LOS PERMANENTES DE LA ORACIÓN
COMO el hermano Carlos, ante la llamada de Cristo, hemos decidido llevar una vida total
y continuamente entregada a la vez a Dios, en una oración de adoración y de reparación
por el mundo, y a los hombres, en una pobreza y caridad auténticas. La entera realización
de este ideal es difícil, no hay que dudarlo, y exigirá de vosotros un esfuerzo de fe y de
desasimiento de vosotros mismos constantemente renovado y seguido sin desmayo hasta la
muerte. Os he hablado ya del espíritu de inmolación con que hemos de presentarnos a
Cristo, para ser con Él rescate de la multitud, porque me parecía que era una disposición
interior que daba toda su razón de ser al estado de vida que hemos escogido. Hablemos
ahora del modo de su realización.
Todo hombre está entera y naturalmente presente a la realidad del mundo visible en cuyo
seno vive y con el que se comunica mediante sus sentidos. El cristiano y, a título especial, el
contemplativo, debe estar, además presente a la realidad invisible. Es propio al hombre de
oración e] estar presente a todo el universo: el mundo de las cosas visibles que alcanza por
sus sentidos, el de las cosas invisibles mediante la fe. Estas últimas debe tenerlas tanto más
presentes cuanto que son más reales en el pleno sentido de la palabra. El cartujo y el
carmelita, por ejemplo, se alejan del mundo visible para abrazar mejor la realidad del mundo
invisible. Nuestra vocación es la de simultanear la presencia en uno y en otra; tenemos
como misión el vivir en contacto con los seres y las cosas sensibles, sin que sufra merma
nuestra presencia en el mundo invisible. Con toda nuestra fe, llevamos en nosotros ese
contacto vivo entre Dios, Jesucristo y todos los seres espirituales más verdaderos,
infinitamente más verdaderos y más reales que el mundo de los cuerpos. Esta dualidad de
vida y de perspectivas es lo que marca al contemplativo y hace de él en cierto modo, como
un extraño en medio de sus hermanos que no llevan en su interior esta visión de otro
universo. Habéis tenido ya esta sensación y la tendréis todavía más aguda.
En medio de los hombres, sean cuales fueren: árabes, cabileños, negros, camaradas de
trabajo o simples viandantes, os sentiréis a la vez muy cerca y muy lejos de ellos, y esta
sensación será, en ocasiones, suficientemente fuerte para llegar a ser dolorosa. Será como
un sentimiento de soledad, de impotencia para comunicar a vuestros hermanos, los
hombres, esta visión que vuestro amor por ellos os hace desear que compartan. Por mucho
que os esforcéis nunca llevaréis en vosotros esta presencia de otra realidad que
trasparentará y os hará como misteriosos e incomprensibles a los ojos de los que no creen.
Así fue también la vida de Cristo entre los hombres, enteramente ausente en un sentimiento
de soledad infinitamente más doloroso y profundo que el que vosotros podáis experimentar
jamás. María sintió de manera desgarradora el choque de esta lejana ausencia, ante su
Hijo de doce años, el día en que le dejó quedarse en el Templo. Sería un grave error
intentar suprimir ese sentimiento en nosotros y las consecuencias exteriores que implica: el
día que dejemos de ser, en cierta manera, un interrogante para los demás hombres,
podremos decirnos que hemos dejado de llevar entre ellos la presencia del Gran Invisible.
Ya no seremos para ellos los testigos de la vida y de la luz. Pero no temáis: si hay en
nosotros una plenitud de amor verdadero para con los hombres, para cada uno de ellos,
nuestros hermanos, ellos también amarán, sm darse cuenta, este misterio que presienten
en nosotros sin conocerlo, la fuente misma de este amor que les conmueve y les acerca.
Se trata, por tanto, de realizar en nosotros esta total presencia al mundo invisible. Es
obra de la fe que se desarrollará hasta el punto de hacerse habitualmente activa en vuestra
vida y llegará a ser en vosotros como un ojo siempre abierto a las cosas divinas y dispuesto
a recibir las iluminaciones interiores. Esta visión de fe halla su fuente y su expresan en la
oración. Un hermanito debe ser un permanente de la oración. Me parece que esta
expresión, tomada en toda la amplitud del sentido concretísimo que actualmente se le da en
las diferentes organizaciones profesionales y sindicales, caracteriza perfectamente lo que
debe ser vuestra disposición interior ante Dios y los hombres. Expresa muy bien vuestra
vocación contemplativa con toda sus características. Un permanente es, ante todo, un
hombre disponible para una tarea determinada, a la que debe consagrar una parte de su
tiempo, con vistas al bien común general; así también el hermanito debe estar en estado
interior constante de disponibilidad para la oración.
Un permanente debe también, como indica la palabra, asegurar una permanencia, lo que
supone una cierta continuidad en la presencia; así, también el hermanito debe estar
presente a Dios y a Cristo de una manera permanente por el estado de oración que tiende
a arraigarse en él constantemente.
En fin, un permanente es siempre un delegado de sus camaradas. Debe guardar esta
idea, si quiere trabajar, en espíritu de servicio, para cumplir perfectamente el cargo que se
le ha confiado. Lo mismo ocurre con el hermanito en cuanto a las responsabilidades
espirituales que toma (en virtud de la unidad del Cuerpo Místico de Cristo), que le
convierten, al pie de la letra, en un delegado para la oración por sus hermanos: debe
guardar en él muy vivo el sentimiento de esta delegación.
