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Elías: el profeta y el poder


UN RODEO PREVIO

Es el evangelista Lucas el que nos invita a pasar previamente por el profeta Elías para luego poder circunscribir y discernir mejor la persona y la acción de Jesús. Mientras que Mateo y Marcos identifican a Juan Bautista con Elías (cf. Mt 11,14 y 17,12-13; Mc 9,13), lo único que Lucas concede a propósito del Bautista es que actúa «con el espíritu y el poder de Elías» (Lc 1,17), pero reserva exclusivamente para Jesús la identificación con Elías: es entre Elías y Jesús entre quienes la acción profética auténtica realiza el paso, de su inauguración, a su plenitud. En siete ocasiones sucesivas compara Lucas a Jesús con Elías, utilizando elementos de la acción y la vida de éste para mejor situar a aquél. Y es este mismo proceso el que nosotros queremos seguir aquí: tomar del «ciclo de Elías» (1 Re 17-19) una especie de pauta de lectura e interpretación de la vida de Jesús.


UNA LECTURA CRITICA

Por lo que se refiere a este método de acercamiento a Jesús, a este camino de acceso a nuestro salvador y su acción, Lucas no sólo nos ofrece la orientación fundamental del mismo y su justificación, sino que añade además la manera de hacerlo: una manera crítica. En efecto, el conjunto de sus siete referencias al ciclo de Elías manifiesta inequívocamente una lectura crítica del mismo: de los tres actos de dicho ciclo, que analizaremos en detalle, únicamente son aceptados el primero y el último; el acto central, del triunfo de Elías en el monte Carmelo mediante la violencia, es rechazado. En Lucas, efectivamente, se rechaza violentamente, como ajena al espíritu de Dios, la voluntad de poder que pide que baje el fuego del Cielo y consuma a los enemigos del profeta (Lc 9,51-56). Por el contrario, se aceptan e incluso sirven para comprender debidamente a Jesús la acción de Elías con la viuda de Sarepta y su hijo, al que salva de la muerte (Lc 4,26; 7,12-15; 9,42-43); la teofanía en la que aparece Elías en plano de igualdad con Moisés, uno y otro a ambos lados de Jesús, en la montaña sobre la que Dios se revela (Lc 9,30); la gran debilidad del profeta, de la que sólo el ángel de Dios viene a salvarlo (Lc 22,43-45); y, por último, el llamamiento de discípulos y la libérrima invitación a incorporarse, si así lo desean, a la aventura profética que habrá de revelar al Dios diferente de los poderes de los hombres (Lc 9,57-62).

Este rápido repaso basta para percibir la lectura crítica sobre la que Lucas fundamenta su utilización del profeta Elías para situar la acción de Jesús. No todo es bueno, consiguientemente, en Elías, y hay determinados aspectos de su acción que sólo sirven para circunscribir la figura de Jesús por puro contraste, y un contraste en verdad vehemente.

Por lo que se refiere a la definición y justificación de nuestro método, hay que recordar también que el propio Pablo —y ya conocemos la afinidad de pensamiento entre Pablo y Lucas—, en un texto extraordinariamente importante acerca de su acción apostólica (Rom ' 11,1-4), también se refiere al ciclo de Elías y hace una lectura crítica del mismo. En el famoso oráculo teofánico, Pablo sabe identificar perfectamente el error del profeta, incapaz de discernir en su mundo al verdadero pueblo de Dios, el pueblo que Dios reúne. El gran profeta Elías se equivoca, a la vez, acerca de Dios y acerca de su pueblo, y necesita que el oráculo divino le proporcione una mejor visión de las cosas: sólo una mirada crítica puede hacer semejante lectura.

En la tradición cristiana, esta lectura crítica no se ha conservado más que en un solo punto: Dios se revela a Elías en «el susurro de una brisa suave» (1 Re 19,12). En contra de las expectativas del profeta, que no sueña más que con una violenta venganza, la teofanía se produce, finalmente, en el silencio. No se trata sólo de un rechazo del deseo de Elías, sino también de una fase distinta, en relación a la teofanía concedida en otro tiempo a Moisés, en el conocimiento de Dios en Israel.

Justificada a priori de este modo, esta lectura crítica del ciclo de Elías deberá demostrar su validez, fundamentalmente, a través de su propio funcionamiento y de sus resultados. Esto es obvio. Pero también es muy claro que, en la lectura de un texto, el a priori es algo fundamental y resulta decisivo para todo el resto. Según que abordemos nuestro texto con una mirada hecha, a priori, de admiración religiosamente ingenua o con una mente alertada por las críticas fundamentales que han sabido formular un Lucas, un Pablo y toda una tradición, la lectura será totalmente distinta, y nos fijaremos en una cierta organización del texto, en unos ciertos contrastes y relaciones, y entonces el texto podrá damos todo su sentido.
 

UN RELATO EN TRES ACTOS

Nuestro texto (1 Re 17-19) se presenta como un drama perfectísimamente equilibrado en sus tres actos. Una simple lectura permite ya entrever la calidad de este viejo relato; y un análisis detallado de su construcción revela por sí solo todo su vigor. Los actores son Yavhé y Baal, junto a los cuales se alinean, por un lado, el rey (y la reina) y los profetas de Baal, y por otro Elías. Y en medio, el pueblo, que es lo que está en juego.

1. La sequía, o el profeta en la ambigüedad

17 1Elías el tesbita, de Tisbe de Galaad, dijo a Ajab: «Vive el SEÑOR, Dios de Israel, a quien sirvo: no habrá estos años rocío ni lluvia más que cuando mi boca lo diga».

2Fue dirigida la palabra del SEÑOR a Elías diciendo: 3«Sal de aquí, dirígite hacia oriente y escóndete en el torrente de Kerit, que está al este del Jordán. 4Beberás del torrente y encargaré a los cuervos que te sustenten allí». 5Hizo según la palabra del SEÑOR y se fue a vivir en el torrente de Kerit que está al este del Jordán. 6Los cuervos le llevaban pan por la mañana y carne por la tarde, y bebía del torrente. 7Al cabo de los días se secó el torrente, porque no había lluvia en el país.

8Le fue dirigida la palabra del SEÑOR a Elías diciendo: 9«levántante y vete a Sarepta de Sidón y quédate allí, pues he ordenado a una mujer viuda de allí que te dé de comer». 10Se levantó y se fue a Sarepta. Cuando entraba por la puerta de la ciudad, había allí una mujer viuda que recogía leña. La llamó Elías y dijo: «Tráeme, por favor, un poco de agua para mí en tu vaso para que pueda beber». 11Cuando ella iba a traérsela, él le gritó: «Tráeme, por favor, un bocado de pan en tu mano». 12Ella dijo: «Vive el SEÑOR, tu Dios, que no tengo nada de pan cocido; sólo tengo un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en la orza. Estoy recogiendo unos palos, entraré y lo prepararé para mí y para mi hijo, lo comeremos y moriremos». 13Pero Elías le dijo: «No temas. Entra y haz como has dicho, pero primero haz una torta pequeña para mí y tráemela, y luego harás para ti y para tu hijo. 14Porque así habla el SEÑOR, Dios de Israel:

No se acabará la harina en la tinaja,
no se agotará el aceite en la orza
hasta el día en que el SEÑOR
conceda la lluvia sobre la haz de la tierra».

15Ella se fue e hizo según la palabra de Elías, y comieron ella, él y su hijo. 16Y no se acabó la harina en la tinaja ni se agotó el aceite en la orza, según la palabra que el SEÑOR había dicho por boca de Elías.

17Después de estas cosas, el hijo de la dueña de la casa cayó enfermo, y la enfermedad fue tan recia que se quedó sin aliento. 18Entonces ella dijo a Elías: «¿Qué hay entre tú y yo, hombre de Dios? jEs que has venido a mí para recordar mis faltas y hacer morir a mi hijo?» 19Elías respondió: «Dame a tu hijo». El lo tomó de su regazo y subió a la habitación de arriba, donde él vivía, y lo acostó en su lecho; 20después clamó al SEÑOR diciendo: «SEÑOR, Dios mío ¿es que también vas a hacer mal a la viuda en cuya casa me hospedo, haciendo morir a su hijo?» 21Se tendió tres veces sobre el niño, invocó al SEÑOR y dijo: «SEÑOR, Dios mío, que vuelva, por favor, el alma de este niño dentro de él». 22EL SEÑOR escuchó la voz de Elías, y el alma del niño volvió a él y revivió. 23Tomó Elías al niño, lo bajó de la habitación de arriba de la casa y se lo dio a su madre. Dijo Elías: «Mira, tu hijo vive». 24La mujer dijo a Elías: «Ahora sí que he reconocido bien que eres un hombre de Dios, y que es verdad en tu boca la palabra del SEÑOR».

