Construyendo sobre roca firme
Capítulo 2
El fundamento del valor
¿Recuerdas el cuento del águila que creció en un corral de gallinas? En una
ocasión, alguien encontró un huevo de águila y lo colocó en una jaula de
gallinas para ver si alguna de ellas lo empollaba. Cuando nació, el aguilucho se
adaptó rápidamente a la vida del corral, comportándose como una gallina.
Un día, otra águila, que la vio en el corral con las gallinas, decidió bajar a
conversar con ella: «¿Qué estás haciendo aquí con el pico en el cieno? Tú estás
hecha para empresas más altas: encumbrarte por los cielos, ser experta cazadora,
contemplar la tierra desde muy, muy alto».
La convenció de que por lo menos lo intentara. Hizo que la observara despegar y
aterrizar, y le invitó a probar la capacidad de sus propias alas. De este modo,
el águila del corral aprendió a volar.
La moraleja de este cuento es muy sencilla: la altura que alcancemos en la vida
depende de nuestros ideales y del empleo que hagamos de nuestro potencial. Para
marcarse metas es preciso ante todo saber de qué se es capaz. De este modo,
conocer nuestra naturaleza será de gran ayuda para fijar los valores que nos son
propios.
Hemos dicho que un valor es un bien reconocido y apreciado. Pero ¿cómo descubrir
lo que es verdaderamente bueno para un hombre? Para llegar a la raíz de los
valores humanos necesitamos dejar de lado las idiosincrasias personales y
enfocar nuestra atención en la naturaleza que los hombres tienen en común. Sólo
así podremos encontrar los bienes universales de la humanidad.
Llamamos «bien» a aquello que mejora o perfecciona algo. Para nosotros, una cosa
es buena si nos convierte en mejores personas. Esto puede ocurrir de dos
maneras: por convenir a nuestra naturaleza, o por convenir al propósito o fin
que tenemos en la vida. Es decir, una cosa es buena para mí según lo que soy
cuando me ayuda a ser más perfectamente lo que se supone que soy; pero también
puede ser buena para mí según para qué soy, cuando me ayuda a alcanzar el fin de
mi existencia. Esta distinción nos permitirá descubrir la infraestructura de los
valores humanos.
Naturaleza
Todos sabemos que un motor de combustión interna no funciona bien con leche,
mientras que un gatito sí. Ello se debe a que tienen constituciones o
naturalezas fundamentalmente diferentes. Lo que es bueno para un ganso lo es
también para una gansa, porque el ganso y la gansa comparten la misma
naturaleza. Pero lo que es bueno para el ganso no lo es para la ostra, la
alondra o la vaca.
De igual modo, para un árbol es bueno que lo poden, lo rieguen y lo abonen con
estiércol, debido a su naturaleza. Sin embargo, no todas las criaturas se
beneficiarían si se les amputaran sus miembros, y muchas se resistirían a ser
anegadas en estiércol. Necesitamos primero descubrir qué es un determinado ser
para poder determinar lo que es bueno para él.
Lassie y Snoopy son individuos distintos, pero hay algo que comparten y que los
hace perros: su naturaleza. La naturaleza de algo es sencillamente lo que eso
es. Una vaca tiene naturaleza bovina, un lobo tiene naturaleza lupina y un
hombre tiene naturaleza humana. La naturaleza es lo que somos.
A pesar de nuestras numerosas diferencias compartimos una naturaleza común.
Tenemos algunas características que nos identifican como personas humanas y nos
distinguen de todas las demás criaturas. Por ejemplo, tú y yo tenemos
personalidades diferentes, pero ambos tenemos una personalidad. Un ladrillo de
adobe no tiene personalidad. Tú podrás ser mucho más inteligente que yo, pero
ambos tenemos un intelecto. Los geranios no tienen intelecto. Tú y yo somos
realizaciones concretas, individuales y distintas de la naturaleza humana. Así
pues, la naturaleza no excluye la individualidad. Cada persona es en verdad
única, individual y no tiene precio. Y, sin embargo, cada una es, ante todo, un
ser humano.
