CARLO M. MARTINI

EL EVANGELIZADOR EN SAN LUCAS

 

3. SIGNIFICADO QUE DIOS ATRIBUYE A CADA UNO DE NOSOTROS

Lucas le da mucha importancia al episodio del ladrón arrepentido y salvado y lo

presenta como la culminación de la actividad evangelizadora y redentora de Jesús en su

Pasión. Si juzgamos según nuestra manera humana, nos viene inmediatamente espontánea

una pregunta: ¿en esto está todo? ¡Uno solo! Tanta gente que regresa a su casa, alguien

un poco traumatizado, pero sustancialmente sin haber comprendido el significado de esta

escena.

¿Cómo se explica un tal desperdicio de esfuerzo evangelizador para obtener solamente

este pequeño resultado?

Entonces, propongo volver a ver la escena del ladrón salvado, a la luz de un capítulo muy

importante de Lucas (/Lc/15): "Se acercaron a él todos los publicanos y los pecadores para

escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban: Este recibe a los pecadores y come

con ellos. Y les dijo esta parábola..." y siguen las tres parábolas: la oveja perdida, la dracma

perdida y el hijo pródigo. Tres parábolas que hay que leer juntas y sobre las cuales llamo

su atención para indicar cómo nos permiten comprender el Dios del Evangelio que se revela

en el perdón que Jesús otorga al ladrón sobre la Cruz.

Notemos, en primer lugar, que estas parábolas -y no había necesidad que lo hicieran-

insisten todas sobre el uno: una oveja, una dracma, un hijo; en el caso del hijo, es evidente

que sobre dos, uno es importante; en el caso de las ovejas (una sobre cien), o en el caso

de la dracma (una sobre diez), vemos que la importancia que da la parábola al uno nos

parece desproporcionada, exagerada.

La parábola de la oveja perdida

"¿Quién de ustedes, teniendo cien ovejas, si se pierde una, no deja las noventa y nueve

en el desierto y marcha en busca de la perdida hasta que la encuentra?" (/Lc/15/04).

Nosotros diríamos: ¿pero por qué dejar las noventa y nueve en el desierto para buscar

una? Además el texto no supone que el pastor las deja bien custodiadas. En esta imagen

del pastor hay un cierto exceso, casi un tris de locura: se la echa a la espalda, va a casa

muy contento, llama a los amigos y vecinos para que se alegren con él... Me parece notar

en todo esto la importancia que Dios le da al uno, aun a uno solo, aun al más pequeño.

Todo esto no concuerda de ninguna manera, más bien contrasta violentamente, con la

imagen pagana de Dios, que sí piensa en el mundo, pero no pierde la cabeza por uno solo.

El mismo hincapié vale para las otras dos parábolas, la de la mujer que barre atentamente la casa para buscar la moneda y la del hijo pródigo, que regresa a la casa del Padre.

Aquí entramos propiamente en la revelación de la imagen de Dios, que tenemos en la

cruz, cuando Jesús salva a un malhechor menospreciado, desesperado, abandonado de

todos. Es la marca de fábrica del Dios del Evangelio: Uno, uno solo es suficiente para

justificar todo el cuidado, la atención, la alegría de Dios. Siempre se subraya la alegría: el

pastor invita a alegrarse con él y "así habrá más alegría en el cielo por un pecador

convertido, que por noventa y nueve justos". La mujer dice: "Alégrense conmigo", y así les

digo, "hay alegría ante los ángeles". El padre: "Hay que hacer fiesta y alegrarse". He aquí el

sentido del Dios del Evangelio. Dios tiene todo en mano, es el Señor de todo, es el Rey que

gobierna cielo y tierra, pero es capaz de perder la cabeza por uno solo, no tiene paz, aun

por uno solo.