Más allá del simple contenido narrativo —las aventuras de un profeta por sobrevivir a una sequía que él mismo ha desencadenado—, el marco en que se encuadra este primer acto permite ver ya la ambigüedad de la acción de Elías. En el primer versículo, el desafío le es lanzado al rey; consiguientemente, es del rey de quien Elías espera una respuesta de sumisión a Dios y a su siervo. Y esta respuesta llega en el último versículo, pero quien la pronuncia es la viuda de Sarepta. Hay, pues, dos mundos opuestos que definen la ambigüedad en la que se mueve Elías: el mundo del rey (y del poder, por lo tanto) y el mundo de la viuda (y de la fragilidad humana).

Delimitado por este marco, el relato se desarrolla en cuatro escenas: 1.a) 17,1-2; 2.a) 17,2-7; 3.a) 17,8-16; 4.a) 17,17-24. De este modo se oponen el campo de acción elegido por Elías (17,1) y el campo de acción elegido por Dios para su profeta (17,2-24): la relación entre ambos bloques y la rapidez (después de un solo versículo) con que la Palabra de Dios interviene para hacer salir a su profeta son absolutamente significativas.

El rey Ajab ha sido presentado, junto con su mujer Jezabel, en los versículos precedentes (16,29-34), donde ha quedado reseñado lo esencial: que aquel rey pretende fundar su poder en el culto al dios cananeo Baal. Al desencadenar la sequía sobre todo el reino, Elías, profeta del Dios verdadero, del Dios de Israel, provoca una confrontación de poderes entre él y el rey, entre Dios y Baal. Pero es una confrontación que sitúa a ambas partes en un mismo plano. Baal era el dios de la lluvia y la fertilidad, el dios de las grandes fuerzas telúricas, tales como la tormenta, el trueno, el rayo y el viento. Al lanzar su desafío, Elías pretende ser reconocido como representante de un dios más fuerte que Baal. No un dios diferente, sino más fuerte, pero en un mismo plano. Y en el fondo, el desafío le concierne menos a Dios que a su profeta: «...a quien yo sirvo;...cuando mi boca lo diga».

1.1. La «otreidad» de Dios

No hay mención alguna de una palabra del Señor que autorice tal desafío. Por el contrario, en una abrupta e inesperada reanudación del relato —«...cuando mi palabra (mi boca) lo diga. Fue dirigida la palabra del Señor a Elías: `Sal de aquí...'»— con que se inicia la segunda escena, aparece por primera vez la palabra de Dios para alejar al profeta del lugar en que acaba de provocar al rey y enviarlo a otra parte, cada vez más lejos, a un lugar cada vez más alejado, pero, sobre todo, cada vez más diferente. Porque es menester que esta diferencia de la acción del profeta revele la diferencia del propio Dios. De lo contrario, ¿cómo podría Dios revelarla y revelarse a sí mismo como diferente de los Baales, que no son sino la proyección religiosa en lo divino de la voluntad humana de poder? Dios no es otro Baal; ni siquiera es un Baal más fuerte que los demás; pero esta diferencia sólo puede revelarse en el mundo a través de la diferencia de la acción profética.

De este modo, y mediante tres escenas progresivas, comienza una especie de «reciclaje» del profeta. Hay primero un período de retiro en el torrente de Kerit (vv. 2-7), lejos de todo ese hervidero de cólera y de miseria suscitado por la sequía y que será referido más adelante (18,2-15). Pero todavía no basta con eso; es preciso, además, que abandone Israel (la tierra que es objeto de su desafío) y que abandone, sobre todo, la proximidad del rey y vaya a reunirse en tierra extraña con el huérfano y la viuda. Esta tercera escena (vv. 8-16) hace más denso aún el contraste. Del profeta que se ha alzado frente al rey en plano de igualdad hace Dios un vagabundo, un hombre débil donde los haya (y en este sentido conviene captar todo el simbolismo de la mujer viuda que prepara para sí y para su hijo su última comida antes de morir: ¡He ahí al profeta, confiado a los cuidados de esta mujer!).

La palabra de Dios, ausente de la primera escena, comienza entonces a intervenir sin cesar, y acaba incluso apoderándose del profeta (v. 14) y confiriéndole su verdadera función o papel: revelar la bondad de Dios a los pequeños.

Entre el gran desafío de la sequía y el milagro de la humilde tinaja de harina que ya no habrá de agotarse, la palabra de Dios ha hecho su elección.

Pero el contraste puede llevarse aún más lejos: no hay nada más débil que un niño muerto. De este modo, Elías habrá pasado, del poderoso rey, al huérfano muerto; de la gran estructura de poder, a la insignificancia individual. Y es entonces cuando, al fin, puede Elías actuar plenamente (vv. 17-24) como el servidor del Dios de la vida; es entonces cuando, al revelarlo verdaderamente, hace que surjan la conversión y la respuesta de la fe.

1.2. La verdad de Sarepta

Con SU palabra, el profeta había pretendido provocar una confrontación de fuerza, de igual a igual con el rey, con miras a un dominio global sobre Israel; de ese modo hacía de Dios un Baal simplemente más poderoso, pero no diferente. Y el relato da a entender que, en el fondo, el desafío apuntaba fundamentalmente al triunfo de Elías, a su deseo de obrar y ser reconocido como el más poderoso servidor del poder divino.

Pero LA palabra de Dios, mediante sucesivas intervenciones (vv. 2,8,14,16,22), envía al profeta A OTRA PARTE: a una situación humana real y concreta, a la vida misma de los más débiles, con sus más elementales problemas, porque sólo así podrá revelar al Dios diferente y obtener el reconocimiento de la fe. Es en Sarepta donde «verdaderamente la palabra de Dios está en su boca» (v. 24).

¿Quién no ve el valor de preparación y de anticipación evangélica que hay en «Sarepta»? Por encima del mero dato geográfico de un relato, es preciso que nos quedemos con «Sarepta» y su verdad (la cual no hemos acabado aún de descubrir) como un concepto simbólico global que nos será sumamente útil para situar la salvación, no como una relación jurídica entre Dios y el hombre, sino como una determinada cualidad del deseo del hombre y una determinada manera de estar en el mundo y dentro del pueblo de Dios.


2.
El sacrificio del Carmelo, o el abuso de autoridad de Elías

El reciclaje del profeta durará dos años, al cabo de los cuales habrá llegado el momento de hacer regresar a Elías en medio de su pueblo. El relato prosigue, pues, con una nueva iniciativa de la palabra de Dios, que acepta que vuelvan a encontrarse el rey y el profeta. ¿Acaso el lugar natural del profeta no está en medio de su pueblo? Hay que volver, por tanto, al punto de partida, y todo el «suspense» se centra ahora en torno a esta pregunta: ¿que va a hacer Elías cuando se encuentre de nuevo con el rey? ¿Va a limitarse a darle la buena noticia de parte de Dios de que «va a hacer llover sobre la superficie de la tierra»? ¿O, más bien, va a reemprender la confrontación de fuerzas justamente allí donde la palabra de Dios la había desactivado, impidiéndole llegar a un enfrentamiento personal de una vez? ¿Habrá aprendido algo Elías en «Sarepta»? Escuchemos el relato del segundo acto:

18 1Pasado mucho tiempo, fue dirigida la palabra del SEÑOR a Elías, al tercer ano, diciendo: «Ve a presentarte a Ajab, pues voy a hacer llover sobre la tierra». 2Fue Elías a presentarse a Ajab.