No tengo intención alguna de agotar aquí el terna de la oración, ni siquiera de tratarlo
directamente. San Juan de la Cruz es siempre el maestro de la oración, y ya conocéis
ampliamente su doctrina sobre el crecimiento de la fe. Sólo quisiera, guiado por la
experiencia, examinar concretamente las circunstancias especiales en las que debe ser
vivida nuestra vida de oración, sus dificultades propias y los aspectos particulares que debe
revestir. Vamos a hablar de ella insistiendo en las tres cualidades que caracterizan a un
permanente.
* * *
ORA/IMPORTANCIA: Hemos de estar totalmente dispuestos para la oración. Ahora bien
está absolutamente probado que no estaréis en completa disposición si no creéis
efectivamente en la importacia vital de la oración. ¿Cómo exigir a alguien que esté
dispuesto para una tarea de cuya importancia no está persuadido en su interior? Para que
estéis seguros de vuestra creencia en la importancia de la oración no es suficiente vuestra
fidelidad en observar, con un máximo de buena voluntad. un reglamento que os impone
determinadas horas de oración. Mientras no comprometáis vuestro ser y vuestra vida en la
oración, mientras no estéis convencidos de que la oración es para vosotros el acto
esencialmente vital en el que se expresan perfectamente las aspiraciones de vuestra alma
para con el Soberano Amor, mientras no estéis penetrados de que la oración es también la
actividad donde se ejercerá en el máximo grado vuestro papel de mediador, de víctima y de
delegado de vuestros hermanos, mientras no viváis esto, vivido de un modo personal, con
toda vuestra responsabilidad, pese a las fatigas del trabajo, pese a las seducciones de las
cosas y de los seres, y en medio del torbellino de las actividades del mundo, es más que
probable que aún no estéis dispuestos a la oración y que os hacéis algunas ilusiones a
este respecto.
ORA/ACTO-ESPIRITU: Nuestra vida de oración reviste dos modalidades: tenemos,
primero, los momentos de oración pura, momentos de retiro, de silencio y de cesación
absoluta de toda actividad terrena, y luego está también la permanencia del estado de
oración a lo largo de todas nuestras actividades humanas de trabajo o de relaciones.
Hablaremos, ante todo de esa primera forma de oración, ya que condiciona la segunda,
aunque algunos no lo crean. Es preciso, antes que nada, que estéis convencidos de la
importancia que tienen para vosotros esos momentos de oración pura, si queréis llegar a
realizar vuestra vocación. En la época actual, los hombres viven en el seno de una intensa
sobreactividad, los mismos sacerdotes y religiosos no se sustraen a ello, viéndose
solicitados por tareas apostólicas urgentes, y tan numerosas, que no pueden atender a
todas ellas. En medio de este desbordamiento de vida y de actividad, los tiempos de
oración tenderán a presentársenos como momentos vacíos, que acaso se cumplirán por
unos restos de escrúpulo, o bien porque nos dijeron que cesaríamos de ser apóstoles
auténticos si no llenábamos nuestros depósitos en estos momentos de oración o de
meditación. Pero. con gran frecuencia. no tenemos tal sensación de llenar el depósito,
mientras que, por el contrario, la actividad apostólica o la abnegación por los demás nos
dan una impresión incontestable de plenitud. Influidos por la urgencia de las solicitaciones
exteriores, acabaremos por considerar los momentos de retiro y de silencio como tiempo
perdido, y concluiremos que es más perfecto entregarse enteramente á la actividad exterior,
con tal de que la unión permanente con Dios la transforme en una oración ininterrumpida. A
tal estado llegan, más o menos conscientemente, cierto número de personas. Si bien no es
erróneo lejos de ello el pretender convertir toda la vida en una oración permanente, hay
gravísimo error al pensar que la oración pura puede llegar a ser inútil. Tal oración es
obligada, no sólo como fuente de lo que hoy día han dado por llamar la oración difusa sino
también como actividad superior, indispensable en nuestras relaciones con Dios y de la que
ningún poder humano puede dispensarnos. Para nosotros, los hermanitos, tal oración
reviste, además, la importancia de una tarea propia y que cumplimos, no sólo a título
personal, sino en nombre de todos los hombres.
ORA/PERMANENTE: ¿Quién estuvo, más que Jesús, permanentemente en estado de
adoración y de oración ante su Padre, ya que la visión misma de Dios moraba en su alma
en medio de todas sus actividades humanas? Jesús estaba, pues, en estado de oración
permanente, y hasta tal punto, que los momentos de oración pura no podían añadir nada a
la profundidad y actualidad de su estado. Sin embargo, vemos que Jesús, cuando podía,
aprovechaba las ocasiones favorables para sumergirse en el silencio de una oración pura:
Una vez que despidió a la muchedumbre subió a un monte apartado para orar (San Mateo,
14, 22) Y por la mañana, mucho antes de amanecer, se levantó, salió y se fue a un lugar
desierto, y allí oraba (San Marcos, 1, 35). Estos momentos para la oración Jesús los
encuentra en jornadas abrumadoras, en las que no dejaba de estar entregado a sus
discípulos, a los enfermos, a la muchedumbre que le apretujaba y le buscaba. Por la tarde,
de noche o al alba se escapaba para orar. Jesús, como Hombre, sentía la necesidad de
momentos de oración, exentos de toda actividad humana. Esta es una ley de nuestra
condición de seres creados y la interrupción de toda actividad humana, el ocio temporal que
es el aspecto sensible y exterior de la oración, y es precisamente el elemento que expresa
mejor la soberanía absoluta de Dios sobre su criatura. Dios tiene derecho a exigir de
nosotros esa especie de pertenencia exclusiva, de anonadamiento, de prescindir de
nuestras actividades humanas y transitorias en su presencia: esto es la adoración. Para un
alma que tiene el sentido de Dios, esto no ofrece duda alguna, y, en cuanto el hombre
pierde el sentido de lo divino y, por consiguiente, el sentido de su ser de criatura, en tanto
pierde también el sentido de la oración en puro abandono de sí mismo delante de Dios.