A esto corresponde la enseñanza que encontramos varias veces en las palabras de

Jesús: " ¡Ay, si uno solo de estos pequeños es escandalizado! '; "cuando lo hayan hecho a

uno solo de estos, lo han hecho a mí" y -notan bien los exégetas- la insistencia sobre "uno

solo" es una característica típica del Evangelio. La alegría de Dios se expresa aun cuando

una sola persona ha sido objeto de la salvación.

Debemos reflexionar mucho sobre esto para nuestro ministerio: es cierto que nosotros

nos preocupamos por todos, por muchos, debemos cuidar una comunidad, pero solamente

en algunas situaciones privilegiadas tenemos la alegría, la satisfacción de ver un fruto pleno

de lo que hacemos. Esta alegría de Jesús expresa el cuidado pleno de Dios por la persona

humana, y, ante el mundo dice el valor de la persona, aun de una sola; y entonces, si una

sola persona vale tanto, muchas personas valen mucho más y no se puede descuidar

ninguna.

Pidamos al Señor la comprensión de la misericordiosa atención de Dios, que él nos

comunica a nosotros, de la que somos portadores hacia la comunidad y que diferencia

claramente al compromiso cristiano del compromiso político o de eficiencia; estos -en último

análisis- cuidan los resultados globales sin preocuparse demasiado si una u otra persona

quedan descuidadas o no son acogidas.

En verdad esto es sólo un aspecto de la experiencia de Dios: la experiencia de Dios es,

en efecto, también la experiencia de la salvación de todos, pero entrar en el mundo del Dios

del Evangelio quiere decir tener la posibilidad de querer la salvación de todos de manera

que no se descuide a nadie, ni se le ofenda, ni olvide, y se le dé todo el valor a lo que cada

uno representa a los ojos de Dios.

El camino de María M/CZ;/Jn/19/25-27:

Pasemos al segundo momento. Hay una persona que vive plenamente la realidad de la

redención junto a la Cruz; y es María. Ella representa un tesoro inmenso para Jesús que la

hace depositaria de sus dones de salvación y ve en ella, en nombre de la Iglesia, la primera

respuesta humana, plena, a su acción de amor sin límites.

Al contemplar a María a los pies de la Cruz, deberíamos tratar de comprender lo que le

sucedió en ese momento, cómo la educó Dios, gradualmente, hasta permitirle llegar a ese

punto de asociación a la redención, que María vive junto a la Cruz. Partiendo de un trozo de

la "Lumen Gentium", en donde se dice que "María caminó en la peregrinación de la fe y

progresó en esta peregrinación", podemos -por la imagen de María junto a la Cruz- mirar

algunas etapas anteriores de su existencia, y así ver cómo Dios la preparó.

Consideramos estas etapas en Lucas, sobre todo en el capítulo /Lc/01/29, cuando el

ángel entra donde estaba ella y "a estas palabras, María se turbó". Es el primer impacto de

María con el mundo nuevo de Dios: la palabra griega dietaráchthe -se turbó- es una

palabra muy fuerte y nos maravilla que Lucas la haya usado en esa ocasión. Es la misma

palabra que se usa, por ejemplo, en Mt 2, 3: "El rey Herodes se turbó, y con él toda

Jerusalén" (Herodes se turbó por la noticia de los Magos); o también en Lc 1, 12: "Zacarías

se turbó" por la aparición del ángel; o también en Mt 14, 26 en donde leemos que, cuando

Jesús camina sobre las aguas, los discípulos se turbaron. Hubo, pues, también para María

esta turbación inicial: ¿a dónde me quiere llevar Dios, qué sucederá? María ciertamente se

había acostumbrado a un cierto tipo de vida de oración, de piedad, de compromiso, de

escucha de la Biblia, pero ahora siente que Dios la transporta a otro plano y que tiene que

dejar -como le sucedió a Abraham- las seguridades precedentes, y abandonarse a una

acción diversa de Dios.