El hambre se había apoderado de Samaria. 3Ajab llamó a Abdías, que estaba al frente de la casa real. —Abdías era muy temeroso del SEÑOR. 4Cuando Jezabel exterminó a los profetas del SEÑOR, Abdías había tomado a cien profetas y los había ocultado, de cincuenta en cincuenta, en una cueva, dándoles de comer pan y agua—. 5Dijo Ajab a Abdías: «Ven, vamos a recorrer el país por todas sus fuentes y todos sus torrentes; acaso encontremos hierba para mantener los caballos y mulos y no tengamos que suprimir el ganado». 6Se repartieron el país para recorrerlo; Ajab se fue solo por un camino, y Abdías se fue solo por otro. 7Estando Abdías en camino, le salió Elías al encuentro. Le reconoció y cayó sobre su rostro y dijo: «¿Eres tú Elías, mi Señor?» 8El respondió: «Yo soy. Vete a decir a tu señor: Ahí está Elías». 9Respondió: «¿En qué he pecado, pues me entregas en manos de Ajab para hacerme morir? ¡Vive el SEÑOR tu Dios! No hay nación o reino donde no haya mandado a buscarte mi señor, y cuando decían: `No está aquí', hacía jurar a la nación o al reino que no te había encontrado. 11Y ahora tú dices: `Vete a decir a tu señor: Ahí está Elías'. 12Y sucederá que, cuando me aleje de ti, el espíritu del SEÑOR te llevará no sé adónde, llegaré a avisar a Ajab, pero no te hallará y me matará. Sin embargo, tu siervo teme al SEÑOR desde su juventud. 13¿Nadie ha hecho saber a mi señor lo que hice cuando Jezabel mató a los profetas del SEÑOR, que oculté a cien de los profetas del SEÑOR, de cincuenta en cincuenta, en una cueva y los alimenté con pan y agua? 14Y ahora tú me dices: `Vete a decir a tu señor: Ahí está Elías'. ¡Me matará!» 15Respondió Elías: «¡Vive el SEÑOR de los ejércitos a quien sirvo! Hoy me presentaré a él». 16Abdías fue al encuentro de Ajab y le avisó, y Ajab partió al encuentro de Elías.

17Cuando Ajab vio a Elías, le dijo: «¿Eres tú, azote de Israel?» 18El respondió: «No soy yo el azote de Israel, sino tú y la casa de tu padre, por haber abandonado al SEÑOR y haber seguido a los Baales. 19Pero ahora, envía a reunir junto a mí a todo Israel en el monte Carmelo, y a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal y a los cuatrocientos profetas de Asherá que comen a la mesa de Jezabel». 20Ajab envió mensajeros a todo Israel y reunió a los profetas en el monte Carmelo. 21Elías se acercó a todo el pueblo y dijo: «¿Hasta cuándo vais a estar cojeando con los dos pies? Si él es Dios, seguidle; si lo es Baal, seguidle a éste». Pero el pueblo no le respondió nada. 22Dijo Elías al pueblo: «He quedado yo solo como profeta del SEÑOR, mientras que los profetas de Baal son cuatrocientos cincuenta. 23Que se nos den dos novillos; que elijan un novillo para ellos, que lo despedacen y lo pongan sobre la leña, pero que no pongan fuego. 24Invocaréis el nombre de vuestro Dios; yo invocaré el nombre del SEÑOR. Y el dios que responda por el fuego, ése es Dios». Todo el pueblo respondió: «¡Está bien!»

25Elías dijo a los profetas de Baal: «Elegíos novillos y comenzad vosotros primero, pues sois más numerosos. Invocad el nombre de vuestro dios, pero no pongáis fuego». 26Tomaron el novillo que les dieron, lo prepararon e invocaron el nombre de Baal desde la mañana hasta el mediodía, diciendo: «¡Baal, respóndenos!» Pero no hubo voz ni respuesta. Danzaban cojeando junto al altar que habían hecho. 27Llegado el mediodía, Elías se burlaba de ellos y decía: «¡Gritad más alto, porque es un dios; tendrá algún negocio, le habrá ocurrido algo, estará en camino; tal vez esté dormido y se despertará!» 28Gritaron más alto, sajándose, según su costumbre, con cuchillos y lancetas hasta chorrear la sangre sobre ellos. 29Cuando pasó el mediodía, se pusieron en trance hasta la hora de hacer la ofrenda, pero no hubo voz, ni quien escuchara ni quien respondiera.

30Entonces Elías dijo a todo el pueblo: «Acercaos a mí». Todo el pueblo se acercó a él. Reparó el altar del SEÑOR, que había sido demolido. 31Tomó Elías doce piedras, según el número de las tribus de los hijos de Jacob, al que fue dirigida la palabra del SEÑOR diciendo: «Israel será tu nombre». 32Erigió con las piedras un altar al nombe del SEÑOR e hizo alrededor del altar una zanja que contenía como unas dos arrobas de sembrado. 33Dispuso la leña, despedazó el novillo y lo puso sobre la leña. 34Después dijo: «Llenad de agua cuatro tinajas y derramadla sobre el holocausto y sobre la leña». Lo hicieron así. «Repetid», dijo, y repitieron. Dijo: «Hacedlo por tercera vez». Y por tercera vez lo hicieron. 35E1 agua corrió alrededor del altar, y hasta la zanja se llenó de agua. 36A_la hora en que se presenta la ofrenda, se acercó el profeta Elías y dijo: «SEÑOR, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, que se sepa hoy que tú eres Dios en Israel, y que yo soy tu servidor y que por orden tuya he ejecutado todas estas cosas. 37Respóndeme, SEÑOR, respóndeme, y que todo este pueblo sepa que tú, SEÑOR, eres Dios que conviertes sus corazones».

38Cayó el fuego del SEÑOR que devoró el holocausto y la leña y lamió el agua de las zanjas. 39Temió todo el pueblo, y cayeron sobre su rostro y dijeron: «¡EL SEÑOR es Dios, el SEÑOR es Dios!»

40Elías les dijo: «Echad mano a los profetas de Baal, que no se escape ninguno de ellos»; les echaron mano, y Elías les hizo bajar al torrente de Quishón, donde los degolló. 41Dio Elías a Ajab: «Sube, come y bebe, porque ya se oye el rumor de la lluvia». 42Subió Ajab a comer y beber, mientras Elías subía a la cima del Carmelo, donde se encorvó hacia la tierra poniendo su rostro entre las rodillas. 43Dijo a su criado: «Sube y mira hacia el mar». Subió, miró y dijo: «No hay nada». El dijo: «Vuelve». Y esto siete veces. 44A la séptima vez dijo: «Hay una nube como la palma de un hombre, que sube del mar». Entonces dijo Elías: «Sube a decir a Ajab: Unce el carro y bajá, no te detenga la lluvia». 45Poco a poco se fue oscureciendo el cielo por las nubes el viento y se produjo gran lluvia. Ajab montó en su carro y se fue a Yizreel. 46La mano del SEÑOR vino sobre Elías, que, ciñéndose la cintura, corrió delante de Ajab hasta la entrada de Yizreel.

19 1Ajab refirió a Jezabel cuanto había hecho Elías y cómo había pasado a cuchillo a todos los profetas. 2Envió Jezabel un mensajero a Elías diciendo: «Que los dioses me hagan esto y me añadan esto otro si mañana a estas horas no he puesto tu alma igual que el alma de uno de ellos». 3Elías tuvo miedo, se levantó y se fue para salvar su vida. Llegó a Bersheba de Judá y dejó allí a su criado. 4E1 caminó por el desierto una jornada de camino y fue a sentarse bajo una retama. Se deseó la muerte y dijo: «¡Basta ya, SEÑOR! ¡Toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres!» 5Luego se acostó y se durmió bajo una retama.

Antes de abordar el encuentro entre el profeta y el rey, el relato debe llenar una laguna e informar al lector acerca de lo que ocurría en Samaria durante la sequía, mientras Elías realizaba su «reciclaje» en Sarepta. De ese modo nos enteramos (18,2b-16) de la enorme miseria que asola a todo el país, desde los más humildes hasta la propia corte, donde el rey y el jefe de su casa tienen que ocuparse de la supervivencia de los caballos y mulos de la casa real.

Y, sobre todo, conocemos a dos personajes que van a tener su importancia en el resto del relato: en primer lugar, la reina Jezabel y su odio mortal a los profetas del Señor; y en segundo lugar, el jefe de palacio, Abdías, el cual, además de su fugaz papel de mensajero y mediador, representará sobre todo, gracias a su secreta pero decidida acción (18,4), a ese «resto de siete mil hombres» que resistieron a Baal y de los que tendremos noticia en el tercer acto.

A partir del versículo 17, Ajab y Elías se encuentran al fin, y el drama puede proseguir en cinco escenas perfectamente encadenadas y que constituyen otras tantas variaciones sobre el tema del poder y la violencia. ¡Sarepta ha sido rápidamente olvidada!