No os podéis imaginar qué fuerza y qué luz os dará esta vedad, cuando estéis
prácticamente convencidos de ella y hayáis empezado a obrar en consecuencia. A pesar de
todo lo que penséis teóricamente de la oración de adoración y de vuestras relaciones con
Jesús y con Dios, hay muchísimas probabilidades de que todavía vayáis a ella, más o
menos inconscientemente, para sacar de ella algo tangible, para tomar ánimos, para
alimentaros, o, como se dice hoy día, para aprovisionaros. Y si, en la mayor parte de los
casos, os cansáis de la oración, es porque, a pesar de todo, lo que se os ha dicho de su
utilidad, no estáis aún en condiciones de constatar dicha utilidad. Naturalmente, durante
vuestros meses, y acaso años, de consuelos sensibles, en los que salíais de la oración
como dilatados por una euforia espiritual o un sentimiento de enriquecimiento luminoso
sobre las verdades de la fe o del Evangelio acaso no teníais duda alguna de que todo ello
era principalmente para vuestro provecho, e ibais con alegría a la adoración porque
sentíais los resultados de un modo tangible. Por eso cuando inopinadamente aparezca en
vosotros la oración de fe, en plena sequedad de sentidos y potencias, entonces todo será
confusión: habrá bastado para esto un cambio de actividad. de ambiente o la dureza y las
fatigas del trabajo. Habrá bastado que Jesús deje simplemente de atraeros mediante
atractivos que no son Él mismo. Entonces todo será desaliento, hastío de la oración, y ya
no creeréis suficientemente en su importancia para permaneceré fieles. Dejaréis de estar
disponibles para la oración.
ADORACIÓN/QUE-ES: Es absolutamente necesario convenceros de que no vais a la
adoración para recibir, sino para dar; más aún, para dar sin percataros, muchas voces, de
que dais, sin ver lo que dais. Vais a la oración para entregar todo vuestro ser a Dios en la
oscuridad de la fe. Entregar todo vuestro ser a Dios: tratad de comprender todo lo que
encierran esas palabras en materia de fe oscura, a veces de sufrimiento, y siempre de
riquezas de amor. La adoración, la oración, no es, en principio, un sentimiento ni una idea:
es un reconocimiento de la soberanía de Dios sobre nosotros en lo más profundo de
nuestro ser; es una obra más grande y más absoluta que todo lo que pudierais imaginaros:
es un acto que supone mucho valor y olvido de si para dejar obrar a Cristo en nosotros, lo
que con frecuencia es terriblemente doloroso. He aquí lo que tenéis que repetiros y de lo
que tenéis que estar convencidos y de lo que tenéis que llevar a la práctica.
La experiencia os hará comprender mejor hasta qué punto la oración supone un
desasimiento radical de todo lo creado. En el momento de la oración debe realizarse. de
manera realmente actual, una especie de muerte a todo lo que no es Dios. Por esto, tantas
y tantas personas, religiosos y sacerdotes, huyen de la verdadera oración y se refugian en
un simple formalismo de oraciones vocales que les ilusionan o en los derivativos de una
reflexión meditada sobre un tema moral. Con frecuencia esto no es más que evasiones,
conscientes o inconscientes, cuando no realiza el acto fundamental del don de si, preludio
indispensable de toda oración. Pero esto no quiere decir que hay que descuidar las
oraciones vocales o las reflexiones de fe sobre el Evangelio y las verdades cristianas. Al
contrario, y pronto hablaremos sobre su importancia. Digo únicamente que, en
determinadas ocasiones, pueden servir de coartada para un alma que rehúsa entregarse.
Nuestra disponibilidad para la oración supone, por tanto, no sólo fe en la importancia de
la oración, sino también un verdadero trabajo de desasimiento interior que desde el
principio debe aceptarse en manera radical y sin reservas, a la medida misma de nuestro
amor. Este amor se identifica, de hecho en el espíritu de inmolación, del que hemos
hablado como de la primera disposición que habíamos de adquirir. En cuanto a la fe en la
importancia de la oración, deberá manifestarse en nosotros a través de actitudes muy
concretas.