Hay algunas características especiales de nuestra naturaleza que nos separan
radicalmente del resto de la creación. Estos rasgos nos llevarán a descubrir el
cimiento de nuestros valores humanos comunes. Pero antes de examinarlos con
detalle, consideremos la otra dimensión del bien.
Finalidad u objetivo
Ciertas cosas son buenas para nosotros porque nos ayudan a alcanzar nuestro fin
u objetivo. Si acertamos a descubrir a dónde vamos como hombres, cuál es nuestro
objetivo, podremos entonces saber qué es bueno para nosotros en este sentido.
Puedes observarlo fácilmente cuando se trata de tus metas personales. La
espigada gimnasta que se especializa en barras paralelas asimétricas no pensará
jamás en desayunar los ocho huevos crudos y la pila de hot cakes que toma
diariamente en el almuerzo un defensivo de los Vaqueros de Dallas. Puesto que
ella desea ser gimnasta de nivel olímpico, tendrá que reconocer que sólo ciertas
cosas son buenas para ella: aquéllas que le ayudan a alcanzar su meta.
Podemos aplicar este mismo principio al hombre en general. En este contexto, no
hay que atender tanto a las metas individuales, sino al objetivo y destino
universal de todos los hombres. Una vez más, conviene recordar que cada uno de
nosotros tiene un destino y objetivo específico y único en la vida. Al mismo
tiempo, todos tenemos un objetivo común que deriva de nuestra naturaleza común.
Los valores verdaderos nos ayudan a alcanzar este objetivo.
El Fundamento de los valores
El ser humano es un misterio. Un misterio que todos nosotros intentamos
descubrir de algún modo. ¿Qué es el hombre? ¿Quién soy yo? Este interés no nace
de una simple curiosidad académica; ni siquiera de un legítimo deseo de conocer
más sobre nosotros mismos. Lo que aquí nos interesa es la base objetiva de los
valores humanos. Cuando hablamos de valores, la clave para descubrir nuestro
verdadero bien consiste en examinar nuestra naturaleza humana. No podemos soñar
en descubrir lo que es bueno para el hombre hasta que no hayamos afrontado el
problema de quién es el hombre.
Un rápido paseo a través de la historia puede dejarnos pasmados de asombro. El
hombre... tan grande y al mismo tiempo tan increíblemente frágil. Capaz de
realizar proyectos colosales y, al mismo tiempo, capaz de las iniquidades más
bajas y aborrecibles. ¿Es posible que José Stalin, san Francisco de Asís, Nerón
y la madre Teresa de Calcuta pertenezcan todos a la misma especie humana?
Nuestra maravilla ante la nobleza y la miseria del hombre queda reflejada en las
palabras del salmista: «¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, el hijo
del hombre para que de él te cuides? Apenas inferior a los ángeles lo hiciste,
coronándolo de gloria y de esplendor» (Sal. 8, 5-6).
Las palabras de Shakespeare son también eco de admiración espontánea ante la
maravilla del hombre: ¡Qué obra maestra es el hombre! ¡Cuán noble en
razonamiento! ¡Cuán infinitas sus facultades! Su forma y movimiento, ¡cuán
ágiles y admirables! ¡Actúa como un ángel! ¡Aprende como un dios! ¡Modelo de
animales! Mas, para mí, ¿qué es esta quintaescencia de polvo? (Hamlet II,
2).
¿Dónde podemos buscar una respuesta al enigma del hombre? Hoy día casi todos los
productos incluyen una lista de instrucciones. Se ofrece información sobre los
ingredientes que contiene la comida, cuándo y en qué dosis tomar las medicinas,
y cómo lavar mejor las prendas que compramos. Un bebé recién nacido, en cambio,
llega al mundo desnudo, sin ninguna etiqueta de instrucciones o manual de
operación. Para saber lo que es el hombre y qué es lo que le conviene, habrá que
buscar en otra parte.
Disponemos de dos fuentes principales para conocer lo que somos: la experiencia
y la revelación divina. La experiencia es una observación continua y un contacto
de primera mano con nosotros mismos y con los demás. La naturaleza del hombre se
manifiesta a través de sus acciones, habilidades y tendencias espontáneas.
Gracias a nuestra inteligencia podemos reflexionar sobre ellas y descubrir datos
muy significativos.
