CAPITULO II

Las leyes en especial

Según el esquema que dimos más arriba, la ley se divide principalmente en divina y humana. La divina se subdivide en eterna, natural y positiva, según se la considere tal como existe en la mente divina desde la eternidad, o en cuanto conocida por la razón natural, o a través de la divina revelación.

A su vez, la ley humana es doble: eclesiástica y civil.

Vamos a examinar, una por una, estas cinco clases de leyes.

 

ARTICULO I
La ley eterna

122. 1. Noción. Dos son las definiciones principales que se han dado de la ley eterna:

a) San Agustín la define: Es la razón y voluntad divina que manda observar y prohíbe alterar el orden natural .

b) Santo Tomás dice: Es el plan de la divina sabiduría por el que dirige todas las acciones y movimientos de las criaturas en orden al bien común de todo el universo.

Al explicar su propio pensamiento, el Doctor Angélico dice que, así como en la mente del artista preexiste el plan que llevará después a la práctica en su obra de arte, así en el entendimiento divino preexiste desde toda la eternidad el plan por el que dirigirá todas las acciones y movimientos de sus criaturas al fin del universo; y ese plan es, cabalmente, la ley eterna.

La ley eterna se distingue de las ideas divinas, que son el ejemplar eterno de las cosas creadas. Y se distingue también de la divina providencia, en cuanto que ésta tiene por objeto el gobierno de las criaturas en particular (conduciéndolas a su último fin), mientras que la ley eterna mira al conjunto universal de la erección. La providencia es la ejecución de la ley eterna en cada una de las criaturas.

123. 2. Existencia. Es evidente que existe la ley eterna y que es una verdadera ley en el sentido propio de la palabra, ya que le conviene perfectísimamente y en grado superlativo la definición misma de la ley.

Es, en efecto, la ordenación de la razón divina, dirigida al bien común del universo, promulgada por el mismo Dios, a quien compete el cuidado y gobierno de todo el mundo. La ley eterna es, pues, el supremo analogado en la escala de la ley.

No vale objetar que, donde no hay súbditos eternos, no puede haber ley eterna. Porque esos súbditos existían en la mente divina desde toda la eternidad. Para Dios no hay pasado ni futuro, sino un presente siempre actual. Dios tenía presentes a todas sus futuras criaturas en su mente divina y desde toda la eternidad determinó por la ley eterna las obligaciones a que tendrían que someterse. La promulgación activa (que es la promulgación propiamente tal, como acto del legislador) se verificó eternamente en la mente divina; la pasiva (o mera divulgación entre los súbditos) no se realizó sino cuando aparecieron de hecho las criaturas.

124. 3. Propiedades. Las principales propiedades que acompañan a la ley eterna son las siguientes:

1.a Es INMUTABLE EN sí MISMA. La ley eterna es en sí misma absolutamente inmutable, porque se identifica con el entendimiento y la voluntad de Dios, en los que no cabe el error o la mutabilidad del propósito.

Sin embargo, como explica Santo Tomás, aunque la ley eterna sea inmutable en sí misma, su conocimiento es mudable en nosotros, porque no la conocemos totalmente y en sí misma como Dios y los bienaventurados, sino por cierta irradiación, mayor o menor, en las cosas creadas. Todo conocimiento de la verdad es una irradiación y participación de la verdad divina y, por lo mismo, de la ley eterna. Pero, aunque todos los hombres conocen la ley eterna (al menos en los principios comunes de la ley natural), su conocimiento puede ser mayor o menor, según lo sea el conocimiento de las demás leyes en las que se refleja la ley eterna.

2ª Es LA REGLA SUPREMA DE TODA MORALIDAD, señalando a todas las demás leyes las acciones buenas y malas y el fundamento de toda obligación moral. En este sentido es el fundamento de todas las demás leyes, que en tanto serán leyes en cuanto reflejen con fidelidad la ley eterna.

3ª. LAS DEMÁS LEYES DERIVAN DE ELLA. No sólo como causa ejemplar, en cuanto que ninguna ley puede ser justa ni racional si no es conforme a la ley eterna; sino también como causa eficiente, ya que toda potestad legislativa capaz de imponer obligación procede de la ley eterna, es decir, de Dios, señalando el recto orden por el cual los súbditos deben obedecer a su legítimo superior cuando ordena lo que es recto y justo.

Esto mismo puede contemplarse desde otro ángulo de visión. En una ciudad bien gobernada, la razón de gobierno se deriva del primer gobernante al segundo y de éste al tercero; lo mismo que, en el arte, las normas de la fabricación se derivan del arquitecto a los artífices inferiores. Ahora bien: la ley eterna es la razón de gobierno del primero y supremo gobernante; luego todas las demás leyes derivan forzosamente de ella, so pena de no ser leyes.

Todo esto lo expresa admirablemente el conocido texto del libro de los Proverbios: «Por mí reinan los reyes y los jueces administran la justicia. Por mí mandan los príncipes y gobiernan los soberanos de la tierra» (Prov. 8, 15-16). El mismo Cristo dijo a Pilato que no tendría potestad alguna sobre El si no le hubiera sido dada desde arriba (Io. 1g,11); y San Pablo añade que «toda potestad viene de Dios» (Rom 13,1).

4ª. TODAS LAS COSAS ESTÁN SUJETAS A ELLA. Las criaturas irracionales se someten a ella de una manera puramente natural o instintiva, en cuanto que están determinadas por la misma naturaleza a obrar según la ley eterna, que es la suprema razón gobernadora del mundo.

Las criaturas racionales, en cambio, deben someterse a ella por el conocimiento y la obediencia voluntarias. Pero si, abusando del privilegio de su libertad, tratan de sacudir el yugo de la ley eterna, no escapan por eso a su imperio inexorable, porque, al apartarse por el pecado de uno de sus preceptos directivos, caen bajo el dominio de otro precepto vindicativo que ordena aplicar al culpable la pena correspondiente en este mundo o en el otro. Imposible escaparse del perfecto control y dominio de la ley eterna.

 

ARTICULO II

La ley natural


Los principios que acabamos de recordar sobre la ley eterna nos llevan de la mano al estudio de la ley natural.

125. I. Noción. La ley natural, según Santo Tomás, no es otra cosa que la participación de la ley eterna en la criatura racional. Es la misma ley eterna promulgada en el hombre por medio de la razón natural.

Dios, en efecto, conoce y ordena desde toda la eternidad lo que es conveniente y proporcionado a la naturaleza racional; y esa ordenación existente en la mente divina se llama o constituye la ley eterna. Al crear al hombre, Dios le intimó en su propia naturaleza esta ordenación concebida eternamente; por lo que, por el mero hecho de nacer, todo hombre es súbdito de esta ley. Esta participación de la ley eterna, o del orden moral constituido por Dios, es la ley natural objetivamente considerada. Cuando el hombre alcanza el uso de razón, conoce, al menos, los primeros principios de la ley natural (v.gr., «hay que hacer el bien y evitar el mal») como algo que tiene obligación de cumplir, y esta participación de la ley eterna es la ley natural subjetivamente considerada.

La ley natural se llama así por un doble capítulo:

a) Porque no abarca sino los preceptos que se deducen de la misma naturaleza del hombre. Por eso obliga a todos los hombres del mundo sin excepción, y obligaría de igual modo si el hombre no hubiera sido elevado por Dios al orden y fin sobrenatural.

b) Porque puede conocerse con las solas luces de la razón natural, sin necesidad de la fe divina o del magisterio humano.

126. 2. Existencia. Negada por ateos, materialistas, panteístas, etc., la existencia de la ley natural, es, sin embargo, una verdad inconcusa que puede probarse hasta la evidencia. He aquí los principales argumentos :

a) LA SAGRADA ESCRITURA lo afirma terminantemente:

«En verdad, cuando los gentiles, guiados por la razón natural, sin ley cumplen los preceptos de la Ley, ellos mismos, sin tenerla, son para sí mismos Ley. Y con esto muestran que los preceptos de la Ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia, y las sentencias con que entre sí unos y otros se acusan o se excusan. Así se verá el día en que Dios por Jesucristo, según mi evangelio, juzgará las acciones secretas de los hombres» (Rom. 2,14-16).

b) EL TESTIMONIO DE LA PROPIA CONCIENCIA dicta a todos los hombres del mundo, de una manera clarísima e irresistible, que hay que obrar el bien y evitar el mal; que hay acciones que son malas de suyo (v.gr., matar al inocente) y otras que son buenas aunque no las ordene ninguna ley humana (v.gr., honrar a los padres). Por eso, cuando se quebrantan esos preceptos clarísimos de la ley natural, el hombre siente remordimiento y vergüenza; y, por el contrario, su fiel cumplimiento le llena de tranquilidad y de paz. Todo esto prueba con toda claridad y certeza la existencia de la ley natural impresa por Dios en el fondo de todos los corazones.

c) EL CONSENTIMIENTO UNIVERSAL DE TODOS LOS PUEBLOS. Con la historia y la etnografía en la mano se puede demostrar que todos los pueblos del mundo, incluso los más salvajes y bárbaros, están de acuerdo en ciertos principios universalísimos de moral (v.gr., honrar a los padres, no matar, rendir culto a la divinidad, etc.), aunque incurran en mil aberraciones en otros puntos de moralidad menos clara. Y esos principios no obedecen a disposiciones positivas del rey o jefe de la tribu, que pudieran ser alteradas a su capricho, sino al grito íntimo de la propia conciencia, que comprende sin esfuerzo que no cabe en ellos excepción o dispensabilidad alguna. He ahí la ley natural, reconocida clarísimamente por todos los pueblos del mundo.

