Reflexiones sobre Ecclesia de Trinitate
Autor: Jorge Salinas
Capítulo 14: Comunidad cristiana y
política
Por Jorge Salinas Alonso
La desconfianza ante las convicciones firmes
Existe una idea sembrada difusamente, casi pulverizada como un spray, que se da
por supuesta y sobreentendida, en la vida pública de nuestro mundo occidental.
Podría expresarse más o menos, así: para llegar a un consenso general que haga
habitable la tierra, soportable la convivencia, etc. es necesario que todos
renuncien a tener convicciones firmes sobre cualquier cosa. La simple pretensión
de dar por cierta una tesis que abarque la totalidad de la vida humana, ya es
señalada como peligrosa por ser potencialmente violenta. La misma verdad,
pretendidamente poseída, es sospechosa de encerrar una amenaza violenta para los
demás, de manifestarse, tarde o temprano como intolerante. La presencia de un
Islam incisivo y nada ambiguo ante las mismas puertas de Europa –y dentro de la
misma Europa- está acelerando un proceso de búsqueda rápida de un discurso
público con el que pueda neutralizarse la creciente ummah de creyentes
musulmanes. ¿Será posible una Constitución para toda la Unión Europea que recoja
los principios públicos que regirán la vida de una extensa comunidad de pueblos?
Se está intentando una especie de primer borrador, al que seguirán otros, en
donde no se hace ninguna referencia a las raíces cristianas de Europa ni al
papel que las religiones están llamadas a jugar en la paz del mundo y en su
pacífico desarrollo material y cultural. Una mención de ese tipo parece
políticamente incorrecta, pero resultará inevitable; no es posible convencer a
los musulmanes de que la religión es algo exclusivamente privado y que no tiene
cabida como realidad social en una democracia moderna; el éxito que la
Ilustración, la modernidad y la postmodernidad han tenido con el cristianismo no
parece servir ahora para neutralizar y asimilar la comunidad musulmana en un
planteamiento común. Aunque parezca paradójico, y hasta una burla de la
Historia, resulta que sólo en el cristianismo actual, es decir, en el
cristianismo que encarna Juan Pablo II, y en la actitud de ese cristianismo del
siglo XXI hacia las religiones, se puede encontrar una salida para el futuro de
la democracia.
“Mi Reino no es de este mundo” (Jn 18, 36)
¿Cómo puede servir eficazmente a la causa de la paz en el mundo una religión tan
rotunda como la cristiana? Jesús exige para quienes quieran seguirle una
radicalidad que sólo puede reclamar Dios mismo. La adhesión a su Persona supone
la postergación a un segundo plano de cualquier otra relación contraída
anteriormente: los padres, la casa, las posesiones, los antepasados, la patria,
el honor y hasta la propia vida. Se trata de un seguimiento a la Persona de
Cristo en toda su peripecia humano-divina, es decir, en todo su camino hacia la
Gloria pasando por la Cruz. No basta, por tanto, decir “¡Señor, Señor!” (Mt 7,
21), ni tampoco “hemos comido y hemos bebido contigo, y has enseñado en nuestras
plazas. (Lc 13, 26). Nos quedamos “fuera” si intentamos separar la Persona y el
Acontecimiento (Misterio Pascual), si nos quedamos con una simpatía lejana hacia
nuestro Salvador sin acompañarle en la Cruz. Ser cristiano es pertenecer a
Cristo, es vivir y morir con Él, para resucitar con Él. Los cristianos
palestinenses conocieron en una medida heroica lo que significa se cristianos al
formar parte de una nación que mayoritariamente rechazó al Enviado de Dios. De
un modo colectivo siguieron el camino del Maestro y “fueron azotados en las
sinagogas”. Ellos fueron los primeros en hacer realidad las bienaventuranzas.
Desde entonces, en cada generación, se repite la muerte y la resurrección del
Señor. El Papa Juan Pablo II ha recordado al mundo, con ocasión del Jubileo del
2.000, que sólo en el siglo XX han sufrido el exterminio por razón de su fe un
número de santos mártires que supera al de los 19 siglos anteriores.