De aquí comienza su educación para ese plan divino que, en parte, será según sus

expectativas y, en parte, contra sus expectativas. Ambos aspectos se encuentran

subrayados en el resto del Evangelio de Lucas en donde se habla de María. Se subraya la

perfecta consonancia entre María y el plan de Dios, ya sea cuando la Virgen le contesta al

ángel (Lc 1, 38), ya sea cuando Isabel le dice: "¿Y cómo es que la Madre de mi Señor viene

a mí?". Estamos en plena sintonía con el plan de Dios, estamos en el entusiasmo, en la

alegría por lo que Dios ha propuesto y por lo que se vive. María vive el primer entusiasmo

de la respuesta a la llamada, siente que todo marcha a la maravilla como el Señor le había

hecho entrever, y se dispone pues con gran corazón a aceptar el designio de Dios sobre ella.

Pero el Evangelio hace notar que pronto comienzan para María los que pueden llamarse

"años oscuros". Lucas lo subraya en varias ocasiones, ya sea cuando -en la visita a

Jerusalén- se le dice que su corazón será traspasado por una espada, ya sea cuando -en la

respuesta de Jesús en el Templo- ella ya no entiende qué es lo que está sucediendo: "Al

verlo se quedaron maravillados, y su madre le dijo: Hijo, ¿por qué has hecho ésto? He aquí

que tu padre y yo te buscábamos angustiados" (Lc 2, 48), y el evangelista añade: "Pero

ellos no comprendieron sus palabras". Es interesante notar cómo esta frase: "Pero ellos no

comprendieron sus palabras", es la frase que vuelve en las predicciones de la Pasión,

cuando los Apóstoles no comprendieron las palabras de Jesús acerca de la Cruz y de la

Resurrección: "No comprendían lo que se les decía y este discurso les quedaba oscuro".

También María, pues, entra en esta oscuridad, comprende y no comprende el plan de Dios,

se adhiere a él íntimamente, pasa al fondo del corazón (está siempre en perfecta adhesión

de fe, su totalidad de adhesión no sufre mengua), pero tiene que aceptar que es distinto de

lo que, como madre, podía imaginarse: una madre evidentemente, desea para el hijo éxito,

progreso, un buen resultado.

En el corazón de María sucede una expropiación gradual -toda madre quiere poseer al

propio hijo, incluso tiene la tentación de la posesión de hacer que realice su propio ideal-.

En la vida pública de Jesús hay signos claros por medio de los cuales el Maestro afirma

la libertad de su designio ante cualquier deseo de sus padres sobre él, por más hipotético

que sea. Por ejemplo, cuando llegan sus familiares y ni siquiera los quiere recibir, o cuando

lo alaban: "Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron" contesta:

"Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la practican" (Lc 1 1, 27-28).

La bienaventuranza de María, pues, es la de conformarse totalmente al plan divino.

Naturalmente no podemos pensar que Jesús no haya tenido corazón para su madre: si

Jesús siente las lágrimas de la mujer que ha perdido al hijo (Lc 7, 13), quiere decir que ama

inmensamente a su madre, pero, precisamente porque la ama, él pone claramente en

primer plano su libertad de acción mesiánica, con la confianza de que María acogerá, de

manera total, el obrar de Dios que se cumple en él.

Para nosotros es difícil entrar en el camino que María tiene que recorrer y podemos sacar

los frutos solamente cuando contemplamos las palabras del Hijo desde la Cruz: allí

comprendemos hasta qué punto llegó el camino de su madre. Ella lo siguió hasta la Cruz

-nos lo dice el mismo Lucas-, y Juan nos presenta la escena completa, citando las palabras

que Jesús le dirigió.

Tratemos de identificarnos, en la oración, adorando en silencio al Señor crucificado, y

preguntando qué sucede en ese momento en el ánimo de María, qué hubiera querido como

madre. Creo que es sencillo decir que, como madre, hubiera querido morir ella por el hijo,

hubiera querido dar la vida ella, hubiera querido impedir a toda costa que sucediese esto y,

en cambio, el Señor la educa a aceptar de manera misteriosa, profunda, el designio por el

cual es Jesús el Salvador que representa la perfección del Amor del Padre.