ORA/DESEARLA: Debemos, ante todo, desear la oración. Es cosa evidente que si los
momentos de adoración representan verdaderamente para nosotros ese don total a Cristo,
debemos desearlos en el grado y medida de nuestro amor. No creáis, sin embargo, que tal
deseo nace espontáneamente. En el estado actual del hombre no es natural. No es fácil ni
espontáneo, sino en caso de una gracia verdaderamente sobrenatural. Normalmente, es
una obra de fe. Ya dijimos cómo la fe nos abría un mundo invisible que por sí mismo escapa
a todo el alcance de nuestros medios naturales humanos. No hay que esperar, por tanto,
que un deseo de tal género nazca por sí solo. Un acto de fe es un acto de voluntad que
obliga a todo nuestro ser, y a menudo, pese a una dura resistencia y en plena oscuridad, el
tomar una actitud que responda a la realidad de las cosas invisibles: por esto nada es más
auténtico que una actitud de alma o un acto ordenado por la voluntad a la luz de la fe.
Guardémonos de pensar que una actitud no es auténtica si no es espontánea. Para ser en
verdad hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, hemos de esforzarnos en obrar conforme a
las realidades divinas invisibles e inaccesibles.
Es menester, pues, desear con fe los momentos de oración. Este
deseo arraigará paulatinamente en vosotros, preparando así el camino a la oración. Pero el
mejor medio de desear el encuentro con Jesús en la adoración es el de ir a ella. Sabéis
acaso ya, por vuestra propia experiencia, que no se desean las realidades divinas sino en
la medida en que ya se poseen. Cuanto más oréis, tanto más desearéis orar.
Es preciso, por tanto, pasar a la práctica, no sólo haciéndoos disponibles interiormente
para la oración, sino con toda plenitud. Estad siempre dispuestos para aprovechar todos los
momentos libres para la oración, como el acto más importante de vuestra jornada. Habrá
días en que estaréis totalmente acaparados: entonces será preciso que expreséis con más
fuerza vuestro deseo a Jesús. Pero otros días esto dependerá principalmente de vuestra
distribución del tiempo: saber ser previsores. No será necesario que, de manera absoluta y
todos los días, hayáis dado el mismo tiempo a la adoración, pero sí es necesario que cada
vez que ello estuviere en vosotros encontréis tiempo para orar. Yo os aseguro que si creéis
en vuestra vocación encontraréis tiempo para orar y hallar algunos días tiempo para una
oración más larga. No os hablo sólo de lo que la regla de las Hermandades os pedirá, en
principio, como salvaguarda de cada día, sino hablo más bien de lo que podréis hacer,
además de ello, en ciertas ocasiones. Fuera de los días llenos de trabajo, tendréis tardes o
días libres, momentos disponibles. Si os acostumbráis a no dar nunca a Dios en esos días
sino lo rigurosamente prescrito, y a no experimentar la necesidad de pasar, de cuando en
cuando, un momento para orar con todo abandono por amor a Jesús, que os espera; si
nunca hacéis esto, puedo afirmaros que no sois un verdadero Hermanito de Jesús. Si, por
haber ejecutado el horario de oración prescrito, os consideráis como que no tenéis deuda
con Dios, si en una tarde libre os viene a la mente hacer mil cosas salvo consagrar unos
momentos a la adoración, si nunca en vuestros viajes y disponiendo de tiempo, entráis
unos instantes en una iglesia para postraros ante el Sagrario, todo eso probaría que aún no
estáis disponibles para la oración. Es un hecho real que un alma de oración encuentra
siempre ocasiones para orar. No hay que querer hacerlo todo: nuestra vida debe ser muy
humilde, muy escondida en todo lo que atañe a las actividades técnicas y temporales. La
adoración debe ocupar siempre para nosotros el primer lugar. Es, por tanto, muy importante
que nuestras semanas estén jalonadas por instantes de oración más intensa. Si es posible,
habrá un momento de adoración durante la noche. Será bueno también que tengamos unos
momentos libres, por muy breves que sean, y en los que tenemos costumbre de orar. Es
verdad también que durante períodos bastante largos acaso no dispongáis de otro tiempo
para la oración que el estrictamente fijado; pero entonces el deseo y el ansia de la oración
deberán ser en vosotros más profundos y más sinceros que nunca. Cuando más fieles
seáis a la oración, tanto más tendréis el deseo de hacerlo de un modo habitual. Entonces
es cuando sentiréis acentuarse y apoderarse de vosotros esa ruptura, de la que tantas
veces os he hablado, entre Jesús y los hombres, entre Dios y las cosas de la tierra, que es
el signo del alma enamorada de Dios, de un alma contemplativa. Estad, por tanto, interior y
exteriormente, disponibles para la oración a cualquier momento del día y de la noche.
* * *
ORA/V: Hay con demasiada frecuencia una verdadera escisión entre la oración y la vida.
No nos basta, para cumplir con nuestra vocación, el consagrar a la oración algunos
momentos determinados de nuestras jornadas del trabajo; hay que tender, además,
constantemente al cumplimiento del precepto de Jesús sobre la oración permanente. Toda
nuestra vida debe ser una oración. Para prepararnos a ella me parece que hace falta un
triple esfuerzo: aclimatar nuestra oración a la vida concreta, en la que debe contenerse,
trabajar para que sea en verdad un acto vivo de amor y de entrega y, al fin, esforzarnos
para hacer de nuestras acciones una auténtica oración.
Para orar tenemos necesidad, tanto más cuanto que nuestra oración esté menos bajo el
impulso del Espíritu Santo, de ciertas disposiciones psicológicas y de medios que estimulen
nuestra fe. En este terreno debe hacerse lo que he designado como aclimatación a la
realidad. Ahora bien: muy a menudo, nuestra vida espiritual viene adaptada a un cuadro
excesivamente intelectual, y ello es una causa importante (aunque pase con frecuencia del
todo inadvertida) de muchos desequilibrios, sobre todo, quizá, entre los sacerdotes y
religiosos, y es causa también de muchísimos abandonos de la oración. Ocurre, entonces,
una especie de intelectualización de la vida interior, que se hace de ese modo incapaz de
subsistir tan pronto como las condiciones requeridas para una vida intelectual desaparecen.
