Construyendo sobre roca firme
Autor: P. Thomas Williams
Armonía de la persona humana
Quien sigue su conciencia ha encontrado la puerta que conduce hacia una vida
auténtica. Como dice William Kilpatrick, «La moralidad no consiste simplemente
en aprender las reglas de lo bueno y lo malo; es una rectificación total de
nosotros mismos». El hombre es como un cubo de Rubik, ese «cubo mágico» que
estuvo de moda hace algunos años: ningún cuadro puede estar fuera de lugar.
Todas las partes del hombre se encuentran interrelacionadas; se requiere la
armonía entre ellas para que el hombre realice su potencial. Esta
auto-rectificación suele llamarse comúnmente «madurez». A diferencia de los
demás valores, que perfeccionan y complementan a la persona, la madurez
sintetiza e integra los valores humanos en un todo orgánico.
A todos nos gusta que nos consideren maduros. Uno de los insultos más
humillantes para un muchacho de quince años es que se le tache de «inmaduro».
Los adolescentes ambicionan con todas sus fuerzas, además de ser aceptados por
sus compañeros, que se les considere maduros. Cada año, muchos jóvenes
estudiantes, recién salidos del bachillerato, se trasladan a otras ciudades para
continuar sus estudios y, de paso, para paladear el sabor de la independencia
(toda una oportunidad para determinar su porvenir y llegar a ser adultos).
La madurez es un valor universal, algo que todos desean por la imagen que
expresa: «Soy maduro, soy independiente, sé pensar por mí mismo». Sin embargo,
una cosa es que a uno lo consideren maduro y otra muy distinta es que en verdad
lo sea. Damos así una vez más con la afirmación de que libertad no sólo no
existe sin la responsabilidad sino que depende de ella.
Por lo general, la gente asocia la madurez con la edad (a mayor edad, mayor
madurez). La edad, es cierto, tiene algo que ver con la madurez (nuestro
desarrollo psicológico, intelectual, físico y espiritual se va verificando con
el pasar del tiempo). Sin embargo, la edad no es el factor determinante. Hay
octogenarios irresponsables, como hay muchachos maduros de catorce años. Basta
un simple vistazo a los problemas que afligen a la sociedad en nuestros días
para percatarnos de que no todos los mayores de 25 años son verdaderamente
maduros.
Todos conocemos casos que ilustran este hecho lamentable. Un ejemplo típico es
el hombre de mediana edad que abandona a su esposa y a sus hijos por una mujer
más joven. Nuestra reacción inmediata puede ser de incredulidad, lástima y
coraje: «¡Qué tontería! ¡Pobre mujer y pobres hijos! ¡Qué canalla!» Cabe notar,
aparte de las obvias implicaciones morales, una absoluta carencia de madurez
humana. En lugar de un hombre, tenemos un adolescente con toda la apariencia
exterior de un adulto.
Mitos de la madurez
La cultura popular suele atribuir a la madurez elementos que no corresponden a
su verdadera naturaleza. Hay tres mitos, en especial, entrelazados con las
nociones modernas de madurez: 1) invulnerabilidad, 2) infalibilidad, 3)
inflexibilidad.
En primer lugar, la madurez no es invulnerabilidad. Nuestra sociedad presenta a
veces la madurez como si fuese una cierta inmunidad de toda tentación o maldad,
como si lo bueno y lo malo fuesen cosas de niños. Los adultos suelen creer que
ya están «más allá del bien y del mal» (para usar una expresión de Nietzsche).
Basta pensar en los carteles colocados en las salas de cine o en los periódicos
que anuncian películas pornográficas: «Sólo para personas maduras» (como si la
preocupación por la moral fuese sólo un asunto de niños). La verdad, por
supuesto, es todo lo contrario. Un adulto es maduro precisamente porque no
necesita que nadie le diga que debe obrar el bien y evitar el mal. Actúa según
sus convicciones personales y su recta conciencia.
Una persona madura reconoce sus debilidades. Evita las ocasiones que pueden
conducirlo al mal y busca las oportunidades para hacer el bien. Como diría
Alexander Pope: «Los necios corren allí donde los ángeles no se atreven ni a
pisar».