127. 3. Sujeto. Por lo dicho, ya se comprende que es sujeto de la ley natural toda criatura humana, en todos los tiempos y lugares. Incluso los niños y los privados del uso de la razón, que pecan materialmente cuando realizan actos contrarios a la ley natural (v.gr., actos impúdicos, blasfemar, etc.), aunque no cometan pecado formal por falta de conocimiento. Por eso no es lícito inducirles a realizar alguno de esos actos contrarios a la ley natural, pues es obligatorio evitar incluso el pecado material; y el que les indujera a ello, pecaría formalmente.

128. 4. Objeto. Bajo el ámbito y esfera de la ley natural cae todo aquello que es necesario para conservar el orden natural de las cosas establecido por el Creador y conocido por la razón natural del hombre independientemente de toda ley positiva. Se refiere a aquellas normas de moralidad tan claras y elementales que todo hombre puede conocer con las solas luces de su razón natural.

Sin embargo, a pesar de su simplicidad, se distinguen en la ley natural tres grados o categorías de preceptos:

 

P. 1. MORAL FUNDAMENTAL

a) Los PRECEPTOS PRIMARIOS Y UNIVERSALÍSIMOS, cuya ignorancia es imposible a cualquier hombre con uso de razón. Santo Tomás los reduce a este solo principio clarísimo: «Hay que hacer el bien y evitar el mal». Otros añaden: «Lo que no quieras para ti no lo quieras para nadie»; «Da a cada uno lo suyo»; «Vive conforme al dictamen de la recta razón»; «No hagas nada contra tu conciencia», etc. Pero en el fondo se reducen todos al principio universalísimo señalado por Santo Tomás.

b) Los PRINCIPIOS SECUNDARIOS o conclusiones próximas que fluyen claramente de los preceptos primarios y pueden ser conocidos por cualquier hombre casi sin ningún esfuerzo o raciocinio. A esta categoría pertenecen todos los preceptos del decálogo S. Cabe en torno a ellos una ignorancia inculpable durante algún tiempo, pero no durante una vida normal entera.

c) LAS CONCLUSIONES REMOTAS, que se deducen por raciocinio más complicado de los preceptos primarios y secundarios (v.gr., la indisolubilidad del matrimonio, la ilicitud de la venganza privada, etc.). Sobre todo en gente ruda e incivil cabe la ignorancia inculpable y por largo tiempo de estas conclusiones remotas.

129. 5. Propiedades. Las principales son tres: universalidad, inmutabilidad e indispensabilidad.

1) UNIVERSALIDAD, O sea, que obliga a todos los hombres del mundo, sin ninguna excepción. Incluso a los niños y locos, aunque no puedan quebrantarla formalmente, como ya hemos dicho.

2) INMUTABILIDAD INTRíNSECA, o sea, que nada absolutamente puede cambiarse en ella, al menos por substracción; aunque puede completársela por adición, sacando nuevas deducciones en ella implícitamente contenidas para que vengan más fácilmente en conocimiento de todos. En este sentido puede decirse impropiamente que la ley natural aumenta: en cuanto que se la va conociendo cada vez mejor, aunque sin añadirle propiamente nada que no estuviera ya encerrado en ella de una manera virtual.

Pero de ningún modo se le puede substraer ningún precepto, ya que se funda en la misma naturaleza humana y en el mismo orden moral, que no admiten variaciones en sí mismos a través del tiempo o del espacio. No puede cesar nunca, porque no ha sido dada por cierto tiempo, sino para siempre; ni puede hacerse injusta para nadie, porque nada prescribe que no sea esencialmente bueno para todos, ni nada prohíbe que no sea esencialmente malo.

Lo que sí puede ocurrir es el conflicto o colisión entre dos leyes naturales en un determinado caso. Por ejemplo: la ley natural ordena dar a cada uno lo suyo, de donde se deduce en seguida que hay que devolver a su dueño en el tiempo convenido un objeto prestado. Pero si ese objeto es una pistola y su dueño la reclama en un momento de ofuscación para suicidarse o cometer un crimen, nos sale al paso otro precepto más grave de la ley natural (el amor al prójimo), que nos impide cumplir el otro deber natural de devolverle lo que es suyo. En estos casos, el precepto menor se suspende en beneficio del mayor, hasta que el conflicto entre los dos desaparezca.

Nótese bien que, en realidad, no se quebranta en estos casos el precepto menor, sino que tan sólo se suspende su cumplimiento actual, quedando en pie la obligación de cumplirlo cuando se pueda. Pero de ningún modo sería lícito quebrantar un precepto menor de la ley natural para cumplir otro mayor (v.gr., decir una pequeña mentira para salvar a un inocente). Una cosa es suspender el cumplimiento de un precepto, y otra muy distinta quebrantarlo directamente. Lo primero puede hacerse en determinadas circunstancias; lo segundo, jamás.

3) INDISPENSABILIDAD. La inmutabilidad intrínseca de la ley natural lleva inevitablemente a su inmutabilidad extrínseca, o sea, a su absoluta indispensabilidad. Nadie, ni siquiera el mismo Dios, puede propiamente dispensar de la ley natural, ya que es un reflejo de la ley eterna y se funda en la misma naturaleza de las cosas tal como las conoce el entendimiento divino, en el que no cabe error ni contradicción.

Algunos hechos bíblicos que se citan como si Dios hubiera dispensado en ellos la ley natural se explican perfectamente sin necesidad de admitir la menor dispensa de la misma. Y así, cuando Dios mandó a Abrahán sacrificar a su hijo Isaac, no le dispensó del quinto mandamiento del decálogo, que prohibe matar al inocente (ley natural), sino que, en virtud de su supremo dominio sobre la vida de los hombres, determinó enviar la muerte a Isaac a través de su padre, Abrahán, como hubiera podido enviársela a través de un rayo. Cuando autorizó a los israelitas a repartirse los despojos tomados a los egipcios, no dispensó la prohibición natural del robo, sino que, como dueño absoluto de vidas y haciendas, determinó la manera de administrar estas últimas en aquel caso concreto. Y cuando permitió la poligamia en el Antiguo Testamento fué porque, en realidad, no atenta contra el fin primario del matrimonio (que es de estricta ley natural) y había razones suficientes para suspender en aquellas circunstancias la obligatoriedad de sus fines secundarios.

Con lo dicho, ya se comprende que no cabe en la ley natural la epiqueya, que es, como ya vimos, la benigna interpretación de la mente del legislador en los casos no previstos por la ley. La ley natural, como dada por el supremo y sapientísimo legislador, no falla nunca ni deja ningún cabo por atar. Nunca puede ser nocivo lo que manda, ni bueno lo que prohibe. De donde la epiqueya es en ella del todo imposible y absurda.

130. 6. Ignorancia de la ley natural. Aunque ya hemos aludido a ella al hablar del objeto de la ley natural, vamos a precisar un poco más.

1º. CON RELACIÓN AL PRECEPTO UNIVERSALÍSIMO de la ley natural («Hay que hacer el bien y evitar el mal») es imposible la ignorancia en ningún hombre dotado de sindéresis o simple uso de razón. Podrá equivocarse en apreciar qué es lo bueno y lo malo; pero no puede menos de saber que lo bueno (sea lo que fuere) hay que hacerlo, y lo malo hay que evitarlo. No cabe ignorancia en cosa tan elemental y clarísima.

Este primer principio obliga en conciencia a todos los hombres del mundo sin excepción. De donde hay que concluir que si un niño o un salvaje realiza voluntariamente una acción creyendo, aunque sea erróneamente, que es una cosa naturalmente mala, comete un verdadero pecado y se hace responsable ante Dios.

2º. CON RELACIÓN A LOS PRINCIPIOS SECUNDARIOS O CONCLUSIONES PRÓXIMAs que constituyen en gran parte los preceptos del decálogo, cabe una ignorancia parcial e incompleta, al menos durante algún tiempo. Porque, aunque se trata de principios o conclusiones que se deducen fácilmente con el simple raciocinio natural, puede ocurrir—sobre todo tratándose de gente ruda y analfabeta—que, por ignorancia, ambiente social que se respira, prejuicios a priori, etc., etc., se desconozcan algunas consecuencias inmediatas de los primeros principios de la ley natural, tales como la malicia de los actos meramente internos, de la mentira oficiosa para evitar algún disgusto, del perjurio para salvar la vida o la fama, del hurto en necesidad común, del aborto para salvar a la madre, de la polución en los adolescentes, del onanismo conyugal por indicación médica o económica, etc. Sin embargo, este estado de cosas no puede prolongarse mucho tiempo sin que el hombre comience a sospechar de la malicia de esos actos o sin que se entere por el trato social con los demás.

3.° CON RELACIÓN A LAS CONCLUSIONES REMOTAS que se deducen únicamente a través de un raciocinio lento y difícil (v.gr., la indisolubilidad del matrimonio) cabe muy bien la ignorancia invencible y por largo tiempo, sobre todo entre gente inculta e incivil. Más aún: incluso entre moralistas eminentes caben opiniones contrarias en torno a estas conclusiones remotas de la ley natural. Y así, por ejemplo, Santo Tomás afirma que el juez debe condenar al reo si iuxta allegata et probata aparece culpable del delito que se le imputa, aunque sepa como persona particular que el reo es inocente; mientras que San Buenaventura cree que, en este caso, debería absolverle. Todavía hoy discuten los teólogos sobre la verdadera solución de este caso, si bien la inmensa mayoría se inclinan por la opinión de Santo Tomás.

N. B. La transgresión por ignorancia inculpable de algún precepto de la ley natural constituye un pecado material, pero no formal. Lo contrario afirman Lutero, Calvino, Bayo y los jansenistas; pero su doctrina ha sido condenada por la Iglesia (D. 1292).


