Los cerrojos del corazón

 

Ricardo Sada Fernández

 

La pureza interior va más allá de lo puramente sexual, pues los afectos del corazón encuentran la paz. cuando se vacía del yo para que lo llene Dios.

 


Quizá con demasiada frecuencia se centra la lucha por la pureza de una persona en los aspectos relativos al sexto mandamiento. Y quizá también con demasiada frecuencia esa lucha no se centra en vivir el noveno. Y este mandamiento, bien vivido, valga decirlo, es la clave para vivir el sexto.

El noveno nos habla de los pecados interiores: “no consentirás pensamientos ni deseos impuros”. Si la lucha se ha ganado en el corazón, la victoria exterior está asegurada, ya que toda acción humana está siempre antecedida por un propósito interior. Si la lucha se perdió allá dentro, la derrota -total o parcial, de obra o de palabra-, también se ha producido ya: “en verdad os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón” (Mt. 5, 18), pues “es del interior del hombre de donde proceden”, nos sigue diciendo Jesús, “los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos...” (Mt 15, 8).

Pero la pureza interior que se nos manda en este precepto -importa mucho entenderlo-, va más allá de lo puramente sexual, ya que prescribe también el orden en los afectos del corazón. Al corazón hay que guardarlo, cuidarlo, orientarlo. Siete cerrojos necesita, pues su fuerza -que es el amor- es la mayor de todas: bien encauzada, nos santifica; desbocada, nos destruye. ¡Cuántos matrimonios deshechos, cuántas vocaciones frustradas, por descorrer los cerrojos! ¡Cuántos enamoramientos, y cuántos sufrimientos, por los descuidos en la afectividad!.

El corazón, como todo en el hombre, debe estar regido por la recta razón, iluminada por la fe. Necesita una educación que lo oriente y lo lleve a madurar, como el niño necesita que lo enseñen a usar el tenedor y la cuchara. Y esa educación empieza -más que por evitar que se cuele algún amor malo-, por evitar que se salga el bueno. Nuestro corazón tiene una enorme necesidad de amar, y de amar sin limitaciones. Y cuando no está enamorado de quien debe -de Dios, en primer lugar- busca otros amores, que muchas veces no serán sino amoríos. Por eso, el noveno mandamiento (y todos) se vive viviendo el primero: “amarás, al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”.

Enseguida, debemos considerar que el amor verdadero viene con el sacrificio y la entrega, después de mucho tiempo de haberse probado, y es el que busca el bien de la persona amada. El sacrificio es la piedra de toque del amor (aunque, bien lo sabemos, mucho se ha distorsionado esta palabra, la más grande, pues Dios es amor).

El amor repentino -los enamoramientos juveniles- no son de ordinario sino amores egoístas: se quiere a una persona, es verdad, pero sólo por los beneficios -reales o imaginarios- que se piensa obtener de ella: presencia agradable, comprensión, sentirse amado, compañía y consuelo...

Los afectos se ordenan, el corazón encuentra su paz cuando busca no lo que halaga la vanidad y exacerba el egoísmo, sino cuando se vacía del yo para que lo llene Dios, cuando de verdad se le sirve a Él en nuestro prójimo. Y entonces sí, el cristiano podrá empezar a entender que debe tener puestos los cerrojos para no enamorarse de quien no debe, o que no debe enamorarse de tal modo y con tal falta de control que ese amor lo obceque y le impida reaccionar como cristiano, hijo de un Dios que es Padre y a quien debe dar su mayor y mejor amor.