Pensar que la madurez es invulnerabilidad equivale a decir que una persona no
puede hacerse daño con una sierra eléctrica simplemente porque es madura. El
adulto es capaz de usar herramientas peligrosas de alto poder precisamente
porque está alerta ante el peligro y toma las precauciones necesarias para
evitar cualquier accidente.
El segundo error es el de concebir la madurez como infalibilidad. Madurez no
significa posesión de todas las respuestas. Nada más lejos de la realidad.
Sócrates afirmó que el hombre sabio es aquél que reconoce su propia ignorancia.
Mientras más madura es una persona, reconoce con mayor humildad sus límites. «La
humildad, como decía santa Teresa de Ávila, es la verdad». Ni más ni menos. Y la
verdad es que todos podemos equivocarnos. La persona madura reconoce sus
debilidades y no se precipita en sus juicios. Pondera, estudia, consulta y
decide con prudencia.
El tercer error consiste en asociar la madurez con la inflexibilidad. Algunos,
equivocadamente, creen que la madurez consiste en una seriedad impasible y en
una perpetua rigidez, como si el reír, el gozar de las cosas sencillas y el
saber relativizar los problemas fuesen signos de inmadurez. Lo hermoso de la
madurez es su armonía. Reír, conversar, apreciar a los demás, admirar las
maravillas de la naturaleza..., son cualidades humanas bellísimas y forman parte
de la madurez.
La persona verdaderamente madura sabe cuándo es tiempo de ponerse serio y cuándo
de tomar las cosas con tranquilidad; no lleva su vida con superficialidad sino
guiada por principios claros. El capítulo tercero del Eclesiastés nos ofrece una
excelente sinopsis del equilibrio que es fruto de la madurez:
Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo:
Su tiempo el nacer, y su tiempo el morir...
su tiempo el destruir, y su tiempo el edificar...
su tiempo el llorar, y su tiempo el reír...
su tiempo el lamentarse, y su tiempo el danzar...
su tiempo el callar, y su tiempo el hablar...
Madurez significa tener la capacidad para discernir entre un tiempo y otro, y
para saber lo que conviene en cada ocasión.
En busca de una definición
Tras examinar lo que no es la madurez, volvamos ahora a lo que sí es. La palabra
tiene distintas acepciones, según el contexto. Un programa de televisión sobre
la vida en el reino animal puede informarnos que un oso pardo macho «maduro»
puede pesar más de 700 kilos. En otro momento, tal vez una amiga nos dirá que ha
conocido a un hombre extraordinario y «muy maduro». El concepto «maduro» tiene,
pues, diversos matices de significado. Por este motivo, es mejor ofrecer tres
definiciones, en lugar de una.
Perfección de nuestra naturaleza
En el sentido más amplio, «madurez» significa cumplimiento o perfección de
nuestra naturaleza, el punto más alto de un proceso de crecimiento y desarrollo.
Se trata de un proceso unidireccional, progresivo, no de un simple «cambio». El
proceso de maduración es un recorrido que culmina en la adquisición de todo
aquello que una planta, un animal o un hombre debería ser. Un perro es «más
perro» cuando llega a la cumbre de su desarrollo, a su «madurez». Hasta entonces
había sido un «cachorro», más tarde será un «perro viejo», de esos que ya no
aprenden nuevos trucos. Una manzana es «más manzana» cuando está madura. En
algunos idiomas se usa la misma palabra para designar la madurez de una planta
que la madurez de un ser humano. Así, por ejemplo, en alemán una manzana madura
es ein reifer Apfel y un hombre maduro es ein reifer Mensch. También en francés
una granada madura es une grenade mûre y una mujer madura es une femme mûre.
En este sentido la madurez se puede aplicar a las plantas, a los animales, a las
personas, incluso a los vinos, a todo lo que se somete a un desarrollo orgánico.
Esta definición vale también para la naturaleza física del hombre. Un niño crece
hasta que alcanza la madurez; después el cuerpo empieza a deteriorarse. De aquí
la expresión «en la plenitud de la vida»; la plenitud es el punto culmen del
desarrollo físico de una persona.
