I

LA ACTITUD DE FONDO

En presencia de Dios


Estos encuentros que pretendemos vivir juntos llevan el nombre de
«Escuela de la Palabra». Como sabéis, se trata de un ejercicio de interiorización, de un itinerario metódicamente ordenado (conforme, por lo tanto, a unos métodos y a unas normas muy claras) al contacto vivo con la Palabra de Dios que es Cristo. Un contacto personal y vivo con Jesús que nos lleve a responder con generosidad a sus exigencias de conversión y de edificación de nuestras comunidades cristianas.

Debemos predisponernos a través de la oración, que es algo que jamás puede improvisarse. De hecho, la oración exige una serie de condiciones para que pueda efectuarse el paso, de un plano puramente especulativo, a una auténtica experiencia del Señor.

En su realidad más profunda, la oración es la participación en la vida filial de Jesús, el eterno orante del Padre. Naturalmente, el tomar conciencia de esta participación es un don, porque no somos nosotros los que buscamos al Padre, sino que es él quien toma la iniciativa de buscarnos y dirigirse a nosotros. Sin embargo, sí podemos implorar este don, y de vez en cuando trataré de sugerir algún aspecto o actitud necesaria para acogerlo.

Esta noche vamos a detenernos brevemente en esa actitud de fondo que consiste en ponerse en la presencia de Dios.

Me pongo en la presencia de Dios dejándome invadir por una especie de enorme reverencia, sintiendo una amorosa dependencia de él, acompañada de una sincera humildad adorante.

La reverencia y la humildad son indispensables para relacionarse con Aquel que lo es todo: el creador, el eterno, el inmutable, el altísimo, el todopoderoso... Nos viene aquí a la mente el estupor y el asombro de que están impregnadas las palabras de los salmistas, de los profetas y de los propios Apóstoles. San Agustín, de cuyo bautismo celebramos este año el XVI centenario, explicará su tardanza en convertirse del siguiente modo: «No tenía aún la suficiente humildad como para poseer a mi Dios» (Confesiones, VII, 18. 24).

La reverencia y la humildad son actitudes que engrandecen al hombre y dan razón de la verdadera dignidad, que consiste en haber sido querido, pensado y amado desde toda la eternidad por aquel Dios de quien el propio hombre resulta ser el más genuino reflejo.

Precisamente por ello, reverencia y humildad se transforman también en temor filial, es decir, en preocupación por no ofender ni disgustara un Padre de infinita ternura.

La experiencia de la oración cristiana es, pues, una maravillosa aventura de amor que nos hace llegar progresivamente a la contemplación de la belleza y la bondad divinas.

No podemos entrar en ella de un modo apresurado o distraído, sino que (como nos enseñan la Escritura y el ejemplo de los santos) debemos prepararnos a ella con seriedad y tranquilidad. En el Seminario, para prepararnos a la oración, empleábamos una fórmula que podemos hacer nuestra no sólo para estos encuentros de la «Escuela de la Palabra», sino también para todas las ocasiones en que nos demos a la oración, tanto personal como comunitaria y litúrgica.

Adoro, Señor, tu divina majestad, en cuya presencia me encuentro. Te pido humildemente perdón por mis pecados y la gracia de obtener fruto de la meditación que voy a hacer, para mayor honor de tu gloria y santificación de mi alma.

 

Introducción


Reiniciamos hoy la Escuela de la Palabra, que, como ha quedado perfectamente explicado, es un ejercicio de interiorización de la Palabra de Dios, alimento y pan para nuestra vida.

Y alimento también, por consiguiente, para la vida de los Consejos pastorales parroquiales (instrumento privilegiado para la edificación de la comunidad), a los que va especialmente dirigida la oferta de estos encuentros, a través de los cuales se ofrece el pan de la Palabra a todo el pueblo de Dios que está en Milán. Se trata, como dice el título que hemos dado al itinerario de este año, del pan para un pueblo.

El pasaje evangélico sobre el que vamos a meditar es el relato de la multiplicación de los panes, tan rico en significados que escapaz de abarcar la tierra, el cielo y la historia entera.

A la luz de esta página del Nuevo Testamento trataremos de leer una síntesis de los programas pastorales que concluyeron en noviembre de 1986 con la celebración de la Convención «Hacerse prójimo».

En las anteriores Escuelas de la Palabra veíamos cómo la Biblia es la narración, por boca dé Dios, de su propio misterio. Por eso el reflexionar sobre nuestro itinerario pastoral con la ayuda de un pasaje evangélico impedirá que se banalicen o se minimicen los programas, que, de hecho, podrían ser tomados como algo cuya importancia se reconoce, pero sin llegar a hacerlos operativos; o bien, como si se tratara de una receta práctica para obtener un éxito pastoral; o incluso podrían ser tomados como un distintivo (como una insignia que se coloca en la solapa) que indique la pertenencia a una parroquia o a un grupo de esta iglesia diocesana.