Esto es falso. No hago sino citar de pasada la importancia de este factor en las dificultades
que algunos encuentran para conjugar una vida de oración con una de trabajo y de
relaciones. Ya volveremos sobre este tema.
No hay que perder de vista que el vínculo, el único vinculo que puede establecer la
unidad entre nosotros durante nuestras jornadas de trabajo y muy especialmente entre la
oración y la acción, es el amor. Se olvida con mucha frecuencia que la oración es obra del
amor así como también han de serlo el trabajo y el servicio del prójimo. Lo que Jesús nos
ordena es amar a Dios y a los hombres, nuestros hermanos, aun hasta morir: ahí está la
perfección. Esta no es, en sí, propia de un estado de vida contemplativa. No se habrá
hecho necesariamente obra de perfección por haber pasado largos ratos en oración, o
porque haya abrazado la regla de los cartujos o de las carmelitas. No es necesario para la
perfección en sí llevar una vida contemplativa, pero siempre lo es el amor. Es, pues,
esencial para aquel que ha recibido de Dios la vocación de una vida contemplativa, y más
aún que para ningún otro, el que se esfuerce para que su oración sea obra de amor, para
que sean auténtica y viva. Y no hay que creer que esto viene solo. Me permito insistir en
que, sobre todo, cuando la oración está envuelta en observancia, métodos y ejercicios, es
cuando con más facilidad y de una manera inconsciente puede tener muy poco de obra de
amor. Pero, sobre todo, que nadie saque de aquí la conclusión de que tal forma de oración
no sea necesaria en ciertos casos, sino que toda forma de oración no es necesariamente
una verdadera oración. Aun en el ejercicio de la contemplación será bueno que recordemos
las palabras lapidarias de San Pablo: Si hablando lenguas de hombres y de ángeles no
tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Y si teniendo el don de
profecía y conociendo todos los misterios y toda la ciencia, y tanta fe que trasladase los
montes, mas no tengo caridad, no soy nada (I Cor., 13 1-2).
Muy a menudo nuestras oraciones son obras lánguidas y aun muertas. No son más que
ejercicios sin vida. Sólo una apariencia. ¿Cómo asombrarse entonces de que haya escisión
entre la vida y tal forma de oración?
Una oración es viva cuando es un acto vital de lo que es nuestra vida: la fe y el amor.
También es necesario que la oración sea verídica para que sea un encuentro entre
vosotros, tales como sois, con vuestro cansancio, vuestras miserias, vuestros pecados,
vuestras tentaciones, y Cristo que está ahí, entres Dios y vosotros. La oración es el acto de
un ser vivo, un acto de amor; por tanto, un acto de entrega de sí a Dios y que supone un
renunciamiento propio real. De paso, vuelvo a insistir sobre la importancia de un justo
concepto de la oración contemplativa. Ya notaréis que hago hincapié, sobre todo, en el
esfuerzo, casi siempre oscuro y árido, de una fe en busca de Dios, sin mencionar la acción
más o menos permanente de los dones del Espíritu Santo. Lo hago sencillamente porque la
fe sola nos exige este esfuerzo activo mientras que somos instrumentos pasivos bajo la
acción del Espíritu Santo que viene, como por Sí mismo, a completar nuestro esfuerzo, con
frecuencia tan miserable en sus resultados.
Hemos de ir, pues, con la misma pureza de intención y con el mismo movimiento de amor,
tanto a la adoración como al trabajo y al servicio del prójimo. Entonces habrá unidad en
toda nuestra vida. Quedará en nosotros, allá en lo más profundo de nuestra alma, como un
deseo perpetuo de amar y de testimoniar este amor, y lo haremos, ora rezando en silencio,
otra trabajando o conversando. Es preciso que llevemos nuestro esfuerzo de purificar
nuestra intención, tanto al acto mismo de la oración como a toda otra actividad.
Esto supone, ya adquirido, cierto dominio de sí, en una renuncia real a todo deseo
humano. Sólo con esta condición podremos dominar el conjunto de nuestras actividades de
oración o de trabajo, para convertirlo en la expresión multiforme de un solo movimiento de
amor. Pero aquí chocamos con dificultades muy concretas, como son: nuestro
temperamento, nuestras pasiones, nuestras costumbres, nuestra sensibilidad... El único
remedio es una ascesis enérgica y equilibrada, adaptada a nuestro estado actual. La falta
de ascesis y, por tanto, la falta del autodominio, es una de las principales causas del
fracaso de nuestras tentativas para realizar esta unidad entre la vida y la oración. Este es
un punto tan importante, que habremos de estudiarlo especialmente. Tenemos necesidad
de una ascesis en nuestras Hermandades y de una ascesis especialmente adaptada a las
exigencias de nuestra vida.