Al mismo tiempo, hay muchos secretos y misterios que van más allá de nuestra
experiencia, pero que conocemos por el don de la revelación divina. El misterio
de la persona se nos descubre en Jesucristo. La revelación es como un «manual
del divino diseñador». Dios, que nos conoce por dentro y por fuera, no ha
querido dejarnos en la oscuridad; nos manifiesta lo que somos y hacia dónde
vamos; nos brinda la clave de lectura del plan divino y nos da las
«instrucciones y reglas de mantenimiento» para llevarlo a cabo. Ha sido un gesto
muy noble de su parte, pues muchos enigmas que nos atañen profundamente -como la
muerte, el sufrimiento y el sentido final de la vida- escapan a la simple
observación.
¿Quién es el hombre?
Si nos atenemos a estas dos fuentes -la experiencia y la revelación-, podemos
distinguir cuatro características fundamentales de nuestra naturaleza humana.
Éstas nos dan ya una imagen clara de lo que somos en el corazón mismo de nuestro
ser: 1) Somos creaturas, 2) hechas a imagen y semejanza de Dios (racionales y
libres), 3) compuestas de cuerpo y alma, 4) con una naturaleza herida por el
pecado original.
Ante todo, somos creaturas. No imaginemos con este término ese repugnante
lagarto verde que salía de una laguna negra para agredir a gente inocente. Una «creatura»
es, simplemente, lo que ha sido creado. Tú y yo no hemos existido siempre; ni
siquiera el género humano. No es éste el lugar para discutir sobre las teorías
creacionistas o sobre la evolución. El modo en que Dios creó al primer hombre es
mucho menos importante que el hecho mismo de que lo creó.
El hecho de que seamos creaturas lleva consigo algunas conclusiones muy
interesantes. Para empezar, dependemos fundamental e intrínsecamente de Dios,
nuestro Creador. A nosotros, hombres y mujeres de nuestro tiempo, nos gusta
pensar con frecuencia que somos totalmente autónomos y suficientemente
grandecitos para cuidarnos solos. Esto es verdad, pero hasta cierto punto, pues
en el origen mismo de nuestro ser está el hecho de nuestra creación. Nuestra
vida pende de Aquél que nos introdujo en la existencia y que nos mantiene en
ella. Y esto lo compartimos con toda creatura: piedras, minerales, arbustos,
peces, cometas y ángeles. No surgimos de nosotros mismos, sino de Dios.
En segundo lugar, el hombre es racional y libre. Hay aquí algo inédito en toda
la creación: hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Somos, más que
ninguna otra creatura, un reflejo de Dios. Dios nos creó a su imagen, «hombre y
mujer los creó», según la expresión del Génesis (1, 27). Como escribió
Chesterton: «El hombre no es simplemente una evolución sino una revolución».
El hombre constituye una revolución porque es radicalmente diferente del resto
de la creación; la única creatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí
misma.
Es cierto que no siempre actuamos racionalmente, pero por naturaleza tenemos la
capacidad para pensar y conocer. Somos seres racionales. Esta cualidad es, de
hecho, la que nos asemeja a Dios y nos separa del mundo de los demás seres
vivientes. Nos otorga, además, la dignidad de personas. Yo no soy un «algo»,
sino un «alguien».
Porque somos racionales, somos también libres. Esta cualidad, que nos abre un
horizonte infinito de posibilidades y nos confiere una dignidad especial por
encima de todas las creaturas no racionales, deriva de la dimensión espiritual
de nuestra naturaleza. Reflexionamos, ponderamos, deliberamos y actuamos.
Planeamos y programamos para el futuro.
La libertad no es sólo un valor en sí mismo, sino también la condición necesaria
para entrar en el mundo de los valores. Si fuésemos seres «programados» y
obligados a seguir nuestros instintos como los animales, la palabra «valor» no
tendría ningún sentido. Porque somos libres, somos capaces de reconocer los
valores y de luchar por ellos voluntariamente.
En tercer lugar, somos personas compuestas de cuerpo y alma. No se trata de dos
partes distintas unidas artificialmente, sino de dos dimensiones inseparables de
nuestra naturaleza unitaria. Somos una unidad. No somos un espíritu aprisionado
o sepultado en un cuerpo, como creía Platón; ni una composición de dos
sustancias diferentes, una material y otra inmaterial, como consideraba
Descartes. Tú y yo no tenemos un cuerpo y un alma; sino que somos cuerpo y alma.