A lo que se nos llama, por el contrario, es a leer en los planes pastorales, como en cualquier otra expresión autorizada de la jerarquía, un reflejo de la Palabra de Dios, la única que nos sostiene, nos anima, nos alienta y nos hace comprender que el Señor se halla dentro de nosotros. ¡Porque tú, Señor, estás de nuestro lado, quieres hacer una alianza con nosotros y solicitas nuestra colaboración para la obra de tu Reino!

Los programas pastorales son, pues, un modo de repetir las realidades fundamentales:

En otras palabras: los programas pastorales son la aplicación al itinerario de una diócesis de la Palabra divina, la cual revela el misterio inexpresable de la Trinidad y lo traduce en las contingencias históricas cotidianas.

 

Los tres momentos de la acción

Vamos a referirnos, sobre todo, al relato de la multiplicación de los panes según san Mateo, pero teniendo en cuenta la sinopsis. Esta noche consideraremos los dos primeros versículos del pasaje:

«Al oírlo Jesús, se retiró de allí en una barca, aparte, a un lugar solitario. En cuanto lo supieron las gentes, salieron de las ciudades y fueron tras él a pie. Y al desembarcar, vio a mucha gente, y sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos» (Mt14,13-14).

No es difícil distinguir tres momentos en esta acción:

Ante todo, vamos a escuchar de nuevo y a examinar esos tres momentos. Más tarde, y haciéndonos una serie de preguntas, meditaremos lo que aquí se nos refiere. Por último, vendrá el momento de la contemplación, contemplación, en el que adoraremos a Jesús silenciosamente delante de la Eucaristía.

1. «Al oírlo Jesús, se retiró de allí en una barca, aparte, a un lugar solitario» (Mt 14,13a).

La acción central que aquí se proclama es el hecho de retirarse de Jesús. La raíz del verbo griego empleado es precisamente la de la palabra «anacoreta», que designa a quien vive en el desierto.

Son muchas las veces que, en el evangelio de Mateo, Jesús «se retira». Por ejemplo, cuando sobreviene la persecución de Herodes, «Jesús se retiró a Egipto» (2,14); cuando Juan Bautista es encarcelado, «Jesús se retiró a Galilea» (4,12); cuando los fariseos tratan de prenderlo, tras haber curado Jesús al hombre de la mano paralizada, «Jesús se retiró» (12,15).

Evidentemente, Jesús tenía la costumbre de practicar el «anacoretismo», de retirarse.

• ¿Por qué se retira Jesús? ¿Cuál es, en este pasaje, el motivo inmediato por el que se dirige a un lugar desierto? El primer motivo lo indica el propio evangelista: «Al oírlo Jesús...», es decir, al enterarse de la trágica noticia de la ejecución de su gran amigo Juan Bautista. Un acontecimiento doloroso mueve a Jesús a retirarse aparte durante un cierto tiempo.

Un segundo motivo, más específico, podemos deducirlo del relato paralelo de Marcos, que comienza hablando del regreso de los apóstoles de su primera misión apostólica: «Y se reúnen los apóstoles con Jesús y le anunciaron todo cuanto habían hecho y enseñado. Y él les dice: "Venid aparte vosotros a un lugar solitario y descansad un poco"» (Mc 6,30-31). De hecho, había una considerable confusión, porque la gente iba y venía, y los apóstoles no tenían tiempo ni para comer.

Son dos, por tanto, los motivos que nos indica la narración evangélica: uno se refiere a Jesús y a su necesidad de silencio y de oración tras haberse enterado de la violenta muerte del Bautista. También a nosotros nos ocurre, cuando se muere una persona querida o nos impresiona un determinado hecho, que sentimos necesidad de retirarnos a reflexionar, a llorar en silencio o, simplemente, a estar solos.

El otro motivo se refiere a los apóstoles, que están cansados y con los nervios de punta por la labor realizada, y se encuentran al borde del agotamiento. Jesús les invita a retirarse a un lugar solitario para impedir que se afanen en exceso y se dejen atrapar por el engranaje del activismo excesivo.

• ¿Adónde se retira Jesús? Es interesante observar que en el pasaje se repite por dos veces la misma idea: «aparte, a un lugar solitario».

La expresión griega katídian significa, simplemente, retirarse, sin más connotaciones.

Puede uno retirarse en su propia casa, encerrándose en una habitación. Pero Jesús busca el retiro en el desierto, tal vez para librarse de cualquier visita imprevista; los evangelistas subrayan el hecho de que Jesús se retira a un lugar donde, casi con toda seguridad, no se va a ver condicionado por ninguna otra presencia. De hecho, sabemos que la multitud fue en su busca, pero Jesús desea de veras tener un momento de silencio, para sí y para los suyos, en un lugar tranquilo.