Pero a diferencia de las manzanas y de los osos pardos, el hombre tiene también
una naturaleza espiritual, y aquí adquiere la madurez su dimensión propiamente
humana, del todo única. En las cosas meramente materiales, la madurez es un
fenómeno estrictamente físico; la madurez humana, en cambio, es física,
emocional, psicológica y espiritual.
Interiorización de los principios
Según una definición más restringida, se entiende por madurez la transformación
de las normas y reglas externas en convicciones y principios internos. Este
proceso de asimilación se irá dando de forma consciente y libre en la medida en
que la persona aprenda gradualmente a reconocer y apreciar ciertos valores.
Los niños necesitan que se les vigile, incluso a veces que se les obligue de
alguna manera, para que hagan la tarea o vayan a misa los domingos. Los papás
tienen que poner un límite al tiempo que dedican los niños a ver televisión, ya
que ellos no tienen la madurez suficiente para exigirse a sí mismos lo que
conviene. Si un niño pudiera planear su propia dieta, seguramente pondría como
plato fuerte de la cena una buena tajada de pastel de chocolate en lugar de una
porción de guisantes. Al niño hay que imponerle las normas desde fuera, porque
de otro modo se dejaría llevar por inclinaciones espontáneas e impresiones del
momento. Aún no es capaz de comprender el porqué de muchas cosas ni ve la
necesidad de sacrificar un placer inmediato en vistas de un mejor futuro. Éstas
son cualidades propias de un adulto.
De modo semejante, un adolescente que se fuga del colegio y desperdicia su
tiempo, que no sigue un programa de estudios, olvida la moral y se deja llevar
por sus pasiones y tendencias «naturales», no puede considerarse maduro.
Para el que es maduro no importa quién le esté mirando, ni qué están haciendo o
dejando de hacer sus amigos, ni qué dirán los demás. Él lleva las riendas de su
vida, siguiendo los principios y las convicciones que él mismo, libremente, ha
hecho suyos.
Armonía de la persona humana
La madurez humana, en su sentido pleno, consiste en la armonía de la persona.
Más que una cualidad aislada, es un estado que consiste en la integración de
muchas y muy diversas cualidades; es un compendio de valores más que un solo
valor. Podemos comparar la madurez con una obra de arte, con un cuadro de
Rembrandt o de Velázquez. Los colores se combinan perfectamente. Todo está en su
punto, las líneas, las figuras y las formas, la proporción y la perspectiva.
Cada pincelada tiene su valor y cada color resulta indispensable para completar
y perfeccionar la obra.
Lo mismo sucede con la madurez. Es armonía y proporción, es combinación e
integración de cualidades humanas muy diversas en un conjunto orgánico:
voluntad, intelecto, emociones, memoria e imaginación; todas las facultades de
una persona humana. Pero no basta que estén presentes todos estos elementos;
tiene que haber un orden y una armonía entre ellos. Sobre la paleta del artista
descansan todos los colores, pero no por eso forman una obra de arte.
Esta armonía se traduce en la correspondencia perfecta entre lo que uno es y lo
que uno profesa ser, y su expresión más convincente es la fidelidad a los
propios compromisos. En una persona madura no hay lugar ni para la hipocresía ni
para la insinceridad.
Así como una manzana madura es «más manzana», así una persona es más humana
cuando alcanza la madurez. Pero a diferencia de lo que ocurre con las manzanas y
las demás creaturas, el hombre es capaz de reflexionar sobre su naturaleza y de
escoger libremente entre vivir o no de acuerdo con lo que debería ser como
persona humana. De este modo, la madurez consiste en la conformidad entre el
modo como vivimos y nuestra verdadera naturaleza.
Entre otras cosas, esto implica aceptar el propio estado de vida y actuar con
coherencia. Una persona casada madura vive de acuerdo con la naturaleza del
estado matrimonial; no se comporta como si fuera soltera -llevando una vida
social más activa, quedándose en el trabajo hasta altas horas de la noche,
viajando cuando se le ocurre...-. A partir de la boda, sus costumbres y
pasatiempos, sus relaciones con los demás y el uso de su tiempo libre tendrán
que regirse por el compromiso que libremente ha asumido ante Dios, ante los
demás y ante sí mismo. Lo contrario sería vivir en la mentira: decir que se es
casado pero comportarse como un soltero.
