conjunción de medios naturales y sobrenaturales, ya que no se trata de formar una conciencia simplemente honrada en el plano puramente natural, sino una verdadera y recta conciencia cristiana. Vamos, pues, a estudiar estos dos campos por separado.

190. 1. Medios naturales. Los principales son tres: la buena educación, la perfecta sinceridad y el estudio profundo de nuestros deberes y obligaciones.

a) La buena educación. El primero y más eficaz de los medios naturales para adquirir una buena conciencia es la buena educación recibida ya desde la infancia. Hay que inculcar a los niños desde su más tierna edad la distinción entre el bien y el mal y sus diferentes grados. Es perniciosísima la costumbre de muchos padres y falsos educadores, que amenazan a los niños por cualquier bagatela: «Eso es muy feo; te va a llevar el demonio, etc.», deformando con ello lamentablemente su conciencia. Incúlquese la delicadeza más exquisita, pero sin exagerar la nota, con peligro de hacerles concebir como grave lo que solamente es leve. Hay que acostumbrarles a oír la voz de su propia conciencia, que es el eco de la voz misma de Dios, sin obrar jamás contra ella, aunque nadie los vigile ni pueda castigarlos en este mundo. Es preciso que aprendan a practicar el bien y huir del mal por propia convicción y no sólo por la esperanza del premio o el temor del castigo. Y hay que advertirles que, en caso de duda, consulten a sus papás, o a sus maestros, o a su confesor; si esto no es posible, que se inclinen siempre a lo que crean que es más justo y recto según su propia conciencia, despreciando los consejos malsanos que pueda darles algún compañero depravado y corrompido. Hay que ayudarles a contrarestar el mal ambiente que acaso tienen que respirar en la calle, colegio, etc., con sanos consejos y, sobre todo, con la eficacia del buen ejemplo, jamás desmentido por ninguna imprudencia o claudicación.

b) La perfecta sinceridad en todo. La nobilísima y rarísima virtud de la sinceridad es de precio inestimable para la educación de la conciencia. Casi siempre las deformaciones de la misma no obedecen a otra causa que a la falta de sinceridad para con Dios, para con el prójimo y para con nosotros mismos. Hay que decir siempre la verdad, cueste lo que cueste, y presentarnos en todas partes tal como realmente somos, sin trastienda ni doblez alguna. Para ello es preciso, ante todo, conocerse tal como se es en realidad y aceptar con lealtad el testimonio de la propia conciencia, que nos advierte inexorablemente nuestros fallos y defectos. Nos ayudará mucho la práctica seria y perseverante del examen diario de conciencia en su doble aspecto general y particular. Hay que insistir en la práctica de la verdadera humildad de corazón, ya que sólo el humilde se conoce perfectamente a sí mismo, porque la humildad es la verdad. Reconocer nuestros defectos, combatir las ilusiones del amor propio, rectificar con frecuencia la intención, sentir horror instintivo a la mentira, al dolo, la simulación e hipocresía.

c) El estudio profundo de nuestros deberes y obligaciones. No solamente la ignorancia, sino también la ciencia a medias es un gran elemento para el falseamiento y deformación de la conciencia.

Es preciso hacer un esfuerzo para adquirir la suficiente cultura moral que nos permita formar rectamente nuestra propia conciencia. Hay que apartar toda clase de prejuicios a priori y estudiar con sincera rectitud los grandes principios de la moral cristiana para aceptarlos sin discusión y ajustar nuestra conciencia a sus legítimas exigencias. No está obligado un seglar a poseer la ciencia de un doctor en teología, pero sí la suficiente para gobernar sus acciones ordinarias dentro de sus respectivos deberes de estado, y saber dudar y consultar cuando se presente alguna ocasión más embarazosa y difícil.

191. 2. Medios sobrenaturales. Los principales son tres: la oración, la práctica de la virtud y la frecuente confesión sacramental.

a) La oración. Es preciso levantar con frecuencia el corazón a Dios para pedirle que nos ilumine en la recta apreciación de nuestros deberes para con El, para con el prójimo y para con nosotros mismos. La liturgia de la Iglesia está llena de esta clase de peticiones, tomadas unas veces de la Sagrada Escritura y otras del sentido cristiano más puro: «Dame entendimiento para aprender tus mandamientos» (Ps. 118,73); «Enséñame a hacer tu voluntad, pues eres mi Dios» (Ps. 142,10); «¡Oh Dios, de quien procede todo bien!, da a tus siervos suplicantes que pensemos, inspirándolo tú, lo que es recto y obremos bajo tu dirección» (domingo 5.° después de Pascua). Es aquello que hacía exclamar a San Pablo: *Pero nosotros tenemos el sentido de Cristo» (1 Cor. 2,16), que es la garantía más segura e infalible para la recta formación de la conciencia.

b) La práctica de la virtud. Es otra de las condiciones más imprescindibles y eficaces. La práctica intensa de la virtud establece una suerte de connaturalidad y simpatía con la rectitud de juicio y la conciencia más delicada y exquisita. Ni hay nada, por el contrario, que aleje tan radicalmente de toda rectitud moral como el envilecimiento del vicio y la degradación de las pasiones. San Pablo nos advierte que »el hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios; son para él locura y no puede entenderlas, porque hay que juzgarlas espiritualmente» (1 Cor. 2,14); y el mismo Cristo nos dice en el Evangelio que »el que obra mal aborrece la luz, y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas; pero el que obra la verdad viene a la luz, para que sus obras sean manifiestas, pues están hechas en Dios» (Io. 3,20-21). Esta es la razón del sentido moral tan maravilloso y exquisito que se advierte en los grandes santos, aunque se trate de un Cura de Ars, que poseía tan escasos conocimientos teológicos. Es que, por la práctica de la virtud heroica, se han dejado dominar enteramente por el Espíritu Santo, que, en cierto sentido, les posee y gobierna con sus luces divinas, haciéndoles penetrar hasta lo más hondo de Dios (cf. 1 Cor. 2,10).

c) La confesión frecuente. Es otro medio sobrenatural eficacísimo para la cristiana educación de la conciencia, ya que nos obliga a practicar un diligente examen previo para descubrir nuestras faltas y aumenta nuestras luces con los sanos consejos del confesor, que disipan nuestras dudas, aclaran nuestras ideas y nos empujan a una delicadeza y pureza de conciencia cada vez mayor.