Ya aquí podemos admirar el valor de Jesús, porque también nosotros sentimos a menudo ese mismo deseo y, sin embargo, nunca lo hacemos realidad. Jesús lo desea eficazmente, a pesar de que la gente lo busque con insistencia, y probablemente muchas personas se sentirían molestas y desilusionadas. Pero Jesús considera que en aquel momento es absolutamente necesario retirarse.

¿Qué hace Jesús en el desierto? El final del relato, que no hemos incluido en el pasaje elegido para nuestras meditaciones, lo explicita: luego de la multiplicación de los panes, Jesús, «después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Al atardecer estaba solo allí» (Mt 14,23).

La soledad de Jesús, que se menciona al comienzo y al final del relato, es para nosotros una advertencia que nos indica la suprema importancia de esta dimensión para nuestra vida.

 

2. «En cuanto lo supieron las gentes, salieron de las ciudades y fueron tras él a pie» (Mt 14,13b).

La gente busca a Jesús, inquiere, se informa y consigue enterarse, quizá por alguna indiscreción, de adónde ha ido.

Y a pie (arrostrando el cansancio, por lo tanto) sale de las ciudades (en las que hay de todo) y se adentra en el desierto únicamente para tener la oportunidad de escucharlo y vivir un instante con él.

 

3. En el tercer momento, Jesús lo ve y se conmueve: «Y al desembarcar, vio a mucha gente, y sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos» (Mt 14,14).

No es difícil recordar otros episodios que conocemos perfectamente: lo vio y se conmovió. Es la descripción de la reacción del samaritano ante el herido, tan diferente de la reacción del levita y la del sacerdote, que lo vieron y, fingiendo no haberlo visto, pasaron de largo (cf. Lc 10,25-37).

Jesús lo vio y se dejó invadir por la conmoción y la compasión: lo mismo le había sucedido ante el hijo muerto de la viuda de Naim (Lc 7,11-15) y ante el leproso (Mc 1,40-42); y se refiere a sí mismo cuando habla precisamente del samaritano.

A pesar de verse obstaculizado en su búsqueda de silencio y de soledad, no pierde los nervios ni se deja invadir por la cólera.

Se había retirado por un acto de amor, y por eso puede pasar con libertad, de dicha búsqueda, al encuentro con la gente. Es la misma historia de amor por la que, en el silencio, vive el contacto con el Padre por causa de sus hermanos.

Nosotros, en cambio, cuando nos retiramos únicamente por nuestra comodidad, por mero deseo de tranquilidad, nos enojamos facilísimamente si se le ocurre a alguien venir a pedirnos algo.

 

Puntos de meditación y preguntas

A partir de las palabras evangélicas podemos hacer una serie de preguntas:

• El gesto de Jesús de retirarse aparte nos interpela. ¿En qué consiste mi retirarme al silencio? ¿Qué puede significar para mí el saber retirarme en el momento apropiado?

Tal vez para algunos de nosotros signifique no dejarnos arrastrar por la maquinaria de los compromisos y tener al menos el valor de efectuar de vez en cuando una breve pausa. La cola del metro o del autobús, la espera de una persona que llega tarde, son ocasiones que debemos saber aprovechar.

O, tal vez, podemos también tratar de interrumpir la lectura de un libro o de un periódico para acostumbrarnos a las pausas, a detenernos un momento.

Pero, de ese valor de saber hacer breves pausas, debemos pasar a hacerlas más prolongadas: un rato de oración, la lectura del Evangelio por la mañana o por la noche, un cuarto de hora de meditación diaria... Poco a poco llegaremos a ser capaces de hacer un día entero de retiro, dos o tres días, o incluso una semana de Ejercicios.

Este es nuestro modo de imitar a Jesús, que se retira a solas, aparte, para orar.

Una segunda pregunta: ¿forma parte de mi actitud de fondo el retirarme? ¿Poseemos la virtud contemplativa que hemos tratado de promover desde nuestra primera Carta pastoral, «La dimensión contemplativa de la vida»? ¿O somos, por el contrario, personas que nos dejamos arrastrar con facilidad y, consiguientemente, andamos siempre afanados, nerviosos, descontentos, sin encontrar tiempo para estar en silencio y detenernos delante del Señor? ¿Somos, quizá, de los que siempre andan diciendo: «¡Qué bueno sería tener un poco de tiempo libre...! ¡Cómo envidio a los que lo tienen...!»?

Pero si ese tiempo lo encuentra el propio Jesús, que tiene la misión de salvar a la humanidad, ¿por qué no lo encontramos nosotros?

Naturalmente, el deber de retirarse a un lugar apartado es propio también de los Consejos pastorales. Ante todo, creo que para los miembros de tales Consejos la imitación de Jesús significa no dejarse «envenenar» por una discusión, como tantas veces ocurre. Se empieza dialogando; luego aparece la pasión, todo el mundo quiere tener razón... ¡y al final las palabras son como dardos!