2.1. Se recrudece el desafío al poder (vv. 17-24)

En lugar de anunciar la alegre noticia del final de la sequía, Elías aprovecha inmediatamente la acritud del rey para provocar a éste con su fuerza. El objeto de su desafío es perfectamente formulado y es la primera frase que debemos retener: «Envía a reunir junto a mí a todo Israel». Se oponen, pues, el poder del rey, basado en Baal, y el poder del profeta, basado en el Señor; y lo que está en juego es el dominio global sobre el pueblo, que no es un actor del drama, sino lo que en dicho drama se ventila. Se trata, simplemente, de saber dónde reside el mayor poder, y éste será el que, automáticamente, domine sobre el pueblo. El pueblo, por lo tanto, no puede ser actor, porque no puede decidir ni optar por nada; es simplemente el objeto de la confrontación, y no puede hacer otra cosa sino callar (18,21).

Pero, si «el pueblo no responde nada», si no puede optar, sólo una palabra podrá zanjar la cuestión. Y la prueba en la que Elías se embarca es doblemente sobrecogedora: por una parte, va a luchar él solo contra ochocientos cincuenta (18,19) y, por otra, va a someter a Dios a prueba, obligándole a manifestarse, a entrar en el desafío y a ponerse de parte de su profeta. El pensamiento de Elías queda perfectamente claro y es la segunda frase que hemos de retener: «El dios que responda por el fuego, ése es el verdadero Dios» (18,24). Después de Sarepta, es muy dudoso que esta definición, esta identificación con Baal, sea del agrado de Dios; pero sí agrada y alivia al pueblo, que recupera la palabra y aprueba el desafío como un solo hombre (18,24).

Resulta tan agradable no tener que reflexionar ni vacilar ni dudar ni decidir... Es mucho más sencillo (y más habitual) someterse simplemente al poder del más fuerte, tomar partido sin necesidad alguna de conversión ni de cambio. No hay que sembrar inseguridad entre el pueblo, que lo único que necesita —¿no es verdad?— es una simple palabra y un poder perfectamente localizado. El pueblo no pide más. Por eso responde: «¡Está bien!»

2.2. La impotencia de Baal (vv. 25-29)

La prueba, por parte de los sacerdotes de Baal, durará todo el día; pero será en vano, porque no conseguirá más que manifestar la impotencia del falso dios. Como un estribillo, el relato constata y repite: «Pero no hubo voz ni respuesta» (vv. 25 y 29). En cuanto a Elías, la progresión de su triunfo va midiéndose progresivamente por su aparente juego limpio con sus competidores (v. 25), más tarde por su sarcasmo (v. 27) y por su manera de subrayar su soledad, su postura casi de espectador o de árbitro, hasta que, de pronto, se hace definitivamente con la situación y ocupa su lugar en el centro de Israel (en solitario, eso sí, pero en el mismo centro): «Entonces Elías dijo a todo el pueblo: `Acercaos a mí'» (v. 30). Baal y sus profetas han quedado eliminados, y ha llegado la hora de Elías y del Señor.

2.3. El fuego de Dios (vv. 30-39)

Tras los necesarios preparativos técnicos, viene la gran oración del profeta, en cada una de cuyas fórmulas se muestra la ambigüedad en que el propio profeta se ha sumido. «Que se sepa hoy que tú eres Dios en Israel» (v. 36): ¿no ha aprendido Elías en Sarepta que Dios es Dios en la humanidad, y que, por lo tanto, su reino no puede identificarse con ningún reino humano concreto? «...Y que yo soy tu servidor»: Ahí es adonde, en definitiva, quiere llegar el profeta, y ésta era ya su preocupación con ocasión del primer desafío («...el Dios de Israel, a quien sirvo» [17,1]); y lo prueba, sobre todo, lo que viene a continuación: «...y que por orden tuya he ejecutado todas estas cosas». El relato, sin embargo, no cita ninguna orden, ningún mandato de Dios, a no ser el de que se presente ante Ajab y le anuncie la venida de la lluvia (18,1). Pero no aparece orden alguna en el sentido de provocar al rey y a sus profetas con una prueba de fuerza, y menos aún la orden de dar muerte a los 850 profetas una vez que Elías haya ganado. En cuanto a lo de «convertir los corazones del pueblo» (v. 37), ya hemos visto que no es cuestión de conversión, sino de poder y de capacidad de arrastre. Y más tarde, en el tercer acto (puesto que, evidentemente, lo de Sarepta no ha sido suficiente), descubrirá Elías el camino y el éxodo de que se vale Dios para convertir así, ante todo, el corazón de su profeta.

2.4. La violencia de Elías (vv. 40-46)

De momento, fiel a su papel de dominado, el pueblo abandona a Baal y aclama al Señor, que, evidentemente, es el más fuerte. A juzgar por ello, Elías obtiene el triunfo; su prueba de fuerza ha tenido pleno éxito, según él, tanto del lado de Dios como del lado del mundo: él ha revelado en la historia el poder divino, del cual puede él servirse para reunir a todo Israel en una gran estructura de poder. Y consiguientemente, pone manos a la obra. En el más puro estilo jezabeliano de ejercer la realeza, lo primero que hace es eliminar a la competencia (18,40): a la palabra victoriosa de Elías, el pueblo deja de mostrarse mudo y paralizado y se hace despiadadamente activo. Y entonces puede Elías convertirse en colaborador y familiar del rey, y lo vemos alternativamente como chambelán (v. 41), maestro de ceremonias (v. 44) y heraldo del rey (v. 46). Como un perfecto capellán de la corte, como garante de su reino (puesto que ha hecho cesar el drama de la sequía) y como dominador de todo Israel, al que ha llevado a la unidad, Elías regresa triunfalmente a la capital, Yizreel. ¡Qué camino ha recorrido desde Sarepta! ¡Qué ascensión tan súbita e irresistible la de él, a quien la palabra de Dios había sumido en la más absoluta insignificancia histórica!

Pero ¿qué piensa de todo ello el Dios de este profeta? Es verdad que no le ha abandonado frente a los sacerdotes de Baal, que ha consumido la ofrenda que le ha sido presentada y que ha habido de su parte «respuesta y reacción»..., pero ¿qué piensa de lo que ha venido a continuación? El relato tardará en dar la respuesta a esta pregunta; pero lo que sí nos dice enseguida es lo que piensa Jezabel.

2.5. El fracaso provocado por la reina

Si interrumpiéramos el relato del Carmelo en el último versículo del capítulo 18, estaríamos falseando por completo su sentido, sucumbiendo a una lectura religiosa ingenua y llena de admiración por el gran campeón de Dios y el gran restaurador de su pueblo, y quebrando la curva del relato, que consiste en llevar al profeta, de una primera situación de debilidad, a una segunda situación idéntica, tras el paso momentáneo por un pseudo-triunfo. Es menester, por tanto, no privar al relato del Carmelo de su última escena, que es la que le da su sentido y su enjundia.

En el régimen de la violencia, la reina es más fuerte, y Elías comprueba inmediatamente cómo se vuelve contra él la estrategia que parecía haber confirmado su poder.

Y vuelve de nuevo al punto de partida; pero ahora se trata del punto de partida del segundo acto: la vuelta a «Sarepta», la vuelta al mundo de la debilidad, el infortunio y la muerte amenazadora. Al igual que la viuda, lo que ahora necesita el profeta es, simplemente, tratar de «salvar su vida» huyendo miserablemente al desierto, lejos de Israel; pero lejos sólo geográficamente, porque espiritualmente él ha dejado ya de ser el único, el campeón que se erguía solitario en el centro de Israel. Sí, ahora ha perdido toda ilusión y toda soberbia: «no soy mejor que mis padres». Completamente solo, «bajo una retama», pecador con los pecadores, débil con los débiles, Elías no es más que un hombre despojado de todas las ilusiones y protecciones del poder: y esta verdad humana es capaz de acoger la verdad de Dios. Ahora está preparado Elías para la teofanía del Horeb, para el encuentro con el Dios diferente.


3.
La teofanía del Horeb, o el verdadero lugar del profeta

El abuso de poder de Elías en el Carmelo acabó, debido a la amenaza implacable de Jezabel, en un completo desastre: «¡Señor, toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres!».

Semejante conclusión de la escena del Carmelo es importante, porque las palabras de Elías constituyen una oración («toma mi vida») y una confesión («no valgo más que mis padres»). Jugando con una alusión a Num 14,1-25, el relato, pues, identifica a Elías con aquellos a quienes, durante el Exodo, hizo Yahvé morir en el desierto, impidiéndoles llegar a la tierra prometida, en castigo por su pecado. Pero ¿qué pecado?: «Ninguno de los que han visto mi gloria y las señales que he realizado en Egipto y en el desierto, que me han puesto a prueba ya diez veces y no han escuchado mi voz, verá la tierra que prometí con juramento a mis padres» (Num 14,22-23).

