Las Apariciones y el Milagro
Todos los relatos modernos de las apariciones de Nuestra Señora a
Juan Diego están inspirados en el Nican Mopohua, o Huei Tlamahuitzoltica,
escrito en Nahuatl, el idioma azteca, a mediados del siglo XVI por el erudito
indio Antonio Valeriano.
Desafortunadamente el original de esta obra no ha sido encontrado. Una copia fué
publicada en nahuatl por primera vez por Luis Lasso de la Vega en 1649 en la
ciudad de México. Su portada es la que vemos aquí.
A continuación una traducción al español:
En orden y concierto se cuenta aquí cómo hace
poco se apareció milagrosamente la perfecta Virgen Santa María Madre de Dios,
nuestra Reina, en el Tepeyacac, que se nombra Guadalupe.
Primero se dejó ver de un pobre indio llamado Juan Diego; y después se apareció
su preciosa imagen delante del nuevo Obispo Don fray Juan de Zumárraga.
Diez años después de tomada la ciudad de México, se suspendió la guerra y
hubo paz en los pueblos, así como empezó a brotar la fe, el conocimiento del
verdadero Dios, por quien se vive.
A la sazón, en el año de mil quinientos treinta y uno, a pocos días del mes
de diciembre, sucedió que había un pobre indio, de nombre Juan Diego, según
se dice, natural de Cuautitlán. Tocante a las cosas espirituales en un todo
pertenecía a Tlatilolco.
PRIMERA
APARICION |
"Era sábado muy de madrugada cuando Juan Diego venía en pos del culto
divino y de sus mandatos a Tlatilolco.
Al llegar junto al cerrito llamado Tepeyacac, amanecía; y oyó cantar arriba
del cerro; semejaba canto de varios pájaros; callaban a ratos las voces de los
cantores; y parecía que el monte les respondía. Su canto, muy suave y
deleitoso, sobrepasaba al del coyoltótotl y del tzinizcan y de otros pájaros
lindos que cantan.
Se paró Juan Diego para ver y dijo para sí: “Por ventura soy digno de lo que
oigo?, Quizás sueño?, Me levanto de dormir?, Dónde estoy?, Acaso en el paraíso
terrenal, que dejaron dicho los viejos, nuestros mayores?, Acaso ya en el
cielo?”
Estaba viendo hacia el oriente, arriba del cerrillo, de donde procedía el
precioso canto celestial.
Y así que cesó repentinamente y se hizo el silencio, oyó que le llamaban de
arriba del cerrito y le decían: “Juanito, Juan
Dieguito.”
Luego se atrevió a ir a donde le llamaban. No se sobresaltó un punto, al
contrario, muy contento, fue subiendo el cerrillo, a ver de dónde le llamaban.
Cuando llegó a la cumbre vió a una señora, que estaba allí de pie y que le
dijo que se acercara.
Llegado a su presencia , se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza: su
vestidura era radiante como el sol; el risco en que posaba su planta, flechado
por los resplandores, semejaba una ajorca de piedras preciosas; y relumbraba la
tierra como el arco iris. Los mezquites, nopales y otras diferentes hierbecillas
que allí se suelen dar parecían de esmeralda; su follaje, finas turquesas; y
sus ramas y espinas brillaban como el oro.
Se inclinó delante de ella y oyó su palabra, muy suave y cortés, cual de
quien atrae y estima mucho.
Ella le dijo: “Juanito, el mas pequeño de mis hijos,
dónde vas?”
El respondió: Señora y Niña mía, tengo que llegar a tu casa de México
Tlatilolco, a seguir las cosas divinas, que nos dan y enseñan nuestros
sacerdotes, delegados de Nuestro Señor”.
Ella luego le habló y le decubrió su santa voluntad. Le dijo: “Sabe
y ten entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen
María, Madre del verdadero Dios por quien se vive: del Creador cabe quien está
todo: Señor del cielo y de la tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí un
templo, para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa,
pues yo soy vuestra piadosa madre, a tí, a todos vosotros juntos los moradores
de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mi confíen; oír
allí sus lamentos y remediar todas sus miserias, penas y dolores.
Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del Obispo de México
y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que deseo, que aquí me
edifique un templo: le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado, y lo
que has oído. Ten por seguro que te lo agradeceré bien y lo pagaré, porque te
haré feliz y merecerás mucho que yo recompense el trabajo y fatiga con que vas
a procurar lo que te encomiendo. Mira que ya has oído mi mandato hijo mío el
mas pequeño, anda y pon todo tu esfuerzo."
Juan Diego contestó: "Señora mía, ya voy a cumplir tu mandato; por ahora
me despido de ti, yo tu humilde siervo."
Luego bajó, para ir a hacer su mandato; y salió a la calzada que viene en línea
recta a México."
SEGUNDA
APARICION |
“Habiendo entrado sin delación en la ciudad, Juan Diego se fué en derechura
al palacio del obispo que era el prelado que muy poco antes había venido y se
llamaba Fray Juan de Zumárraga, religioso de San Francisco.
Apenas llegó trató de verle; rogó a sus criados que fueran a anunciarle. Y
pasado un buen rato, vinieron a llamarle, que había mandado el señor Obispo
que entrara.
Luego que entró, en seguida le dió el recado de la Señora del Cielo; y también
le dijo cuanto admiró, vió y oyó. Después de oír toda su plática y su
recado, pareció no darle crédito. El Obispo le respondió; “Otra vez vendrás,
hijo mío, y te oiré más despacio; lo veré muy desde el principio y pensaré
en la voluntad y deseo con que has venido.” Juan Diego salió y se vino
triste, porque de ninguna manera se realizó su mensaje.
En el mismo día se volvió; se vino derecho a la cumbre del cerrito, y acertó
con la Señora del Cielo, que le estaba aguardando, allí mismo donde le vió la
primera vez: “Señora, la mas pequeña de mis hijas. Niña mía, fuí a donde
me enviaste a cumplir tu mandato, le vi y le expuse tu mensaje, así como me
advertiste; me recibió benignamente y me oyó con atención; pero en cuanto me
respondió, apareció que no lo tuvo por cierto.
Me dijo: Otra vez vendrás, te oiré mas despacio, veré muy desde el principio
el deseo y voluntad con que has venido.
Comprendí perfectamente en la manera que me respondió que piensa que es quizás
invención mía que tú quieres que aquí te hagan un templo y que acaso no es
de orden tuya; por lo cual te ruego encarecidamente, Señora y Niña mía, que a
alguno de los principales, conocido y respetado y estimado, le encargues que
lleve tu mensaje, para que le crean; porque yo soy solo un hombrecillo, soy un
cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda, y tú,
Niña mía, la mas pequeña de mis hijas, Señora, me envías a un lugar por
donde no ando y donde no paro. Perdóname que te cause pesadumbre y caiga en tu
enojo, Señora y Dueña mía.”
Le respondió la Santísima Virgen: “Oye, hijo mío el
mas pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros a quienes
puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad; pero es de todo punto
preciso que tu mismo solicites y ayudes y que con tu mediación se cumpla mi
voluntad. Mucho te ruego, hijo mío el mas pequeño, y con rigor te mando, que
otra vez vayas mañana a ver al Obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber
por entero mi voluntad: que tiene que poner por obra el templo que le pido. Y
otra vez dile que yo en persona, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios,
te envía.”
Respondió Juan Diego: “Señora y Niña mía, no te cause yo aflicción; de
muy buena gana iré a cumplir tu mandato; de ninguna manera dejaré de hacerlo
ni tengo por penoso el camino. Iré a hacer tu voluntad, pero acaso no seré oído
con agrado; o si fuese oído, quizás no me creerá. Mañana en la tarde cuando
se ponga el sol vendré a dar razón de tu mensaje, con lo que responda el
prelado. ya me despido, Hija mía, la mas pequeña, mi Niña y Señora. Descansa
entretanto.”
Luego se fue él a descansar a su casa.