¡Qué útil sería, en cambio, efectuar una pausa para comprender de veras la importancia de lo que se está diciendo, el motivo de la discusión, la necesidad del compromiso...! Pienso, concretamente, en unas breves interrupciones que permitan recuperar el control y ser objetivos.

Hay que tener, pues, el valor de crear espacios intermedios de auténtico silencio. Cuando me reúno con un Consejo pastoral y rezamos la oración inicial, enseguida me doy cuenta de si la oración se hace con reposo y tranquilidad o si, por el contrario, no pasa de ser un mero recitado de palabras, un puro trámite, para enzarzarse lo antes posible en la discusión. En tal caso, la oración no tiene la dimensión de retiro ni de respiración contemplativa.

Y, por supuesto, se necesitan también las pausas prolongadas: los Consejos pastorales deberían programar un día de retiro al comienzo de cada año para pensar en las opciones pastorales, que habrán de hacerse en un clima de oración; otro día, al final del año, para reflexionar acerca de lo realizado; y alguna que otra tarde a lo largo del año, con ocasión de los «momentos fuertes» de la labor pastoral de la parroquia.

Sugiero la siguiente pregunta: ¿forma parte de la actitud constante de mi Consejo pastoral la capacidad de retirarse, como hacía Jesús? ¿Salimos de las reuniones turbados, angustiados y frustrados o, por el contrario, serenos, tranquilos y apaciguados?

• Nuestra meditación se dirige ahora al segundo momento de la acción: la gente que busca, que se informa, que sigue a Jesús.

¿Por qué sigue a Jesús esta gente dejando la seguridad de las ciudades y haciendo el sacrificio de andar a pie? ¿Por qué escucha la llamada del desierto?

Pienso que el motivo radica en el hecho de que la gente confía en que el estar con Jesús, el permanecer en silencio junto a él o el dialogar con él no es una ocupación vana; esa gente confía en que algo ha de suceder.

En cambio, los encuentros y diálogos entre nosotros son a menudo puramente formales y no conducen a ningún tipo de cambio. A veces resulta frustrante vivir determinadas situaciones sabiendo que todo va a continuar exactamente igual que antes. Con Jesús, sin embargo, sucede algo, porque Jesús es Dios, Creador y Señor, y alimenta nuestro espíritu: sus palabras son Espíritu y Vida.

Con Jesús hay algo que esperar, y es con esta actitud de fe como debemos entrar en la oración.

Entonces comprenderemos que también en nuestra vida puede producirse un acontecimiento nuevo que, si tenemos confianza, habrá de cambiarnos; aprenderemos que en nuestros encuentros puede haber hechos verdaderos, gente que camina, progresos en la caridad...

• Por último, nos interrogamos sobre el tercer momento: Jesús mira y se conmueve.

Cuando conseguimos dejar de acostumbrarnos a la realidad, perdemos esa pátina de grisura y de rutina con la que solemos ver a los demás y el propio correr de los días. Entonces adquirimos la capacidad de experimentar el estupor, el asombro y la compasión. Nos hacemos como niños, y nos resultan hermosos los colores, los pequeños gestos, los distintos acontecimientos... Caemos en la cuenta de si una persona sufre, y nos preguntamos cómo ayudarla. Y es que en el corazón contemplativo se hace presente la solicitud, la capacidad de mirar como Jesús, de conmoverse y de dejarse implicar con amor.

¿Cómo miro a los demás? Esta es la pregunta que cada cual puede hacerse a sí mismo.

¿Miro a los demás con apresuramiento, distraídamente, pensando exclusivamente en mí, como si tuviera los oídos tapados con unos auriculares para escuchar tan sólo lo que quiero oír, como si tuviese los ojos vendados para ver únicamente lo que me agrada?

¿Cómo miro a los demás: con confianza o con nerviosismo, con ternura o con dureza, con interés o con aburrimiento?

«Y al desembarcar, vio a mucha gente, y sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos» (Mt 14,14).

«Señor, si nos permitieras participar en tu retirada al desierto, en tu silencio y en tu oración; si nos dieras, como a la muchedumbre, la confianza en que estando contigo siempre sucederá algo, porque tú hablas con la verdad; si nos hicieras capaces de mirar a los demás como tú los miras y participar en tu compasión... entonces también nosotros podríamos sanar. Primero, Señor, sanarnos a nosotros mismos de nuestro nerviosismo, de nuestro cansancio y nuestra angustia, de nuestro miedo a la vida, de nuestra árida soledad.

Y luego, Señor, sanar a nuestros hermanos, del mismo modo que tú sanaste a los enfermos en el desierto, después de tu momento de silencio, mirando con infinito amor a cuantos te rodeaban.