No debe ser el martirio cruento la situación normal de los cristianos; hay que
procurar que no lo sea nunca, apelando a la conciencia de los hombres de buena
voluntad. Ni siquiera es lícito buscarlo directamente, ni siquiera con la
intención de despertar la conciencia dormida de una mayoría de cristianos tibios
próximos a la apostasía (como lo intentaron una oleada de mártires en la Córdoba
musulmana del siglo IX). El martirio es el máximo don concedido por el Señor a
sus elegidos; algunos se sienten movidos a pedir esa gracia; otros no; pero, en
todo caso, la disposición al martirio, si así Dios lo dispone, sí que es
constitutivo esencial de la vocación cristiana y el Sacramento de la
Confirmación resella el espíritu para recibir ese don, en caso necesario. Hay,
en cambio, otro martirio al que estamos llamados todos y, muy especialmente en
estos tiempos: Juan Pablo II le llama “el martirio de la coherencia” en medio de
una sociedad fuertemente secularizada y, no pocas veces, impugnadora de los
valores cristianos.
En esta posición de coherencia con el Bautismo hay que poner y reponer siempre
la voluntad de no idolatrar a ninguna criatura; sólo así se puede llegar, por la
acción de Cristo y su Espíritu en el corazón del hombre, a amar con ternura a
este mundo y a todos los miembros de la familia humana. En los primeros tres
siglos, dice Bruno Forte,”la Iglesia se presenta a la historia como fermento y
como comunidad alternativa: la civilización clásica vive respecto a ella una
crisis inicial de defensa y de rechazo”.[1] Hay mucho de verdad en esta frase
porque, en efecto, lo que más inquietaba al mundo clásico era el rechazo
cristiano de toda idolatría rendida al Estado (que comprendía el Imperio, el
Emperador, el culto imperial), a cambio de una actitud de lealtad sincera a la
patria, a las leyes, a los demás ciudadanos. Con todo, no parece que la
comunidad cristiana se haya entendido a sí misma como un “sociedad alternativa”
frente a la sociedad predominante, porque carece de elementos para ello y no
entra en la voluntad de Cristo que así sea. Jesús envió a “anunciar el Evangelio
a todas las naciones” (Mt 28, 19), pero no envió a los Apóstoles a constituir
“naciones nuevas”, de nuevo cuño, sustituyendo a las ya existentes, sino a
evangelizarlas . Es verdad que la comunidad cristiana palestinense alcanzó un
grado de organización temporal notable porque “la multitud de los creyentes no
tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes,
sino que todo era en común entre ellos” (Hechos, 32). Ese aspecto material de la
“koinonía” o “comunión” llevaba a límites de utopía terrena: “No había entre
ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los
vendían, traían el importe de la venta, y lo ponían a los pies de los apóstoles,
y se repartía a cada uno según su necesidad” (34-35). La misma institución de
los “diáconos” provocada por una queja de la comunidad cristiana de habla griega
frente a los de habla hebrea (aramea, en realidad) porque era peor la atención a
sus viudas, deja ver un servicio asistencial completo (Hecho, 6, 1-5). Aquella
comunicación de bienes materiales ha constituido un modelo de referencia
permanente para muchas iniciativas posteriores en la vida religiosa e, incluso,
en utopías políticas modernas. Sabemos que la Iglesia nunca confiscó los bienes
y que respetó siempre la propiedad privada. Cuando Pedro reprende a Ananías
hasta el punto de castigarlo con la muerte, deja en claro que pudo haber vendido
aquél campo o no haberlo vendido y que, una vez vendido, el precio quedaba en
sus manos; lo que el Apóstol condena en Ananías y en Safira, su mujer, es el
pecado de simulación ante la comunidad y ante los Apóstoles (cf Hechos 5, 1-5).
El impulso de desprendimiento y de generosidad que se dio en aquellos cristianos
fue libre , seguramente, azuzado por una expectativa de cumplimiento
escatológico inminente. Pero aquel planteamiento colectivo tuvo consecuencias
negativas, como lo fue su rápido empobrecimiento, hasta el punto de que San
Pablo mantendrá siempre su preocupación por los “pobres de Jerusalén” y organizó
colectas para socorrerles, exhortando a las comunidades por él fundadas fuera de
Palestina a que vivieran la caridad con sus hermanos judíos, pero jamás los puso
como modelo en este asunto ni impuso una organización semejante en ninguna de
sus Iglesias, aunque ciertamente las comunidades cristianas reflejadas en las
Cartas apostólicas tenían una vida interna densa. El algunos aspectos podrían
asumir espontáneamente funciones de la sociedad civil, como señala San Pablo en
el caso de litigios entre hermanos: “Cuando alguno de vosotros tiene un pleito
con otro, ¿se atreve a llevar la causa ante los injustos, y no ante los santos?