ARTICULO III
La ley divina positiva

Supuesta la elevación del hombre al orden sobrenatural de la gracia y la gloria, necesita ser orientado por Dios hacia ese sublime fin con preceptos y normas que aclaren y completen los de la simple ley natural con nuevos elementos proporcionados a la grandeza y transcendencia de aquel fin. Tal es el sentido de la ley divina positiva, cuyo conocimiento llega al hombre por la divina revelación.

131. 1. Noción. Se entiende por ley divina positiva la que procede de la libre e inmediata determinación de Dios, comunicada y promulgada al hombre por la divina revelación en orden al fin sobrenatural.

Su conveniencia, utilidad y necesidad (moral) es manifiesta, por dos capítulos principales: a) porque la ley natural se obscurece con frecuencia entre los hombres por sus malas pasiones, costumbres viciosas y ejemplos depravados, como aparece claro en la historia del mundo; y b) porque el género humano está destinado a un fin sobrenatural y debe dirigirse a él por el cumplimiento no sólo de los preceptos de la ley natural, sino también de los de la ley divino-positiva bajo el influjo de la divina gracia; si bien Dios puede suplir con su gracia el desconocimiento involuntario de su ley positiva en un alma sincera y de buena voluntad que hace lo que puede para salvarse (v.gr., en un salvaje que, bajo el influjo de la gracia actual, cumple de buena fe la simple ley natural, única que conoce).

132. 2. División. En la ley divina positiva pueden distinguirse dos etapas principales: la Antigua y la Nueva.

1º. LA LEY ANTIGUA, a su vez, abarca dos períodos principales:

a) LA ÉPOCA PRIMITIVA, que se extiende desde la creación del hombre hasta la promulgación del decálogo. Contenía algunos preceptos rudimentarios, tales como santificar el día de sábado (Gen. 2,3), ofrecer ciertos sacrificios (Gen 4,2-5), unidad e indisolubilidad del matrimonio (Gen. 2,24; cf. Mt. 19,8), la circuncisión (Gen. 17,10), etc. Este estado de cosas estuvo vigente entre los israelitas hasta la promulgación de la ley divina por Moisés.

b) LA ÉPOCA MOSAICA, o de la Antigua Alianza, que Dios promulgó por ministerio de Moisés y de los profetas posteriores hasta llegar a Cristo. Su resumen y compendio más perfecto se encuentra en el decálogo, escrito en las tablas de la ley entregadas por Dios a Moisés en el monte Sinaí (Ex 20, I-17).

Los preceptos del decálogo obligaban y obligan a todos los hombres sin excepción—al menos en la forma en que se los dicte su recta conciencia—, porque se trata de los grandes principios de la ley natural, que en una forma o en otra todos llevamos impresos en el fondo de los corazones. Los otros preceptos judiciales y ceremoniales obligaban tan sólo al pueblo judío y fueron abrogados definitivamente por Cristo, de tal suerte que su observancia sería hoy inmoral y pecaminosa, por cuanto derogaría la fe en Cristo como legítimo Mesías y Redentor de la humanidad.

2º. LA NUEVA LEY. Es la promulgada por Cristo y sus apóstoles para el bien sobrenatural de todo el género humano. Se halla contenida en la Sagrada Escritura (Nuevo Testamento) y en la Tradición cristiana bajo la custodia y control del magisterio infalible de la Iglesia católica. Sus principales propiedades son:

a) UNIVERSALIDAD, según el mandato expreso de Jesucristo al ordenar a sus apóstoles extenderla por todo el mundo (Mt. 28,19-20). La razón es por la necesidad absoluta de pertenecer a la Iglesia católica—al menos al alma de la misma—para obtener la salvación eterna.

b) INMUTABILIDAD substancial hasta el fin de los siglos. A la Iglesia católica le confió Cristo la guarda y custodia de sus divinos preceptos, pero no la facultad de modificarlos substancialmente.

c) OBLIGATORIEDAD. LOS preceptos de la ley cristiana obligan, de suyo, a todos los hombres del mundo, ya que por todos murió Cristo y para todos promulgó su divina ley evangélica. Sin embargo, la mayor parte de sus preceptos no obligan inmediatamente a cada uno de los hombres, sino mediatamente, o sea, a través del precepto de la fe y del bautismo, que afectan de suyo a todos los hombres del mundo según las palabras de Cristo : *Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, se salvará; mas el que no creyere, se condenará)) (Me 16, 15-16). Nadie está obligado a cumplir una ley antes de conocerla.

133. 3. Excelencia de la Ley evangélica. La Ley evangélica, promulgada por Cristo y sus apóstoles, excede con mucho en sublimidad y grandeza a la de la Antigua Alianza. He aquí sus principales ventajas:

a) Es MÁS ESPIRITUAL. En la Antigua Ley se prometían a los que la cumplieran cosas de tipo material y temporal: riquezas, larga vida, numerosa descendencia, etc.; y a los prevaricadores se les amenazaba con la pobreza, el oprobio, la muerte, etc. En la Nueva Ley se prometen premios espirituales y eternos y se amenaza a los transgresores con las penas del infierno: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla; temed más bien a aquel que puede perder el alma y el cuerpo en la gehenna» (Mt. 1o,28). Las bienaventuranzas evangélicas en torno a los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que padecen persecución, etc., son de incomparable elevación y grandeza.

b) EXIGE, SOBRE TODO, EL CULTO INTERNO, o sea, la entrega del corazón a Dios (Io. 4,23), sin desdeñar por eso el culto externo, que admite también como expresión y manifestación pública del interno (Mt. 6,1). Los cultivadores de la Ley Antigua, en cambio, se gloriaban de practicar ceremonias y exterioridades, sin preocuparse de la pureza del corazón, como les echó en cara nuestro Señor Jesucristo (Mt. 23,27-28).

c) Es LA LEY DEL AMOR, QUE ES EL VÍNCULO DE LA PERFECCIÓN. La Antigua Ley insistía sobre todo en el temor, para doblegar a aquel pueblo de dura cerviz. Su Dios era el Dios de los ejércitos, el omnipotente, el juez de vivos y muertos. En la Ley evangélica se le da el dulce nombre de Padre (Rom. 8,15), se resume toda la Ley y los Profetas en el precepto de la caridad (Mt. 22,37.40) y se nos da un mandamiento nuevo, propio y exclusivo de Cristo, en la forma perfectísima con que se nos intima: que nos amemos los unos a los otros como Cristo nos amó (Io. 13,34).

134. 4. Los preceptos de la Nueva Ley. Pueden agruparse en tres clases principales:

a) PARA LA SANTIFICACIÓN PROPIA se nos ponen delante los ejemplos de Jesucristo y sus virtudes divinas, invitándonos a seguirle: «Cristo padeció por vosotros y os dejó ejemplo para que sigáis sus pasos» (1 Petr. 2,21). Y el mismo Cristo dice: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y tome su cruz, y sígame» (Mt. 16,24). Y también: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt. 11,29).

b) PARA LA VIDA FAMILIAR Y SOCIAL se manda a los hijos obedecer a los padres, que están en lugar de Dios (Eph. 6,1-3); los siervos deben obedecer a sus amos, y éstos deben tratarlos benignamente, como a hermanos muy queridos., (ibíd., 5-9; cf. Philem. 16). Hay que obedecer a las legítimas autoridades, pues todo poder viene de Dios, y quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios (Rom. 13,1-2).

c) PARA EL CULTO DIVINO se nos prescribe, principalmente, el santo sacrificio de la misa (Lc. 22,19) y la digna recepción de los sacramentos; principalmente del bautismo (Mt. 28,19), que es indispensable para alcanzar la vida eterna (Io. 3,5), y la Eucaristía, prenda y anticipo de la misma (Io. 6,51-58).

135. 5. Dispensa de la ley divina positiva. Sin duda alguna, Cristo pudo, si quiso, autorizar a la Iglesia para dispensar de la ley divina positiva; porque el legislador puede dispensar de su propia ley, ya sea por sí mismo, ya por un delegado suyo expresamente autorizado. La cuestión está en saber si concedió efectivamente al Sumo Pontífice la facultad de dispensar en la ley divina positiva. Aunque es cuestión vivamente discutida entre los teólogos antiguos y modernos, se puede llegar con toda seguridad y certeza a las siguientes conclusiones :

1.a El Sumo Pontífice puede ciertamente declarar e interpretar la ley divina en virtud de su supremo magisterio, que le permite incluso declarar infaliblemente las verdades relativas a la fe.

2.a El Papa no puede dispensar en la ley divina absoluta, o sea, en aquellas cosas que Cristo dejó definitivamente establecidas en su Iglesia de manera irreformable, v.gr., acerca de la esencia de los sacramentos y de su número septenario.

3.a El Papa puede ciertamente dispensar—y dispensa de hecho—en la ley divina que se funda en algún acto humano libremente realizado. Por ejemplo: la ley divina de la indisolubilidad del matrimonio arranca del acto voluntario de los contrayentes al realizar el contrato; pero, como este contrato no se consuma irrevocablemente sino por el acto matrimonial, síguese que el matrimonio rato (o sea, el no consumado todavía por la unión carnal) puede ser dispensado por el Romano Pontífice con justa causa. Dígase lo mismo acerca de los votos, juramentos promisorios, etc., que, teniendo su origen en un acto humano libre, puede la Iglesia dispensarlos con justa y grave causa.