Si Elías no fuera más que una víctima de la violencia de Jezabel, aunque el profeta se reprochase aquí su desánimo frente a tantos obstáculos y hasta su cobardía ante las amenazas de la reina, no habría en ello razón suficiente para identificar a Elías con los rebeldes del Exodo.

Si, por el contrario, el Carmelo debe ser interpretado —y así lo hemos hecho nosotros— como un abuso de autoridad por parte del profeta, como un poner a Dios a prueba para que haga realidad no su propia palabra, sino la codicia de Elías, entonces es lógico que su fracaso le haga ahora reflexionar y le lleve a confesar su pecado identificándose con los hombres de Israel que actuaron del mismo G modo durante el Exodo.

3.1. Un nuevo éxodo

Esta identificación de la aventura de Elías con el primer éxodo no ha hecho, por lo demás, sino comenzar, y el segundo acto concluye con un proceso que va a marcar todo el acto tercero: Elías ha huido al desierto y, al igual que Israel durante el Exodo, deberá atravesarlo para llegar, al igual que Israel, hasta el monte Horeb (o Sinaí) tras una marcha de cuarenta días, con ayuda de un alimento celestial. Más tarde, al igual que Moisés, entrará en la cueva, y allí se encontrará con el Señor Dios.

La verdad global acerca de Dios, del profeta y del pueblo no es el Carmelo quien la revela, sino el Horeb, que es donde se hace realidad, en la renovación del Exodo, la grandeza profética de Elías. Pero, para que pueda revelarse dicha verdad, es menester que primero se eliminen todas las mentiras. Al final del segundo acto, Elías, con su oración y su confesión, está por fin en condiciones de encontrarse con el Dios verdadero, dejar a tal Dios ser Dios y contentarse él con no ser más que su profeta.

... Pero un ángel le tocó y le dijo: «Levántate y come». 6Miró y vio a su cabecera una torta cocida sobre piedras calientes y un jarro de agua, comió y bebió y se volvió a acostar. Volvió por segunda vez el ángel del SEÑOR, le tocó y le dijo: «Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti». 8Se levantó, comió y bebió, y con la fuerza de aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb. 9Allí entró en la cueva, y pasó en ella la noche. Le fue dirigida la palabra del SEÑOR, que le dijo: «¿Qué haces aquí, Elías?» 10E1 dijo: «Ardo en celo por el SEÑOR, Dios Sebaot, porque los hijos de Israel te han abandonado, han derribado tus altares y han pasado a espada a tus profetas; quedo yo solo, y buscan mi vida para quitármela». 11Le dijo: «Sal y ponte en el monte ante el SEÑOR». Y he aquí que el SEÑOR pasaba. Hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas ante el SEÑOR; pero no estaba el SEÑOR en el huracán. Después del huracán, un temblor de tierra; pero no estaba el SEÑOR en el temblor. 12Después del temblor, fuego; pero no estaba el SEÑOR en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa suave. 13Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, salió y se puso a la entrada de la cueva. Le fue dirigida una voz que le dijo: «¿Qué haces aquí, Elías?» 14El respondió: «Ardo en celo por el SEÑOR, Dios Sebaot, porque los hijos de Israel te han abandonado, han derribado tus altares y han pasado a espada a_tus profetas; quedo yo solo, y buscan mi vida para quitármela». 15Le dijo el SEÑOR: «Anda, vuelve por tu camino hacia el desierto de Damasco. Vete y unge a Jazael como rey de Aram. 16Ungirás a Jehú, hijo de Nimshí, como rey de Israel, y a Eliseo, hijo de Shafat, de Abel-Mejolá, le ungirás como profeta en tu lugar. 17Al que escape a la espada de Jazael le hará morir Jehú, y al que escape a la espada de Jehú le hará morir Eliseo. 18Pero yo me reservaré a siete mil en Israel; todas las rodillas que no se doblaron ante Baal y todas las bocas que no lo besaron».

19Partió de allí Elías y encontró a Eliseo, hijo de Shafat, que estaba arando. Había delante de él doce yuntas, y él estaba con la duodécima. Pasó Elías y le echó su manto encima. 20Eliseo abandonó los bueyes, corrió tras de Elías y le dijo: «Déjame ir a besar a mi padre y a mi madre y te seguiré». Le respondió Elías: «Anda, vuélvete, pues ¿qué te he hecho?» 21Volvió atrás Eliseo, tomó el par de bueyes y lo sacrificó, asó su carne con el yugo de los bueyes y dio a sus gentes, que comieran. Después se levantó, se fue tras de Elías y entró a su servicio.

3.2. La verdadera teofanía

Al fin se encuentra solo el profeta en la cueva del Horeb. Ya no tiene quien le desafíe para arrastrarlo a relaciones de fuerza. Elías se encuentra ahora ante Dios como se encontraba en Sarepta delante de la viuda: en la misma situación de indigencia, de debilidad y de necesidad; en la misma situación, por tanto, de verdad. A lo cual se añade ahora el fracaso del Carmelo: Dios ya no es para Elías la proyección de su deseo; Dios ya no es el Señor-Baal, fuente y culmen de un enorme poder sobre todo el pueblo. El fracaso y el reconocimiento del mismo hacen que ahora esté en condiciones de ver cómo es el propio Dios quien se «proyecta» en su profeta.

Y todo ello sucede en la misma cueva en la que ya Moisés había gozado de la teofanía que dio lugar a la Alianza (cf. Ex 33,21-33). Y esta Alianza —que es a la vez conocimiento y adhesión al Dios verdadero— la que, de hecho, va a renovarse ahora o, mejor, va a enriquecerse, a la espera de la tercera etapa: la del éxodo definitivo de Jesús, el cual también hunde sus raíces en una teofanía en la que se le unen precisamente Moisés y Elías (cf. Lc 9,30-31).

El diálogo entre Dios y su profeta no puede decirse que sea un diálogo tierno. La pregunta de Dios, que además se repite dos veces, es bastante seca: «¿Qué haces aquí, Elías?» Ante este reproche apenas velado, el profeta no puede hacer otra cosa que repetirse lamentablemente y defenderse como buenamente puede; como subraya Pablo en la Carta a los Romanos (11,2), Elías «acusa a Israel», a la vez que apela a su propio «celo por el Señor». Las ambigüedades de este celo profético son formuladas por última vez antes de desvanecerse ante la claridad de la teofanía. Ambigüedad, respecto de Dios, entre el Señor verdadero y el Baal: ¿quién es exactamente ese «Señor Dios Sebaot»? Ambigüedad respecto de Israel, al que se desearía ver agrupado, indivisible, compacto y poderoso: «Los hijos de Israel te han abandonado, han derribado tus altares y han pasado a espada a tus profetas...». Y ambigüedad respecto del profeta: «Quedo yo solo, y buscan mi vida para quitármela». Lo que hace Elías es personalizar, no fijarse más que en sí mismo y en el poder que ha perdido. ¡Verdaderamente ambiguo este celo profético...!

Pero el Señor va a hacer la verdad, comenzando por lo esencial: la verdad sobre Dios. Hasta entonces, Elías había deseado, sobre todo, afianzarse delante del rey; y al fin le es concedido afianzarse delant1e del Señor. Y esta revelación del Dios verdadero y único capaz de fundar un auténtico celo profético va a acabar con todas las mentiras. El Señor va a pasar, y para ello hace primero que desfile ante Elías todo lo que El no es, todas las «proyecciones» que hacen que se le confunda con Baal: el Señor no está en el viento huracanado ni en el temblor de tierra ni en el fuego. ¿Dónde ha quedado, por tanto, el dios del fuego que había logrado la unanimidad'en el Carmelo?

Dios revela ahora su diferencia: está «en el susurro de una brisa suave». El profeta comprende inmediatamente, sin necesidad de que se le instruya; al fin se ha adaptado a la verdad de Dios. El éxodo ha sido largo y azaroso, pero ya ha llegado a su término: Elías se encuentra delante de Dios.

3.3. Verdad para el profeta y para el pueblo

Pero si este Dios es distinto, si no se confunde en modo alguno con Baal, entonces todo lo demás también debe ser distinto: la práctica profética de Elías y la existencia del pueblo. La teofanía establece «diferencias», a la vez que elimina las ambigüedades.