TERCERA
APARICION |
“Al día siguiente, domingo muy de madrugada, salió de su casa y se vino
derecho a Tlatilolco a instruirse de las cosas divinas y estar presente en la
cuenta para ver en seguida al prelado. casi a las diez, se aprestó, después de
que se oyó Misa y se hizo la cuenta y se dispersó el gentío. Al punto se fue
Juan Diego al palacio del señor Obispo.
Apenas llegó, hizo todo empeño para verle: otra vez con mucha dificultad le vió;
se arrodilló a sus piés; se entristeció y lloró al exponerle el mandato de
la Señora del Cielo, que ojalá que creyera su mensaje y la voluntad de la
Inmaculada de erigirle su templo donde manifestó que lo quería.
El señor Obispo, para cerciorarse le preguntó muchas cosas, donde la vió y cómo
era; y el refirió todo perfectamente al señor Obispo. Más aunque explicó con
precisión la figura de ella y cuanto había visto y admirado, que en todo se
decubría ser ella la siempre Virgen Santísima Madre del Salvador Nuestro Señor
Jesucristo; sin embargo, el (Obispo) no le dió crédito y dijo que no solamente
por su plática y solicitud se había de hacer lo que pedía; que, además, era
muy necesaria alguna señal para que se le pudiera creer que le enviaba la misma
Señora del cielo.
Así que lo oyó dijo Juan Diego al Obispo: “Señor, mira cual ha de ser la señal
que pides; que luego iré a pedírsela a la Señora del Cielo que me envió acá.”
Viendo el Obispo que ratificaba todo sin dudar ni retractar nada, le despidió.
Mandó inmediatamente unas gentes de su casa, en quienes podía confiar, que le
vinieran siguiendo y vigilando mucho a dónde iba y a quién veía y hablaba.
Así se hizo. Juan Diego se vino derecho y caminó la calzada; los que venían
tras él, donde pasa la barranca, cerca del puente del Tepeyacac, le perdieron;
y aunque más buscaran por todas partes, en ninguna le vieron.
Así es que se regresaron, no solamente porque se fastidiaron, sino también
porque les estorbó su intento y les dió enojo.
Eso fueron a informar al señor Obispo, inclinándose a que no le creyera: le
dijeron que nomas le engañaba; que nomas forjaba lo que venía a decir, o que
únicamente soñaba lo que decía y pedía; y en suma discurrieron que si otra
vez volvía le habían de coger y castigar con dureza, para que nunca más
mintiera y engañara.
Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen, diciéndole la
respuesta que traía del señor Obispo; la que oída por la Señora le dijo: “Bien
está hijito mío, volverás aquí mañana para que lleves al Obispo la señal
que te ha pedido; con esto te creerá y acerca de esto ya no dudará ni de tí
sospechará; y sábete, hijito mío, que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y
cansancio que por mí has emprendido; ea, vete ahora, que mañana aquí te
aguardo.”
CUARTA
APARICION |
“Al día siguiente, lunes, cuando tenía que llevar Juan Diego alguna señal
para ser creído, ya no volvió. Porque cuando llegó a su casa, a un tío que
tenía, llamado Juan Bernardino, le había dado enfermedad, y estaba muy grave.
Primero fué a llamar a un médico y le auxilió; pero ya no era tiempo, ya
estaba muy grave.
Por la noche, le rogó su tío que de madrugada saliera y viniera a Tlatilolco a
llamar a un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, porque estaba muy
cierto de que era tiempo de morir y que ya no se levantaría ni sanaría.
El martes, muy de madrugada, se vino Juan Diego de su casa a Tlatilolco a llamar
al sacerdote; y cuando venía llegando al camino que sale junto a la ladera del
cerrillo del Tepeyacac, hacia el poniente por donde tenía costumbre de pasar,
dijo: “Si me voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora, y en todo caso
me detenga, para que lleve la señal al prelado, según me previno; que primero
nuestra aflicción nos deje y primero llame yo de prisa al sacerdote; el pobre
de mi tío lo está ciertamente aguardando.”
Luego dió vuelta al cerro; subió por entre él y pasó al otro lado, hacia el
oriente, para llegar pronto a México y que no le detuviera la Señora del
Cielo.