* * *
ORA/SIEMPRE: Hay que aprender también a orar constantemente fuera de los
momentos de la oración pura. Esto exige aclaraciones, ya que, a menudo, se tienen ideas
más o menos inexactas acerca de esta materia, que son fuente de desaliento, porque nos
hacen ir hacia una meta inaccesible. Se trata, pues, de orar siempre en todas nuestras
acciones, en el trabajo, en la calle, en nuestras conversaciones. Se dice también que
hemos de estar constantemente en presencia de Cristo, que hay que mantener la presencia
de Dios y establecer durante la jornada una oración difusa. Todas estas maneras de hablar
ocultan una misma realidad, pero con matices que corresponden a estados de alma
diferentes.
Cuando hablamos de oración de presencia, se trata siempre, más o menos, de un acto
de fe, y no sólo de un acto de amor. Todo eso está muy unido entre si, y, en realidad, no se
encuentra el uno sin el otro, para hablar de ello es preciso distinguirlos, aunque esta
distinción no se dé realmente en el acto psicológico. No creo que se pueda decir que
nuestras acciones y nuestras jornadas sean una oración por el solo hecho de vivirlos por
amor. Hay en eso un abuso de lenguaje, y acabamos por no saber lo que las palabras
quieren decir. Orar es un acto en el que intervienen siempre, más o menos, la inteligencia y
la fe, que adora o pide, con palabras o sin ellas. Orar es, al menos, mirar; es pensar, es
hablar, es suplicar con lágrimas, ya sea con palabras pronunciadas, con ideas e imágenes,
o sencillamente, con la mirada infinitamente más profunda, pero oscura, de la
contemplación. Si esto no existe no se puede decir que haya oración, en el verdadero
sentido de la palabra.
El mejor modo de comprender un problema es, con frecuencia, el suponerlo resuelto.
Tomad, pues, la oración en su perfección total, cual es la contemplación infusa. En aquel
momento, y sin ninguna dificultad, el corazón del hombre permanece de un modo confuso,
pero admirablemente vivo, en el sentimiento y bajo la mirada de Dios, en todo tiempo y en
cualquier ocupación. Hay mucho más que una vida ofrecida por amor: hay una presencia
permanente de nuestra alma ante Cristo. Entonces sí se puede decir que hay una oración
continua. Es como si se reprodujese en nosotros el estado en que se encontraba Jesús
durante su vida a consecuencia de la visión beatifica. Tal estado es únicamente fruto del
Espíritu Santo, y no podemos hacer otra cosa más que tender hacia Él por un esfuerzo de
fe. Pero hay que dejar bien sentado que, fuera de esta acción particular de Dios, tal estado
no puede mantenerse de un modo permanente.
¿Cómo, pues, trabajar para prolongar la oración durante toda nuestra jornada, cómo
hacer de nuestras acciones una oración continua? Un sacrificio, una oblación, puede
considerarse como oración, en el sentido amplio de la palabra. En este sentido, nuestra
vida puede considerarse ya como una oración, si está explícitamente ofrecida, sobre todo
en unión con el Sacrificio eucarístico. Tal disposición de ofrenda, renovada explícitamente
en cada Misa, confiere realmente a todas las acciones de nuestra jornada un carácter de
oblación que hace de ellas una verdadera oración viva. Esto supone, indudablemente, que
la disposición generosa de la voluntad permanece como latente durante toda la jornada. Y
de ahí la importancia del espíritu de inmolación para hacer de toda nuestra vida una
verdadera oración.
Nuestra vida puede ser también una oración, si guardamos siempre la libertad del alma,
que es la primera condición para la oración. Así quedamos en una disponibilidad constante
para la oración. Sentimos una vez más la necesidad de una ascesis interior, ya que libertad
de alma es sinónima de desasimiento de toda criatura y de toda actividad. Debemos
aprender a conservar esta libertad, sabiendo, sin embargo, darnos con sencillez y alegría a
nuestro trabajo, a nuestros amigos, a nuestros camaradas, a nuestros hermanos. En el
momento mismo de comenzar a orar es cuando nos apercibiremos si hemos o no
conservado esta libertad del alma, que llamaré silencio interior. Sólo el amor de la Cruz de
Jesús nos permitirá guardarlo.
Pero sentiremos la necesidad de algo más: la práctica de una verdadera oración difusa.
Esta consistirá en jalonar nuestras jornadas con instantes de oración más o menos
frecuentes. Aprender a orar con poquísimas palabras o con un sencillo movimiento de alma,
por doquier y cada vez que Dios nos impulse por su gracia. Siento aquí una gran dificultad
para ser más concreto, pues no habrá dos hermanitos que procederán de la misma manera.
Esta permanencia en la oración, en el sentido propio de la palabra, tomará formas tan
diversas como etapas hay en el desarrollo de la fe con sus características diferentes. A
veces será el recuerdo de un versículo del Evangelio, una sencilla mirada a Cristo, el
sentimiento de la presencia de la Santísima Virgen o también, en lo intimo del corazón, un
movimiento de ofrenda por un camarada de trabajo o por todos los hombres, suscitado por
un contacto amistoso, por la vista del mal o por el espectáculo de la multitud indiferente. En
una palabra, se trata de una reacción de nuestra fe que tiende poco a poco a hacerse
habitual para hacernos ver las realidades invisibles del mundo. Estos actos de fe
intermitentes preparan el estado de simple contemplación, que solamente los dones del
Espíritu Santo pueden realizar en nosotros. ORA-DIFUSA/QUE-ES: Ahora tenemos la
verdadera definición de la oración difusa: es una mirada de fe sobre la realidad. Es preciso
que nos ejercitemos en ella. Hay en efecto, un modo de mirar con los ojos de la fe al
hombre, al mundo, al trabajo, al placer y a sus incentivos, que nos pone en plena realidad
humana y divina, visible e invisible. Es como una oración en estado naciente.