Gracias a esta dualidad presente en nuestra naturaleza, echamos raíces tanto en
el mundo material como en el mundo espiritual. Tenemos algunas cosas en común
con las plantas y con los animales; en otras cosas nos parecemos más bien a los
ángeles. Esto es muy importante porque nos permite entender que el hombre es
algo más que materia orgánica. Por lo mismo, nuestros valores tendrán que ir más
allá de lo que es bueno para el cuerpo o placentero para nuestros sentidos.
Por último, nuestra naturaleza ha sido dañada, inclinada al mal por el pecado
original. Por experiencia sabemos que hay una cierta división dentro de
nosotros. Así se explica por qué a menudo nos resulta tan difícil hacer lo que
debemos, aunque sepamos que es nuestro deber. Con frecuencia nuestro cuerpo nos
sugiere algo, pero nuestra razón propone exactamente lo contrario. No resulta
fácil hacer lo que se debe en cada momento; tenemos que luchar duro para vencer
y dominar nuestras tendencias. «Dios y el diablo están luchando allí y el campo
de batalla es el corazón del hombre», dice Dostoievski en Los Hermanos Karamazov.
Esta grieta interna en el núcleo más profundo de nuestro ser es otro aspecto
clave de nuestra naturaleza, que arroja luz para comprender el origen de muchas
de nuestras dificultades. Al entender esto descubrimos, además, que uno de los
más grandes valores consiste en reconquistar la armonía de nuestro ser. Tenemos
que señorear y organizar nuestras facultades según una recta jerarquía.
Estas cuatro características de la naturaleza humana nos ofrecen la llave para
entender lo que nos conviene como personas creadas a imagen y semejanza de Dios,
dotadas de inteligencia y de libre voluntad, de cuerpo y alma, y heridas en
nuestra naturaleza por el pecado. Esta descripción, sin embargo, es aún parcial.
Debemos todavía examinar la otra dimensión de nuestro ser: nuestra finalidad o
destino.
El significado de la vida
La vida está llena de sentido. Los mil y un episodios que componen nuestra
existencia encajan unos con otros en un cuadro más amplio. La vida no es una
serie inconexa de experiencias y sensaciones, sino una trama; la vida no es un
episodio estático, sino un viaje. ¿Por qué estamos aquí? ¿Hacia dónde vamos?
Podemos ofrecer tres respuestas que están relacionadas entre sí.
Dios nos creó para conocerlo, amarlo y servirle en esta vida, y para que, de
este modo, lleguemos a ser eternamente felices con Él en el cielo. De todas las
creaturas visibles sobre la tierra sólo nosotros somos capaces de conocer y amar
a nuestro Creador. Conocer y amar a Dios: para eso estamos aquí; éste es el
sentido y la finalidad de nuestra vida sobre la tierra.
Es fácil perder la brújula y pensar que amar a Dios es sólo un aspecto más de la
vida, que compite en el mismo plano con nuestro interés por el esquí acuático,
el trabajo en la oficina y las películas. No debería ocurrir así. Todas nuestras
actividades adquieren su auténtico significado solamente dentro de un esquema
más amplio, que es el verdadero sentido de nuestra vida: conocer y amar a Dios.
Esto no es una actividad más junto a otras, sino el marco y la motivación de
fondo de todo lo que hacemos.
Una segunda respuesta complementaria acerca de nuestro destino lo encontramos en
el hecho de que somos mortales. Todos y cada uno de nosotros morirá algún día.
Sin incurrir en pensamientos obsesivos, como los que gustaban a Edgar Allan Poe
y a Stephen King, hemos de reconocer que la muerte es algo real, importante y
digno de consideración.
Evidentemente, esta realidad se puede mirar desde diversos ángulos. El filósofo
alemán Martin Heidegger diría que el hombre es «un ser para la muerte». Los
epicúreos que vivían en la época de Cristo seguían el lema: «Comamos, bebamos y
disfrutemos, que mañana moriremos». Nuestra visión de la muerte condicionará
mucho nuestra visión de la vida y, por consiguiente, nuestra visión sobre el
verdadero bien del hombre. Si la muerte fuese el fin absoluto de nuestra
existencia, la vida sería un absurdo.