Pensó que por donde dió la vuelta no podia verle la que está mirando bien a
todas partes. La vió bajar de la cumbre del cerrillo y que estuvo mirando hacia
donde antes él la veía. Salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo: “Que
hay, hijo mío el mas pequeño? a dónde vas?”
Se apenó él unpoco, o tuvo verguenza, o se asustó. Se inclinó delante de
ella y la saludó, diciendo: “Niña mía, la mas pequeña de mis hijas. Señora,
ojalá estes contenta. Como has amanecido? estás bien de salud, Señora y Niña
mía? Voy a causarte aflicción: sabe, Niña mía, que está muy malo un pobre
siervo tuyo, mi tío: le ha dado la peste, y está para morir. Ahora voy
presuroso a tu casa de México a llamar a uno de los sacerdotes amados de
Nuestro Señor, que vaya a confesarle y disponerle; porque desde que nacimos
vinimos a aguardar el trabajo de nuestra muerte. Pero sí voy a hacerlo, volveré
luego otra vez aquí, para ir a llevar tu mensaje. Señora y Niña mía, perdóname,
ténme por ahora paciencia; no te engaño. Hija mía la mas pequeña, mañana
vendré a toda prisa.”
Después de oír la plática de Juan Diego, respondió la piadosísima Virgen:
“Oye y ten entendido hijo mío el mas pequeño, que es
nada lo que te asusta y aflije; no se turbe tu corazón; no temas esa
enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. No estoy yo aquí? No soy tu
Madre? No estás bajo mi sombra? No soy yo tu salud? No estás por ventura en mi
regazo? Qué mas has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te
aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella; está seguro de
que sanó.” (Y entonces sanó su tío, según después se supo).
Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del Cielo consoló mucho;
quedó contento. Le rogó que cuanto antes se despachara a ver al señor Obispo,
a llevarle alguna señal y prueba, a fin de que creyera.
La Señora del Cielo le ordenó luego que subiera a la cumbre del cerrito, donde
antes la veía. Le dijo: “Sube, hijo mío el mas pequeño,
a la cumbre del cerrito; allí donde me viste y te dí órdenes, hallarás que
hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; en seguida baja y tráelas
a mi presencia.”
Al punto subió Juan Diego al cerrillo. Y cuando llegó a la cumbre, se asombró
mucho de que hubieran brotado tantas varias exquisitas rosas de Castilla, antes
del tiempo en que se dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo.
Estaban muy fragantes y llenas del rocío de la noche, que semejaba perlas
preciosas. Luego empezó a cortarlas; las juntó todas y las hechó en su
regazo.
La cumbre del cerrito no era lugar en que se dieran ningunas flores, porque tenía
muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites; y si se solían dar
hierbecillas, entonces era el mes de diciembre, en que todo lo come y echa a
perder el hielo.
Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del Cielo las diferentes flores que
fue a cortar; la que, así como las vió, las cogió con su mano y otra vez se
las echó en el regazo, diciéndole: “Hijo mío el mas
pequeño, esta diversidad de flores es la prueba y señal que llevarás al
Obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que
cumplirla. Tú eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te
ordeno que sólo delante del Obispo despliegues tu manta y descubras lo que
llevas. Contarás bien todo; dirás que te mandé subir a la cumbre del cerrito,
que fueras a cortar flores, y todo lo que viste y admiraste, para que puedas
inducir al prelado a que dé su ayuda, con objeto de que se haga y erija el
templo que he pedido.”
Después que la Señora del Cielo le dió su consejo, se puso en camino por la
calzada que viene derecho a México; ya contento y seguro de salir bien,
trayendo con mucho cuidado lo que portaba en su regazo, no fuera que algo se le
soltara de las manos, gozándose en la fragancia de las variadas hermosas
flores.
EL
MILAGRO DE LA IMAGEN |
Al llegar Juan Diego al palacio del Obispo salieron a su encuentro el mayordomo
y otros criados del prelado.
Les rogó que le dijeran que deseaba verle; pero ninguno de ellos quiso,
haciendo como que no le oían, sea porque era muy temprano, sea porque ya le
conocían, que solo los molestaba, porque les era inoportuno; además ya les habían
informado sus compañeros que le perdieron de vista, cuando habían ido en su
seguimiento.
