Restituir lo adquirido injustamente
Ricardo Sada Fernández
El auténtico arrepentimiento trae consigo la obligación de reparar los perjuicios causados por lo que hemos adquirido o dañado injustamente.
Cualquier injusticia trae consigo la obligación de restituir, es decir, de
reparar los perjuicios causados por lo que hemos adquirido o dañado
injustamente. El auténtico arrepentimiento de los pecados contra el séptimo
mandamiento debe incluir siempre la intención de restituir tan pronto sea
posible (aquí y ahora si se puede) todos los efectos causados por nuestra
injusticia.
Si faltara en quien se confiesa de robo este propósito, no podría recibir de
modo válido el sacramento de la penitencia. Si el pecado ha sido mortal y el
ladrón o estafador muere sin haber hecho ningún intento para restituir aun
pudiendo hacerlo, muere en estado de pecado mortal. Ha malbaratado su
felicidad eterna cambiándola por ilícitos beneficios económicos.
¿Y también los pequeños hurtos? Incluso ellos: los pecados veniales de
injusticia no pueden perdonarse si no se restituye o no se hace el propósito
sincero de restituir. Quien muere con pequeños hurtos o fraudes sin reparar,
comprobará que el precio de sus bribonerías le costará en el Purgatorio mucho
más caro que lo obtenido con sus injustas ganancias. Y será bueno mencionar de
pasada que los pequeños hurtos pueden constituir un pecado mortal si se da una
serie continuada de ellos en un breve lapso de tiempo, de modo que su total
sea considerable. Un lechero que diariamente ponga un poco de agua a la leche
que vende será reo de pecado mortal cuando el importe total alcance a ser
materia de consideración.
Existen algunos principios fundamentales que regulan las obligaciones de la
restitución. El primero de ellos es que la restitución debe hacerse a la
persona a quien se robó, o a sus herederos si ya está muerta. Y, en el caso de
que sea imposible localizar al afectado -por ejemplo, si se roban neumáticos
de coches en una gran ciudad-, se aplica otro principio: la restitución deberá
hacerse entonces dando los beneficios ilícitos como limosna, a los pobres, a
la iglesia, a las misiones o a cualquier labor de beneficencia.
No es imprescindible que el que restituye dé a conocer su fechoría y arruine
con ello su reputación; puede restituir anónimamente, por correo, por medio de
un tercero o por cualquier otro método que proteja su buen nombre. Tampoco se
exige que una persona se prive a sí misma o a su familia de los medios para
atender las necesidades ordinarias de la vida para lograr esa restitución.
Sería una actitud deplorable gastar en lujos o caprichos sin hacer la
restitución, comprando, por ejemplo, una televisión o un perfume francés. Pero
esto tampoco quiere decir que estemos obligados a vivir a pan y agua, y a
dormir a la intemperie hasta que hayamos restituido.
El siguiente principio es que debe devolverse lo mismo que se robó, si esto es
posible. Debe devolverse también cualquier otra ganancia natural que hubiera
resultado de ese objeto robado; los huevos, por ejemplo, si lo que se robó fue
una gallina. Solamente cuando ese objeto ya no exista o esté estropeado sin
posible reparación, puede hacerse la restitución entregando su valor en
metálico.
Con lo ya expuesto hasta aquí podemos tener una idea de lo complicadas que, a
veces, pueden resultar las cuestiones de la justicia. Por eso, no debe
sorprendernos que incluso el sacerdote tenga que consultar con especialistas,
o repasar sus libros de teología en estas materias, cuando se le hagan
planteamientos al respecto.
¿Por qué es pródigo el hijo en la parábola?
En cierta ocasión pregunté por qué se le daba el adjetivo de “pródigo” a ese
hijo al que se refiere Jesucristo en la hermosísima parábola que San Lucas
recogió en su Evangelio. Me contestaron que se le llamaba así porque el hijo
se había arrepentido y había vuelto a la casa de su padre. Entonces, pregunté,
¿por qué no se le llama el hijo contrito o arrepentido? Y es que se le dice
pródigo por haber gastado el dinero paterno de modo vano, derrochándolo; es
decir, por haber caído en el vicio de la prodigalidad.
El décimo mandamiento se refiere a la actitud interior hacia los bienes
materiales, así como el séptimo mandamiento hace referencia más bien al hecho
externo y objetivo. Dios nos pide en el último de sus preceptos que nuestro
corazón esté libre de cualquier atadura a lo material, pues sólo así podemos
amarlo a Él con la plenitud que nos pide. Dios creó las maravillas de este
mundo para que nos ayuden a conseguir la propia perfección humana y
espiritual, no para que nos la impidan.
Ejercitando la virtud llamada liberalidad vivimos el décimo mandamiento. Esta
virtud está situada entre dos extremos viciosos, por un lado la avaricia (amor
desordenado a lo material), y por otro la prodigalidad, que como dijimos es el
despilfarro, la ostentación y gasto en lo superfluo. A su vez, la avaricia
puede adoptar las modalidades de codicia (deseo de acumular más, y más, y
más...), y la tacañería (no hacer los gastos razonables, o hacerlos a
regañadientes).
Muy posiblemente las esposas pondrían a sus maridos en esta última
clasificación. A los maridos, en cambio, les parecería que sus esposas
incumplen el décimo mandamiento por gastar irracionalmente, sin cuidado ni
medida: “la esposa pródiga”. Lo cierto es que todos debemos vivir
desprendidos, ser “pobres de espíritu”, pues las advertencias de Jesús son muy
claras: “no se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero” (Mt. 6, 24);
“es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, a que un rico entre
en el reino de los cielos” (Lc. 18, 25).
Quizá nos ayude a tener una mejor conceptualización de este precepto recordar
enseñanzas de Juan Pablo II y de la Tradición de la Iglesia. En su Encíclica
Sollicitudo rei socialis (num. 42), el Papa nos presenta dos postulados para
nuestra reflexión:
- “Los bienes de este mundo están originalmente destinados a todos. El derecho
a la propiedad es válido y necesario, pero no anula el valor de tal
principio”.
- “Sobre cada bien particular grava una hipoteca social, es decir, posee como
cualidad intrínseca, una función social fundada y justificada precisamente
sobre el principio del destino universal de los bienes”.
El pródigo no tiene en cuenta que, respecto de Dios, no es dueño de su
fortuna, sino el administrador; y que, aun en el supuesto de haber cumplido
todos sus deberes de caridad y justicia, no puede proceder a su antojo con lo
que tiene, sino que debe atender al destino primordial de los bienes terrenos.
Y los bienes terrenos son, en su origen, para todos los hombres.
Por eso ya desde la antigüedad, los Santos Padres enseñaron que “lo que a ti
te sobra, pertenece a otro”. Dios ha dispuesto, en su Sabiduría infinita, que
el progreso humano haga posible en cada época que todo hombre tenga, a partir
del trabajo y la explotación del universo físico, lo necesario para una vida
digna. Pero el acaparamiento excesivo, lo superfluo, y el dispendio tienen
siempre razón de injusticia: “el pan que tú guardas pertenece al hambriento.
Los vestidos que tienes en tu cofre, al desnudo. El calzado que se pudre en tu
casa, al descalzo. El dinero que atesoras, al necesitado” (San Basilio,
Homilía sexta, PG 31, 277).