¿No sabéis que los santos han de juzgar al mundo? Y si vosotros vais a juzgar al
mundo, ¿no sois acaso dignos de juzgar esas naderías? ¿No sabéis que hemos de
juzgar a los ángeles? Y ¡cómo no las cosas de esta vida! Y cuando tenéis pleitos
de este género ¡tomáis como jueces a los que la Iglesia tiene en nada! Para
vuestra vergüenza lo digo. ¿No hay entre vosotros algún sabio que pueda juzgar
entre los hermanos? Sino que vais a pleitear hermano contra hermano, ¡y eso,
ante infieles!” (1Co 6, 1-5). Las fronteras entre los de “fuera” y los “de
dentro”, entre los “santos” o los “justos” y los “infieles”estaban bien
marcadas; la excomunión de la Iglesia tenía consecuencias físicas inmediatas:
“no os juntéis con ellos”, “ni saludarles”, “ni comer con ellos”. Sin embargo,
nunca ha habido indicios en la Iglesia, en ninguna época, de querer constituirse
en nación, en reino, en estado. Más bien, la exhortación apostólica dirigida a
los fieles ha sido la de obedecer a los superiores, de respetar las leyes, de
rogar por la paz de todos. Las mismas palabras de Jesús señalan esa actitud de
respeto ante la legalidad imperante: “Dad al César lo que es del César” (Mt 22,
21). La pretensión contraria sí que ha ocurrido muchas veces: que poderes
temporales hayan querido favorecer, proteger, adoptar la realidad de la Iglesia
como parte integrante de la vida de una sociedad política. Así, durante siglos,
la Iglesia ha vivido en régimen de cristiandad, hasta tiempos relativamente
recientes. Durante siglos, para la mayoría de los cristianos, el saberse miembro
de la Iglesia no constituía una conciencia distinta a la de ser súbdito de un
príncipe cristiano, ciudadano de una república cristiana, sujeto a leyes
sancionadas por la autoridad eclesiástica. Resulta bastante comprensible que los
grandes teólogos de la Edad Media realizaran una teología asombrosa, siempre
pensada y vivida in Ecclesia, in fide Ecclesiae y, sin embargo, no se les
ocurría hacer una reflexión integral y sistemática sobre “qué es la Iglesia”. Ha
sido necesario un proceso largo de sufrimiento personal y colectivo de muchos
cristianos a través de una secularización de la vida pública y social, casi
siempre programado, para que “la Iglesia naciera en las almas” (Guardini) y, en
un nivel más reflexivo, la Eclesiología surgiera con vigor en la teología de la
Iglesia.
Las comunidades cristianas no tienen vocación de “ghetto”
La pregunta básica es la siguiente: ¿Basta la comunión en la fe y en la caridad
para que una comunidad cristiana se constituya en sociedad civil? Es más, ¿debe
aspirar una comunidad cristiana a ser autosuficiente en todos los órdenes para
vivir en este mundo? ¿Se podría plantear como utopía deseable una secesión por
parte de una comunidad cristiana respecto a su entorno social, económico y
político? Vienen a la mente enseguida, como un intento de este tipo, los “amish”
de los Estados Unidos, intento fallido que ha quedado en algo que pertenece al
folklore de la nación. No parece que esta sea la dirección genuina querida por
Cristo, al menos, para la gran mayoría de los cristianos, aunque pronto, en el
comienzo de la Iglesia surgieron personalidades y grupos que pretendieron marcar
distancias muy netas respecto al mundo para instalarse en una posición
espiritual de entrega completa al Reino y a la expectativa de su cumplimiento;
así nació, con una génesis muy variada en cada caso, la gran corriente de la
“vida consagrada” o “vida de los religiosos”, riqueza perenne de la Iglesia que,
sin pertenecer a su estructura esencial sí que pertenece a su vida y santidad.