136. Escolio: Los consejos evangélicos. Además de los preceptos obligatorios, se nos inculcan en el Evangelio ciertas obras de supererogación que ayudan eficazmente a conseguir la plena perfección cristiana. Son los llamados consejos evangélicos, entre los que destacan principalmente tres: el de perfecta y voluntaria pobreza (Mt. 19,21), el de perfecta castidad (Mt. 19,12; 1 Cor. 7,25) y el de perfecta obediencia (Mt. 16,24; Phil. 2,8).

Aunque la perfección cristiana consiste propiamente en la perfección de la caridad—y no en la práctica efectiva de estos consejos—, sin embargo, los consejos ayudan mucho a alcanzar la perfección del amor, desligando al hombre de los cuidados temporales (pobreza), de sus propias pasiones (castidad) y de su propia voluntad (obediencia); con lo que puede más fácilmente remontarse hasta la cumbre de la perfección. Por lo cual la práctica afectiva de los consejos, o sea, el espíritu de los mismos, obliga a todos los cristianos sin excepción, ya que todos ellos están obligados a aspirar y tender a la perfección de la caridad.


ARTICULO IV
La ley eclesiástica

El tratado de la ley eclesiástica suele ser muy extenso en los textos escolásticos y en las clases dedicadas a los clérigos, ya que está íntimamente relacionado con el Derecho canónico, de amplitud vastísima. Aquí vamos a dar tan sólo las nociones generales que interesan más de cerca a los católicos seglares.

137. 1. Noción. Se entiende por ley eclesiástica la que proviene de la legitima autoridad de la Iglesia en orden a la santificación y gobierno de los fieles.

Desde la más remota antigüedad (aparece ya la terminología en el concilio de Elvira, hacia el año 300 de nuestra era; cf. D. 52), las leyes de la Iglesia recibieron el nombre de canónicas, porque se llamaban cánones a los artículos que la Iglesia oponía a los herejes, condenando sus doctrinas o exponiendo la suya propia.

138. 2. Autor. Como ya dijimos al hablar del autor de la ley en general, gozan en la Iglesia de potestad legislativa:

  1. El Papa (y el concilio general con él), para toda la Iglesia.

  2. El concilio particular, para su nación o provincia.

  3. Los obispos, para sus diócesis.

  4. El capítulo general de una Orden religiosa clerical exenta, para sus propios miembros, a tenor del Derecho y de las propias Constituciones.

El conjunto oficial más importante de las leyes de la Iglesia lo constituye el Código de Derecho canónico, que fué codificado por mandato de San Pío X y solemnemente promulgado por su inmediato sucesor, Benedicto XV, el 27 de mayo de 1917, fiesta de Pentecostés, en la bula Providentissima Mater Ecclesia, que había de entrar en vigor en la misma festividad delaño si guiente, 19 de mayo de 1918.

139. 3. Objeto. Puede ser objeto de una ley eclesiástica todo aquello que sea útil o conveniente para el bien espiritual de los fieles.

Según San Isidoro—magistralmente comentado por Santo Tomás (I-II, 95,3), toda ley humana ha de reunir necesariamente las siguientes condiciones: que sea conforme a la religión, que fomente la disciplina y que aproveche a la salvación. A estas cualidades fundamentales se reducen todas las demás que señala San Isidoro, a saber: que sea honesta, justa, posible según la naturaleza, según la costumbre de la patria; conveniente al lugar y al tiempo, necesaria, útil, clara y manifiesta (para no servir de tropiezo con sus obscuridades), ordenada al bien común y no a la privada utilidad.

Ofrecen una especial dificultad, sobre si pueden ser objeto de la ley, los actos meramente internos y los heroicos. Véase lo que dijimos más arriba (cf. n. i i o).

140. 4. Sujeto. He aquí las prescripciones de la misma Iglesia:

«Las leyes meramente eclesiásticas no obligan a los que no han recibido el bautismo, ni a los bautizados que no gocen de suficiente uso de razón, ni a los que, teniendo uso de razón, no han cumplido todavía los siete años, a no ser que expresamente se prevenga otra cosa en el Derecho» (cn.12).

De suyo, pues, las leyes de la Iglesia obligan también a los acatólicos bautizados (protestantes y cismáticos). Pero la misma Iglesia les excluye expresamente de alguna de sus leyes—v.gr., de observar la forma católica del matrimonio cuando lo contraen los herejes entre sí (cf. cn.1099 § 2)—y, según muchos teólogos, están exceptuados también, tdcitamente, de la observancia del ayuno, asistencia a misa y demás preceptos que miran únicamente a la santificación individual.

No obligan a los bautizados antes de cumplir los siete años de edad ni a los que no tienen suficiente uso de razón. Es lícito, por lo mismo, darles a comer carne a los niños y locos en día de vigilia, etc. Nótese, sin embargo, que el precepto de confesar los pecados mortales y recibir la sagrada comunión no es meramente eclesiástico, sino también divino. Por lo que un niño con uso de razón, aunque no haya cumplido los siete años, está obligado a los preceptos de la confesión anual y comunión pascual (cf. cn.859 y 906).

2ª. «Las leyes generales de la Iglesia obligan en todas partes a todos aquellos para quienes fueron dadas» (cn.13 § i).

Quiere decir que todos los fieles bautizados están obligados a cumplir las leyes universales para ellos dictadas (v.gr., la misa dominical) en cualquier parte del mundo donde se encuentren, aunque sea fuera de su territorio habitual, ya que esas leyes generales no son territoriales, sino personales, y obligan a todos en todas partes.

3.a «Las leyes dictadas para algún territorio particular obligan a aquellos para quienes fueron dadas, con tal que allí mismo tengan su domicilio o cuasidomicilio y se encuentren presentes allí» (cn.13 § 2).

Es conveniente explicar este canon por partes:

  1. Las leyes dictadas para algún territorio particular (v.gr., sólo para una diócesis).

  2. Obligan a aquellos para quienes fueron dadas (v.gr., sólo a los clérigos o a los diocesanos, no a los demás).

  3. Con tal que allí mismo tengan su domicilio. Para estos y otros efectos jurídicos, el domicilio se adquiere en un determinado lugar por el hecho de instalarse allí con la intención de permanecer en él perpetuamente o se prolongue por diez años completos aunque no exista tal intención (cn.92 § 1).

  4. O cuasidomicilio. El cuasidomicilio se adquiere por la residencia en un lugar con intención de permanecer allí la mayor parte del año (v.gr., durante el curso escolar) o se prolongue de hecho la mayor parte del año aunque no se hubiera tenido esa intención inicial (cn.92 § 2).

  5. Y se encuentren presentes allí. De donde, si se encuentran accidentalmente fuera de su domicilio o cuasidomicilio (v.gr., de viaje a otra diócesis o nación), no les obligan las leyes particulares de su territorio (v.gr., la de oír misa el día del Patrón del pueblo o de la diócesis). Otra cosa sería si la ley no fuera simplemente territorial, sino también personal, en cuyo caso les seguiría la obligación a todas partes.

4.a Los peregrinos, o sea, los que se encuentran de paso (v.gr., por unos días o por el tiempo de vacaciones, etc.) en un lugar distinto del de su domicilio o cuasidomicilio habitual:

a) "No están obligados a las leyes particulares de su territorio mientras se hallen fuera de él, a no ser que la transgresión de las mismas cause perjuicio en su propio territorio o se trate de leyes personales» (cn.14 § 1).

Causaría perjuicio en el propio territorio, v.gr., la infracción de las leyes sobre la residencia o la del respeto a las propias autoridades, etc.

En general, «la ley no se presume personal, sino territorial, a no ser que conste otra cosa» (cn.8 § 2).

b) "Ni tampoco a las leyes del territorio en que se hallan de paso, exceptuadas aquellas que tutelan el orden público o determinan las solemnidades de los actos» (cn.14 § 2).

Y así, v.gr., no obliga a un peregrino la asistencia a misa en la fiesta patronal del pueblo donde se halla de paso, a no ser que su ausencia fuera motivo de escándalo. Pero está obligado a observar las leyes de policía relativas al orden público, a cumplir las condiciones necesarias en el territorio para la validez de los contratos y a sufrir las penas correspondientes por los delitos que cometa.

c) «Pero sí les obligan las leyes generales, aunque no rijan en su territorio, a no ser que no obliguen en el lugar donde se hallan» (en.14 § 3).

Y así, v.gr., la ley general del ayuno y abstinencia ha sido suavizada por muchos obispos de acuerdo con las últimas benignas concesiones de la Santa Sede, pero en diferentes grados y medidas. Y puede ocurrir que un peregrino se encuentre de paso en una diócesis donde rige el ayuno o la abstinencia en cuaresma tres días a la semana, en vez de uno solo que rija en su propia diócesis. En este caso está obligado a guardar los tres días, porque se trata de una ley general de la Iglesia que obliga en todas partes en toda su integridad, a no ser que el obispo la mitigue en su diócesis y en la medida de la mitigación y no más.

d) Los peregrinos pueden usar los privilegios e indultos del territorio donde se encuentran, aunque no rijan en el suyo (cf. cn.14 § 3).

Y así, en el caso anterior, el residente en la diócesis donde obliga la abstinencia cuaresmal tres días a la semana puede beneficiarse de la dispensa mayor en la diócesis donde no obliga más que un solo día cuando se encuentra en ella de paso, o sea, en calidad de peregrino.

5.a Los vagabundos, o sea, los que no tienen en ninguna parte domicilio ni cuasidomicilio (v.gr., los gitanos que andan de pueblo en pueblo), están sujetos a las leyes, tanto generales como particulares, que rigen en el lugar donde se hallen.

N. B. Sobre la promulgación de las leyes eclesiásticas, su obligación, modo de cumplirlas, interpretación y cesación de las mismas, véase lo que ya dijimos al hablar de la ley en general.