Largo rato estuvo esperando. Ya que vieron que hacía mucho que estaba allí, de
pie, cabizbajo, sin hacer nada, por si acaso era llamado; y que al parecer traía
algo que portaba en su regazo, se acercaron a él, para ver lo que traía y
satisfacerse.
Viendo Juan Diego que no les podía ocultar lo que traía, y que por eso le habían
de molestar, empujar y aporrear, descubrió un poco que eran flores; y al ver
que todas eran diferentes, y que no era entonces el tiempo en que se daban, se
asombraron muchísimo de ello, lo mismo de que estuvieran muy frescas, y tan
abiertas, tan fragantes y tan preciosas. Quisieron coger y sacarle algunas; pero
no tuvieron suerte las tres veces que se atrevieron a tomarlas; porque cuando
iban a cogerlas ya no se veían verdaderas flores, sino que les parecían
pintadas o labradas o cosidas en la manta.
Fueron luego a decirle al señor Obispo lo que habían visto y que pretendía
verle el indito que tantas veces había venido; el cual hacía mucho que por eso
aguardaba, queriendo verle.
Cayó, al oírlo, el señor Obispo en la cuenta de que aquello era la prueba,
para que se certificara y cumpliera lo que solicitaba el indito. En seguida mandó
que entrara a verle.
Luego que entró, se humilló delante de él, así como antes lo hiciera, y contó
de nuevo todo lo que había visto y admirado, y también su mensaje.
(Juan Diego)le dijo: “Señor, hice lo que me ordenaste, que fuera a decir a mi
Ama, la Señora del Cielo, Santa María preciosa Madre de Dios, que pedías una
señal para poder creerme que le has de hacer el templo donde ella te pide que
lo erijas; y además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte alguna
señal y prueba, que me encargaste, de su voluntad. Condescendió a tu recado y
acogió benignamente lo que pides, alguna señal y prueba para que se cumpla su
voluntad.
Hoy muy temprano me mandó que otra vez viniera a verte; le pedí la señal para
que me creyeras, según me había dicho que me la daría; y al punto lo cumplió;
me despachó a la cumbre del cerrillo, donde antes ya la viera, a que fuese a
cortar varias flores. Después que fuí a cortarlas las traje abajo; las cogió
con su mano y de nuevo las echó en mi regazo, para que te las trajera y a ti en
persona te las diera.
Aunque yo sabía bien que la cumbre del cerrillo no es lugar para que se den
flores, porque solo hay muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites, no
por eso dudé. Cuando fuí llegando a la cumbre del cerrillo ví que estaba en
el paraíso, donde había juntas todas las varias y exquisitas rosas de
castilla, brillantes de rocío, que luego fuí a cortar.
Ella me dijo por qué te las había de entregar; y así lo hago, para que en
ellas veas la señal que me pides y cumplas su voluntad; y también para que
aparezca la verdad de mi palabra y de mi mensaje.
Hélas aquí: recíbelas.”
Desnvolvió luego su manta, pues tenía en su regazo las flores; y así que se
esparcieron por el suelo todas las diferentes flores, se dibujó en ella de
repente la preciosa imagen de la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, de
la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyacac, que se nombra
Guadalupe.
Luego que la vió el señor Obispo, él y todos los que allí estaban, se
arrodillaron; mucho la admiraron; se levantaron a verla, se entristecieron y
acongojaron, mostrando que la contemplaron con el corazón y el pensamiento.
El señor Obispo con lágrimas de tristez oró y le pidió perdón de no haber
puesto en obra su voluntad y su mandato. Cuando se puso de pie desató del
cuello de Juan Diego, del que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció
la Señora del Cielo.
Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio. Un día mas permaneció Juan
Diego en la casa del Obispo, que aún le detuvo.
Al día siguiente le dijo: “Ea, a mostrar dónde es voluntad de la Señora del
Cielo que le erijan su templo.” Inmediatamente se invitó a todos para
hacerlo.
APARICION
A JUAN BERNARDINO |