Desde el principio, sin embargo, la gran mayoría de los bautizados (y, de un
modo especial los laicos) conservaron y vivieron de un modo nuevo y ejemplar su
ciudadanía secular; así lo muestran los apologetas de los siglos II y III ante
las acusaciones de deslealtad civil lanzadas por enemigos de la Iglesia. Todavía
no había llegado la llamada “era constantiniana” y ya vivían los cristianos su
doble pertenencia a la Iglesia y a la comunidad política con unidad de
conciencia moral; en esa unidad de conciencia se mantuvieron heroicamente los
mejores hombres y mujeres, resistiendo hasta la muerte ante cualquier pretendida
imposición idolátrica por parte del Estado. En aquel choque venció la fuerza
cohesiva de la fe cristiana y se produjo un cambio dramático en el panorama del
mundo con Constantino y más tarde, de un modo definitivo, con Teodosio. Comenzó
la llamada “era constantiniana” en la cual el poder político adopta como
principio normativo y como principio de la vida civil lo que , hasta entonces,
constituía la trama interna de la comunidad cristiana, la vida religiosa de la
minoría más dinámica dentro del Imperio. Ese proceso de inclusión de la fe en la
vida política continuará en Occidente con la evangelización de los pueblos
germánicos. La era constantiniana desembocará más tarde en lo que llamamos
“régimen de cristiandad”, que duró siglos, abarcó una gran parte del mundo y
tuvo como principal frontera exterior al Islam, nunca reducido, nunca asimilado.
No es exagerado afirmar que “hasta los umbrales de la modernidad, la dimensión
religiosa constituyó prácticamente la raíz del vínculo social” (Angelo Scola:
Intervención en Padua, 24.10.02) En un ambiente de fe cristiana profundamente
compartida los vínculos básicos del matrimonio y de la familia estaban asumidos
por la realidad sacramental de la Iglesia: el matrimonio era sagrado, su
indisolubilidad respetada como Palabra del mismo Cristo (cf Mc 10, 9); la
paternidad tenía un valor santo como algo vinculado a Dios Padre “de quien toma
nombre toda familia en el cielo y en la tierra” (Ef 3, 15). Durante siglos la fe
se hizo cultura, en el Oriente y en el Occidente cristianos. Los mismos nexos de
la trama civil estaban impregnados de un contenido sagrado: la fidelidad debida
al propio señor natural, el valor del juramento, el supremo bien de la comunión
eclesiástica.
Hoy ha cambiado todo esto en nuestro mundo occidental, heredero, sin embargo, de
la antigua “cristiandad”. El carácter sagrado de los vínculos sociales ha sido
sustituido, de un modo tenaz, por un entramado de valores que no tienen
referencia explícita a la trascendencia, tales como democracia, libertad,
tolerancia, igualdad, solidaridad, etc. La mayoría de esos valores han nacido
del humus cultural cristiano aunque, paradójicamente, su implantación en Europa
se ha realizado, casi siempre, en un clima de hostilidad a la Iglesia y también
-¿por qué no decirlo?-con resistencia activa de la misma Iglesia. Actualmente la
situación es completamente distinta; la “era constantiniana” ha pasado, casi por
completo, en el curso de la historia del mundo occidental; del régimen de
cristiandad quedan en algunas zonas las reliquias del arte, de la arquitectura,
de los signos culturales. La situación actual de la Iglesia y del mundo en sus
relaciones mutuas están muy lejos de ser las de aquella época. El orden político
no invoca la fe cristiana para constituirse en un régimen de convivencia y de
actividad económica, de asistencia a los ciudadanos, etc. El hueco dejado por la
fe cristiana es sustituido por un secularismo al que se puede describir como “un
movimiento de ideas y costumbres, defensor de un humanismo que hace total
abstracción de Dios, y que se concentra totalmente en el culto del hacer y del
producir; con lo cual, embriagado por el consumo y el placer, sin preocuparse
por el peligro de "perder la propia alma", acaba por perder el sentido del
pecado. Este último se reducirá a lo sumo a aquello que ofende al hombre”[2]. Un
secularismo de esta naturaleza, de por sí, tiende a asfixiar la vida cristiana
de las personas, la misma conciencia moral de los sujetos.