Elimina la ambigüedad respecto del profeta, cuyo verdadero lugar se encuentra en medio de los hombres, y por eso es enviado de nuevo a ellos con nuevas misiones. Sólo Dios es Dios, sólo él piensa, dirige y realiza su obra divina. Elías no intentará ya identificarse con Dios, utilizarlo ni implicarlo en su juego y en sus intrigas: el profetismo de la fuerza se ha acabado.

Elimina también la ambigüedad respecto del pueblo de Dios. Para Elías, Israel ya no existe —«quedo yo solo»—, lo cual resulta lógico para su forma de ver, que lo personaliza todo, que lo centra todo en su propio poder y que, por lo tanto, sólo concibe el pueblo de Dios como lo haría un rey: como un vasto conjunto perfectamente visible, unido, ordenado y fuerte. Pero, si Dios es distinto, también actúa de distinto modo. Si no es un Baal, entonces no tiene por qué congregar a un pueblo grande y poderoso que sea la imagen de su pretendido poder. No; Dios actúa en el misterio, en el secreto de las libertades personales de quienes, como Elías, acaban poniéndose ante El en la verdad. Por lo tanto, es y seguirá siendo inaprehensible; ni se le puede utilizar ni puede uno apropiárselo, porque no se somete a los deseos de poder ni siquiera de su propio profeta, al que deja más bien que se haga un verdadero lío hasta que la vida le permita descubir la vanidad de las cosas.

Por ser distinto de las ideas y las proyecciones del hombre —que son las que crean a Baal y su sistema de poder y de dominio global—, por eso Dios hace un pueblo distinto; un pueblo que no es un todo compacto y poderoso, sólidamente estructurado y dirigido por quienes (el rey y el profeta) administran las estructuras de poder, sino que es un simple RESTO secreto y anónimo, que combate con su fragilidad la forma de organizar la vida basada en Baal. Ya no es el «todo Israel reunido junto a mí» del Carmelo, sino un Resto, que en el relato aparece tipificado únicamente en Abdías y su valerosa acción de resistencia (18,4). Pero Dios los conoce a todos, y son 7.000. Hay aquí un simbolismo numérico: «1.000» designa multitud, y «7» la plenitud de la salvación. No se trata, pues, de un «Resto» en el sentido terminal de la expresión, como si fuera una realidad a punto de extinguirse. Hay que tomar esta expresión en el sentido bíblico, que no es terminal, sino germinal. A los ojos de Elías, ya no quedaba nadie; a los ojos de Dios, hay ahí un pueblo real, siete mil seres que viven realmente su alianza oponiendo resistencia a Baal y a todo un estilo de vida fundado en él.

Las ambigüedades han desaparecido, y las diferencias han quedado claramente establecidas: el Dios diferente, el Dios de la «brisa suave», no tiene nada en común con el Baal del fuego. Y estos símbolos significan, en la realidad, un profeta diferente: un profeta humano, débil entre los débiles, pecador entre los pecadores, y por ello apto para ser invitado a estar delante de Dios y ser nuevamente enviado con una misión entre el pueblo. No es, pues, un poderoso aliado del rey, implicado de lleno en una estructura global de poder. Y significan también un pueblo diferente: ya no es el todo Israel reunido en tomo a un jefe que le domina, sino un Resto débil, escondido y humano, que opone resistencia a Baal y a su sistema.

«Partió de allí Elías y encontró a Eliseo» (19,19): verificado al fin por Dios su celo profético, Elías se limita ahora a ocupar su puesto, dejando que sea Dios el dueño de la historia y que lo sea a su modo. De esta manera se convierte Elías en el padre del auténtico profetismo, y Eliseo puede entrar a formar parte de su «escuela» (19,21), escuela de libertad y no de dominación, de llamada y no de reclutamiento, de todo eso de lo que ahora está lleno el propio Elías: «Anda, vuélvete, pues ¿qué te he hecho?»

La bonita historia ha terminado o, mejor, comienza precisamente ahora. Lucas nos enseñará que el verdadero Elías es Jesús, porque, efectivamente, será en esta tradición profética, a la que conferirá toda su plenitud sin el menor rastro de ambigüedad, donde surgirá Jesús, trayendo a los hombres la diferencia que salva.


DE ELÍAS A JESÚS

De hecho, es Pablo quien —con el uso que hace de él en la Carta a los Romanos— me ha puesto en la pista de este importante y maravilloso texto de Elías. Volveremos sobre ello más adelante.

Pero es Lucas quien propone este paralelismo entre Elías y Jesús como un excelente medio —con tal de que se utilice de manera crítica, como hace el propio Lucas— para identificar correctamente el papel —mesiánico o profético— que Jesús pretende desempeñar.

Si hemos dado todo este rodeo a través de Elías, ha sido para obtener del relato de su aventura profética una especie de pauta de lectura para la vida y la acción de Jesús. Ahora, al término de esta primera etapa de nuestro recorrido, estamos en condiciones de reunir los resultados a los que hemos llegado.


1. Rechazo del profetismo de poder

Es el segundo acto en tomo al gran sacrificio del Carmelo el que nos ofrece este resultado negativo de nuestro análisis. De hecho, el mencionado rechazo hace acto de presencia en el segundo versículo del relato, cuando aparece por primera vez la palabra de Dios para alejar al profeta e impedir su confrontación de fuerza con el rey. También se muestra con intensidad en el tercer acto, cuando Dios se niega a acceder a las quejas revanchistas del profeta y se presenta a éste no en el fuego, como a Elías le habría gustado, sino en «el susurro de una brisa suave».

Así pues, el deseo de reunir «a todo Israel junto a mí» —junto al profeta, poderoso servidor del Dios del fuego— es un deseo antiprofético. Elías no debe embarcarse en un profetismo de poder. Y si, a pesar de todo, lo hace, sobrevendrá el fracaso, y Dios no moverá un dedo para sacar adelante a su profeta. Pero no es sólo que se exprese con toda claridad el rechazo de semajante profetismo, sino que también aparece la razón fundamental para ello: ese gran Israel es una inmensa estructura de poder idéntica al reino del monarca, y la diferencia divina no puede manifestarse ahí.

De lo contrario, Dios sería simplemente más fuerte que Baal; es verdad que triunfaría sobre éste, pero no revelaría su diferencia. Y esta «indiferencia» anularía, lógicamente, todas las demás. Para pasar del Baal a Dios, el pueblo no tiene que convertirse, porque las intenciones y motivaciones que le ligan a Baal servirán, indistintamente, para pasar a Dios. Basta con someterse a la ley del más fuerte y situarse bajo uno u otro poder, teniendo únicamente cuidado de que ese poder sea realmente el más fuerte. Y sea el que sea, obedecerá al dios del fuego, a su rey y a sus sacerdotes.

Al pasar de Baal a Dios se sigue con el mismo rey, pero en el marco de una alianza con la jerarquía sacerdotal del dios vencedor. Sin embargo, rey y sacerdote (o profeta), tanto bajo Baal como bajo Dios, se prestarán mutuamente los mismos servicios en orden a apoyarse el uno al otro en su poder sobre el pueblo. El rey, que tiene en su mano la posibilidad de ejercer la violencia, no la utilizará contra el sacerdote reconocido, pero sí eliminará toda competencia, que es lo que hace Jezabel. El sacerdote, que detenta el monopolio de lo sagrado, se servirá de ello para autentificar el poder del rey: ¡con qué facilidad invita Elías al renegado Ajab a comer del sacrificio del Carmelo, y con qué celo rodea a su antiguo enemigo de todas las atenciones que puede ofrecerle! Definido por esta alianza, el propio sacerdocio, ya sea de Baal o de Dios, se convierte en poder, perdiendo así todo elemento diferenciador: cada cual asesina a su oponente, cuando las circunstancias políticas lo permiten, para mayor gloria de Dios.

El gran sacrificio del monte Carmelo —ese paso indiferenciado, y para Dios carente de significado, de Baal al Señor— constituye un clamoroso contraste con la conversión a la fe de la viuda de Sarepta. La exclamación del pueblo («¡El Señor es Dios, el Señor es Dios!») está vacía de contenido real, como lo probarán los hechos, del mismo modo que la pasión de Jesús probará la vanidad de las aclamaciones del pueblo el domingo de Ramos (aclamaciones que Jesús no había buscado, sino todo lo contrario). En cambio, la confesión de fe de la viuda de Sarepta está llena de auténtica vida y manifiesta inequívoca y ampliamente un modo de mirar las cosas que ha sido renovado por la revelación y la conversión.