Por fortuna, la muerte no tiene la última palabra; sólo abre la compuerta que
lleva a la nueva vida. Fuimos creados para una felicidad eterna, inalcanzable en
esta vida; junto a ella, la dicha terrena no es más que un reflejo, un entremés,
un parpadeo. Desde esta perspectiva podemos comprender esa máxima plurisecular
que nos brinda la medida para sopesar todas las cosas: Quid hoc ad æternitatem?
-«¿Qué relación tiene esto con la eternidad?»-. Lo que permanece para siempre no
tiene comparación con lo que es caduco.
La realidad del juicio final es la última característica de nuestro destino
humano. La muerte no es la última palabra, pero tampoco es cierto que la vida
terrenal y la vida eterna son dos hechos inconexos. Nuestra vida terrena afecta
e incluso decide nuestro destino eterno.
Isaac Newton nos asegura que en la tierra no hay acción física que no produzca
un efecto. Asimismo, cada uno de nuestros actos libres produce su efecto. Cada
acto, cada buen o mal ejemplo, cada palabra tiene consecuencias eternas. Somos
responsables de nuestras opciones, y un día rendiremos cuenta de ellas. Jesús
asemeja el cielo a una recompensa, y el infierno a un castigo.
El hecho de considerar que después de la muerte nos aguarda el juicio final, nos
ofrece todavía más material para desentrañar nuestro fin último. Un jugador de
fútbol, cuando está en entrenamiento, valora ciertos ejercicios y rutinas que en
sí mismos parecen de muy poca utilidad. En realidad esas rutinas forman parte de
un contexto más amplio, y lo preparan para el momento de la verdad, cuando
llegue el juego del domingo. Ese jugador valdrá lo que valga el domingo; por eso
hizo lo que hizo de lunes a sábado. Nuestro verdadero bien, aquí y ahora, es
aquello que podamos considerar como bueno en vista de la eternidad.
Mantener el orden
Además de examinar las características esenciales de nuestra naturaleza y de
nuestro destino, conviene hacer un inventario de las herramientas que tenemos a
mano para conseguir nuestras metas, es decir, nuestras cualidades, talentos y
capacidades. Este inventario de nuestro mundo interior será una magnífica ayuda
en nuestro proyecto de forjarnos como hombres y mujeres de sólidos valores.
¿Qué instrumentos tenemos a disposición para alcanzar nuestros objetivos?
Nosotros, que estamos compuestos de cuerpo material y alma espiritual, poseemos
ciertos poderes o facultades. Una facultad es simplemente una capacidad para
llevar a cabo un determinado tipo de acción.
Si observamos un automóvil subiendo una cuesta podemos estar seguros de que
cuenta con un motor dentro. Cada acción requiere una capacidad, un poder para
llevarla a cabo. Si tú y yo podemos ver, necesariamente poseemos la facultad de
la vista. Si pensamos y razonamos, es porque tenemos el poder para pensar y
razonar. Este poder es la facultad de la inteligencia. Nos damos cuenta de
nuestras facultades al observar nuestras acciones y las de los demás.
No todas las facultades están en el mismo nivel. La habilidad para olfatear no
es, definitivamente, tan sublime como la habilidad para razonar. Puesto que
somos una unidad, todas nuestras facultades trabajan juntas y todas son
importantes, pero guardando cierto orden.
Supongamos, a modo de comparación, que cada uno de nosotros es un velero que
cruza el océano. Los instrumentos, la tripulación, las condiciones de
navegación, todo entra en juego en nuestra travesía por la vida. Todas las
partes del bote tienen que trabajar juntas y armónicamente para que la nave
funcione adecuadamente. Cada parte tiene un objetivo particular.
Las pasiones
Un primer elemento que conviene tomar en cuenta son nuestras pasiones. Ellas nos
impulsan a la acción como el viento hincha las velas y empuja la barca hacia
adelante. Algunas veces los vientos son fuertes como un huracán e impulsan la
barca con increíble vigor. Otras veces son suaves y permiten que el velero
avance con serenidad.