La índole comunitaria de la salvación (Const. Gaudium et spes, 32)
El lenguaje que los pastores (empezando por el Papa) está dirigiendo a sus
fieles supone como sustancia de su vida la comunidad cristiana, es decir, el
medio concreto a través del cual viven de Cristo y en Cristo, ya sea la Iglesia
particular, la parroquia, la familia, un movimiento, un grupo. Resultaría
extraña, en cambio, una invocación fraterna, estrictamente cristiana, aludiendo
a la pertenencia a una nación o a otra realidad temporal. Resulta difícil
sentirse interpelado como “hijos de la Católica España”, como “empresarios
católicos” o como “políticos católicos”, aunque perduren esas expresiones en
ciertos ambientes. Estas observaciones no implican ni aplauso ni lamento, al
menos aquí, en estas líneas; simplemente, se trata de la constatación de una
realidad. Hoy no basta una sociología secular para la identificación profunda y
fraterna de cada cristiano con los demás cristianos. Externamente estamos
inmersos en una atmósfera humana común y debe ser así (cada vez debe ser más así
y en proporciones cada más planetarias), pero la afinidad profunda que procede
del ADN común que es Cristo se da y, seguramente, en un futuro inmediato se dará
entre relativamente pocos. Todo ello nos llevará, como dice Ratzinger, a “un
proceso de simplificación que nos consienta distinguir lo que constituye la viga
maestra de nuestra doctrina, de nuestra fe, lo que en ella tiene un valor
perenne”. Hablar fundamentalmente de “comunidades cristianas” no supone
necesariamente una especie de estrategia teológica para organizar una retirada
ordenada en una batalla perdida ante el mundo. El mismo autor piensa que “la
Iglesia de masa puede ser algo muy bonito, pero no es necesariamente la única
modalidad de ser de la Iglesia. La Iglesia de los primeros tres siglos era
pequeña, sin por esto ser una comunidad sectaria. Por el contrario, no estaba
cerrada en sí misma, sino que sentía una gran responsabilidad respecto a los
pobres, los enfermos, respecto a todos” (Dios y el mundo). Aquella “Iglesia
pequeña” llegó a ser la gran Iglesia extendida de Oriente a Occidente y en su
seno se dieron cambios que, en parte, se debieron a una injerencia del Imperio
en asuntos eclesiásticos, pero junto a esto, también se dio un desarrollo
homogéneo de elementos germinalmente contenidos en la Iglesia primitiva. Se dio
en la Iglesia un crecimiento organizativo y en formulación doctrinal de la fe
que cuajó en una legítima forma histórica y concreta, en la cual no se perdió la
fisonomía querida por Cristo, sino que se afirmó. Es muy necesario recordar esto
para no caer en la simplificación, casi estúpida, de afirmar que es bueno
demoler la Iglesia heredada para suplirla por otra mejor. Se requiere un
equilibrio de tesis, una síntesis de aspectos parciales, para no recaer en
experimentos que ahora todos lamentamos. La necesidad de poner el acento sobre
una eclesiología de “comunidad de comunidades” no está en pugna con el respeto y
la admiración por la Iglesia “real y legítima”. Pablo VI lo expresó nítidamente
en la gran Encíclica Ecclesiam Suam :” No nos engañe el criterio de reducir el
edificio de la Iglesia, que se ha hecho amplio y majestuoso para la gloria de
Dios, como magnífico templo suyo, a sus iniciales proporciones mínimas, como si
aquellas fuesen las únicas verdaderas, las únicas buenas; ni nos ilusione el
deseo de renovar la estructura de la Iglesia por vía carismática, como si fuese
nueva y verdadera aquella expresión eclesial que surgiera de ideas particulares
—fervorosas sin duda y tal vez persuadidas de que gozan de la divina
inspiración—, introduciendo así arbitrarios sueños de artificiosas renovaciones
en el diseño constitutivo de la Iglesia. Hemos de servir a la Iglesia, tal como
es, y debemos amarla con sentido inteligente de la historia y buscando
humildemente la voluntad de Dios, que asiste y guía a la Iglesia, aunque permite
que la debilidad humana obscurezca algo la pureza de sus líneas y la belleza de
su acción. Esta pureza y esta belleza son las que estamos buscando y queremos
promover” (n. 17).