2.
Descubrimiento del profetismo humano

Junto al papel de fuerza que en dos ocasiones (17,1 y todo el cap. 18) se ha esforzado en desempeñar Elías, hay otro papel que yo llamaría simplemente «humano», debido a ese espacio de vida y de acción al que Dios atrae una primera vez al profeta (17,2-24) y que confirma definitivamente en una segunda ocasión (19,4-21). Y esa «diferencia», esa «otreidad» a la que Dios no cesa de arrastrar a su profeta, es lo humano, el mundo de la debilidad y la fragilidad.

Debilidad del verdadero profeta, que no es ni rey ni amigo del rey. Debilidad del verdadero pueblo de Dios, que no es un reino político, sino un Resto: un Resto de 7.000 hombres, ciertamente, pero totalmente nulo como potencia histórica evidente, dado que, por el contrario, existe en el anonimato y la impotencia, aunque negándose activamente a entregarse a Baal y a su sistema. Debilidad, por último, del propio Dios, que rechaza todos los signos de poderío y escoge el humilde signo de una suave brisa.

Pero ¿a qué se debe esa omnipresente debilidad? ¿A qué se debe esa voluntad de Dios de ser débil él, su profeta y su pueblo? Se debe, sencillamente, a que la debilidad es condición de verdad. En efecto, débil es el ser humano en el momento en que deja de esconderse tras el poder y sus grandes estructuras de dominación. Esta es la lección de Sarepta y, sobre todo, la lección del desierto antes del monte Horeb. Y por residir ahí la verdad de lo humano es por lo que el propio Dios, «suave brisa», se pone de ese lado, a fin de revelarse como el verdadero Dios y no como el dios de las máscaras humanas de la fuerza y el poderío.

Además de ser condición de verdad para que Dios pueda revelarse como el único y como diferente de Baal, lo humano, en su fragilidad, es también condición de verdad para el profeta. Es en Sarepta, y sólo allí, donde Elías puede revelar la palabra de Dios y propiciar la respuesta de fe.

Sarepta es el mundo de la realidad humana sin más, cuya fragilidad no es enmascarada por las organizaciones del poder. Es el mundo de la mujer y de la vida real —el mundo de la debilidad, simbolizada por el huérfano y la viuda—, el mundo del trabajo y del alimento cotidiano: de la leña, la harina y la orza de aceite. Es, en fin, el mundo de la fraternidad, de la hospitalidad y del amor, y además el mundo del miedo entre la vida y la muerte, donde es la muerte la que parece llevarse el gato al agua.

Pero Sarepta es aún algo más que toda esta serie de datos escuetos, porque el relato les añade una interpretación, un sentido: «¿Qué hay entre tú y yo, hombre de Dios? ¿Es que has venido a mí para recordar mis faltas y hacer morir ami hijo?» (17,18). En Sarepta no se contenta uno con vivir la fragilidad, la vida, el amor y la muerte, sino que además se interpretan y se les da un sentido religioso: la debilidad humana es castigo de Dios por los pecados de los hombres. Mediante una serie de breves pinceladas, lo que el texto evoca es un mundo concreto y perfectamente determinado, un mundo sin salvación, por estar encerrado en su fragilidad, y una fragilidad sellada además por el temor que Dios inspira.

Es, pues, en este mundo real de indisimulada fragilidad, y además a nivel del sentido, donde introduce Dios a su profeta. En la boca de éste, la palabra de Aquél va a liberar un sentido distinto, una distinta revelación, un distinto rostro de Dios, una nueva relación, en la fe, con el Señor de la vida. El lugar del profeta es Sarepta, donde debe revelar a Dios como Salvador del débil.

La fragilidad es, por último, condición de verdad para el pueblo de Dios. El mundo de Sarepta, una vez salvado, no puede dejar de entrar en conflicto con el mundo de Baal. Este conflicto lo caracteriza el relato en la resistencia de Abdías frente a Jezabel, y lo describe, muy sumariamente, hablando de aquellos «(cuyas) rodillas no se doblaron ante Baal y (cuyas) bocas no lo besaron» (19,18). Rechazar a Baal significa rechazar al rey y su sistema global de dominación. Besar a Baal significa entrar personalmente en el sistema y procurarse en él el lugar más encumbrado posible, al precio que sea.

El verdadero pueblo de Dios lo constituyen, pues, todos, aquellos que en su vida real, y debido a que poseen un sentido diferente, obtenido del conocimiento del Dios verdadero, se niegan enérgica y activamente a integrarse en el sistema. Y es a este pueblo adonde es enviado el profeta para apoyar ese combate contra Baal, liberando constantemente lo que constituye su corazón y su alma: el sentido del Dios verdadero.

Este profetismo humano, diferente de lo que en principio deseaba Elías, lo sitúa el relato en el centro mismo de la teofanía del Horeb, haciéndolo resaltar con una ironía tan trágica como mordaz: por una parte, Elías se queja de la total desaparición de Israel; por otra, Dios se jacta de la existencia de un maravilloso Resto de 7.000 hombres, cuya opción interior y cuyo combate por el sentido y la calidad de una vida conforme a Dios, y no conforme Baal, dan origen a una vida real que tiene para Dios un valor totalmente distinto del que puedan tener la fastuosa liturgia, la ingente asamblea y la formidable demostración de fuerza que Elías ha organizado en el Carmelo.

Es posible, pues, que lo que apasiona a Dios lo ignore su profeta, y que lo que apasiona a éste lo desprecie aquél. Y es que existe un abismo entre ambos profetismos.

La historia será siempre el lugar del enfrentamiento entre Baal y Dios. La retirada a Kerit, y más tarde a Sarepta, no es más que un tiempo de ejercitación, tras del cual habrá que regresar a Israel y encontrarse con Ajab. Y el propio encuentro con Dios tampoco es más que un tiempo de pausa y de respiro, porque luego hay que volver a partir y meterse de nuevo en el violento enfrentamiento con el poder (cf. 19,15-17). Baal representa y es el colofón de un sistema de fuerza que pretende enmascarar la debilidad del hombre utilizando, mediante el dominio, la debilidad de los demás. Dios, en cambio, revela esa misma debilidad como algo amado y acogido por él, como algo propio de su misma raza; por eso puede tornarse en rechazo activo de la fuerza y en fraternidad eficaz. Entre Baal y Dios, entre el rey el profeta, entre la fuerza y la fe, el enfrentamiento es constante.

El profeta puede desear evitar el conflicto y ponerse (arrastrando consigo a Dios y a su pueblo) del lado del poder dominante: así trata de hacerlo Elías al comienzo del relato, y así cree haberlo realizado en el Carmelo. Pero ese poder no tarda en volverse contra él: la propia historia hace volver al profeta a su debilidad. Y cuando, fatigado y decepcionado, el profeta pretende escapar al conflicto (19,4), entonces es Dios quien le toma de nuevo y le obliga a volver (19,15). En un sentido o en otro, el conflicto fe-poder es siempre inevitable, porque le concierne al propio Dios. Es justamente la asunción de este conflicto lo que define de cabo a rabo la vida y la acción de Jesús.

El ciclo de Elías, por consiguiente, tiene que habernos servido para lograr sensibilizamos ante el problema y proporcionarnos una pauta de lectura que nos permita proseguir nuestra búsqueda en los textos que hablan de Jesús.


PRIMERA TOPOGRAFIA DE LA SALVACION

Todo este recorrido por el ciclo de Elías ha tenido por objeto el acercarnos a Jesús como nuestro salvador y descubrir lo que significa el hecho de que su sangre y su sacrificio nos salven.

Y en este plano de la salvación, el rodeo que hemos dado a través de Elías nos proporciona además una sensibilización que aún hemos de conservar.

Reprochábamos antes a la teoría de la satisfacción el que redujera la obra salvífica a la muerte de Jesús y el que, consiguientemente, redujera la salvación misma al plano de una relación jurídica entre Dios y la humanidad.

En oposición a tales reducciones, el ciclo de Elías, aun sin desarrollar explícitamente una teología de la salvación, pone ante nosotros una serie de espacios existenciales infinitamente más vastos y, sobre todo, más abiertos a una experiencia humana concreta de la salvación. Con lo que hemos de quedamos es con el simbolismo conjunto de Sarepta y del Horeb, porque estos lugares simbólicos nos ofrecen una primera topografía de la salvación.