* * *
La conciencia de ser realmente los delegados de los hombres delante de Dios, y más
especialmente de los que viven en torno nuestro, de nuestros camaradas de trabajo, de los
habitantes de nuestro pueblo o de nuestro barrio, será para nosotros una ayuda poderosa
para adquirir este espíritu de fe.
Es necesario que, recordándolo sin cesar consolidemos en nosotros esta visión del
mundo en la fe. Unidos en el Cuerpo Místico, somos solidarios unos de otros. Es un hecho
que alcanza a todos los hombres capaces de la adopción divina, pero que nos concierne
especialmente en virtud de un deseo de Jesús manifestado en la llamada que nos ha
hecho, y porque nosotros le hemos respondido ofreciendo explícitamente a Jesús nuestro
deseo de entregarnos como rescate para la salvación de nuestros hermanos. Esta
respuesta encuentra su forma definitiva y su consagración oficial por la Iglesia en el acto de
abandono de nosotros mismos a Dios, que nosotros añadimos en nuestra profesión
perpetua.
El contacto diario con los hombres deberá contribuir a desarrollar en nosotros el
sentimiento de esta solidaridad espiritual. Los lazos de amistad, de camaradería en el
trabajo, de mutua ayuda en la necesidad, serán para nosotros la imagen de un ayuda
mutua mucho más eficaz y profunda. A través de esas manifestaciones visibles de unidad
os ejercitaréis en ver con los ojos de la fe los lazos invisibles que os hacen participar en el
sufrimiento, en el pecado, en la miseria moral y en las necesidades de los demás hombres,
sobre todo de los que os están más cercanos. Ya os he dicho cómo podíais dar, por
vuestra oración y la ofrenda de vosotros mismos, un sentido al sufrimiento sin aplicación del
mundo. Frente al exceso del sufrimiento y del mal, no dejéis que el escándalo ni la
amargura hagan presa en vosotros, sino refugiaos con toda vuestra fe en el misterio de
Jesús que sufre. El será siempre, en medio del desorden y de la desesperación, la única
respuesta silenciosa de Dios que os hará aceptar en la esperanza el misterio del dolor. Este
sufrimiento aceptadle y soportadle como Jesús le soportó. Con Él y en Él, con humildad,
mansedumbre y amor.
Vuestra visión del mundo invisible, aunque haga de vosotros, en cierto modo, extraños,
no debe por eso haceros apartados o indiferentes, sino lo contrario: estaréis tanto más
presentes a los que os rodean, porque los alcanzaréis por la fe y el amor. Hay que evitar
dos desviaciones en esta presencia en el sufrimiento de los demás, y cada uno estará
expuesto, según su temperamento, a una o a otra. Habrá quienes teman salir de la torre de
marfil de su vida interior, por inclinación de carácter, por timidez, por educación, o aun a
causa de su concepto erróneo de las condiciones para la unión con Dios; pero no se trata
de aceptar una vida de oración mitigada, como una especie de compromiso entre los
contactos y la oración; y puede ser que ésta sea la desviación a la que otros se sienten
atraídos. Desde el punto de vista de la distribución de nuestro tiempo, habrá,
evidentemente, que establecer como un compromiso constante entre los tiempos dedicados
a la oración pura y los que exigirán nuestras relaciones con los demás. No puede ser de
otra forma, ya que el tiempo no se puede alargar. Pero este corte, esta especie de
coincidencia, no debe corresponder a una interrupción interior, ni debe llevar consigo una
ruptura de equilibrio en nuestra vida. Esta no está compuesta de momentos de retiro, en los
cuales seríais contemplativos, y de momento consagrados al trabajo o a los contactos,
durante los cuales dejaríais de serlo. Vuestro grado de unión con Dios no se medirá por el
número de los instantes consagrados a la oración, ni tampoco seréis contemplativos
únicamente en función de esos momentos. Lo seréis si vuestra mirada hacia las cosas y los
hombres es, por la fe, lo que era hacia ellos la mirada de Jesús. Viviréis en un medio
bañado en lo temporal y cuyas aspiraciones de justicia, de mejora de vida, de progreso,
están generalmente limitadas a perspectivas terrestres. No os dejéis contaminar, y guardad
limpia y clara vuestra mirada fija en Jesús. Es por Él por quien existís, por quien vivís, por
quien estáis dispuestos a morir por cada uno de vuestros hermanos.
Es posible que haya insistido demasiado acerca del deber de compartir los sufrimientos y
las injusticias: indudablemente, no era necesario, porque vuestros compañeros
experimentan con violencia esos padecimientos y corréis poco peligro de ser extraños. Pero
la intensidad de la absorción del ambiente tiene el peligro de ocultaros la verdadera forma
bajo la cual debéis tomar sobre vosotros este sufrimiento en pos de Cristo cargado con la
Cruz.