Los espacios de comunión han ser cultivados
En la Carta programática “Novo milennio ineunte”, Juan Pablo II señala a las
Iglesias locales como marco preciso para establecer aquellas “indicaciones
programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y
valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten
que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida
profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y
en la cultura” (n. ). Junto ello, el Papa propone como tarea para el nuevo
milenio “hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión”; para ello
“los espacios de comunión han de ser cultivados y ampliados día a día, a todos
los niveles, en el entramado de la vida de cada Iglesia” (n. 45). Esta
perspectiva conecta con la experiencia de las comunidades cristianas apostólicas
que, necesariamente, de un modo u otro, han encontrado un eco en todas las
actividades genuinamente apostólicas de todos los tiempos. Cuanto más auténtico
es el vínculo cristiano y espiritual que une a las personas menos relevancia
tienen las demás vinculaciones de orden terreno. En su interesantísima biografía
de San Josemaría Escrivá, A. Vázquez de Prada aporta infinidad de detalles sobre
los “espacios de comunión” que, sin más artificio que la santidad, creaba el
Fundador del Opus Dei a su alrededor.
“En medio de la opresora crispación política del país, aquel ambiente era un
remanso de alegría y de paz, tan de agradecer como el maravilloso hallazgo de un
oasis en el desierto. Conocedor de los exaltados ímpetus juveniles,
desencadenados en esa triste circunstancia de la historia española, don
Josemaría anotó en una catalina lo que era necesario corregir y lo que era
preciso inculcarles:
Para el espíritu de la o. de San Rafael[3]: no se permita a los chicos que
discutan sobre asuntos políticos en nuestra casa: hacerles ver que Dios es el de
siempre, que no se ha cortado las manos: decirles que el apostolado, que con
ellos se hace, es de índole sobrenatural: traer muchas veces a cuento la
presencia de Dios, en conversaciones particulares, en las charlas comunes, y
siempre: hacerles católico el corazón y el entendimiento.
A comienzos de 1935 José Luis Múzquiz, un estudiante de Ingeniería, tuvo una
entrevista con don Josemaría: «Me expuso brevemente –dice José Luis– lo que
hacía la academia DYA. Cómo, sin fundar ninguna asociación nueva, trataba de
formar buenos cristianos instruyéndolos e induciéndolos a ser consecuentes con
su nombre e ir formando, poco a poco, a otros jóvenes que quisiesen prestarse a
esta formación. Me dijo que había en las charlas o círculos, jóvenes de todas
las regiones de España, estudiantes en Madrid; y de todas las tendencias y
partidos políticos, pero que en los círculos no se preguntaba a nadie a qué
partido pertenecía»[4] .
El riesgo de espacios de comunión cristiana condicionados por opciones
temporales concretas
La división , que no la variedad, fue desde el primer momento el mayor daño para
la comunidad cristiana; lo fue y lo seguirá siendo siempre. “Yo soy de Pablo. Yo
de Apolo. Yo de Cefas. Yo de Cristo. ¿Está dividido Cristo? ¿Acaso Pablo fue
crucificado por vosotros o fuisteis bautizados en el nombre de Pablo?” (Co 1,
12-13). La unidad más profunda que pueda darse entre Personas se da en la
Santísima Trinidad, donde cada divina Persona es una referencia pura al Otro en
una donación recíproca sin residuo alguno. Los hombres estamos llamados por Dios
a vivir en una familia donde las relaciones interpersonales sean un reflejo de
las relaciones interpersonales que se dan en la Trinidad. Esta realidad sólo es
posible en Cristo, viviendo en comunión con Cristo; sólo así podemos llegar a
ser personas en plenitud porque “la persona es el ´prosôpon´´, vuelto hacia los
ojos de otro”[5]. Sólo “buscando el rostro” de Cristo podemos encontrarlo como
Quien nos mira y en ese encuentro de miradas se desvela un poco el misterio de
nuestra condición humana. Por añadidura, a través de Cristo, y sólo a través de
Él, llegamos al fondo de quienes son los demás seres humanos. De la coincidencia
en ese encuentro único nace lo más genuino de una comunión cristiana, realidad
inefable que en la tierra vislumbramos de modo imperfecto e inestable, anticipo
del Cielo. ¿Es posible preservar esa coincidencia única en un estado puro,
incontaminado de otras coincidencias que ni vienen de Dios ni llevan a Dios?