Ocurre con cierta frecuencia que el viento no sopla en la misma dirección en la
que nosotros queremos ir. Esto significa que mientras algunas pasiones son
positivas, otras pueden arrastrarnos fuera de ruta y obligarnos a avanzar en una
dirección diferente de la planeada.
Las pasiones son tendencias naturales que tienen una fuerza especial para
impulsarnos hacia algo o alejarnos de algo. En sí mismas no son buenas ni malas,
como el viento tampoco lo es. Todo depende de la ayuda o del impedimento que
ellas nos ofrezcan en nuestro viaje. Hay pasiones corporales, como el deseo
sexual, el apetito y el instinto de conservación; y pasiones del espíritu, como
el amor, el odio, la ambición, el temor, el orgullo, la envidia y la ira.
Algunos psicólogos dicen que no es saludable controlar nuestras pasiones; que
nos sentiremos mejor si les damos rienda suelta. La escuela freudiana, por
ejemplo, aconseja que cedamos a nuestros impulsos instintivos como un medio
necesario «para vivir de acuerdo con nuestra verdad psicológica».
Pero es precisamente en el dominio de la razón sobre el instinto donde
manifestamos nuestra superioridad sobre los animales y alcanzamos nuestra
verdadera dignidad. Encauzar nuestras pasiones no es lo mismo que reprimirlas.
Si siento hambre a la 1.00 de la tarde es inútil tratar de convencerme de que no
la siento. Sería, en cambio, un ejercicio muy provechoso continuar trabajando
una hora más, hasta el momento de la comida, en lugar de levantarme del
escritorio y buscar instintivamente el refrigerador más cercano. Es preciso que
enlacemos bien nuestras pasiones y las dirijamos hacia nuestras metas.
Sentimientos
Los sentimientos son una segunda fuerza que actúa en nosotros, que puede
compararse con la corriente del mar. La corriente también puede ser favorable o
desfavorable. Algunas veces es una corriente cruzada o empuja nuestra barca
hacia peligrosos escollos. Otras veces va en la misma dirección de nuestro
objetivo y añade un feliz impulso en el rumbo correcto.
Los sentimientos actúan del mismo modo. Algunas veces sentimos que estamos
haciendo lo que debemos. Otras veces nuestros sentimientos obstaculizan el logro
de los objetivos. Los sentimientos son reacciones personales, puramente
subjetivas, espontáneas y psicológicas ante ciertos estímulos. Puesto que se
trata de reacciones, son ciegos, pasivos y fuera de nuestro control. No está en
nosotros el sentirnos felices o tristes, alegres o deprimidos.
Al hablar de sentimientos es importante no perder de vista que son irracionales:
no siempre corresponden a nuestro verdadero bien. Por lo mismo, a veces será
necesario ir contra ellos. Si el capitán permite que su velero sea arrastrado
por la corriente, seguramente está en camino de naufragar.
Tipo de personalidad
Hay que considerar un tercer factor: nuestro tipo de personalidad, que es una
dimensión del carácter con que hemos nacido. El tipo de personalidad -o
temperamento- es como el modelo del barco en que navegamos. Existen canoas,
piraguas y pequeños veleros, y también grandes embarcaciones como los cargueros
y los trasatlánticos. Unas naves son ligeras y fáciles de maniobrar, como el
catamarán. Otras son lentas, pero más estables, seguras y duraderas.
Nuestro temperamento es la suma total de nuestras disposiciones y tendencias
naturales. Algunas personas son optimistas, extrovertidas, francas y sinceras
por naturaleza. Otras son más introvertidas, pensativas y sentimentales. Algunos
individuos son activos, otros son pasivos. Algunos tienden a ser más emotivos;
otros menos.
Lo importante aquí consiste en que cada uno se conozca a sí mismo y sepa cómo
sacar el mayor provecho posible de su temperamento. Formamos nuestro carácter a
partir de este material «en bruto». El capitán debe tomar en cuenta el tipo de
embarcación que está dirigiendo, sus peculiaridades, sus desventajas y puntos
fuertes. De este modo podrá llegar a su destino con mayor probabilidad.