 

ARTICULO V
La ley civil

Como quiera que el hombre consta de alma inmortal y cuerpo corruptible y es un animal social por su misma naturaleza), es necesario que haya una sociedad sobrenatural encargada de orientarle hacia sus destinos eternos (la Iglesia) y otra puramente natural que se preocupe de proporcionarle su bienestar en este mundo (el Estado). La ley civil es exigida por la naturaleza misma del hombre, ya que ninguna sociedad puede subsistir sin leyes.

El moralista católico no puede prescindir de la ley civil, ya que, como veremos en seguida, cuando reúne las debidas condiciones, obliga en conciencia ante Dios y su transgresión constituye un verdadero pecado.

141. 1. Noción. La ley civil es la que resulta de la ordenación de la razón dirigida al bien común y temporal de los hombres, promulgada por la autoridad competente.

Es, como se ve, la definición misma de la ley en general, matizada con la alusión al fin propio de la ley civil, que es el bien común temporal del hombre, o sea, su felicidad en la presente vida. Ya se comprende que la felicidad temporal ha de subordinarse siempre al último fin sobrenatural, porque, tratándose del recto orden de la razón hacia el bien común, no puede ser bueno lo que se oponga al sumo Bien, ni razonable lo que se oponga a la razón.

142. 2. Autor. En general, puede ser autor de una ley todo aquel que tenga potestad de jurisdicción sobre sus súbditos colectivamente considerados (en el orden individual sólo caben preceptos, no verdaderas leyes). Quiénes sean, sin embargo, los que en las diversas naciones tengan verdadera potestad legislativa, depende de la forma de gobierno o de la propia Constitución del Estado. En algunos pocos reinos, sólo el príncipe puede dar leyes a sus súbditos (o la reina, si le corresponde a ella la jefatura del Estado, ya que la mujer es capaz de jurisdicción civil). Pero, en la mayoría de las naciones, al jefe del Estado corresponde únicamente promulgar las leyes elaboradas en las Cámaras legislativas con arreglo a la Constitución fundamental de la nación.

143. 3. Potestad del legislador humano. Que la autoridad civil tenga verdadera potestad, dentro de su propia esfera, para dar verdaderas leyes que obliguen a los súbditos, nadie con sano juicio puede ponerlo en duda. Consta por la naturaleza misma de la sociedad humana, que exige indispensablemente la dirección y control de las leyes civiles, y puede demostrarse, además, por el testimonio explícito de la misma Sagrada Escritura. He aquí algunos textos inequívocos:

«Por mí reinan los reyes y los jueces administran la justicia. Por mí mandan los príncipes y gobiernan los soberanos de la tierra» (Prov. 8,15-16).

«Todos habéis de estar sometidos a las autoridades superiores, pues no hay autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas; de suerte que quien resiste a la autoridad, resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten se atraen sobre sí la condenación» (Rom. 13,1-2).

«Por amor del Señor, estad sujetos a toda autoridad humana: ya al emperador, como soberano; ya a los gobernantes, como delegados suyos para castigo de los malhechores y elogio de los buenos. Tal es la voluntad de Dios: que, obrando el bien, amordacemos la ignorancia de los hombres insensatos» (1 Petr. 2,13-15).

144. Escolio: Sobre el origen del poder. No podemos examinar a fondo este problema, que rebasa los límites y finalidad de nuestra obra. Pero, para orientación de nuestros lectores en esta importante cuestión de Derecho político, les ofrecemos el siguiente luminoso párrafo del gran pontífice León XIII en su magistral encíclica Immortale Dei (n 4-5)

«El hombre está naturalmente ordenado a vivir en comunidad política, porque, no pudiendo en la soledad procurarse todo aquello que la necesidad y el decoro de la vida corporal exigen, como tampoco lo conducente a la perfección de su ingenio y de su alma, ha sido providencia de Dios que haya nacido dispuesto a la unión y sociedad con sus semejantes, ya doméstica, ya civil, la cual es la única que puede proporcionar la perfecta suficiencia de la vida. Mas, como quiera que ninguna sociedad puede subsistir ni permanecer si no hay quien presida a todos y mueva a cada uno con un mismo impulso eficaz y encaminado al bien común, síguese de ahí ser necesaria a toda sociedad de hombres una autoridad que la dirija; autoridad que, como la misma sociedad, surge y emana de la naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es su autor.

De donde también se sigue que el poder público por sí propio, o esencialmente considerado, no proviene sino de Dios. Porque sólo Dios es el propio, verdadero y supremo Señor de las cosas, al cual todas necesariamente están sujetas y deben obedecer y servir; hasta tal punto que todos los que tienen derecho de mandar, de ningún otro lo reciben si no es de Dios. Príncipe sumo y Soberano de todos: No hay potestad sino de Dios (Rom. 13,1)».

¿Cuál es, pues, el papel que corresponde al pueblo en el origen del poder humano? Únicamente el de elegir o señalar a su jefe según las normas del derecho natural y consuetudinario. Pero la autoridad no le viene al jefe exclusivamente del pueblo, como si éste le traspasara la suya propia y exclusiva, sino del mismo Dios, manantial y origen de todo poder legítimo. El pueblo elige o señala al jefe, pero su autoridad le viene de Dios. O sea que se trata de un poder divino (natural) recibido a través de la legitima elección del pueblo; pero no de un poder cuyo origen fontal estuviera en el pueblo mismo independientemente de Dios, como proclamaban los corifeos de la Revolución y de la Enciclopedia. Esta concepción racionalista y atea ha sido justamente rechazada por la Iglasia y está en manifiesta contradicción con la más elemental filosofía y la simple razón natural lo,

145. 4. Obligatoriedad de la ley civil. De suyo, toda ley es obligatoria, so pena de no ser verdadera ley. Pero no se trata de preguntar aquí si los súbditos del Estado están obligados a prestar obediencia a sus leyes en el fuero externo y en el orden puramente humano y temporal—que es cosa clara y evidente—, sino de averiguar si la obediencia a las leyes civiles obliga también en el fuero interno, o sea, en el orden de la propia conciencia y ante el mismo Dios.

En materia tan grave y de tanta actualidad e interés por los enormes abusos que se cometen en contra, vamos a proceder despacio, por una serie de conclusiones escalonadas.

Conclusión 1ª.: El cumplimiento de la ley civil justa obliga en conciencia ante Dios.

Es una consecuencia inevitable de los principios que acabamos de sentar. Si el poder de la legítima autoridad viene de Dios a través de la elección del pueblo, síguese que, como dice San Pablo, quien resiste a la autoridad, resiste a la disposición de Dios (Rom. 13,2). Por eso añade en seguida: Es preciso someterse no sólo por temor al castigo, SINO POR CONCIENCIA (V.5). No cabe hablar más claro ni de manera más explícita.

Y nótese que, cuando San Pablo escribió la carta a los Romanos bajo la inmediata inspiración del Espíritu Santo, desempeñaba Nerón la dignidad imperial. Lo cual quiere decir que no sólo el poder de los príncipes cristianos, sino el de los mismos paganos e infieles procede de Dios (a través del derecho natural del pueblo) y lleva consigo para el súbdito la obligación de obedecer. Es porque, al proceder de Dios toda potestad y derivarse todas las leyes de la eterna, se les comunica la virtud y eficacia de ésta.

El poder del príncipe, sin embargo, no es omnímodo o absoluto. Tiene un límite infranqueable: la honestidad y justicia de sus leyes. Cuando se sale de estos límites que le impone el mismo Dios a través de la ley natural, se convierte en un tirano: su ley no es verdadera ley, y, por lo mismo, no puede obligar en conciencia absolutamente a nadie. La desobediencia a la ley injusta la impone el mismo derecho natural. El gran pontífice León XIII proclama esta doctrina en la siguiente forma:

»Sagrado es para los cristianos el nombre del poder público, en el cual, aun cuando sea indigno el que lo ejerce, reconocen cierta imagen y representación de la majestad divina; justa es y obligatoria la reverencia a las leyes, no por la fuerza o amenazas, sino por la persuasión de que se cumple con un deber, porque el Señor no nos ha dado espíritu de temor (2 Tim. 1,7); pero si las leyes de los Estados están en abierta oposición con el derecho divino, si se ofende con ellas a la Iglesia o contradicen a los deberes religiosos, o violan la autoridad de Jesucristo en el Pontífice supremo, entonces la resistencia es un deber, y la obediencia un crimen, que, por otra parte, envuelve una ofensa a la misma sociedad, puesto que pecar contra la religión es delinquir también contra el Estado» (Inmortale Dei 31-32),

Ahora bien: ¿cuándo se conocerá que una ley es justa y legítima? En general lo serán todas aquellas que tengan por finalidad el bien común humano y no se opongan a ninguna ley natural ni positiva, divina o eclesiástica. En un Estado que se inspire en los principios católicos—como ocurre actualmente en España—, la justicia de una ley se ha de presumir siempre, mientras no se pruebe lo contrario. Pero para un examen exhaustivo habría que tener en cuenta las cuatro causas: final, eficiente, material y formal. Y así:

  1. Por parte de la causa final será justa si se ordena al bien común, como exige la justicia legal.

  2. Por la causa eficiente, si ha sido dada por la autoridad legítima y dentro de sus atribuciones.

  3. Por la material, cuando sea buena en sí misma y atendidas las circunstancias de tiempo, lugar, etc.

  4. Por la formal, cuando se impone a los ciudadanos guardando la proporción debida, como exige la justicia distributiva. La ley debe tener en cuenta el lugar que ocupa cada súbdito en el conjunto de la nación por su dignidad, riquezas, etc..

