Causas de la infelicidad
Ricardo Sada Fernández
La infelicidad no es producto de la pobreza, la enfermedad o la ignorancia, es producto del pecado que nos aleja de ese fin último que es Dios.
Todo niño -noble producto de Dios- llega a la existencia con un “instructivo”
que le asegura su felicidad, y que ese instructivo no es otro que la ley de
Dios. Dijimos también que esa ley, para distinguirla de otras, se llama ley
moral. Veremos ahora, a través de una sencilla comparación, lo que ocurre
cuando ese instructivo se ignora o se rechaza.
El mayor temor de una niñera inexperta cuando los padres se ausentan de casa
por la noche es que se despierte el bebé. Si eso ocurre, lo más probable será
que esa misteriosa criatura se limite a mirar de hito en hito a su desconocida
guardián mientras berrea sin cesar. ¡Si al menos pudiera hablar y decir lo que
le pasa, en lugar de llorar como descosido!.
La niñera intentará calmarlo trayendo ante su vista un montón de juguetes y
objetos variadísimos, pero será en vano. A continuación le cantará alguna
canción de cuna, intentará darle algún alimento o algo de beber, le hará
cucamonas y desplegará toda su fantasía sin lograr otra cosa que desesperar a
la criatura y hartarse ella misma. Sin embargo, al minuto de llegar la madre y
tomar en sus brazos al niño, el llanto cesa. Y un minuto después, el anterior
energúmeno es ahora un angelito que duerme plácidamente.
La civilización contemporánea tiene a un niño en sus brazos, pero ese niño, en
lugar de sentirse feliz, sigue llorando con inmenso desconsuelo, y todos los
juguetes que le ha mostrado no han logrado calmarlo. Le ha cantado canciones,
le ha contado cuentos, lo ha halagado, lo ha mimado... pero el niño sigue
haciendo pucheros.
Ha intentado variados recursos para contentarlo: le ha dicho que era una
máquina, un animal, un producto de la evolución de la materia, un periodo e
incluso un paréntesis del universo; que era eterno e infalible, que llegaría a
dominar la enfermedad y la muerte.
Le ha ofrecido riquezas, libertinaje, sensualidad, poder y gloria, pero el
hombre sigue siendo desgraciado y su infelicidad se contagia al mundo. No, la
civilización contemporánea no ha logrado hacer feliz al hombre, porque no sabe
que el secreto de su felicidad está en el instructivo que le dio Aquel que lo
hizo ser lo que es.
El pensamiento moderno no descubrirá dónde reside la felicidad del hombre
mientras siga empeñado en ignorar lo que el hombre es. Porque la infelicidad
humana no puede explicarse con las razones que aclaran por qué se marchita una
flor o por qué languidece un caballo sediento. Hay vida vegetal y animal en el
hombre, por supuesto, y ambas pueden ser dañadas; pero la cuestión fundamental
es que el hombre tiene también alma, alma humana, y ésta puede ser dañada. Y
ese daño es pecado.
Tal es la raíz de la humana infelicidad. No hay otra. Otras cosas pueden hacer
la vida del hombre ingrata, desagradable, incluso dificilísima, pero no
necesariamente infeliz, desgraciada. Porque se puede hallar la felicidad en
medio de la más absoluta pobreza, enfermedad o ignorancia, en medio del
cansancio más atroz o de las tareas más duras, pero no allí donde reina el
pecado. No, no puede haber felicidad en el corazón de un pecador. Puede
cubrirse con la máscara del placer y aparentar alborozo, pero la música no la
lleva dentro. Nadie mejor que un sacerdote sabe que un pecador arrepentido no
necesita que se le incite a la vergüenza y al pesar, porque ha bebido hasta
las heces la copa del desconsuelo y conoce su amargura.