¿Cómo conseguir que sólo se incorporen a esa coincidencia básica otras
coincidencias humanas purificadas por la gracia, como puedan serlo el
matrimonio, la familia, la patria, la amistad desinteresada? Se trata de una
tarea difícil, que exige vigilancia y enmienda cuantas veces sea necesaria. Las
divisiones en el seno de la comunidad cristiana han nacido siempre de un
desorden en el interior de las conciencias, quizá en un principio no captado con
suficiente claridad. Si se antepone a Cristo y a su Iglesia cualquier otro tipo
de coincidencia como puedan serlo la estirpe, la raza, nación, las tradiciones
particulares, la ideología política, los intereses económicos y otros muchos
vínculos humanos, entonces comienza un proceso de corrupción en el “nosotros”
genuinamente cristiano y ese proceso, si no es advertido y rectificado,
desemboca en un extrañamiento recíproco de facciones antagónicas que, quizá
originariamente, fueron cristianas; así nacen los “vosotros” del reproche, del
rencor, del rechazo o del odio; se hacen realidad las palabras del Salmo: “para
mis hermanos soy un extranjero, un desconocido para los hijos de mi madre” (Sal
69, 9). Tal vez sea ésta la situación real de una gran masa de población
poscristiana, fragmentada, dispersa, formateada y manipulada por poderes
mediáticos ajenos a la guía de los Pastores de la Iglesia. La “espiritualidad de
comunión”, a la que se refiere Juan Pablo II con frecuencia, tiene mucho que ver
con una tarea de recuperación de “espacios de comunión “ limpios, claros,
capaces de sobreponerse a las divisiones humanas y con suficiente energía
espiritual para crear una cultura de la vida, de la convivencia pacífica, del
trabajo; espacios de comunión desde los cuales se perciba con nitidez la
distinción entre “los derechos y obligaciones que les corresponden por su
pertenencia a la Iglesia y aquellos otros que les competen como miembros de la
sociedad humana” (Const. Lumen gentium 36); espacios de comunión en los que se
viva profundamente la pertenencia a la Iglesia, sin pretensiones de acción
política o económica. La política y los negocios se deben hacer desde otras
plataformas, en las cuales cristianos, junto a no cristianos, podrán contribuir
a una cultura común en la que las religiones sean consideradas de un modo
positivo en la vida pública. “Si hoy se percibe un consenso casi universal sobre
el valor de la democracia- ha escrito el Papa-, esto se considera un positivo
"signo de los tiempos", como también el Magisterio de la Iglesia ha puesto de
relieve varias veces. Pero el valor de la de democracia se mantiene o cae con
los valores que encarna y promueve: fundamentales e imprescindibles son
ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos
inviolables e inalienables, así como considerar el "bien común" como fin y
criterio regulador de la vida política”[6]
“Mi Reino no es de este mundo” (Jn 18), dice el Señor. Y la Iglesia no se
identifica con ninguna realidad terrena, porque Ella misma es el germen del
Reino, que “está dentro de vosotros” (Lc 17, 21) y crece de un modo misterioso
en este mundo, al que hemos de amar ciertamente, pero sin la superstición de
creer que de él saldrá el Reino, porque la nueva Jerusalén bajará “del cielo del
lado de Dios, ataviada como una novia que se engalana para su esposo” (Ap 21,
2).
Jorge Salinas Alonso
2.12.02
Adviento del Señor
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[1] Bruno Forte: La Iglesia de la Trinidad, Ed. Secretariado Trinitario,
Salamanca 1995, p. 293)
[2] Juan Pablo II, Exh.Apost."Reconcilatio et Poenitentia", 18.
[3] Hay que advertir que “o. de San Rafael” es el modo abreviado de escribir “la
Obra de San Rafael” que en la mente del Fundador del Opus Dei comprende el
conjunto de actividades dirigidas a formar a la juventud
[4] Andrés Vázquez de Prada: El Fundador del Opus Dei, t. I, Rialp, Madrid,
1997, pp. 559-560..
[5] Tillard J.-M. R.: La Iglesia local,Ed. Sígueme, Salamanca 1999, p. 152
[6] Juan Pablo II: Enc. Evangelium vitae , n. 70