Inteligencia
Estos tres elementos -pasiones, sentimientos y temperamento- forman parte de
nuestra naturaleza corporal. Pero tenemos también dos facultades espirituales:
nuestra inteligencia y nuestra voluntad. Estas dos facultades entran en acción
cuando se trata de buscar nuestros valores; la inteligencia reconoce lo que es
bueno y la voluntad lo escoge. El objeto de la inteligencia es la verdad, la
realidad de las cosas. La inteligencia realiza esta tarea por medio de la
reflexión, el razonamiento, la contemplación, el análisis y la síntesis.
«Todos los hombres desean conocer», decía Aristóteles. Nos interesa
espontáneamente conocer cómo son las cosas, y por qué son de esa manera. Nuestra
inteligencia jamás se satisface plenamente, sino que siempre tiende a más, al
infinito.
La inteligencia es como el capitán del barco, que analiza la ruta que lleva la
nave y da instrucciones al timonel. El capitán no trabaja solo, sino que se
ayuda del vigía (los cinco sentidos), la brújula (la conciencia), los mapas y
las cartas de navegación (fe).
El vigía es el ojo del barco e informa al capitán sobre la presencia de rocas,
aguas poco profundas, arrecifes, tormentas y tierra. Él está muy alerta a las
situaciones cambiantes. De modo similar, la persona recibe información del mundo
exterior a través de sus cinco sentidos: vista, olfato, gusto, tacto y oído.
La brújula del barco señala al capitán el verdadero norte, de forma que pueda
corregir la dirección. Así también, gracias a la conciencia, nuestra vida sigue
el rumbo correcto y cuenta con una guía segura.
Todo capitán dispone de cartas de navegación y mapas para conocer con certeza lo
que aún no ha aparecido en el horizonte. Hay escollos que no se ven a simple
vista, estrechos peligrosos, atajos aprovechables. De forma semejante, la fe nos
ofrece certezas que sobrepasan nuestra experiencia o las limitaciones del
conocimiento empírico.
Voluntad
El último integrante de nuestro barco es el timonel. En fin de cuentas, él
determina la dirección del barco. Esta tarea corresponde a la voluntad. Incluso
cuando hay vientos contrarios, olas y corrientes, un buen timonel mantiene el
barco en ruta y encauza las demás fuerzas hacia el destino escogido.
En el plano humano, una persona vale lo que vale su voluntad. La voluntad es la
columna vertebral del carácter. Las personas de carácter se distinguen por su
fuerza de voluntad. Si pensamos en los grandes protagonistas de la historia,
incluso en los grandes hombres y mujeres de nuestro tiempo, encontraremos la
fuerza de voluntad como elemento clave de su personalidad.
Ha habido grandes líderes y grandes santos que no han sobresalido por su
inteligencia (recordemos al Cura de Ars), pero jamás los ha habido sin fuerza de
voluntad. Se puede decir que una persona es más persona en la medida en que su
inteligencia y su voluntad tienen el dominio sobre las tendencias más bajas.
Nuestras pasiones nos llevan, nuestros sentidos nos ofrecen información, pero
depende sólo de nuestra fuerza de voluntad el actuar como personas libres o no.
Tras este breve repaso «en cápsula» de nuestras facultades y de algunas de las
fuerzas que intervienen en cada uno de nosotros, hay que añadir que el
ordenarlas adecuadamente es un valor fundamental para toda persona. Tal como
ocurre en los equipos deportivos, donde el éxito depende de la coordinación y
del apoyo mutuo entre los miembros, así también la persona necesita coordinar
estas fuerzas para poder alcanzar la madurez y alcanzar los más altos valores en
su vida.
Esto exige tomar en cuenta todas las dimensiones de nuestra naturaleza humana:
comprender lo que somos y para qué hemos sido creados. Sólo así podremos escoger
buenos valores -aquéllos que nos ayudarán en nuestro proyecto vital.
De las diversas cualidades ya mencionadas, hay una que destaca por su particular
importancia cuando se habla de valores: la libertad humana. Para buscar buenos
valores, optar por ellos y vivirlos con coherencia, se requiere la libertad.
Es tan importante y, con frecuencia, tan descuidado este punto, que bien merece
que le dediquemos un capítulo entero.
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La libertad y los valores