Hay que advertir que la ley civil justa obliga en conciencia aunque el legislador no haya pensado o no se preocupe de esta clase de obligación, con tal que no excluya por completo la obligación e imponga una verdadera ley. Porque, puesto el precepto, se sigue espontánea y naturalmente la obligación de cumplirlo en virtud de la ley natural y de la voluntad de Dios, que preceptúa la obediencia a los superiores. Aparte de que el legislador humano quiere la observancia de la ley del modo mejor y más eficaz, sobre todo cuando se trata de cosas del todo necesarias para el bien común.

Al contestar a la objeción de que cómo es posible que un inferior, como es el legislador humano, pueda imponer obligación en conciencia invadiendo el foro superior divino, contesta Santo Tomás diciendo que la Sagrada Escritura nos testifica que toda potestad humana viene de Dios, y, por lo mismo, el que resiste a la autoridad humana(en las cosas que son de su competencia), resiste a la disposición de Dios (Rom. 13,2) y se hace reo ante El (I-II,96,4 ad 1).

Conclusión 2.a: Cuando la ley civil es injusta, no obliga en conciencia y puede ser obligatorio desobedecerla abiertamente.

Es un sencillo corolario de los principios que acabamos de sentar. La ley injusta, al carecer de la rectitud necesaria y esencial a toda ley, no puede ser verdadera ley; y lo que no es ley, a nadie puede obligar.

La ley humana puede ser injusta por un doble capítulo: o porque falla alguna o algunas de las cuatro causas anteriormente mencionadas, o porque contradice al bien divino. En realidad, estas dos fuentes de injusticia pueden reducirse a una, ya que lo que no es honesto en el orden natural contradice al bien divino, y lo que contradice al bien divino no puede ser honesto en el orden natural. Escuchemos al Doctor Angélico explicando admirablemente estas cosas:

"Las leyes pueden ser injustas por dos capítulos: o porque contradicen al bien común humano, ya sea por razón del fin (como si algún jefe impone leyes onerosas a los súbditos que no pertenecen a la utilidad común, sino más bien a su propia avaricia o gloria), o por razón de su autor (como si alguien trata de imponer una ley que excede su propia autoridad), o por razón de la forma (como si se distribuyeran desigualmente las cargas a la multitud, aunque se ordenaran al bien común).

Todas estas cosas más bien son violencias que leyes. De donde tales leyes no obligan en el foro de la conciencia, a no ser acaso para evitar el escándalo o males mayores, porque entonces se debe ceder el propio derecho.

El segundo modo con que las leyes pueden ser injustas es cuando contradicen el bien divino, tales como las leyes de los tiranos que inducen a la idolatría o a cualquier otra causa contra la ley divina. Y tales leyes de ninguna manera es lícito cumplirlas, según aquello que se nos dice en los Hechos de los Apóstoles: Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres (Act. 5,29» (I-II, 96,4.).

De estos principios se deducen las siguientes conclusiones prácticas:

1ª La ley civil que se oponga manifiestamente a la ley natural, o a la divina positiva, o a la eclesiástica, no solamente no obliga en conciencia, sino que es obligatorio desobedecerla, boicotearla y hacer lo posible para que nadie la cumpla. Ya que se trata de una ley injusta, perniciosa al bien común y, por lo mismo, desprovista en absoluto de todo valor jurídico.

Una ley que no tiene utilidad para el bien común puede, sin embargo, obligar (con tal que nada contenga contra la ley natural, divina o eclesiástica) en circunstancias especiales, v.gr., para evitar el escándalo, perturbaciones sociales, etc.

3ª La ley dada contra todo derecho por el que no tiene potestad legítima, pero que la detenta por haberla usurpado violentamente, no obliga en conciencia si todavía no posee el mando pacíficamente; pero si ya lo posee pacíficamente, obligan las leyes que promuevan el bien común; porque la sociedad no puede subsistir sin potestad de régimen y sin leyes a las que el pueblo obedezca por razón del bien común. Pero no obligan las leyes dadas directamente contra el legítimo príncipe, porque quebrantan un derecho cierto.

4ª La ley que quebranta la justicia distributiva (v.gr., imponiendo tributos excesivos y francamente injustos) no obliga en la parte excesiva e injusta, a no ser en circunstancias especiales, por razón del escándalo, perturbaciones públicas, etc. Pero obliga en la parte justa, a no ser que el exceso de desproporción en distribuir las cargas fuese tan grande, que la misma ley resultare nociva al bien común.

Nótese, sin embargo, que es preciso, para liberarse de la obligación de cumplirla, que conste con certeza la injusticia de la ley, pues de lo contrario la presunción está de parte del legislador, ya porque posee ciertamente el derecho de imponer leyes y no se le puede quitar por una simple duda más o menos fundada, ya porque puede tener razones que se le oculten al súbdito, ya porque, de lo contrario, los súbditos se tomarían excesivas libertades en torno a la observancia de las leyes, que rara vez acertarían a ser tan claras y justas que no les parecieran a muchos dudosas por aparentes razones y fútiles pretextos.

Conclusión 3.a: Las leyes civiles justas que establecen derechos o transfieren el dominio de una cosa, ordinariamente obligan en conciencia, por verdadera justicia conmutativa y no sólo por justicia legal; y esto incluso antes de la sentencia del juez.

PRENOTANDO. En el tratado de justicia expondremos el concepto de justicia conmutativa y el de justicia legal. Aquí nos basta tener en cuenta que el quebrantamiento de la justicia conmutativa impone en el fuero de la conciencia, y aun antes de la sentencia del juez, la obligación estricta de restituir.

PRUEBA. La razón es porque tales leyes son justas y sin su observancia quedaría lesionado el bien público y se haría imposible la pacífica convivencia de los ciudadanos. Esas leyes no son, además, sino justas determinaciones de la ley natural, que no puede determinar todos los casos particulares. Y así, v.gr., obligan en conciencia, por justicia conmutativa, las leyes civiles que conceden al posesor de buena fe la propiedad de los frutos percibidos por la cosa ajena poseída, o a los padres el usufructo de los bienes de sus hijos, o designan la parte legítima de la herencia que corresponde a los hijos, o adjudican la mitad del tesoro al que lo halló y la otra mitad al dueño del terreno donde estaba, o que imponen la reparación de daños al que los causó con sola culpa jurídica y no moral (v.gr., inadvertidamente), etc.

Conclusión 4ª: Las leyes civiles irritantes obligan en conciencia después de la sentencia del juez.

Es la sentencia más común entre los moralistas y, desde luego, muchísimo más probable que su contraria. Porque tales sentencias judiciales son justas y, por lo mismo, es obligatorio obedecerlas, como debe obedecerse al superior cuando manda algo legítimamente. Y así, v.gr., si el juez declara inválido algún testamento informe, hay que tenerlo como inválido incluso en el fuero de la conciencia; si declara inválido cualquier otro contrato meramente civil (v.gr., la venta realizada por algún menor de edad), es inválido también en el fuero de la conciencia. Lo exige así el bien común, que manda obedecer al juez cuando falla una causa dentro de sus atribuciones; de lo contrario, se originarían entre los ciudadanos infinidad de perturbaciones.

Sin embargo, no parece que esas leyes civiles induzcan obligación de conciencia antes de la sentencia del juez. Porque, aunque el legislador civil tiene ciertamente la potestad de dar leyes irritantes aun en el foro de la conciencia, sin embargo, puede presumirse rectamente que, de ordinario, no tiene intención de imponer tal obligación en conciencia, ya que la finalidad de su ley puede obtenerse por la sola irritación en el fuero externo.

Conclusión 5ª: Los súbditos siempre pueden seguir en conciencia las disposiciones de la ley civil, a no ser que lesionen manifiestamente el derecho natural, divino o eclesiástico.

Porque, mientras no se demuestre lo contrario o se vea claramente que lesiona esos derechos superiores, la ley civil se presume justa y equitativa. De donde puede seguirse con toda tranquilidad de conciencia. Por eso es muy de aconsejar que los confesores inculquen oportunamente la observancia de las leyes civiles justas y que traten de acomodar a ellas sus propias decisiones en materia de moralidad.


ARTICULO VI
Las leyes meramente penales

Hemos llegado a un punto interesantísimo, que vamos a estudiar cuidadosamente dada la importancia práctica y enorme repercusión social que de su recta o falsa solución se sigue inevitablemente.

146. 1. Noción. Según el esquema que hemos propuesto más arriba al dividir la ley en general, una de sus divisiones se tomaba por razón de la obligación, y era tripartita: moral, penal y mixta.

a) LEY MORAL es aquella que obliga a culpa sin ninguna pena o sanción jurídica (v.gr., la obligación de oír misa los domingos; quien la quebranta comete un pecado grave, pero no queda excomulgado ni recibe en este mundo ninguna sanción jurídica).

b) PENAL sería aquella cuyo quebrantamiento no supondría culpa moral alguna (aunque si jurídica), pero llevaría aneja la obligación en conciencia de sufrir una pena (v.gr., de pagar una multa por haber cruzado la calle por sitio indebido).

c) MIXTA, en fin, es aquella cuyo quebrantamiento lleva consigo una culpa moral y su pena o sanción jurídica correspondiente (v.gr., el aborto voluntario es un gravísimo pecado, que lleva consigo excomunión por parte de la ley eclesiástica y multa y cárcel por la ley civil).