Madurez significa aceptar las alegrías y las dificultades que conllevan las
propias decisiones, como hacen los esposos el día de su boda: «En la prosperidad
y en la adversidad, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la
enfermedad, hasta que la muerte nos separe». Las personas maduras son capaces de
comprometerse sin temor, porque son dueñas de sí mismas y no esclavas de las
mudables circunstancias.
Una generación "light"
El famoso psiquiatra y escritor español Enrique Rojas publicó en 1992 un libro
titulado El hombre light, en el que compara la oleada de productos «light» que
invadió el mercado en la década de los años 80 -Coca Cola sin cafeína, cerveza
sin alcohol, margarina sin grasa, y edulcorantes sin azúcar- con un nuevo tipo
de persona que carece de substancia, que es sólo apariencia, máscara, sin nada
por dentro. Lo «light» está de moda, y con ello toda una forma nueva de ver la
vida: todo light, flojo, reducido, aguado, vacío de contenido.
Rojas asevera que en este nuevo clima psicológico está surgiendo un nuevo modelo
de persona: el «hombre light». Puede describírsele de la siguiente forma: un
hombre indiferente a los valores trascendentes, que hace del dinero, del poder,
del éxito, del sexo, del narcicismo y del pasarlo bien, la totalidad y el
contenido de su vida. Carece de creencias firmes y no acepta que haya una verdad
absoluta -aunque tiene un deseo insaciable de información-. Quiere saberlo todo,
no para cambiar o mejorar sino, simplemente, para conocer lo que está pasando.
El «hombre light» se parece al que C. S. Lewis llama «hombre sin pecho». El
pecho, según la terminología de Lewis, es el lugar donde residen el
temperamento, los principios y la magnanimidad. El pecho tiene el cometido de
conjugar la dimensión «cerebral» y «visceral» del hombre. Quien no posee
principios, deja de lado lo más humano que hay en él. La superabundancia de
datos y estadísticas no suple en modo alguno la falta de principios y de
carácter. El racionalista no es el hombre más inteligente. «Su cabeza, como
observa Lewis, no es más grande que lo ordinario. Lo que ocurre es que tiene el
pecho atrofiado y por eso podría parecer que su cabeza es más grande».
El «hombre light» posee cuatro atributos característicos: hedonismo, consumismo,
permisivismo y relativismo. Padece de un exceso de «cosas» y de una
correspondiente carencia de valores. Harto y aburrido de la vida, busca una
felicidad «a la carta». Su pensamiento es débil e inconsistente; sus
convicciones, tambaleantes. En conjunto, el «hombre light» es una persona que no
tiene puntos de referencia; no posee una meta en la vida ni un ideal que dé
sentido a sus empresas.
En contraste con este tipo de hombre frágil, Rojas presenta otro modelo: el
«hombre sólido». Mientras el «hombre ligth» avanza en todo, menos en lo más
importante, el «hombre sólido» se compromete, se esfuerza; es consistente,
profundo y moralmente auténtico; se sobrepone al escepticismo cínico reinante y
es capaz de subir al plano espiritual para descubrir cuanto tiene de bello,
noble y grande la existencia.
El «hombre sólido» es una persona madura. Su vida tiene una dirección y sus
acciones encajan perfectamente dentro del significado de toda su existencia. La
madurez es solidez. La madurez desemboca en ideales y genera la firmeza para
mantenerse fiel a ellos. En términos parecidos, el padre Marcial Maciel,
fundador de los Legionarios de Cristo, describe la diferencia básica entre el
hombre maduro y el inmaduro: «La historia y la mentalidad modernas nos han
acostumbrado a clasificar a los hombres en buenos y malvados, listos y tontos,
ricos y pobres; pero tengo para mí que hay una distinción más básica y más en
consonancia con lo que es el hombre; yo los separaría en generosos y egoístas,
batalladores y sensuales. El egoísmo y la magnanimidad, la sensualidad y la
lucha han partido al mundo en dos bandos penetrando todas las razas, las
culturas, las edades y las estructuras sociales. Al fin y al cabo se puede ser
materialmente el más pobre del mundo y el más tonto, pero si hay generosidad y
espíritu de trabajo y conquista, ahí está un hombre que tiene su centro más
arriba de sí mismo, un hombre que se ha tomado la vida en serio y ha puesto su
ideal a rendir, un hombre abierto. Si a este ser humano le infundimos el amor a
Cristo, si le ofrecemos un ideal trascendente, si le invitamos a cultivar la
vida de gracia, tenemos ya al santo».