María vive aquí la culminación dramática de su vida, la verdadera expropiación del hijo

que ella entrega al Padre por la humanidad; y, en ese instante, recibe como don del Hijo

toda la humanidad. Es el centro de la escena de Juan que, por medio de la figura del

discípulo, nos presenta a la Iglesia, que es puesta en intima comunión con la Madre del

Señor, como fruto y resultado de la Pasión vivida por María junto con Jesús.

¿Qué representa, pues, la Virgen en este vértice de su camino de fe y de adhesión a la

voluntad de Dios? Representa a la humanidad, a la Iglesia. Habiendo seguido totalmente el

plan de Dios, habiéndolo acogido plenamente en sí, y habiendo llegado a esa expropiación

de fe -a la que había sido llamado Abraham-, recibe como don la plenitud de la Iglesia.

Precisamente porque se puso toda ella en las manos de Dios y se abandonó con todo lo

que le era más querido, su Hijo, recibe de Dios lo que para Dios le es más querido, el

cuerpo del Hijo que vivirá en la Iglesia naciente de la Pasión, Muerte y Resurrección de

Jesús. María es quien, más que cualquier hombre, comprende el significado del

ofrecimiento sacrificial de Jesús, del amor por la humanidad y de la plenitud de donación al

designio de Dios que esta oferta conlleva y, más que todos, puede recibir como don una

humanidad nueva.

Aquí es donde debemos radicar nuestro amor a la Madre del Señor. Si perdemos de vista

el camino de fe de María, no tendremos ya la capacidad de comprender cómo Dios nos ha

salvado concretamente, en Jesús dándonos a María, para que en ella tuviera comienzo la

Iglesia.

Evidentemente estas verdades pueden vivirse de muchas maneras: con la devoción

popular cristiana, con formas más silenciosas o más clamorosas. Siempre que en la Iglesia

se instaura un verdadero sentido de la presencia de María se nota un reflorecer de la vida

cristiana; hay vigor, serenidad, agilidad, vivacidad, precisamente porque somos llevados a

los misterios fundamentales de la Redención. No se trata de ninguna añadidura, ni de

ningún lujo: se trata de colocarnos a los pies de la Cruz, y comprender de qué modo la

humanidad entra en el designio de Dios, acepta la redención y, en María, comienza el

camino de salvación.

Pidamos al Señor poder en realidad comprender los misterios de Dios en nuestra vida:

será el rosario, serán otras formas de devoción mariana que podemos vivir nosotros en

primera persona y hacer vivir a los demás, será una contemplación de los misterios de

María en el Evangelio: ciertamente la presencia de María tiene un influjo misterioso y

saludable para ayudarnos a penetrar el sentido de la Redención.

Pidamos también ser capaces de ayudar al pueblo cristiano, tan sensible a estas

realidades, a vivirlas de un modo verdadero, eficaz, justo. Es una fortuna descubrir que el

sentimiento de amor a la Virgen todavía es muy grande en la gente, todavía se lo vive:

partamos de él para estimular a recorrer el camino que recorrió María, la adhesión total al

misterio de Dios, a su voluntad; un camino que ha tenido una gran fecundidad espiritual,

una gran capacidad de dar hijos a la Iglesia y así ha multiplicado la obra de la redención

que Jesús realizó sobre la cruz por pocas personas, limitándose aparentemente a pequeños

resultados.

Estos resultados, confiados al corazón de María, se convierten en una plenitud de hijos

para la Iglesia, como nos lo demuestran los Hechos de los Apóstoles.

Perseveremos en esta oración, junto a la Cruz, con la Virgen.

(·MARTINI-5.Págs. 114-122)