147. 2. Un poco de historia. La doctrina de las leyes meramente penales ha sufrido una gran evolución a través de los siglos. He aquí sus principales vicisitudes :

a) Fue enteramente desconocida de la antigúedad clásica.

b) Aparece por primera vez en el prólogo de las Constituciones de la Orden de Santo Domingo, aprobadas por el capítulo general celebrado en París en 1236. En el texto actual de las Constituciones dominicanas figura la declaración en el número 32 § 1, que dice así: «Para proveer a la unidad y a la paz de toda la Orden, queremos y declaramos que nuestra Regla, Constituciones y Ordenaciones de los capítulos y de los prelados no nos obliguen a culpa o a pecado, sino solamente a la pena señalada para los transgresores en las mismas Constituciones u Ordenaciones, o a la que señalen los prelados. Obligan.a culpa, sin embargo, cuando se interpone precepto formal o se quebrantan por desprecios 15.

c) Poco a poco fué abriéndose paso esta doctrina e invadiendo el terreno civil; pero no llegó a predominar del todo hasta el siglo XIX, en que prevalecieron las doctrinas individualistas,

d) En el siglo XX, a medida que la idea de la justicia social va abriéndose camino, van disminuyendo sus partidarios. En la actualidad son ya muchos los teólogos que se oponen abiertamente a la teoría de las leyes meramente penales.

148. 3. Distintas opiniones. Naturalmente que tanto los partidarios corno los impugnadores de la teoría de las leyes meramente penales, con relación principalmente a las leyes del Estado, pretenden apoyarse en argumentos sólidos. He aquí un resumen de los principales en uno y otro sentido:

Argumentos a favor de su existencia*

1) El legislador puede, si lo juzga suficiente para el cumplimiento de su ley, imponerla tan sólo como meramente penal y no obligatoria en conciencia. Ya sea de una manera disyuntiva («haz esto, o paga la multa: elige libremente»), ya con una obligación moral que afecta sólo a la pena condicionada a la transgresión de la ley con sólo culpa jurídica («Si haces esto, no pecas; pero tendrás obligación en conciencia de pagar la multas), ya con la doble obligación puramente jurídica, sin afectar al orden moral (a no ser indirectamente con relación a la pena, en virtud de la ley divina, que manda obedecer a las leyes justas).

2) Dada la multiplicidad y constante variación de las leyes (sobre todo en materia fiscal y económico-social), que las hacen menos necesarias para el bien común y menos aptas para imponer obligación de conciencia, pueden considerarse muchas de ellas como meramente penales, tanto más cuanto no pocas veces es lícito poner en duda su legitimidad, ya sea por descuidar la verdadera justicia distributiva (imponiendo cargas casi por igual a los ricos y a los pobres), ya por el demasiado intervencionismo del Estado en actividades que son de la competencia de los ciudadanos o de las sociedades inferiores.

3) Los legisladores civiles modernos no se preocupan ni tratan de obligar en conciencia a sus súbditos, sino únicamante de hacer cumplir las leyes con procedimientos psicológicos y coactivos, y quieren el orden jurídico separado de la moral. Y con esta mentalidad del legislador coincide la persuasión de la mayor parte de los súbditos.

4) En caso de duda, y a falta de una declaración explícita del legislador, podrá reconstruirse su voluntad presunta de no imponer obligación moral : a) por la forma de mandar alternativa o condicionada; b) por la materia más o menos necesaria al bien común; c) por la cuantía de la pena impuesta al transgresor; d) por la costumbre interpretativa de su ley.

Argumentos en contra**

1) La voluntad del legislador no puede por sí misma decidir acerca de la no obligatoriedad en conciencia de una ley, si ésta es por esencia obligatoria, así como no puede tampoco declarar obligatoria una ley injusta. La fuerza obligatoria de la ley humana proviene de su dependencia de la ley natural, de la que es un eco y determinación concreta; y esto no depende de la libre voluntad del legislador humano, sino de la naturaleza misma de las cosas. Aparte de que se seguiría el absurdo de que el legislador, que habría desobligado del vínculo moral de la ley (que es lo primario y esencial en ella), no podría hacer lo mismo con la pena (que es lo secundario y accidental), porque entonces su ley habría desaparecido del todo para convertirse en un mero consejo.

Estos inconvenientes no se obvian con ninguna de las tres explicaciones propuestas. Porque: a) en la teoría de la obligación disyuntiva se seguiría la paradoja de que la ley penal sólo merece el nombre de ley cuando se infringe, ya que únicamente entonces obliga a algo: a la pena; b) en la de la obligación condicional, tampoco se resuelve el conflicto, porque, si la ley es necesaria y conveniente al bien común, es obligatoria en conciencia por su naturaleza misma; y si no lo es, no hay obligación alguna, ni moral ni civil o jurídica, porque no es verdadera ley; y c) en la de la obligación puramente jurídica, ¿por qué se invoca la ley divina para obligar a la pena, que es lo accesorio de la ley, y no se acude a ella para garantizar el cumplimiento de la ley en cuanto dicta una conducta a seguir, que es lo primario y fundamental? Y si no hay actos humanos deliberados que sean indiferentes en concreto, y si el cumplimiento de la ley puramente penal es, por consiguiente, forzosamente bueno en sentido moral, ¿cómo no ha de ser forzosamente mala, moralmente, su transgresión? Si no hay obligación de cumplir en conciencia ni el mandato ni la pena, ¿cómo pueden estar unidos, aun cuando luego se distingan, la moral y el derecho?

2) No vale el argumento de la excesiva multiplicidad de las leyes o del intervencionismo del Estado. Porque si, a pesar de su multiplicidad, las leyes son justas, obligan en conciencia a su cumplimiento; y si no lo son, no obligan en modo alguno, ni ante Dios ni ante los hombres. Su infracción estaría plenamente justificada, pero no por ser leyes meramente penales, sino simplemente por no ser leyes en modo alguno.

3) Ni vale tampoco afirmar que el legislador moderno no se preocupa ni intenta obligar en conciencia a los súbditos, porque no puede citarse una sola ley civil en la que el legislador declare expresamente que no quiere obligar en conciencia a los súbditos. Y, siendo esto así, ¿por qué ha de recaer sobre el legislador la obligación de demostrar que quiso obligar en conciencia—siendo éste, como es, el efecto normal de toda ley justa—y no sobre el teólogo o el súbdito la de probar realmente (y no por vagas presunciones contra toda lógica) que no quiso obligar en conciencia?

4) No valen tampoco las razones alegadas para resolver este conflicto en caso de duda sobre la mente del legislador: a) no la forma de mandar alternativa o condicionada, porque hoy día todas las leyes son imperativas; b) no la materia menos necesaria al bien común, porque, si es del todo innecesaria, se trata de una ley injusta y deja de ser ley; y si sólo se trata de mayor o menor conveniencia, sirve únicamente para determinar el grado mayor o menor de culpabilidad que llevará consigo su infracción, pero no para declararla meramente penal; c) ni la cuantía de la pena impuesta al transgresor, ya que, mientras para los teólogos antiguos la gravedad de la pena era indicio de que se trataba de una ley obligatoria en conciencia, modernamente, por el contrario, se interpreta en el sentido de que se trata de ley puramente penal, en la que el legislador agrava la pena porque se contenta con imponer ésta, sin exigir el cumplimiento directo de la norma; d) ni, finalmente, la costumbre interpretativa de su obligatoriedad, porque, aparte de que no se sabe si se trata de la costumbre de los doctos o de la del pueblo, es evidente que una de dos: o se trata de una derogación consuetudinaria de una norma o, en caso contrario, no puede echarse mano de la estadística de los observantes para afirmar o negar una obligación en conciencia, sino, a lo sumo, para excusar una conciencia errónea no culpable.
________________
*Cf. ZALBA, Theologiae Moralis Summa I n.461-470.
**Cf.
ANTONIO DE LUNA, Moral profesional del abogado, en Moral profesional (C. S. I. C., Madrid 1954) p.270-283, con cuyas ideas nos sentimos por completo identificados. Transcribimos, a trozos, sus mismas palabras.
Uno de los autores modernos que mejor ha estudiado la no existencia de leyes meramente penales es el dominico francés P. Renard en su magnífica obra La théorie des leges mere pénales (París 1929).

149. 4. Principios para una recta solución. Examinando con serenidad y desapasionamiento los argumentos de ambas partes y, sobre todo, la naturaleza misma de las cosas, nos parece que se puede llegar razonablemente a las siguientes conclusiones :

Conclusión 1ª: Toda verdadera ley, en el sentido estricto de la palabra, establece un vínculo moral para los súbditos y, por consiguiente, obliga en conciencia a su cumplimiento.

Rectamente entendida, nos parece que esta conclusión es del todo cierta, y no puede ser rechazada razonablemente por nadie.

Para su recta interpretación es preciso cargar el acento sobre aquella cláusula restrictiva: toda verdadera ley en el sentido estricto de la palabra. Porque sucede, en efecto, que se da el nombre de leyes a ciertas normas directivas o estatutos particulares que, en realidad, no alcanzan la talla o categoría de verdaderas leyes en el sentido riguroso y técnico de la palabra; y en este tipo de leyes imperfectas, o secundum quid, no hay inconveniente en admitir, nos parece, la posibilidad de normas meramente penales. Volveremos en seguida sobre esto.

La razón intrínseca por la que nos parece que no pueden admitirse leyes meramente penales cuando se trate de verdaderas leyes, es porque el legislador no puede alterar a su voluntad la naturaleza misma de las cosas. La ley humana, tanto eclesiástica como civil, en tanto es verdadera ley en cuanto sea un reflejo de la ley natural y divina y, en última instancia, de la ley eterna, identificada con la esencia misma de Dios. Y si, como se demuestra en filosofía tomista, las esencias de las cosas no dependen de la voluntad de Dios (v.gr., Dios no puede hacer que dos y dos sean cinco), sino del entendimiento divino, que las dicta y crea tal como deben ser, muchísimo menos dependerá de la voluntad del hombre alterar a su capricho el orden natural de las cosas, declarando que no establezca vínculo moral lo que lo establece naturalmente y por sí mismo. Ahora bien: toda ley verdadera y legítima, en cuanto reflejo que es de la ley natural y eterna, establece un vínculo moral que nadie puede substraerle, y obliga, por consiguiente, en conciencia a su cumplimiento.