Hay otro mal cuya presencia e importancia se os pueden escapar, si no estáis
apercibidos. Quiero hablaros del pecado y del mal moral, de todos los pecados, incluso el
de la negación explícita de Dios. El sentido del pecado está como borrado de la conciencia
actual de la mayor parte de los hombres. Con demasiada frecuencia no se mide el mal
moral más que por las consecuencias económicas funestas que acarrea. Debéis de guardar
la conciencia del pecado, del vuestro propio, como del mundo, el de cualquier hombre. Si
tenéis el sentido de Dios, pero, sobre todo, si habéis penetrado el misterio del Corazón de
Cristo, y si vivís en su intimidad, no podréis eludir la participación en su agonía frente a los
pecados de la Humanidad entera. Por amor a Él y a los hombres, la oración se hará en
vosotros suplicante y reparadora.
Os he indicado en qué sentido debía desarrollarse vuestra solidaridad espiritual con la
Humanidad. Pero no olvidemos que no puede haber fecundidad sino en unión con Cristo
Redentor. Por esto, esta solidaridad no puede ser, en nosotros, sino una consecuencia de
nuestra unión con Jesús. Es una función esencial reservada al alma contemplativa, y en la
misma medida de su unión con Dios. No os hagáis ninguna ilusión de esto: si el contacto
con la miseria física y moral de los hombres os beneficia para incitaros al desasimiento
propio y para aguijonearos en el camino del amor, ha de ser para llevaros a adheriros más
estrechamiento a Jesús. Es vuestra unión a Cristo, que es lo primero, que en vosotros es
fuente de toda fecundidad espiritual. No produzcáis una dislocación en vuestra vida, ni
rompáis el equilibrio. No podéis ser salvadores con Jesús si antes no sois salvados por Él.
No creáis que enriqueceréis más a las almas abandonándole. Otros tienen la misión de
trabajar en la construcción temporal de la sociedad, en la corrección de las injusticias o en
alivio de los sufrimientos de la Humanidad. A vosotros sólo os toca ser total y únicamente
para Jesús, para manifestarle a vuestros hermanos. Hay un conocimiento de Cristo que no
puede llegar a los hombres más que a través de la vida de los que le aman.
* * *
Ahora comprenderéis la importancia insustituible de la fe si queréis ser los permanentes
de la oración. Que vuestra fe sea sencilla, confiada, perseverante, sin desfallecer, animosa
en las oscuridades y bien asida a Jesús. A Él es a quien ha de abrazar vuestra fe a través
del Evangelio, y, más aún, en la realidad de su presencia junto a vosotros. Ejercitad vuestra
fe, sin cansaros, en las palabras de Cristo, y comenzad, si queréis aprender a orar, por
interrogar sobre ello al mismo Jesús. No siempre pensamos en hacerlo. Vamos en busca de
métodos más o menos nuevos y complicados: ninguno eludirá el problema de la fe. Ahí está
todo. Más vale abordarlo de frente. Volved a leer el Evangelio, proponiéndoos oír lo que
Jesús os dice. Casi no ha hablado más que de esto, y si insistió tanto, es porque sabía que
no le escucharíamos. Él sabía que esto era lo esencial, El sabía que nos desalentaríamos y
que faltaríamos a la perseverancia. Nada reemplazará la fuerza de las palabras de Jesús:
leed y releed, volved a leerlas y, sobre todo, vividlas: ¿Por qué me llamáis: ¡Señor, Señor!,
y no hacéis lo que os digo? (San Lucas, 6, 46).
No perdáis el tiempo con la imaginación en cavilaciones tortuosas; Jesús está a vuestro
alcance si tenéis fe. Nada hay más concreto ni más verdadero que la fe, porque concierne
a una realidad presente. Es sólida y fuerte, es indestructible. Mirad la fuerza de la fe en el
Padre Foucauld: es porque se apoya sólo en el Evangelio. Ahí está todo el secreto de
vuestras adoraciones silenciosas y de la permanencia de vuestra presencia ante Jesús. No
hay otro. Jesús está ahí, y vosotros también, con tal de que estéis presentes en el momento
en que pasa. Vuestras alegrías o vuestras tristezas, vuestro cansancio en el trabajo,
vuestro hastío de los hombres, vuestro sufrimiento. vuestras rebeliones, vuestra
repugnancia, todo eso son remolinos de superficie y no impide nunca que Jesús esté allí,
que os ame, que os quiera, aun a través de lo que sufrís, más cerca de Él, en ofrenda a su
Padre y en sacrificio por vuestros hermanos. Esto es realidad, la verdadera; el resto, en su
compararon, no es más que apariencia.
Lo sé: es más fácil decir que hacer. Pero en vosotros está la acción del Espíritu de Luz y
del Espíritu de Amor. Es preciso que sin que desfallezcáis, le abráis el camino ejercitando
vuestra fe en Jesús. EI hastío es la gran tentación de la oración. Buscad en el Evangelio lo
que dice Jesús: El le opone no sólo la perseverancia, sino una importunidad casi
descarada (San Lucas, 11, 8).
Nunca olvidéis eso: la santa Hostia y el Evangelio: decíos que eso es verdad y vivid en
consecuencia. Así es como llegaréis a ser los permanentes de Jesús para la oración: El
que tenga oídos, que oiga... Lo que es imposible en los hombres es posible a Dios... Todo
es posible al que cree (Mt., 11, 15: Lc., 18, 27; Mc., 9, 23).
El Abiodh-Sidi-Cheij, 16 de febrero de 1948
R.
VOILLAUME
EN EL CORAZÓN DE LAS MASAS
Ed. STVDIVM. MADRID 1958.Págs. 161-178