Un hombre así fue santo Tomás Moro. En 1960, el dramaturgo británico Robert Bolt
escribió el estupendo drama Un hombre para todas las estaciones, del que luego
se sacó una película que ganó el Oscar para la mejor película en 1966. Bolt, un
no-cristiano, quedó tan impresionado por la firmeza de carácter de santo Tomás
Moro, que se dedicó a estudiar e investigar sobre su vida.
Bolt, al igual que Rojas y Lewis, percibió también el fenómeno moderno del
«hombre light». «Nos ocurre algo parecido a lo que pasa en las ciudades -comenta
Bolt en el prefacio de su obra-, cuando termina el horario de trabajo se inicia
una carrera a toda prisa hacia la periferia, dejando un centro completamente
vacío...». Le cautivó la solidez de Tomás Moro por su contraste con la sociedad
que le circundaba, cargada de ligereza. «Lo primero que me atrajo -escribe- fue
una persona que no podía ser acusada en absoluto de incapacidad para vivir; una
persona que valoraba la vida de múltiples formas; una persona que, sin embargo,
encontró en sí misma algo sin lo cual la vida perdía todo su valor y que, al
negársele eso, aceptó morir».
Ésta es, pues, una línea divisoria fundamental de la humanidad. Un hombre o es
sólido o es «light», o es maduro o es inmaduro, o es egoísta o es abierto a los
demás. Más adelante tendremos que analizar de cerca las características de estos
dos tipos de personas.
Cuando yo era niño
Visitando el museo del Louvre en París, el Palacio de los Uffizi en Florencia o
una de las numerosas iglesias de Roma, es fácil encontrar alguna pintura al óleo
de Caravaggio. Sus obras maestras, cuyo efecto más característico es el
claroscuro, son un testimonio de la fuerza que hay en el contraste. La luz y la
oscuridad nunca resaltan tanto como cuando están una junto a otra. De modo
semejante, los conceptos suelen verse con mayor claridad cuando se comparan con
sus contrarios. Para aclarar lo que hemos dicho hasta aquí sobre la madurez,
podemos presentar ahora un cuadro más o menos detallado del concepto opuesto: la
«puerilidad» (del latín puer, que significa niño). El proceso de maduración
humana, lo sabemos, no es otra cosa que el paso de la niñez a la edad adulta.
Al escribir a los corintios, san Pablo reflexionó sobre este proceso en su
propia vida: «Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba
como niño. Al hacerme hombre, dejé todas las cosas de niño» (1 Co. 13, 11). Y
luego añade una distinción: «Hermanos, no seáis niños al juzgar. Sed niños en lo
que se refiere al mal, pero como hombres maduros en vuestra manera de pensar» (1
Co. 14, 20).
Ser como un niño no es del todo malo. En numerosas ocasiones, Cristo exhortó a
sus discípulos a ser «como niños», al grado de poner esto como condición para
entrar en el cielo: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños,
no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt. 18, 3). La palabra «niño» tiene dos
connotaciones radicalmente distintas. Ser «como niño» significa ser sencillo,
confiado, inocente y espontáneo (todas las notas positivas de la niñez). En este
sentido, hemos de empeñarnos en ser como niños. Ser «pueril», en cambio,
significa ser caprichoso, egoísta e ingenuo (en una palabra, inmaduro).
Tal vez si comparamos diez pares de características contrastantes, podemos
precisar mejor el significado de la madurez. El primer término de cada par se
asocia a la puerilidad y el segundo a la madurez. El siguiente cuadro presenta
una síntesis de estas cualidades:
Niño
.
En busca de la felicidad