Este razonamiento nos parece que no tiene vuelta de hoja, y de él se sigue como consecuencia lógica que no existen leyes propiamente tales que puedan tener un carácter meramente penal. Lo que sí concedemos sin dificultad alguna es que caben infinidad de grados en la culpabilidad moral que lleva aneja su transgresión. A veces se tratará de una falta insignificante, venialísima, por tratarse de una materia que sólo muy de lejos se relacione con el bien común. Pero cuando se quebranta conscientemente cualquiera verdadera ley, por insignificante que sea, se comete siempre alguna falta de orden moral, o sea, en el fuero interno de la conciencia.

Pongamos un ejemplo para que aparezca con mayor claridad la verdad de esta doctrina. Si hay algunas disposiciones civiles que parezcan tener todas las características de leyes meramente penales, son, sin duda alguna, las relativas al tráfico por carreteras o a la circulación urbana en las grandes ciudades. ¿Por qué se limita la velocidad que han de llevar los automóviles en determinados parajes o se nos manda circular por la derecha, imponiéndonos una multa si lo hacemos por la izquierda? Indudablemente, porque el legislador ha visto la conveniencia de esa disposición para evitar accidentes o conflictos circulatorios; o sea, ha ordenado el cumplimiento de una norma encaminada al bien común de los ciudadanos. Si no fuera así, o sea, si hubiera dado aquella disposición por puro capricho, sin relación ninguna al bien común, su mandato sería puramente arbitrario e injusto y no tendría valor alguno obligatorio, ni a culpa ni a pena. El legislador habría rebasado sus atribuciones de tal y su disposición carecería en absoluto de valor legal, ya que no sería una «ordenación de la razón dirigida al bien común*, como exige la definición misma de la ley. Toda la fuerza obligatoria de aquella disposición le viene, pues, de su íntima conexión con la ley natural, que ordena al legislador imponer orden en el modo de conducirse los ciudadanos para lograr el bien común de todos. De donde es forzoso concluir que todas las leyes humanas y civiles en tanto son leyes en cuanto son determinaciones explícitas y concretas de lo que está implícito o indeterminado en la ley natural, que ordena al legislador procurar el bien común de todos los ciudadanos; y, por lo mismo, todas ellas obligan en conciencia, aunque en mayor o menor grado según la importancia o transcendencia de la ley en orden al bien común.

Una confirmación, al menos indirecta, de la verdad de estos principios nos parece verla en el hecho de que en el Código canónico no se contiene una sola ley que sea meramente penal. No nos atrevemos a decir que esta ausencia signifique que la Iglesia no admita la posibilidad de leyes meramente penales, pero es indudable que su actitud es altamente significativa y, al menos indirectamente, confirma la teoría que las niega.

Conclusión 2ª: En sociedades imperfectas caben normas directivas (no verdaderas leyes) que obliguen únicamente a culpa meramente jurídica y a su correspondiente sanción penal.

Esta conclusión, perfectamente conciliable con la anterior, nos parece también del todo cierta, si se interpretan rectamente los términos de la misma. Veámoslo :

EN SOCIEDADES IMPERFECTAS. COMO es sabido, la sociedad, en general, no es otra cosa que «la reunión de muchos en orden a un fin común bajo la dirección de la autoridad competente». Se llama perfecta si subsiste por sí misma, se basta ella sola para obtener su propio fin y es del todo independiente de cualquier otra sociedad. Y se llama imperfecta cuando le faltan esas condiciones o, al menos, alguna de ellas. La Iglesia y el Estado son sociedades perfectas, cada una en su propia esfera. Dentro de la Iglesia son sociedades imperfectas una Orden religiosa, una diócesis, una parroquia, etc. Dentro del Estado, y en cuanto forman parte de él, una provincia, una ciudad, una sociedad particular (cultural, económica, deportiva, etc.) y, a fortiori, la sociedad doméstica o familiar.

CABEN NORMAS DIRECTIVAS (NO VERDADERAS LEYES). En cuanto sociedades, aunque imperfectas, ya se comprende que tienen que tener una autoridad y un cuerpo legislativo propio, más o menos completo; de lo contrario, no podrían subsistir mucho tiempo, ya que es imposible una sociedad cualquiera sin autoridad y sin ley. Pero consideradas no de una manera absoluta y en sí mismas, sino como parte de un todo más universal (la Iglesia o el Estado), no son sujeto de leyes propiamente tales, ya que el propio legislador tiene que subordinarse a una ley humana, eclesiástica o civil, que le envuelve a él mismo como súbdito. El legislador interno de estas sociedades imperfectas puede y debe dar normas directivas para el gobierno de las mismas, pero no verdaderas leyes que tengan por sí mismas carácter absoluto y universal, como las propias de las sociedades perfectas. Algunos teólogos dicen que se trata, a lo sumo, de leyes imperfectas y hasta cierto punto o secundum quid.

QUE OBLIGUEN ÚNICAMENTE A CULPA MERAMENTE JURÍDICA Y A SU CORRESPONDIENTE SANCIÓN PENAL. No hay inconveniente en admitir en esta clase de leyes imperfectas, o mejor aún, de normas directivas, la categoría meramente penal que rechazábamos en la verdadera ley. Porque, no siendo normas dirigidas u ordenadas al bien común universal—como las de la verdadera ley—, sino a un grupo reducido de miembros que pertenecen como verdaderos súbditos a otra sociedad más alta (la Iglesia o el Estado), y siendo por otra parte, sociedades puramente facultativas, en las que los miembros ingresan en ellas libremente y se obligan voluntariamente a cumplir las ordenanzas de la misma en la forma que el legislador particular ha querido determinar y no más, no hay inconveniente en que ese legislador declare expresamente que no quiere ligar la conciencia de sus súbditos imponiéndoles una obligación moral, sino tan sólo de tipo meramente jurídico, a la que se le adjudica como obligatoria una determinada sanción penal, por entender que es suficiente esta forma de mandar para obtener el fin interno que la sociedad se propone en cuanto tal.

El simple buen sentido parece poner fuera de duda la posibilidad de estas normas meramente penales (aun sin la expresa declaración del jefe) cuando se trata de una sociedad imperfecta de tipo civil. Sería ridículo decir que la falta de asistencia a una junta general preceptuada por los estatutos de una sociedad deportiva constituye un pecado venial. Se trata únicamente de una culpa meramente jurídica contra los estatutos de esa sociedad, que quizás lleve consigo la expulsión como socio de la misma como sanción penal por la falta cometida; pero sería francamente excesivo ver en esa falta una perturbación del orden natural de las cosas que establezca un verdadero pecado, por muy venial que sea, en el fuero interno de la conciencia.

Más difíciles de justificar resultan esas normas meramente penales tratándose de sociedades eclesiásticas, como las Ordenes religiosas. Y, sin embargo, es un hecho que gran número de Ordenes religiosas, a partir de la de Santo Domingo, y, por disposición general de la Iglesia, todas las Congregaciones modernas, declaran expresamente que su legislación interna no obliga de suyo a culpa moral alguna, sino sólo a sufrir la sanción penal correspondiente a su transgresión. A nosotros nos parece ver el fundamento jurídico de esta clase de mandatos en el hecho de que no se trata de verdaderas leyes, sino únicamente de normas directivas, que obligan tan sólo en el grado y medida que el legislador quiera imponer y no más; y ello no por una determinación caprichosa del legislador, sino por haber estimado, bajo el juicio inmediato de su prudencia gubernativa, que esa forma de mandar era suficiente para promover el bien de los súbditos y obtener el fin particular y concreto que se propone su Orden religiosa en cuanto tal. Sin embargo, en la práctica será muy difícil que el súbdito que conculca voluntariamente una de esas normas directivas no corneta un verdadero pecado venial de negligencia, etc., que podría incluso llegar a mortal si lo hiciese por desprecio de la ley o quebrantando un precepto formal del superior que hubiera recaído sobre aquella simple norma directiva. Lo advierte expresamente Santo Tomás en un texto modelo de claridad y precisión. He aquí sus propias palabras:

"El que profesa la regla no hace voto de observar todo lo que en la regla se contiene, sino de vida regular, que, esencialmente, consiste en las tres cosas predichas (los votos). Por lo que en algunas Ordenes religiosas profesan más cautelosamente, no la regla, sino vivir según la regla, o sea, tender a informar las propias costumbres según la regla tomada como ejemplar. Y esto se destruye por el desprecio.

En otras religiones, todavía más cautelosamente, profesan obediencia según la regla, de suerte que no va contra la profesión sino lo que va contra el precepto de la regla. La transgresión u omisión de las otras tres cosas obliga sólo a pecado venial. Porque, como ya hemos dicho, estas otras cosas son disposiciones para los principales votos; y el pecado venial es disposición para el mortal, en cuanto impide aquellas cosas por las que uno se dispone a cumplir los principales preceptos de la ley de Cristo, que son los preceptos de la caridad.

En alguna otra religión, a saber, la de los Hermanos Predicadores, tal transgresión u omisión no obliga de suyo (ex genere suo) a culpa mortal ni venial, sino sólo a la pena señalada: porque de este modo se obligan a observarla. Los cuales, sin embargo, pueden pecar venial o mortalmente por negligencia, liviandad o desprecio».