El primer espacio de la salvación es el hombre mismo, con su deseo y,.su fragilidad. Ante él se abre, como realización de su deseo, el camino de la fuerza, de la dominación y de la violencia. Es el camino de Baal, el único aparentemente posible, el único lógico: la ley del más fuerte, la ley del rey, el cual, además, va a sacralizar dicha ley para que nadie pueda librarse de ella.

La salvación, por tanto, ha de venir de la revelación de un camino distinto: el camino de Dios, que libera el deseo del hombre de todos los temores, de todas las mentiras y de todas las falsas protecciones que el temor suscita. Y entonces Baal ya no es absolutamente nada, porque su lugar no ha ocupado la alianza con el Dios vivo que ama, atrae y acoge al hombre en su frágil deseo. Es el camino de Sarepta.

El segundo espacio de la salvación es el estar-en-el-mundo. Por más que Elías sea profeta, no es el único en el mundo que combate en favor de Dios y en contra de Baal. Tras su fracaso en el Carmelo, tras haber pretendido ser el gran y único paladín de la causa, Elías cree estar solo. Pero, una vez que haya reconocido «no ser mejor que sus padres», una vez que haya vuelto a ocupar su lugar en medio del pueblo, estará lo bastante maduro para recibir la revelación de todo un pueblo, de ese Resto de los 7.000 que verdaderamente (ellos sí) luchan en favor de Dios y en contra de Baal. Y entonces podrá unirse a ellos y sostenerlos.

No hay salvación puramente interna, jurídica, formal: tan sólo hay salvación en una praxis concreta, la misma que el deseo liberado ha de saber inventar escuchando la palabra de Dios y haciendo frente a las provocaciones de los sistemas de Baal y a los requerimientos de la fragilidad humana.

Tampoco hay salvación individual, y en este sentido hemos de decir que el tercer espacio de la salvación es la pertenencia a Israel (o al pueblo de Dios, a la Iglesia). Estos tres espacios son inseparables: revelación y praxis real sólo son posibles en la comunicación y la concertación, aunque no sea más que para permanecer fieles a la diferencia y no dejarse absorber por la evidencia y la fuerza de los sistemas de Baal.

Y aquí, entre Elías y nosotros, es donde debemos situar la lectura «intermediaria» que de él hace Pablo (Rom 11,1-5):

«Y pregunto yo: ¿Es que ha rechazado Dios a su pueblo? ¡De ningún modo! ¿O acaso no soy yo también israelita, del linaje de Abraham, de la tribu de Benjamín? Dios no ha rechazado a su pueblo, en el que de antemano puso sus ojos. ¿O es que ignoráis lo que dice la Escritura acerca de Elías, cuando éste se queja ante Dios para acusar a Israel?: `¡Señor, han dado muerte a tus profetas, han derribado tus altares, y he quedado yo solo y acechan contra mi vida!' ¿Y qué le responde el oráculo divino?: `Yo me he reservado siete mil hombres que no han doblado la rodilla ante Baal'. Pues lo mismo ahora, en nuestros días, ha quedado un resto elegido por gracia».

¿Cuál era el problema de Pablo? El apóstol anunciaba a Cristo como la realización de todas las promesas de Israel. Y, sin embargo, la reacción dejaba mucho que desear: ese gran Israel agrupado en bloque en tomo a Cristo y a su apóstol distaba mucho de ser una realidad. Y al igual que Elías tras el desastre del Carmelo, Pablo se ve asaltado por la duda: «¿Es que ha rechazado Dios a su pueblo?» Y la duda es global, porque se refiere a todos los miembros de la ecuación: a Dios, cuyo rostro sería hostil; al profeta, que ya no dispondría de la palabra; y al pueblo, que habría dejado de existir.

Es en el oráculo del Horeb donde Pablo, al igual que Elías, redescubrirá el sentido auténtico de Dios, de su propia praxis profética y del papel del pueblo. Es en el Horeb donde Pablo redescubre el sentido de la «diferencia». Ante todo, Dios no es una fuerza que se impone; lo único que hace es llamar y revelarse por elección y por gracia. Dios es distinto. En segundo lugar, el pueblo de Dios no es una potencia mundana, reclutada por la fuerza, o por automatismo cultural —bastaría con realizar determinadas «obras» para formar parte de él—, o por herencia histórica, o por descendencia... Nada de eso constituye automáticamente el pueblo de Dios; es cuestión de descubrimiento personal, de conversión en respuesta a la revelación. También el pueblo de Dios es distinto: no es ninguna potencia, sino un «Resto». Y, en tercer lugar, el profeta o el apóstol —aunque lo mismo puede afirmarse de cualquier creyente— redescubre también el sentido de su propio compromiso: «no nos predicamos a nosotros mismos» (2 Cor 4,5), y «llevamos este tesoro (de la revelación) en vasos de barro» (2 Cor 4,7).

Esta relectura que hace Pablo del ciclo de Elías prueba perfectamente a las claras, por si aún fuera preciso, que el oráculo del Horeb no ha terminado de hablar. En nuestros días, el obstáculo a la experiencia de la salvación en Cristo es doble. Por una parte, proviene del propio horizonte teológico: la «satisfacción», con su salvación formal, jurídica y cicatera, ya no convence, se ha convertido en una palabra estéril. Pero, por otra parte, esa esterilidad interna resulta aún más visible y manifiesta por el hecho de la secularización. Cada vez es menos consistente esa gran «cristiandad» perfectamente apiñada, como Israel en el monte Carmelo; lo cual significa una nueva pérdida de seguridad. Por más que Juan Pablo II sea percibido, esperado y anhelado, aquí y allá, como un nuevo Elías en el Carmelo, no es por ahí, evidentemente, por donde hay que esperar los frutos duraderos de su ministerio pastoral. Pero ¿dónde está ahora el Horeb? ¿Dónde está el Elías que asciende penosamente a la montaña para quejarse de Israel: «Ya no se practica... ya no hay vocaciones... las iglesias están vacías...».? Ese Elías está por todas partes: en los obispos, en los sacerdotes, en los fieles... ¡y en los adeptos de Baal, que se ríen de todo ello! ¿Y dónde están ahora los verdaderos Elías, los que, tras haber estado conteniendo la respiración ante el mismísimo Dios, descienden del Horeb y van a unirse al «Resto», dondequiera que se encuentre, y a participar en su combate real contra Baal? ¿Dónde están los verdaderos Elías que han aprendido en el Horeb que no hay que confundir «cristiandad» y «pueblo de Dios», «Iglesia» y «Resto», «sometimiento a un poder religioso» y «adhesión práctica al Dios vivo»? ¿Dónde están, en fin, los verdaderos Elías a quienes el Horeb devuelve una y otra vez la serenidad, porque les recuerda que Elías debe permanecer en su lugar de profeta y que es Dios quien constituye y conoce a su pueblo, el «resto» realmente fiel a su alianza?

Hay hombres de Iglesia, sacerdotes y laicos comprometidos, que se escandalizan o se desaniman al comprobar cuán aferrada sigue estando la Iglesia al Carmelo y a sus métodos de pastoral de masas y de reclutamiento, o al menos al observar la lentitud con que la Iglesia abandona dichos métodos, y muchas veces forzada únicamente por la secularización.

¿No debería el ciclo de Elías hacernos comprender que el destino constante de la Iglesia entera consiste en pasar incesantemente del Carmelo al Horeb, y que por eso es perfectamente normal descubrir continuamente en ella, por una parte, huellas del deseo de poder de Elías en el Carmelo y, por otra, huellas del profetismo auténtico de Sarepta y del Horeb? El combate entre Baal y Dios atraviesa también toda la historia de la Iglesia.

Pero atraviesa igualmente a cada uno de nosotros. Ninguna persona, estrucura o grupo puede jactarse de hallarse instalada en el Horeb, porque el Señor no deja de reenviamos, como hizo con Elías. ¿Podríamos vivir nuestra salvación en Cristo de otro modo que no fuera en la lucha constante entre el Baal que triunfa, porque es la sacralización del sistema del rey, y Dios, que ve y hace ver la vanidad de la fuerza, incluida la de Elías?

En este sentido, pues, la salvación consistiría, más que en hacer de la secularización un objeto de lamentación y un motivo para abandonar, en reconocer que puede ser un lugar de verdad —verdad para Dios, para su Iglesia y para sus profetas—, un camino de éxodo hacia el Dios de la salvación.